1
Nell desliza su bolso por el banco de plástico de la estación y mira el reloj de la pared por octogésima novena vez. Sus ojos vuelven rápidamente a las puertas de seguridad que se abren. Otra familia —rumbo a Eurodisney claramente— entra en la zona de salidas, con un carrito de bebé, niños gritando y unos padres que están despiertos desde hace demasiado tiempo.
El corazón lleva media hora latiéndole a golpes, y nota una sensación de malestar en la parte alta del pecho.
—Vendrá. Seguro que viene. Aún puede llegar —murmura entre dientes.
«El tren 9051 con destino a París saldrá del andén 2 en diez minutos. Por favor, diríjanse al andén. No se olviden de llevar su equipaje consigo».
Se muerde el labio y vuelve a enviarle un mensaje; ya van cinco.
¿Dónde estás? El tren está a punto de salir.
Le escribió dos veces mientras salía, para asegurarse de que seguían quedando en la estación. Al no recibir respuesta, se dijo que era porque iba en el metro. O tal vez era él quien estaba en el metro. Le mandó un tercer mensaje. Y otro. Y entonces, cuando está ya de pie, el teléfono vibra en su mano y casi se dobla de alivio.
Lo siento, nena. Estoy liado en el curro. No voy a poder llegar.
Como si hubieran quedado para tomar una copa. Se queda mirando el teléfono, incrédula.
¿Que no llegas a coger este tren? ¿Te espero?
Y unos segundos después, la respuesta:
No, ve tú. Intentaré coger un tren más tarde.
Está demasiado consternada para enfadarse. Se queda quieta mientras la gente a su alrededor va levantándose y poniéndose el abrigo, y vuelve a escribir apretando los botones con fuerza:
Pero ¿dónde nos encontramos?
No contesta. Estoy liado en el curro. Es una tienda de surf y submarinismo. En noviembre. ¿Qué lío puede tener?
Mira a su alrededor, como si todo fuera una broma. Como si, incluso ahora, él fuera a aparecer por la puerta con su sonrisa ancha, diciéndole que le estaba tomando el pelo (tal vez le gusta demasiado hacerlo). La cogería del brazo, la besaría en la mejilla con sus labios helados por el viento y le diría algo como: «¿No creerías que me iba a perder esto, no? ¿Tu primer viaje a París?».
Pero las puertas siguen bien cerradas.
—¿Señora? Tiene usted que dirigirse al andén. —El revisor del Eurostar hace ademán de coger su billete. Y, por un instante, ella duda —¿vendrá?—, y al instante se ve rodeada por la multitud, con su maletita de ruedas arrastrando detrás. Se detiene y escribe:
Pues nos vemos en el hotel.
Baja por las escaleras mecánicas mientras el tren entra rugiendo en la estación.
—¿Qué quieres decir con que no vienes? Llevamos siglos planeando esto.
Es el Viaje Anual de Chicas a Brighton. Llevan seis años yendo el primer fin de semana de noviembre —Nell, Magda, Trish y Sue— embutidas en el viejo cuatro por cuatro de Sue o en el coche de empresa de Magda. Se escapan de sus vidas durante dos noches de copas, tíos de despedidas de soltero y recuperación de la resaca con desayunos completos en Brightsea Lodge, un hotel cutre con la fachada agrietada y deslavada, y un interior que huele a décadas de bebida y loción de afeitado barata.
El viaje anual ha sobrevivido a dos bebés, un divorcio y un caso de herpes (al final pasaron la primera noche de fiesta en la habitación de Magda). Nadie se lo ha perdido nunca.
—Es que Pete me ha invitado a París.
—¿Que Pete te va a llevar a París? —Magda la miró como si le hubiera anunciado que estaba aprendiendo ruso—. ¿Pete Pete?
—Dice que no se puede creer que nunca haya estado.
—Yo estuve en París una vez, con el colegio. Me perdí en el Louvre, y alguien me metió una de las deportivas en el retrete del albergue juvenil —comentó Trish.
—Yo me enrollé con un francés porque se parecía al tío ese que sale con Halle Berry. Al final resultó que era alemán.
—¿Pete-el-del-pelito? ¿Tu Pete? No estoy intentando ser mala. Es que creía que era un poco...
—Pringado —dijo Sue apoyando.
—Capullo.
—Imbécil.
—Está claro que nos equivocamos. Resulta que es el tipo de tío que se lleva a Nell a pasar fines de semana románticos en París. Lo cual es..., pues eso. Genial. Pero me habría gustado que no fuera en el mismo puente que nuestro puente.
—Bueno, una vez que conseguimos los billetes..., resultó difícil... —murmuró Nell agitando la mano, esperando que nadie preguntara quién de los dos los había comprado. (Era el último puente que quedaba antes de Navidad en que se aplicaba el descuento).
Había planeado el viaje con el mismo cuidado con que organizaba el papeleo de la oficina. Había buscado en internet los mejores sitios que visitar, había rastreado TripAdvisor buscando los mejores hoteles baratos, los había comprobado todos en Google y había ido metiendo los resultados en una hoja de cálculo.
Se había decidido por un lugar detrás de la rue de Rivoli —«limpio, agradable, muy romántico»— y había reservado una «habitación doble ejecutiva» para dos noches. Se imaginaba hecha un ovillo con Pete en una cama de hotel francés, mirando la Torre Eiffel por la ventana, cogidos de la mano tomando croissants y café en una terraza. En realidad solo se basaba en películas; no tenía mucha idea de lo que se hace en París un fin de semana, aparte de lo evidente.
A sus veintiséis años, Nell Simmons nunca se había ido de fin de semana con un novio, a no ser que contara aquella vez que se fue de escalada con Andrew Dinsmore. Tuvo que dormir en su Mini, y despertó con tanto frío que se pasó seis horas sin poder mover el cuello.
A su madre, Lilian, le gustaba contarle a todo el que quisiera escuchar que Nell no era «una chica aventurera». Tampoco era «de las que viajan», «ni la clase de chica que pueda depender de su aspecto», y ahora, a veces, cuando pensaba que no la oía, «ya no es una chavala».
Era una de las cosas que tenía crecer en un pueblo: todo el mundo creía saber exactamente lo que eras. Nell era la sensata. La callada. La que investigaba minuciosamente cualquier plan y la persona de confianza para regarte las plantas, cuidarte a los niños y no fugarse con el marido de nadie.
No, madre. Lo que de verdad soy, pensaba Nell mientras imprimía los billetes de tren, los miraba y los metía en una carpeta con toda la información importante, es la clase de chica que se va a pasar el fin de semana a París.
Conforme se acercaba el gran día, empezó a disfrutar soltándolo en la conversación. «Tengo que comprobar si mi pasaporte no ha caducado», dijo cuando dejó a su madre después de la comida del domingo. Se compró ropa interior nueva, se depiló las piernas y se pintó las uñas de los pies de rojo vivo (normalmente prefería transparente).
«No olvidéis que me voy el viernes temprano», anunció en el trabajo. «Ya sabéis, a París».
«¡Oh, qué suerte tienes!», exclamaron las chicas de Contabilidad al unísono.
—Qué envidia me das —dijo Trish, que despreciaba a Pete una pizca menos que las demás.
Nell se sube al tren y coloca su maleta, preguntándose si Trish sentiría envidia al verla ahora: una chica sola junto a un asiento vacío con destino a París, y ni idea de si su novio va a aparecer.
2
La Gare du Nord de París está a rebosar de gente. Sale por la puerta de acceso a los andenes y se queda helada en el sitio, de pie en medio de la multitud que avanza a empujones y codazos, golpeándole las espinillas con sus maletas de ruedas. Grupos de jóvenes con chaquetas de chándal observan con mirada hosca desde los laterales, y de repente recuerda que la Gare du Nord es el epicentro de carteristas de Francia. Con el bolso bien agarrado contra su costado, camina vacilante en una dirección y luego en otra, temporalmente perdida entre quioscos de vidrio y escaleras mecánicas que no parecen llevar a ninguna parte.
Un carillón da tres notas por la megafonía, y el anunciante de la estación dice algo en francés que Nell no logra entender. Todo el mundo camina enérgicamente, como si supieran adónde van. Afuera ya es de noche, y nota que el pánico le sube por el pecho como una burbuja. Estoy en una ciudad desconocida y ni siquiera hablo el idioma. Entonces ve el cartel que cuelga del techo: TAXIS.
Hay una cola de cincuenta personas, pero no le importa. Busca en su bolso la hoja con la reserva del hotel y, cuando por fin llega al principio de la cola, la enseña.
—Hôtel Bonne Ville —dice—. Eh..., s’il vous plaît!
El taxista se vuelve a mirarla como si no entendiera lo que ha dicho.
—Hôtel Bonne Ville —repite, tratando de sonar francesa (lo había practicado en casa delante del espejo). Lo intenta otra vez—. Bonne Ville.
La mira inexpresivo y le arranca el papel de la mano. Lo contempla un momento.
—Ah! Hôtel Bonne Ville! —exclama por fin el conductor, alzando la mirada con suficiencia. Le devuelve bruscamente el papel y se mete en el intenso tráfico.
Nell se reclina en el asiento y suelta una larga exhalación.
Y... bienvenida a París.
El trayecto, obstaculizado por el tráfico, tarda veinte largos y caros minutos. Nell observa a través de la ventanilla las calles atestadas, las peluquerías y los salones de manicura, mientras repite entre dientes lo que dicen las señales de tráfico en francés. Los elegantes edificios grises se yerguen contra el cielo de la ciudad, y las cafeterías brillan en la noche de invierno. París, piensa, y, con un acceso repentino de emoción, de pronto siente que todo irá bien. Pete llegará más tarde. Ella le esperará en el hotel, y mañana se reirán de lo preocupada que estaba por viajar sola. Él siempre decía que se preocupaba demasiado.
Tranqui, nena, le dirá. Pete nunca se estresaba por nada. Había viajado por todo el mundo con su mochila y aún llevaba su pasaporte en el bolsillo, «por si acaso». Decía que, cuando le atracaron con una pistola en Laos, se relajó. «No tenía sentido estresarme. O me mataban o no me mataban. Yo no podía hacer nada». Entonces asintió. «Acabamos tomándonos una birra con ellos».
Luego estaba aquella ocasión en la que iba en un ferry pequeño en Kenia y volcó en medio del río. «Simplemente cortamos los neumáticos de las bordas y nos agarramos a ellos hasta que vino la ayuda. Entonces también estuve bastante tranquilo, hasta que me dijeron que había cocodrilos en el agua».
A veces Nell se preguntaba por qué Pete, con sus rasgos morenos y sus interminables experiencias vitales (aunque las chicas las despreciaran), la había elegido a ella. No llamaba la atención ni era salvaje. De hecho, apenas había salido de su pueblo. Una vez le dijo que le gustaba porque no le daba la brasa. «Otras novias suenan así en mis oídos», dijo, abriendo y cerrando la mano imitando el pico de una cotorra. «Contigo..., bueno, se está relajado».
De vez en cuando, Nell se preguntaba si eso le hacía parecer un poco como un sofá de Furniture Warehouse, pero probablemente fuera mejor no plantearse demasiado ese tipo de cosas.
París.
Baja la ventanilla, absorbiendo los sonidos de las calles llenas de gente, el olor a perfume, café y humo, la brisa enganchándose y levantando su pelo. Los edificios son altos, con amplias ventanas y pequeños balcones; no hay bloques de oficinas. Cada esquina parece tener una cafetería con mesas redondas y sillas fuera. Y a medida que el taxi se va adentrando en la ciudad, las mujeres parecen más elegantes y la gente se saluda con besos al pararse en la acera.
Estoy aquí de verdad, piensa. Y de repente se siente agradecida por tener un par de horas para asearse antes de que llegue Pete. Por una vez no quiere ser la ingenua de ojos como platos.
Voy a ser parisina, se dice, y se hunde en el asiento.
El hotel está en una calle estrecha cerca de un bulevar principal. Nell cuenta los euros que marca el taxímetro y se los da al conductor. Sin embargo, en lugar de coger el dinero, el taxista hace como si le hubiera insultado, señalando su maleta en el maletero con una mueca de disgusto y gesticulando mucho.
—Lo siento. No le entiendo —dice Nell.
—La valise! —grita él. Y continúa diciendo algo más en un francés de ametralladora que tampoco comprende.
—La guía dice que este trayecto debería costar como máximo treinta euros. Lo he mirado.
Más gritos y gestos. Tras una pausa, Nell asiente como si le hubiera entendido, y angustiada le entrega otros diez euros. Él coge el dinero, niega con la cabeza y suelta su maleta sobre la acera. Ella se queda de pie mientras el taxi se va, preguntándose si le acaban de timar.
Sin embargo, el hotel tiene buena pinta. ¡Y ya está allí! ¡En París! Decide que no va a permitir que nada la disguste. Al entrar se encuentra un vestíbulo estrecho impregnado de olor a cera de abeja y algo más que le resulta indefiniblemente francés. Las paredes están cubiertas de madera, los sillones son viejos pero elegantes. Todos los pomos de las puertas son de latón. Ya se está preguntando qué le parecerá a Pete. No está mal, dirá asintiendo con la cabeza. No está mal, nena.
—Hola —saluda Nell con nerviosismo, y entonces, como no tiene ni idea de cómo se dice en francés—: Parlez anglais? Tengo una habitación reservada.
Otra mujer ha llegado y está detrás de ella, resoplando de cansancio mientras busca el papel en su bolso.
—Sí. Yo también tengo una reserva. —Deja el papel con un golpe junto al de Nell, que se hace a un lado intentando no sentirse agobiada.
—Uf. Menuda pesadilla para llegar aquí. Una pesadilla. —Es americana. El tráfico en París es lo peor.
La recepcionista aparenta unos cuarenta años, lleva el pelo corto en un bob perfecto a lo Louise Brooks. Levanta la mirada frunciendo el ceño.
—¿Las dos tienen reserva?
Se inclina hacia delante y examina los dos papeles. Luego los desliza de nuevo hacia sus propietarias.
—Pero solo me queda una habitación disponible. Estamos al completo.
—Eso es imposible. Me confirmaron la reserva. —La americana vuelve a empujar el papel hacia ella—. La reservé la semana pasada.
—Yo también —dice Nell—. Yo reservé hace dos semanas. Mire, aquí tiene el impreso.
Las dos mujeres se quedan mirándose, conscientes de pronto de su rivalidad.
—Lo siento. No sé cómo tienen esta reserva las dos. Solo tenemos una habitación. —La recepcionista consigue que parezca que es culpa de ellas.
—Pues tendrá que buscarnos otra habitación —dice la mujer—. Tiene que cumplir con las condiciones de la reserva. Mire, aquí las tiene, con todo lujo de detalles.
La francesa arquea una ceja perfectamente depilada.
—Madame, no le puedo dar lo que no tengo. Hay una habitación, con camas separadas. Puedo ofrecerles un reembolso, pero no tengo dos habitaciones.
—Pero yo no puedo ir a otro sitio. He quedado con alguien aquí —señala Nell—. No sabrá dónde estoy.
—Yo no me muevo de aquí —replica la americana, cruzándose de brazos—. Acabo de volar casi diez mil kilómetros, y tengo una cena a la que asistir. No tengo tiempo de buscar otro lugar.
—Entonces pueden compartir la habitación. Les puedo ofrecer un descuento del cincuenta por ciento a cada una.
—¿Compartir habitación con una desconocida? Está de broma... —exclama la americana.
—En tal caso le sugiero que busque otro hotel —replica fríamente la recepcionista, y se vuelve para contestar el teléfono.
Nell y la americana se quedan mirándose.
—Acabo de aterrizar de un vuelo desde Chicago —dice la americana.
—Es la primera vez que estoy en París. No sé dónde buscar un hotel —contesta Nell.
Ninguna se mueve. Finalmente, Nell añade:
—Mire, mi novio va a venir a buscarme aquí. Podríamos subir las maletas por ahora, y, cuando llegue, veré si él puede buscarnos otro hotel. Conoce París mejor que yo.
La americana la mira lentamente de arriba abajo, como si estuviera decidiendo si confiar en ella.
—No voy a compartir habitación con vosotros dos.
Nell le mantiene la mirada.
—Créame, tampoco es la idea que tengo de una escapada de fin de semana divertida.
—Supongo que no tenemos elección —se resigna por fin la mujer—. No puedo creer que esto esté pasando.
Informan a la recepcionista de su plan, para Nell con una irritación exagerada por parte de la americana, teniendo en cuenta que básicamente le acaba de ceder su habitación.
—Y cuando se vaya la señora, quiero mi descuento del cincuenta por ciento —continúa—. Todo esto es una vergüenza. Esto sería inaceptable en mi país.
Nell se pregunta si alguna vez se ha sentido más incómoda, atrapada entre el desinterés de la francesa y el resentimiento en ebullición de la americana. Trata de imaginar qué haría Pete en su lugar. Se reiría, se lo tomaría con calma. Esa capacidad de reírse de la vida es una de las cosas que le atraen de él. No pasa nada, se dice Nell. Luego se reirán juntos de todo esto.
Cogen la llave y comparten el diminuto ascensor hasta la tercera planta. Nell va detrás. La puerta se abre y entran en una buhardilla con dos camas.
—Oh —dice la americana. No hay bañera. Odio que no haya bañera. Y es muy pequeña.
Nell deja su maleta en el suelo. Se sienta al pie de la cama y escribe un mensaje a Pete contándole lo ocurrido y preguntándole si puede buscar otro hotel.
Te espero aquí. Por favor, dime si llegarás a tiempo para la cena. Tengo bastante hambre.
Ya son las ocho.
Pete no contesta. Se pregunta si estará pasando el túnel del canal; si es así, todavía le queda una hora y media al menos. Se queda sentada en silencio mientras la americana abre su maleta sobre la cama resoplando, y coloca su ropa sin dejarle una sola percha.
—¿Está aquí por negocios? —pregunta Nell cuando el silencio se hace demasiado pesado.
—Dos reuniones. Una esta noche y mañana día libre. Llevo un mes sin un solo día libre. —La americana lo dice como si fuera culpa de Nell—. Y mañana tengo que estar al otro lado de París. Ahora tengo que salir. Confío en que no vas a tocar mis cosas.
Nell la mira fijamente.
—No voy a tocar sus cosas.
—No quiero ser grosera. Es que no estoy acostumbrada a compartir habitación con una absoluta desconocida. Cuando llegue tu novio, te agradecería que dejases la llave en recepción.
Nell intenta no mostrar su ira.
—Lo haré —dice, y coge su libro, fingiendo leer mientras la americana sale de la habitación tras lanzar una última mirada atrás. Y justo en ese momento suena un mensaje en su móvil. Nell lo coge rápidamente.
Lo siento, nena. No voy a poder ir. Disfruta mucho del viaje.
3
Fabien se sienta en el tejado, se cala el gorro de lana por encima de los ojos y enciende otro cigarrillo. Es el sitio donde solía fumar siempre que cabía la posibilidad de que Sandrine volviera a casa inesperadamente. A ella no le gustaba el olor, y si fumaba dentro arrugaba la nariz y decía que el estudio olía asqueroso.
Es una cornisa estrecha, pero lo bastante grande como para que quepa un hombre alto con una taza y trescientas treinta y dos páginas de manuscrito. En verano a veces se echa la siesta ahí, y cada día saluda a los gemelos adolescentes del otro lado de la plaza. Ellos salen al tejado de su piso a escuchar música y fumar, lejos de la mirada de sus padres.
El centro de París está lleno de rincones como este. Si no tienes jardín o un balconcito, buscas tu espacio al aire libre donde puedes.
Fabien coge su lápiz y empieza a tachar palabras. Lleva seis meses editando el manuscrito, y las líneas de escritura están llenas de marcas de lápiz. Cada vez que lee su novela le encuentra más defectos.
Los personajes son sosos, sus voces falsas. Su amigo Philippe dice que tiene que dar un paso adelante, pasarlo a máquina y dárselo al agente que está interesado. Pero, cada vez que lo mira, ve más razones para no enseñar el libro a nadie.
No está listo.
Sandrine opinaba que no quería entregárselo a un agente porque así podría seguir diciéndose a sí mismo que aún tenía esperanza. Era una de las cosas menos crueles que le había dicho.
Mira otra vez su reloj, consciente de que solo queda una hora para que empiece su turno. Y entonces oye el móvil sonando dentro de la casa. ¡Mierda! Se maldice por olvidar metérselo en el bolsillo antes de salir al tejado. Pone la taza sobre el montón de hojas para evitar que se vuelen, y se vuelve para trepar por la ventana.
Aunque más tarde no sabrá bien cómo pasó, su pie derecho resbala en la mesa que utiliza para volver a entrar, y para mantener el equilibrio el izquierdo sale disparado hacia atrás. Y ese pie —su enorme y torpe pie, como diría Sandrine— golpea la taza y las hojas tirándolas de la cornisa. Fabien se vuelve justo a tiempo para oír cómo la taza se hace añicos sobre los adoquines de la calle y contemplar trescientas treinta y dos páginas cuidadosamente editadas volando al cielo del anochecer.
Se queda mirando mientras sus páginas ascienden con el viento y, como palomas blancas, desaparecen flotando por las calles de París.
4
Nell lleva una hora tumbada en la cama, pero aún no sabe qué hacer. Pete no viene a París. No viene. Ha viajado hasta la capital de Francia con ropa interior nueva y las uñas de los pies pintadas de rojo, y Pete le ha dado plantón.
Durante los primeros diez minutos, se quedó mirando el mensaje —su alegre «Disfruta mucho del viaje»— y esperando más. Pero no hay nada más.
Se queda tirada sobre la cama, con el teléfono aún en la mano, contemplando la pared. Cae en la cuenta de que parte de ella siempre ha sabido que esto podía ocurrir. Mira el móvil, enciende y apaga la pantalla, solo para asegurarse de que no está soñando.
Pero lo sabe. Probablemente ya lo supiera anoche, cuando él no contestó a su llamada. Es posible incluso que lo supiera la semana pasada, cuando respondía a todas sus ideas de lo que podían hacer en París con un «Sí, lo que sea» o un «No sé».
No era solo que Pete no fuera un novio fiable —de hecho, desaparecía sin decirle adónde iba bastante a menudo—. Si era sincera consigo misma, en realidad no la había invitado a ir a París. Estuvieron hablando de los sitios en los que habían estado, ella admitió que nunca había ido a París, y él dijo vagamente: «¿En serio? Oh, París es brutal. Te encantaría».
Dos días más tarde, al salir Nell de la presentación mensual de evaluación de riesgos para futuros licenciados (¡La evaluación de riesgos juega un papel fundamental en ayudar a que las organizaciones comprendan y gestionen los riesgos, para evitar problemas y aprovechar oportunidades! Disfrutad de la visita a la fábrica, ¡y cuidado cuando os acerquéis a la maquinaria!), encontró el carrito de sándwiches en el pasillo. Los habían traído diez minutos antes de la hora. Se quedó mirando el surtido, valorando mentalmente los pros y los contras, y finalmente se decidió por uno de salmón y crema de queso, aunque era martes, y los martes ella nunca compraba salmón y crema de queso.
—Qué demonios. Esta semana tenemos una bonificación, ¿no? Tiremos la casa por la ventana —le dijo alegremente a Carla, que empujaba el carrito. Y entonces entró en la cocina de la oficina, deteniéndose para coger un poco de agua del dispensador, y, al pararse a llenar el vaso, medio escuchó una conversación entre dos compañeros al otro lado de la pared.
—Yo lo voy a gastar en un viaje a Barcelona. Llevo prometiéndole a mi mujer que la llevaría desde que nos casamos. —Parecía Jim, de Logística.
—Shari va a comprar uno de esos bolsos elegantes. Esa chica se va a gastar la bonificación en dos días.
—Lesley lo va a guardar para comprar un coche. ¿Nell?
—Nell no va a ir a Barcelona.
Los dos se echaron a reír. Y Nell, llevándose el vaso de plástico a los labios, se quedó helada.
—Nell lo meterá en una cuenta de ahorros. Tal vez después de hacer una hoja de cálculo. Esa chica tarda media hora en elegir un sándwich.
—«¿Debería coger el de jamón con pan de centeno? Pero es martes, y normalmente como jamón con pan de centeno los viernes. A lo mejor cojo uno de crema de queso. Normalmente como crema de queso los lunes. ¡Pero, qué demonios, tiremos la casa por la ventana!». —Volvieron a reírse de la cruel imitación de su voz. Nell bajó la mirada hacia su sándwich.
—Tío, esa chica no ha tenido un momento salvaje en toda su vida.
Solo se comió la mitad del sándwich, y eso que le encantaba el de salmón con crema de queso. Le supo extrañamente gomoso en la boca.
Aquella noche fue a casa de su madre. Tras años de evasivas, Lilian había admitido por fin que la casa era demasiado grande para una sola persona y accedió a mudarse, pero privar a alguien del lugar en el que ha vivido durante veinticinco años es como quitar el caparazón a un caracol. Dos veces por semana, Nell iba a revisar cajas de recuerdos, ropa o documentos apilados en las estanterías de toda la vieja casa e intentaba convencer a su madre de deshacerse de algunos de ellos al menos. Casi siempre se pasaba una hora convenciéndola de que no necesitaba un burro de paja de unas vacaciones en Mallorca en 1983, para después salir del cuarto de baño al cabo de la noche y encontrar que su madre lo había escondido otra vez en la habitación de invitados. Iba a ser un largo proceso. Esa noche eran postales y ropa de bebé. Perdida en sus recuerdos, Lilian iba cogiendo las prendas una por una, preguntándose en voz alta si «algún día encontrarían otro uso».
—Ay, estabas preciosa con este vestidito. Incluso con tus rodillas. Y hablando de eso, ¿te acuerdas de Donna Jackson del nail bar? Su hija Cheryl se metió en una de esas páginas de citas de internet. Bueno, pues salió con un hombre, y, cuando fueron a su apartamento, el hombre tenía las estanterías llenas de libros sobre asesinos en serie.
—¿Y lo era? —dijo Nell, intentando meter en una bolsa varias chaquetitas de lana devoradas por las polillas mientras su madre estaba distraída.
—¿Que si era qué?
—Un asesino en serie.
—¿Cómo quieres que lo sepa?
—Mamá, ¿volvió a su casa Cheryl?
Lilian dobló el vestidito y lo dejó a su lado en el montón «para guardar».
—Ah, pues claro. Le contó a Donna que el tipo quería que se pusiera una máscara o un rabo peludo o algo así, así que ella se lo despachó.
—Lo despachó, mamá.
—¿Qué diferencia hay? En fin, me alegro de que seas una chica sensata y no corras riesgos. Ay, ¿te he dicho que la señora Hogan me pidió que le dieras de comer a su gato mientras está fuera?
—Vale.
—Porque para entonces yo ya me habré mudado. Y dice que necesita a alguien totalmente de fiar.
Nell se quedó mirando los pantaloncitos que tenía en la mano durante un buen rato antes de meterlos en la bolsa de basura con una ferocidad innecesaria.
A la mañana siguiente estaba cruzando el vestíbulo de la estación de camino al trabajo cuando se detuvo delante de la agencia de viajes. Un anuncio en el escaparate decía: «ÚNICO DÍA, OFERTA ESPECIAL – 2 POR 1 – TRES NOCHES EN PARÍS – LA CIUDAD DE LA LUZ». Prácticamente antes de darse cuenta, había entrado y comprado dos billetes. La noche siguiente, cuando fueron a casa de Pete, se los dio, ruborizada medio de vergüenza, medio de satisfacción.
—¿Que has hecho qué? —Ahora recuerda que él estaba borracho, y parpadeó despacio, como si no se lo creyera—. ¿Me has comprado un billete a París?
—Para los dos —contestó ella mientras él trataba de desabrochar torpemente los botones de su vestido—. Un fin de semana largo en París. Pensé que sería... divertido. ¡Deberíamos, ya sabes, volvernos locos!
Esa chica no ha tenido un momento salvaje en toda su vida.
—He estado mirando hoteles, y he encontrado uno justo detrás de la rue de Rivoli. Es un tres estrellas, pero le dan un noventa y cuatro por ciento de valoración, y es una zona de poca criminalidad, quiero decir, que con lo único que advierten que hay que tener cuidado es con el bolso, así que me compraré uno de esos...
—¡Me has comprado un billete a París! —Pete meneó la cabeza, y el pelo le cayó sobre un ojo—. Claro, nena. ¿Por qué no? Guay. —No recordaba qué más dijo, puesto que en ese instante cayeron sobre la cama.
Ahora tendría que volver a Inglaterra y decirle a Magda, Trish y Sue que tenían razón. Que Pete era exactamente como decían. Había sido una imbécil y malgastado su dinero. Había cancelado el Viaje de Chicas a Brighton para nada.
Cierra los ojos con fuerza hasta que está segura de que no va a llorar, y se incorpora. Mira su maleta. Se pregunta dónde encontrar un taxi y si puede cambiar el billete. ¿Y si va a la estación pero no la dejan subirse al tren? Se pregunta si debería pedirle a la recepcionista del hotel que llame a Eurostar de su parte, pero teme la mirada de hielo de esa mujer. No sabe qué hacer. De pronto, París le parece inmensa, desconocida, desagradable, y a un millón de kilómetros de su casa.
Su teléfono vuelve a sonar. Lo co