El hermano

Joakim Zander

Fragmento

libro-4

1

Bergort
Invierno de 2011

Esta noche volamos bajo por el Barrio, nuestra velocidad, perfectamente calibrada; nuestra formación, fuerte y compacta. Esta noche somos inaudibles. Nuestros ojos, meras astillas y rayas. Somos X-Men, Hermanos de Sangre, somos élite.

Hay un coche en llamas en la avenida Drivvedsvägen y oímos las lunas estallar por el calor, vemos los cristales esparcirse como hielo sobre la nieve, esquirlas transparentes de frustración y entretenimiento. Es como cualquier otra noche de este invierno y los chavales ni siquiera se molestan en escapar por el puente que cruza las vías, sino que se quedan junto al coche, tan cerca que las llamas se reflejan en sus ojos abiertos de par en par y les chamuscan la piel. Saben exactamente cuánto tiempo tardan en sonar las sirenas, no tienen ninguna prisa, ningún tempo que cumplir, ya ni siquiera tienen de qué huir.

Pero nosotros no nos detenemos, nuestro objetivo es mayor, ya no somos polluelos que le prenden fuego a los coches, somos águilas y halcones, depredadores con zarpas más afiladas, picos más puntiagudos, mayor apetito. Lois, Zorro, Mehdi y Bounty. Giro la cabeza y miro a mis hermanos, sus contornos como sombras en el resplandor del fuego. En mi corazón hay algo que se expande más y más. He dejado de perseguirte. Hace tanto tiempo que empezaste a alejarte de esto. Y, aunque todavía sea tu sombra la que cae cada noche sobre la pared gris de mi cuarto cuando me pongo a dormir, son ellos, mis amigos, mis hermanos, los que son como yo. Igual de erráticos e inconscientes que yo. Igual de vacíos y cansados que yo.

—Ey, ¿Fadi?

La voz de Bounty es aguda y hueca, como si no tuviera aire o fuerza suficiente en los pulmones.

—Calla, marica —espeta Zorro.

Le da un empujón en el hombro que hace que Bounty avance un paso al lado, en la nieve aún más profunda.

—Cortaos —digo yo—. Esto va en serio, ¿estamos?

—Pero… —dice Bounty.

—Sin peros, sharmuta.

Zorro vuelve a bufar y levanta la mano.

—Pero ¿estás seguro del código? —continúa Bounty y da un paso hacia atrás, evitando el golpe—. ¿Estás seguro de que no lo han cambiado?

El hormigón se inclina sobre nuestras cabezas, nos engulle, nos tiene presos. El aire está lleno de diez bajo cero y gasolina ardiendo. Me encojo de hombros, noto cómo se me retraen los pulmones. Siento lo de siempre: que no sé nada, que no estoy seguro de nada.

—Que sí, cojones —digo—. Cállate de una vez.

Esperamos en la sombra del otro lado de la Plaza Pirata a pesar de que esté vacía, a pesar de que sea la una y media de la madrugada. Esperamos hasta que oímos las sirenas cortando por la autovía, esperamos hasta que vemos el cielo volverse de color azul sobre el parque infantil. Esperamos hasta que vemos a Mehdi volviendo con paso torpe por las placas de hielo de delante del Samis Kebab; sus zancadas son golpes sordos en la noche de invierno. Las sirenas han callado, ahora solo se oye el ruido de los chavales gritando y graznando mientras cruzan el puente en la otra dirección.

—Todo bien —dice Mehdi, sin aliento; sus pulmones resuellan y pitan por el asma.

Se inclina hacia delante, jadea y gimotea.

—Solo los bomberos, ya ni siquiera mandan a la aina.

Todos asentimos en silencio, con la solemnidad propia de un entierro. Ahora va en serio. La llave me quema en el bolsillo, el código en la cabeza. Echo la cabeza hacia atrás y dejo que mi mirada se pasee por las ventanas llenas de huellas de manos pequeñas del otro lado de la plaza, suba por fachadas agrietadas, persianas enmarañadas, sábanas a modo de cortinas, parabólicas y banderas somalíes, y aún más arriba, por encima de los tejados y más allá. El cielo es negro y frío y esta noche ni han salido las estrellas, ni siquiera medio gajo triste de luna, solo nubes negras y vacías y nada. Aun así dejo que la mirada descanse un momento allí, igual de helada que la noche, que mis dedos. Esta es la elección real. Tú o mis hermanos.

Arranco la mirada de la noche como quien tira de una lengua pegada a un palo congelado, y digo:

—¿A qué esperáis? Jalla!

Volamos en formación por la plaza, silenciosos como unos stealth, como unos putos drones. Somos una unidad, somos gánsteres, somos élite. Ni un ruido, solo el vaho de nuestras bocas, solo respiración y sangre silbando en los oídos, solo nosotros y la misión.

Es fácil. Solo la llave en la puerta, sin miradas hacia atrás. Todo el mundo adentro y luego solo hago lo mismo que tú, lo que te he visto hacer, solo me acerco al cajetín blanco, solo el corazón palpitando, solo el código y «Clave» en la pantallita, solo una milésima de segundo de espera hasta que suena el largo pitido que significa que funciona, que estamos dentro. Chocamos rápidamente los cinco, en silencio, fuera linternas, cruzamos el vestíbulo y entramos en el estudio.

Dos MacBooks sobre la mesa en la sala de mezclas. ¡Flas! Nuestros. Dos Samsung cargándose. ¡Flas! Nuestros. Tres tabletas. ¡Flas! Micros y guitarras. Nos miramos. A la mierda. Pesa demasiado. Me agacho debajo de la mesa de mezclas, me pongo en cuclillas, tanteo en la oscuridad hasta que la encuentro. Saco lentamente la caja de zapatos. Nike. La abro, hundo la nariz y siento el dulce aroma a hierba llenándome los pulmones.

—¡Ey!

Les enseño un canuto ya liado a mis hermanos, quienes abren los ojos y levantan el pulgar. Pero hay más. Lo vi cuando estuve aquí contigo, vi a Blackeye sacar dos mil y dárselos a algún jodido colgado para que comprara alcohol. Fue así como se me ocurrió, fue entonces cuando tuve la idea.

Entro a hurtadillas en la sala contigua, el despacho. Tiro del primer cajón, pero está cerrado. ¡Bingo!

—Zorro —susurro asomando la cabeza en el estudio—. Destornillador.

Zorro es el rey del destornillador, el cincel y la pata de cabra. No hay ventana ni puerta que no pueda abrir, y lo de aquí es demasiado sencillo. Le basta con hacer palanca contra la hoja del escritorio y tira hasta que el cajón salta y se abre de golpe. La cajita fuerte es verde y pesada y detengo a Zorro cuando empieza a pelearse con ella.

—No te rayes —digo—. Lo hacemos luego.

Y después ya está. Fluimos a la calle como el agua, con las manos cargadas de botín, y bajamos al parque, donde nos lo repartimos de cualquier manera. Yo cojo la cajita fuerte y un MacBook.

—Máxima discreción. Nos vemos el jueves.

Y después se acabó. La noche es fría y silenciosa. Ya ni siquiera arden los coches y el cansancio se me echa encima como un océano, como la nieve, como la oscuridad, y vuelvo a casa a trompicones, callado y vacío, no eufórico y lleno de desenfreno, no satisfecho y fuerte, no como yo me había esperado.

Más tarde, en mi cuarto, el resplandor amarillento de la farola de fuera no me suelta ni un segundo, se me cuela por debajo de los párpados y me penetra las pupilas, aunque cierre los ojos y hunda la cabeza en la abultada almohada. Haga lo que haga, no me deja descansar. Al final me rindo y abro los ojos, me incorporo en la cama, pero no enciendo la lámpara. El tiempo se prolonga y se ralentiza hasta que se detiene por complet

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