Más calor (Serie Castle 8)

Richard Castle

Fragmento

libro-3

1

Reikiavik. Aquella simple palabra provocaba escalofríos de placer a Nikki Heat.

Reikiavik. Era como si una espléndida comida de alta cocina, un baño de espuma perfumado y un chupito de tequila de primera se unieran de tal modo que las delicias de cada uno amplificaran las de los demás.

Reikiavik. Decirlo en voz alta sonaba a música. Decirlo en voz baja era como si… Bueno, había más altos que bajos en lo que se refería a las mejores virtudes de Reikiavik.

Sí, Reikiavik. Para los poco informados, entre los que se encontraba la población del mundo entero a excepción de un hombre increíble, era la capital y el principal puerto pesquero de Islandia, un pedazo solitario de roca volcánica en el Atlántico Norte, justo al sur del Círculo Polar Ártico.

Para Heat, era algo más. Algo mucho menos solitario y mucho más apetecible.

Reikiavik era como llamaba su marido, el terriblemente atractivo y mundialmente famoso escritor Jameson Rook, al lugar donde la había llevado de luna de miel. Había elegido aquel nombre con el mismo ánimo que sus primeros pobladores nórdicos, quienes apodaron su nuevo verde y templado hogar con el nombre de Snæland —literalmente, «tierra de nieve»—, para disuadir a los saqueadores vikingos.

Por supuesto, no era la intención de Rook quitarse de encima a los vikingos. Le preocupaban más el Us Weekly y la sección de cotilleos del New York Ledger, publicaciones cuya sensibilidad periodística le hacían pensar a menudo en guerreros del mar aficionados al saqueo.

Para ser claros, Reikiavik no era en realidad Reikiavik ni tampoco un solo lugar. El Reikiavik de los recién casados resultó estar situado en tres continentes distintos, en ciudades importantes y en otras más pequeñas, en los trópicos y en la tundra.

Considerado en su conjunto, el recorrido de sus distintos destinos había sido como La vuelta al mundo en 80 días, pero no tan largo. Julio Verne no tuvo que enfrentarse a la política vacacional del Departamento de Policía de Nueva York. Aunque, por otro lado, tampoco tuvo acceso al avión privado de un amigo rico, algo que Rook sí tenía.

Sin necesidad de preocuparse por las incomodidades de los viajes en las aerolíneas comerciales, Rook había podido enseñarle a Heat las mejores y más apartadas joyas que había descubierto durante su época como corresponsal en el extranjero: todas las playas secretas, los restaurantes a los que solamente acuden los lugareños y los tesoros casi desconocidos de los que no se habla en las guías de viajes.

Habían disfrutado de pausadas meriendas de vino y queso en los Alpes, riéndose de nada y de todo, con el Jung­fraujoch sonriéndoles desde lo alto. Habían tomado el sol desnudos en la costa amalfitana, a salvo gracias a que Rook sabía de lugares desconocidos para los paparazzi. Habían meditado en una pagoda tibetana, consiguiendo una paz interior imposible de encontrar cuando estaban inmersos en el ritmo frenético de su día a día.

Y habían hecho el amor. Y tanto que habían hecho el amor. Heat estaba sorprendida por el aguante y la creatividad de Rook, por cómo incluso ahora, tras varios años de relación, había encontrado nuevas e ingeniosas formas de hacerla llegar a puntos a los que no la había llevado nunca, cumbres de éxtasis que conseguían que el poderoso Himalaya pareciera una pequeña ladera. Heat también había descubierto nuevos trucos para proporcionarle placer a él. La expresión «Vamos a Reikiavik» —o cualquiera de sus múltiples derivados— había cobrado un significado especial.

Basta decir que la verdadera Reikiavik era conocida por su inusual actividad tectónica…, lo mismo que la versión de ellos dos.

Heat no había creído que el hecho de casarse fuera a cambiar ningún aspecto esencial de su relación. Pensaba que darían una gran fiesta, que tendrían un bonito viaje y que todo continuaría, más o menos, como siempre.

Pero lo cierto era que la comisaria Nikki Heat, cuyo instinto de detective rara vez le fallaba, se había equivocado en esa suposición sobre su vida personal. Al casarse, habían caído las últimas barreras que existían entre ellos, lo que les había permitido acceder a una intimidad que nunca antes habían experimentado. Antes de su boda, Heat creía que estaba enamorada de Rook. Pero se daba cuenta de que aquello no había sido más que un flechazo prolongado en comparación con lo que sentía ahora.

Y si suspiraba tumbada en la cama y hojeaba las fotografías de su luna de miel a primera hora de un martes de octubre —más de un año después de su regreso de Reikiavik— no era porque estuviese pensando de nuevo en el espléndido culo de su esposo, sino porque el hombre que la había convertido en la mujer más feliz del planeta no estaba cerca para un polvo rápido antes de irse a trabajar.

Rook estaba en una misión fuera de la ciudad desde el domingo. El dos veces ganador del premio Pulitzer estaba escribiendo un perfil para el First Press sobre Piernas Kline, el multimillonario empresario que se había convertido de manera inesperada en aspirante a la presidencia de Estados Unidos. Kline se había aprovechado del descontento general con respecto a los principales candidatos —la senadora Lindsy Gardner, aspirante demócrata, era una bibliotecaria convertida en política de la que se decía que era demasiado simpática como para ser presidenta; el aspirante republicano, Caleb Brown, era un legislador que no se andaba con remilgos y del que se decía que era demasiado malvado— y lo había utilizado como trampolín hacia la Casa Blanca.

«¿Quién es Piernas Kline de verdad?». Esa había sido la pregunta que desde entonces había estado en boca del electorado. Jameson Rook era el único periodista en el que el país confiaba para obtener una respuesta real.

Y ahora que las elecciones quedaban a tan solo tres semanas, el reloj se había puesto en marcha. Rook había estado trabajando día y noche en ese artículo, en detrimento de la vida amorosa de Heat. Él había pasado en casa la noche anterior tras llegar de algún lugar del Medio Oeste, donde había estado visitando una operación de fracturación hidráulica de Industrias Kline. Después, sería un horno de fundición en la costa del lago Eire y, a continuación, un campamento maderero en las Rocosas… ¿O era una operación de gas natural líquido en la costa del golfo de México?

No podía seguirle la pista. Rook no había sido muy preciso con respecto a su fecha de regreso. Lo único que ella sabía era que terminaría su recorrido en las instalaciones de Industrias Kline y, después, iría con el candidato en su caravana electoral con la esperanza de conseguir una entrevista privada. Y eso le podría llevar un tiempo.

Justo cuando estaba a punto de soltar otro suspiro melancólico, sonó su móvil. Lo cogió de la mesilla de noche, donde lo había dejado, con la alarma siempre en un volumen alto para que la despertara por muy profundo que fuera su sueño.

—Aquí Heat.

—Comisaria. —Era la voz de Miguel Ochoa, uno de los dos jefes de su brigada de detectives—. Hemos recibido algo en la comisaría que tienes que ver. ¿Puedes venir cuanto antes?

—Salgo para allá —contestó Heat a la vez que bajaba los pies hacia el suelo.

—¿Está Rook contigo?

—No.

—¿Dónde está?

—No tengo ni idea. En Bismarck, quizá.

—Eso

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