I
Le había ocurrido otras veces. Quizá porque estaba acostumbrada a memorizar. Pero nunca una frase, «el tiempo amortajado por telarañas de niebla», se le había quedado grabada de un modo tan insistente sin conseguir, no obstante, recordar su procedencia. Tal vez, aventuraba, la habría leído en una novela de Coetzee, su autor preferido, alguna de cuyas obras solía llevarse consigo en los viajes. O en el libreto de una partitura. Últimamente recibía muchas. A menudo de jóvenes compositores, o no tan jóvenes. Algunos le pedían apoyo: «Si aceptara el papel escrito a su medida, para su voz excepcional, todo sería más fácil». Otros se conformaban con que les diera consejos que tendrían en cuenta de manera absoluta, insistían, aunque lo que solicitaran, de modo menos o más encubierto, fuera una recomendación.
Repetía la frase, tan literaria, en exceso libresca, porque le parecía que traducía con palabras lo que le había ocurrido durante ese «tiempo amortajado», al que necesitaba volver. Solo así podría diluirse la niebla que le permitiría contemplarlo, tras limpiar las telarañas que lo cubrían. Si era capaz de hacerlo se sentiría por fin a salvo. Y por eso iba a exigir a su representante que aplazara por un año los contratos firmados, le gustara o no, le costara mucho o poco esfuerzo, porque su decisión era absolutamente irrevocable.
Se había comprometido consigo misma a resucitar «el tiempo amortajado» poco antes de que Pandora Brunellesky muriera, cuando esta le contó lo que había sucedido en Fosclluc después de su marcha del pueblo. A partir de entonces su obsesión por clarificar los hechos se había acrecentado de tal modo que había decidido buscar un paréntesis largo antes de que fuera demasiado tarde. No sabía cuánto podía llevarle tratar de devolver el buen nombre a quien había sido considerado culpable siendo inocente y, por el contrario, señalar al culpable. Ni si aún contaría con la ayuda de los testigos, en especial de Tina. No temía alejarse de los escenarios, convencida de que eso en absoluto le impediría volver cuando quisiera y como quisiera. Había conseguido triunfar, convertirse en una de las mejores sopranos del mundo, y era respetada y admirada en todos los teatros del planeta.
Tomó la decisión de regalarse no unos meses sino un año «sanático», y escogió muy adrede la palabra. Así me dijo que se lo escribiera a Hans Mayer, su representante. Un año para quitar el polvo y limpiar las telarañas, aunque estas dos últimas frases no pensara incluirlas, según me advirtió, en el correo electrónico que me dictaría a mí, Rose Barnes, su secretaria, para que lo enviara a su exquisito representante.
Estaba segura de que a Mayer las referencias a la limpieza doméstica le parecerían impropias de una diva de su categoría, por más que conociera sus orígenes humildes y las dificultades de sus comienzos. Bastante enfado le produciría su capricho de cancelar los contratos. Un capricho intolerable que trataría de impedir a toda costa.
Tanto Barbara Simpson como yo sabíamos cuánto protestaría, no era difícil conociéndole, y todo lo que le diría, primero por teléfono y después en persona, presentándose de inmediato en Nueva York, en el primer vuelo que pudiera tomar desde Londres:
—¿Estás en tus cabales? ¿Te has vuelto loca? Ese parón te desprestigiará, te hundirá. ¿No te das cuenta? ¿Y los millones de dólares que dejaremos de ingresar? —Y ahí especialmente le dolía a Hans.
Imaginaba la trifulca. Daría grandes zancadas por el salón, se sentaría y se levantaría sin dejar de hablar. Recurriría a los comienzos de su carrera, a su consolidación, gracias a su trabajo, al trabajo de ambos, puntualizaría, justo antes de que Barbara le interrumpiera con uno de sus «basta» y le mandara callar. Hans no diría nada durante unos minutos, pero luego continuaría y le suplicaría:
—Por favor, espera. Más adelante, dentro de cinco años, eso sí puedo negociarlo, pero el año que viene no. No. De ninguna manera. ¡Te lo pido por lo que más quieras! No.
Y después la amenazaría. Era el único de cuantos rodeaban a la Simpson que de tarde en tarde se atrevía a levantarle la voz:
—No, no pienso tolerarlo. Si me haces esa faena ya puedes buscarte a otro representante, y yo soy el mejor. Además, también se la haces a tu público. ¿Quieres abandonar tu carrera? Pensarán que estás acabada. ¡Un año sin pisar un teatro! ¡Sin cantar! ¡Imposible! Tus seguidores no lo aceptarán. Te esperan los milaneses, los venecianos, los napolitanos, los londinenses, los españoles, los australianos...
Ella le corregiría. Hans en su furia equivocaba el orden. En cambio Barbara tenía muy presentes los lugares en los que debía actuar la próxima temporada, a partir de finales de septiembre. Los contratos firmados eran primero con el Covent Garden, después con la Scala, La Fenice, San Carlo, el Met, el Liceo, el Real, y finalmente con la Sydney Opera House... Pero ahora ¡qué más daba ya!
Las cosas acababan de suceder de otro modo, inesperado, torcido y peligroso. El «sanático» se había convertido en obligatorio, por prescripción facultativa, y Hans no tenía más remedio que aceptarlo sin discusión.
Los médicos así lo habían considerado, no fuera a tirar por la borda la suerte que había tenido. Había estado entre la vida y la muerte. En la muerte incluso, puesto que sus parámetros vitales fueron durante unos instantes apenas una línea inexpresiva. Pero consiguieron reanimarla y el corazón comenzó a bombear, el cerebro a recibir oxígeno, y la respiración se fue acompasando.
Tal vez había vuelto a la vida porque no debía morir. Todavía no. Antes tenía que resolver el asunto que la obsesionaba. No podía irse. No podía descansar pese a haber tenido la percepción de estar fuera de su cuerpo, envuelta en luz y en una calma absoluta. Una luz, puntualizaba, en la que iban apareciendo los colores del arco iris.
Todas esas sensaciones las recobró después de pasar un tiempo en una especie de nebulosa, un magma viscoso, en el que parecía haberse acomodado, en apariencia sin sentir nada, dopada por los medicamentos que le propiciaban aquel estado, a la espera de que poco a poco, sin sufrimiento excesivo, y con el mínimo desgaste, pudiera ir reaccionando.
No fueron los ojos lo que abrió primero, sino los oídos, y lo que oyó no pertenecía a su actual entorno. Venía de otro lugar. Un lugar que estaba muy lejos. Tan lejos como su infancia. Oyó el ruido de una llave abriendo su habitación, su propio llanto y luego su nombre repetido, gritado por voces desconocidas. A esas voces lejanas se iban superponiendo sonidos relacionados con su vida actual: los aplausos que fueron mezclándose con los silbidos y el rumor de los pateos que llegaban del gallinero. Y entonces, de pronto, recordó el esfuerzo con que intentó por tercera vez iniciar el «Vissi d’arte» y se vio —ahora sí recuperó la imagen— casi tumbada en el suelo. Cantaba siempre en esta posición esa aria maravillosa que jamás dejó de emocionarla y se convirtió en su predilecta a partir del triunfo apoteósico de Lisboa, que puso el teatro en pie y le dedicó, como a la Callas antes y en el mismo escenario, una de las ovaciones más largas de su carrera. Su récord: veinticinco minutos.
Se vio con la mano sobre el cuello, la mano que trataba de abarcar desde fuera el lugar que ocupaban sus cuerdas vocales, y, finalmente, con la mano caída en un ademán vacío, al cerciorarse, horrorizada, de que de repente se había quedado sin voz. Durante unos pocos segundos siguió comprobando que no podía articular ninguna nota ni le salía ninguna palabra, a la vez que percibió cómo se cerraban las cortinas de terciopelo amarillo del escenario y cómo Scarpia, que ya no era Scarpia, sino su amigo de tantas Toscas juntos, Ruggero Raimondi, estaba a su lado, diciendo su nombre, Barb, Barb, Barbara, muy bajito, casi al oído, y le tomaba el pulso.
Y después nada. Nada en absoluto. Ni la concentración de médicos a su alrededor. Había más de docena y media en la sala, nos dijeron después, y todos subieron al escenario en seguida, absolutamente solícitos, al ser reclamados, satisfechos no tan solo de poner su ciencia al servicio de la diva, a la que muchos consideraban la mejor soprano de América, sino también de poder contarlo a amigos y conocidos. Tal vez los más eminentes, decididos a guardar la anécdota para dedicarle una página en sus memorias. Los médicos, la mayoría de esmoquin, por no perder las buenas costumbres de las funciones de gala, otros con trajes oscuros, muy encorbatados, estuvieron de acuerdo en que el caso era grave y que había que llamar con urgencia a una ambulancia y enviar a la paciente —en aquellos momentos había dejado de ser la diva— al hospital.
No se dio cuenta tampoco de la llegada de los camilleros, que miraban con sorpresa el escenario y con mayor sorpresa todavía a la mujer, poco o nada atractiva —una actriz importantísima, una cantante extraordinaria, les habían dicho y la habían imaginado más guapa que Angelina Jolie—, que permanecía tumbada en el suelo con las piernas levantadas para facilitar la circulación, el traje largo arrugadísimo, subido hasta los muslos, y la cremallera bajada para liberar todo lo posible el pecho y contribuir a que oxigenara mejor.
No percibió cómo la depositaban, con el mayor cuidado, en una camilla ni cómo le aplicaban un desfibrilador y la trasladaban a una ambulancia, donde otro médico la esperaba. No oyó la sirena que en seguida conectó el chófer para pedir paso preferente, a pesar de que a aquella hora el tráfico de Manhattan ya no era denso y podía circular, dándose toda la prisa posible, sin entorpecer ni molestar a ningún conductor. Tampoco notó que la metieron en seguida en el quirófano porque su estado era muy grave, apenas le quedaba una brizna de vida.
Todo esto lo supo después, cuando ya hubo salido del peligro. En cuanto tomó conciencia de lo que le había ocurrido, ya fuera de la UCI e instalada en una habitación, Barbara Simpson quiso conocer qué había pasado en el teatro tras su infarto y cómo resolverían en el Metropolitan haber dejado al público con la función a medias. ¿Se lo perdonarían? ¿Le ocurriría lo mismo que a la Callas en Roma? ¿Serían tan injustos con ella como lo fueron con Maria? Muchos las comparaban. ¿Este fracaso de su salud sería otro punto en común?
Fue Ruggero Raimondi el encargado de tranquilizarla. Le aseguró que su público le seguiría siendo fiel, de eso podía estar segura, y, tras animarla, le ofreció todos los detalles de cuanto había sucedido en el Met.
El director del teatro intentó por todos los medios que la función prosiguiera, después de informar al público de que harían una pausa de una hora para ver si la señora Simpson podía seguir cantando, restablecida de un desmayo propiciado por el calor y también por la emoción con la que interpretaba el personaje de la cantante Floria Tosca, a pesar de saber que sería imposible, puesto que la Simpson tal vez ni siquiera sobreviviría al ataque. Pero de ese modo, poniéndole al público esta excusa, ganaba tiempo. Tiempo para tratar de encontrar a alguna soprano que se supiera el papel, una meritoria que estuviera, quién sabe, en el mismo teatro o pudiera llegar con rapidez y con la misma celeridad se pusiera en situación para seguir representando Tosca en el punto en que Barbara Simpson la había dejado, porque la suplente del teatro estaba igualmente sin voz. Pero si el milagro no sucedía, si resultaba imposible encontrar una soprano adecuada, al gerente del Metropolitan se le ocurrió que la ópera continuara con el tenor y el bajo, que ambos cantaran sus arias como en un recitativo y de ese modo el público se volvería a casa con la sensación de que no había perdido el dinero. No fuera caso que tuvieran que devolver el importe de todas las entradas. Pero tanto él, Ruggero Raimondi, como Plácido Domingo se negaron a cantar sin ella. Era necesario, por dignidad, por respeto, suspender la función. Ninguno de los intérpretes estaba en condiciones de seguir como si nada hubiera ocurrido. Ni siquiera sabían si Barbara Simpson, la gran soprano, había muerto. Ni a Raimondi ni a Domingo los motivos económicos les importaban, aunque pudieran llegar a no cobrar la función, eso resultaba irrelevante en aquellos momentos. Además, llegado el caso, ya tratarían sus representantes de discutir esos pormenores con los directivos del teatro y estos con sus seguros.
La ópera se suspendió y el público aceptó con resignación que las entradas sirvieran para otro día. Una programación especial cuando menos, con los mismos cantantes y la diva en condiciones. Pero si eso no fuera posible, el Met los compensaría de alguna manera. Al gerente se le ocurrió la posibilidad de devolver el importe de media entrada, cosa de escaso recibo, aunque cuando la soprano dejó de cantar estaban casi a media función.
A Barbara no le gustaba nada lo que le estaba contando Ruggero sobre los manejos del Met, y quiso que mandáramos llamar al director del teatro, Timothy Morgan, para reñirle. Su visita fue la primera que recibió, tras las de Ruggero y Hans, que llegó inmediatamente, después de conocer lo ocurrido, y la gran Leontyne Price, de paso por Nueva York. A las demás personas que acudieron al hospital se les dijo que, por prescripción facultativa, no podían verla.
La Simpson estaba enfadada con Morgan, lo que significaba que se encontraba muy restablecida. En cuanto lo tuvo delante, comenzó a hacerle preguntas como si Raimondi no le hubiera contado nada:
—¿De qué manera se resarcirá al público? ¿Se ha quejado la gente? ¿Han aceptado que se trata de algo grave y no de un capricho mío?
Morgan le contestaba a todo muy afectuoso, dándole cuantos detalles le pedía, y se demoraba en alabanzas y comentarios encomiásticos sobre su voz, que la Simpson oía sin satisfacción, como quien oye llover, más interesada en seguir preguntando:
—¿Y los periodistas? ¿Cómo ha dado la noticia el New York Times? ¿Han sido comprensivos? ¿Y la televisión? La NBC y la CBS me respetan y me consideran y no habrán emprendido ninguna campaña en mi contra, pero los de la Fox me detestan. ¿Qué han dicho en la Fox, tan conservadora? ¿Han inventado alguna patraña asegurando que he simulado un ataque, sin siquiera admitir que jamás he dejado de cumplir mis compromisos? Incluso en los ensayos lo he dado todo. Nunca he bisbiseado, como hacen otras, reservándome la voz para el estreno.
Barbara no daba tiempo a que Morgan le contestara, seguía hablándole y preguntándole inquieta, desasosegada. Probablemente también le molestaba la sonrisa de vendedor de coches de segunda mano que Morgan mantuvo todo el rato y que también a mí me pareció demasiado obsequiosa, un punto condescendiente.
—Los medios americanos se han comportado muy bien. Y todos, incluida la Fox, abogan por su completo restablecimiento y se refieren a su voz incomparable...
—Es usted muy amable —zanjó Barbara—. Mi representante se encargará de arreglar con el Met la rescisión de mis contratos. Gracias por la visita, Morgan.
E inmediatamente, dirigiéndose a mí, me pidió que acompañara a Morgan hasta la puerta.
II
En cuanto se marchó Morgan, exigió que le dieran de inmediato otra habitación. La que tenía le pareció diminuta, igual que la salita contigua, aunque no lo eran. Tal vez no le gustaba porque las ventanas daban a un patio interior, por donde, según se quejaba, entraba poca luz y ella necesitaba que la luz le hiciera compañía. Al parecer, desde niña, desde que sucedieron los hechos que hubieron de cambiarle la vida, no soportaba la oscuridad. Tampoco los cuartos pequeños. Además, el de la clínica no era suficiente para dar cabida a los ramos de flores encargados desde los lugares más remotos por admiradores, compañeros y amigos, por los músicos, los directores de orquesta y los gerentes de los teatros en los que había trabajado.
La consolaba que las flores fueran lo primero que veía al despertarse y por eso no permitía que sacaran al pasillo los ramos que más le gustaban. Me dijo que al abrir los ojos y verlos olvidaba por unos segundos que estaba en cama con el brazo inmovilizado por un par de viales que conducían a diferentes tubos. Prefería imaginarse en su camerino. En todos los contratos exigía que lo llenaran de ramos de rosas amarillas y blancas, sus predilectas. Desde que empezó a ser famosa y reconocida, ningún teatro le negaba el capricho.
Las flores la habían acompañado siempre. Su madre se las ponía en el pelo entre los rizos. Cuando el dinero no le alcanzaba o no había donde comprarlas, las cogía de cualquier lugar, de los caminos, del bosque o de los parques públicos. A veces, en épocas de poco trabajo, hacía flores de papel y ella la ayudaba. Al recordarlo en el hospital le habían venido ganas de volver a probarlo, como si el hecho le sirviera para reforzar los vínculos mentales con su madre, con otros materiales. Pese a los años que hacía que faltaba, la seguía añorando y necesitaba sentirla cerca como cuando era niña.
En la nueva habitación, la «suite real» de la clínica, que acababa de quedarse libre —tras dar el alta nada menos que a Sophia Loren, me contaron confidencialmente—, con grandes ventanales, más amplia y luminosa que la primera, fue recobrando fuerzas. Pero eso la llevó a la vez a preguntarse obsesivamente por qué de repente no pudo entonar ni la primera nota del «Vissi d’arte», que había interpretado de manera maravillosa tantísimas veces a lo largo de su carrera, y a buscar un motivo que la convenciera. De modo maquinal volvía a llevarse la mano que no tenía inmovilizada al cuello en un gesto reiterado, un gesto que —según me dijo— había hecho también a menudo en una época lejana cuando tampoco le salía la voz, cuando se volvió muda de repente. Muda por la pena, primero, y después muda por el horror que le impidió pronunciar palabra, y unía los tres momentos. ¿Recuperaría la voz como en las dos ocasiones anteriores y podría volver a cantar? ¿Significaba eso su final? ¿Era el aviso de que estaba acabada?
Yo la tranquilizaba. Se trataba de una casualidad, pero ella me repetía que las casualidades no existen, que las cosas pasan por algún motivo que no podemos dejar de tener en cuenta.
Una tarde, cuando el doctor Ripper, el jefe del equipo psicotécnico del Presbyterian Hospital, pasó a preguntarle cómo se encontraba y le contó que trabajaba en un estudio sobre las ECM, las experiencias cercanas a la muerte, Barbara no tuvo inconveniente en referirse a la sensación que había notado, placentera y luminosa, como si flotara, fuera del tiempo y del espacio, liberada de su cuerpo, que podía ver en el quirófano, manipulado por los médicos. Algo que a su entender no tenía explicación. ¿Podía estar a la vez dentro y fuera de sí misma? ¿Tendría algún problema mental? ¿Lo habría soñado? Siempre fue proclive a los sueños. Incluso a soñar despierta, e imaginación no le faltaba.
El médico, tras pedirle permiso para sentarse junto a la cabecera de la cama, le preguntó si no tenía inconveniente en que grabara la conversación. Le aseguró que su ética profesional le impedía divulgar nada y que solo usaría la grabación para estudiar su caso y ayudarla. Ella aceptó.
Ripper sacó una pequeña grabadora del bolsillo de su chaqueta y la puso en marcha mientras tranquilizaba a Barbara. Le dijo que conocía otros casos, que muchos otros pacientes habían experimentado la misma sensación, y le preguntó si tenía algún motivo para tratar de regresar, para no abandonarse y dejarse ir envuelta en esa luz. Si un impulso más fuerte que su deseo de permanecer allí le mandaba volver para cumplir con algo que había quedado pendiente, algo inconcluso que debía cerrar.
Barbara asintió y se sinceró con Ripper. Le dijo que tenía el convencimiento de que si en aquellos momentos no regresaba, si no podía volver para cumplir con lo que consideraba una obligación, jamás podría retornar a la paz y al amor, que había percibido de un modo tan intenso.
—¿Tiene eso explicación científica? —le preguntó al médico. Ella había pensado que podía relacionarse con la obsesión por conseguir un tiempo libre, un sabático o, mejor, «sanático», y le contó hasta qué punto ese empeño se había convertido por aquellos días en primordial. Después le hizo otra confidencia—: Tal vez me quedé sin voz porque yo, que estudio cada uno de mis personajes, no solo en los aspectos musicales, claro está, sino en los psicológicos para poder entenderlos e interpretarlos del mejor modo posible, no estuve a la altura del aria de Tosca... No es verdad que yo, por ejemplo, «non feci mai male ad anima viva», yo sí he hecho daño, aunque no de manera voluntaria.
—Tranquilícese —le dijo Ripper en un tono afectuoso, casi consolador—, se quedó sin voz a consecuencia de un infarto. No se atormente, puedo asegurarle que el infarto no tiene que ver con la letra del «Vissi d’arte» y sí con el estrés. El «sanático» obligatorio le sentará de maravilla, estoy convencido.
—Lo he conseguido, sí, he conseguido el «sanático», pero a un alto precio. Me pregunto si podré volver a cantar.
—Estoy seguro de que sí —afirmó Ripper de modo convincente y en seguida prosiguió—: Por favor, si no es una molestia, si no le incomoda, deme todos los detalles de su experiencia, de eso que denominamos ECM, experiencia cercana a la muerte. ¿La esperaba alguien ahí? La doctora Kübler-Ross, una de las científicas pioneras en estudiar las ECM, asegura que alguien querido que nos precedió en el tránsito nos espera en ese espacio que identificamos con la luz. ¿Reconoció usted a alguien?
—Por unos instantes vi a mi madre y también noté la presencia de alguien más, pero no pude reconocer quién era, fue cuestión de un segundo. Además no estoy segura del todo. En cambio tengo el convencimiento, doctor, de que esa sensación de bienestar no la inventé, que estuve allí, envuelta en luz, junto al arco iris, una obsesión de mi infancia. ¿Pude imaginarlo?
El doctor Ripper, que seguía el método iniciado por el doctor Van Lommel, insistió en que podía estar tranquila, que no se trataba de ningún simulacro. Y le repitió que otras muchas personas en el mismo trance habían experimentado algo parecido. Sin embargo, la Simpson quiso saber cómo era posible tal experiencia.
—Si yo estuve muerta, si mi cerebro se apagó, ¿cómo pude darme cuenta de lo que ocurría?...
—Desde el punto de vista científico cabe una explicación: la conciencia puede no estar ligada a la actividad neuronal y permanecer estimulada. Mi colega Greyson, el fundador de la International Association for Near-Death Studies, entre otros médicos, defiende que la mente puede funcionar al margen del cerebro. No obstante, habrá que investigar más y ser humildes; pese a los logros que hemos conseguido, hay millones de cosas que no entendemos todavía.
Ripper hablaba despacio. Barbara, tal vez porque era cantante, se sentía atraída por las personas cuyas voces consideraba atractivas y la del médico, según me dijo, le pareció más que agradable y persuasiva, cautivadora por la serenidad que conseguía transmitir, y eso le mereció confianza. Rechazó también su prevención de que fuera un aprovechado que quisiera utilizar lo que ella pudiera contarle y usara su nombre para difundirlo por ahí en alguna publicación.
—Resulta incluso difícil aceptar —prosiguió Ripper— hasta qué punto la física cuántica ha revolucionado los planteamientos científicos en todos los campos. —Y añadió con una gran sonrisa—: Tal vez eso permitirá en el futuro que uno pueda viajar sin tener que moverse del lugar, permaneciendo aquí y estando allá.
—Me vendría de maravilla que eso pudiera conseguirse cuanto antes, este mismo año —le dijo Barbara—, así no tendría que hacer el esfuerzo de marcharme, porque eso que le he contado, ese impulso tan fuerte que me llevó a volver, tiene que ver con la necesidad de tranquilizar mi conciencia y para eso tengo que viajar... Le juro, doctor, que me encantaría poder solucionarlo todo desde aquí, sin necesidad de moverme.
—Me ayudaría mucho si pudiera usted darme detalles sobre el motivo que la impulsó a regresar, si pudiera describirme de qué se trata. Habla usted de tranquilizar su conciencia. ¿De qué culpa? Se siente usted culpable de algo, ¿verdad?
—Sí, mataron a alguien y fui yo la responsable de esa muerte. Fue hace mucho tiempo —dijo casi al borde de las lágrimas—. Esa culpa, doctor, me llevó a regresar.
Pude ver cómo Ripper le cogía una mano y la apretaba entre las suyas. Ella, que evitaba cualquier contacto físico, quizá porque las divas solo se los pueden permitir con sus pocos iguales, se debía de sentir tan frágil e indefensa, tan necesitada de apoyo, que no lo rechazó.
—¡Nos han sido impuestas tantas culpas! Creo que a usted le ayudaría mucho ordenar sus recuerdos, recuperar sus sensaciones, en especial sobre cuanto se refiere a esa muerte de la que se siente culpable, aunque eso le duela. No ahora, por supuesto, cuando salga de aquí. Cuando sea capaz de analizar bien cuanto ocurrió se sentirá mucho mejor. Reflexionar sobre ello le permitirá asegurarse de que su ECM no fue una fantasía...
—Cuando recordé la experiencia no lo descarté. Lo habrás imaginado, me dije.
—Creer que se trata de imaginaciones tranquiliza y permite dejar de lado ciertas experiencias llamadas despectivamente paranormales. No se investiga lo que se considera de antemano pseudocientífico, y eso impide avanzar sobre lo que apenas sabemos. Además, no todos tenemos las mismas capacidades, ni abiertas las mismas puertas de la percepción, se lo aseguro. Pero no quiero importunarla ahora con explicaciones. Lo haré más adelante, si usted me deja, claro. Cuando se sienta fuerte. Lo que sí le pido es que escriba sobre su vida, sobre su infancia, de manera especial, y sobre la relación que ha establecido usted con sus muertos queridos, sobre esa culpa de la que quiere librarse... Todo cuanto recuerde me ayudará mucho, me servirá para comparar su caso con otros ya estudiados. Algunos pacientes me han hablado de una promesa incumplida, una deuda que debían pagar y por eso regresaban. Usted se refiere a algo más espinoso, aunque conozco otros casos que pueden, tal vez, relacionarse con el suyo.
—Cuando me desperté después de la operación me pareció que me encontraba en la montaña, quizá porque la noche antes del infarto me dormí recordando la leyenda de la Diosa Blanca que tiene que ver con mi infancia. Y eso sí se lo puedo hacer llegar mañana mismo. Mi maestra, Pandora Brunellesky, a la que le debo tanto, la mandó copiar para mí y en los últimos tiempos me ha obsesionado...
—Pásemela, seguro que me interesará. Las leyendas cuentan mucho sobre nosotros, mucho más de lo que creemos y de un modo más eficaz. Pero también quiero que escriba sobre usted...
—No creo que pueda, doctor. No sé escribir. Solo sé de notas musicales. La música, que no requiere palabras, llega a todos, aunque yo me aprenda muy bien los libretos y trate de que se entienda lo que canto... La música transmite mejor que cualquier otro arte la emoción y no necesita traducciones.
—Estoy de acuerdo, la música es universal y usted, señora Simpson, sabe cantar como nadie. He podido comprobarlo, pero no creo que no sepa escribir. He leído en una entrevista que le gusta leer y lo uno suele llevar a lo otro. Además, seguro que cuenta con alguien de confianza a quien dictar o contarle sus recuerdos. Las grandes divas, como usted, no necesitan buscar biógrafos. Les salen de debajo de las piedras, aunque yo no le pido una biografía. Le pido otra cosa. Quiero que se enfrente con su pasado, que intente entenderlo.
Barbara asintió sin decir nada. Ante Ripper se sentía vulnerable. La personalidad del médico, su amabilidad y la situación en la que ella se encontraba le habían hecho olvidar su papel de diva, que tan bien sabía ejercer cuando le convenía. Se fijó en que la miraba a los ojos de una manera inusual, muy poco americana, tal vez porque Ripper no renunciaba a sus orígenes polacos.
—¿Me lo promete? ¿Escribirá?
—Sí —dijo la Simpson, sorprendida por la mirada directa y profunda del médico—. Si lo que yo pueda contarle le puede ayudar, le pediré a mi secretaria que lo escriba, le dictaré...
—Gracias. Aquí tiene mi tarjeta con mis datos personales. La espero, cuando vuelva de su viaje o antes, cuando quiera, con su escrito. No tarde, por favor, y hágame llegar la leyenda en cuanto pueda. Me marcho a Londres a un congreso en un par de días y me gustaría leerla antes, si es posible, o durante el viaje.
III
La visita de Ripper afectó mucho a Barbara. Lo sé bien porque estuve presente desde la salita contigua, por expreso deseo de ella, que me pidió que me quedara allí, con la puerta abierta, sin importarle que yo viera sus reacciones y escuchara sus confidencias.
En cuanto se fue el médico y me acerqué a la cama, la encontré en un estado de inquietud extrema. Me alarmé, y a punto estuve de llamar a la enfermera y pedir si podían administrarle un tranquilizante, pero ella me lo impidió.
Poco a poco fue calmándose. Pasó un rato con los ojos cerrados y luego en voz muy baja fue refiriéndose a su conversación con Ripper y a lo que supondría el compromiso adquirido con él, que la llevaría a tener que remover cosas de su pasado, y, en cierto modo, a lo que supondría también para mí —me anunció—, porque yo le habría de servir de intermediaria. Me lo dijo riéndose, lo que me hizo pensar que se sentía mejor. En seguida, tras pedirme un vaso de agua, me advirtió que pensaba delegar en mi persona la petición del médico, como había hecho después de salir de la UCI, con todo cuanto la concernía.
Debo señalar, me parece, que durante los días que Barbara Simpson estuvo internada en el hospital no me moví de su lado. Sabía lo importante que era para ella preservar su intimidad y a la vez sentirse arropada por el afecto de alguien cercano.
La Simpson no tenía apenas familia, unos primos segundos que vivían en Nueva Orleans y a los que veía de tarde en tarde, cuando iba a actuar en algún teatro de Luisiana, cosa que, de un tiempo a esta parte, no hacía puesto que sus compromisos se centraban en los grandes teatros de ópera del mundo. En cuanto a sus relaciones sentimentales, andaban de capa caída. No hacía demasiado que había despachado a su última pareja, dependiente en todos los niveles, pero en especial en el económico, de la diva. Así que yo, que al principio no era otra cosa que una secretaria que atendía el día a día de su agenda —de la Agenda con mayúscula se ocupaba Hans—, poco a poco me fui convirtiendo en la persona que Barb tenía más cerca y en muchas ocasiones me demostró su afecto, y más aún durante aquellos días en que me pidió, sin decírmelo, solo con la mirada, que no la dejara sola.
Por mi parte, yo también le fui tomando cariño, pese a los prontos de su carácter inestable, a ratos despótico —«Yo no aconsejo, yo ordeno», le oí repetir algunas veces, y recuerdo lo perpleja que me quedé la primera vez que, delante de otros cantantes, se lo soltó a un tenor joven—, y sus imposiciones caprichosas, más con el ánimo de afianzarse en su papel de diva, de sorprender, de marcar territorio, que con cualquier otro fin, y todo ello, quizá, para enmascarar una fragilidad infinita.
Aquella tarde me pidió que a la mañana siguiente fuera a su casa, abriera el cajón de la derecha de su mesilla de noche, donde encontraría un cuadernillo en cuya cubierta constaba en letras de molde «La Diosa Blanca», y, con mucho cuidado de no extraviarlo, lo llevara a una copistería de confianza. Insistió en que fuera alguna recomendable, donde, sin dañar el original, pudieran hacer una copia de buena calidad. Le propuse la que yo conocía y a la que solía acudir en mis años de estudiante para que me imprimieran los trabajos universitarios de manera presentable, y más adelante, cuando colaboraba en el periódico Impacto Latino, justo antes de que la soprano me contratara, y que se caracterizaba por su rapidez, pulcritud y precios ajustados, aunque esto último a Barbara no le importara demasiado.
Me ordenó —lo que me indujo en seguida a pensar que estaba recuperando fuerzas, aunque el tono de su voz era débil— que me diera prisa. Quería entregarle a Ripper cuanto antes una copia y como tenía miedo de que pudieran traspapelarlo —para ella, al parecer, era un documento fundamental—, me exigió que realizaran el trabajo delante de mí, que yo montara guardia mientras descosían el borde de los pliegos, porque no quería bajo ningún concepto que lo deformaran al fotocopiarlo, hacían la copia en el mismo formato y le ponían unas tapas lo más parecidas posible a las originales, de buena cartulina y no plastificadas, por supuesto. La Simpson detestaba el plástico. Le daba grima su contacto y una vez estuvo a punto de cancelar una actuación porque el escenario estaba adornado con flores de plástico, que exigió cambiar por otras verdaderas. Le sugerí, dada la importancia que parecía tener para ella el texto, que en vez de una copia hiciéramos por lo menos dos y me hizo caso. Incluso me dijo que una la guardara yo y entregara la otra a Ripper, tras devolver el original al cajón de su mesilla de noche.
Como sentía una enorme curiosidad por conocer de qué se trataba y ya que una copia aparentemente iba a ser para mí, aunque no sabía si eso de que la guardara incluía el permiso de leerla, lo hice antes de que me lo diera o me lo denegara, mientras iba en el metro hacia la copistería, diez estaciones desde donde lo tomé, en Grand Central, tras apearme del tren que me había traído de Long Island a Nueva York. Al abrir el cuadernillo se me cayó una nota que pude recoger al instante con alivio. No quería imaginar qué habría pasado de haberla perdido. La soprano no me lo habría perdonado, y quién sabe si me habría quedado sin trabajo. De manera inmediata quizá no, porque me necesitaba a su lado, pero tal vez más adelante —difícilmente olvidaba los fallos de los demás, tampoco los suyos—, porque la nota estaba firmada por su querida maestra, Pandora Brunellesky, y se refería a que nunca debía olvidar la importancia de la Diosa Blanca ni dejar de invocar su protección. Estas palabras acentuaron todavía más mis ganas de saber de qué trataba la historia. La leí con tanto ensimismamiento que no me di cuenta de que me había pasado de la parada más cercana al 2082 de Broadway, donde estaba y está la copistería, y tuve que retroceder andando.
Si me adelanto a copiar aquí lo que yo leí entonces es porque me parece una pieza fundamental para tratar de entender el comportamiento de la soprano tras el infarto, que, en efecto, la propulsó a enfrentarse, de una vez por todas, con su pasado.
La leyenda de la montaña sagrada de la Diosa Blanca parece un relato, originalmente transmitido de manera oral, que Pandora Brunellesky transcribió o mandó transcribir con letra clara y caligrafía inglesa e iba dirigido especialmente a Barbara.
Hubo un tiempo en que todas las montañas eran consideradas sagradas.
Algunas, a consecuencia, casi siempre, de los depredadores humanos, fueron perdiendo esa condición, pero otras, como la del Teix, t