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La sala de espera
No era la primera vez que pisaba aquel hospital, pero ese día sería distinto porque iba a cambiarme la vida para siempre. La sala de espera estaba llena a rebosar y era un remolino de toses, jadeos, conversaciones ininteligibles y suspiros. Unas ojeras de mapache me ensombrecían los párpados y visibilizaban mi cansancio y mi insomnio de la noche anterior. Estaba agotada. Llevaba horas esperando, pero siempre llamaban a otros pacientes antes que a mí. Quería pensar que eso no era del todo negativo ya que solían atender primero a los que estaban peor… aunque no las tenía todas conmigo. Después de pruebas y más pruebas venía el diagnóstico y si había suerte te mandaban para casa, o bien te acompañaban a una de las habitaciones con alguien en la cama de al lado, el tratamiento de turno y la televisión de pago. Esa segunda opción era la que quería descartar en mi mente porque un ingreso me paralizaría la vida y no me lo podía permitir, tenía que volver al taller a impartir mis clases de cerámica. Tenía que retomar mi vida.
Debería haber previsto que nadie iba a urgencias para un rato, pero después de otra mala noche y de sentir ese continuo cosquilleo, como si unas hormigas caminaran por mi mano derecha, había decidido acudir al hospital. En un principio no avisé a nadie por no alarmar, pero tras tantas horas en aquella sala, le envié un wasap a mi madre. Bueno, vale, en realidad lo hice para pedirle que, por favor, sacara a mi perro, Coco. El pobre llevaba mucho tiempo solo en casa y estaría subiéndose por las paredes, o, peor aún, haciendo destrozos y dejándolo todo perdido. Seguro que se había puesto a morder mis zapatos rojos de tacón, sus favoritos.
Cuando le dices a alguien que no se preocupe, consigues justo el efecto contrario. Entre emoticonos de bostezos y tras muchos malabares dialécticos, le conté a mi madre escuetamente y sin dar demasiados detalles dónde estaba. En el fondo deseaba que se presentara allí y me diera un abrazo, pero me empeñé en quitarle importancia. Y ella me contestó:
«Vale hija un beso te quiero que no sea nada».
Los wasaps de mi madre carecían de comas o puntos o signos de exclamación. Total, para qué ponerlos si se entendía igual, decía ella, y no le faltaba razón. Mensajes carentes de signos de puntuación pero repletos de significado. En cada palabra oía su voz, una voz que me transmitía calma.
En esas horas me habían realizado una resonancia en la que los médicos vieron algo extraño y me habían hecho más pruebas para ver qué demonios me pasaba. Ahora solo me faltaba el diagnóstico y estaba cagada de miedo. Tanto tiempo para unos resultados… Era muy probable que fuesen malas noticias y, como no quería pensarlo demasiado, en esa larga y aburrida espera, pues… me instalé una de esas aplicaciones de ligue. Sí, de ligue. Hasta ese momento había sido muy reacia a esa forma de buscar pareja, pero a esas alturas de la película, mientras aguardaba a que el médico apareciera con mi sentencia de muerte, ¿qué tenía que perder? Total, mejor sacarle provecho a la vida y ligarme a todos los guaperas que pudiera antes de palmarla. El caso es que no tenía ni idea de cómo iba ese mercado, el de los ciberligues quiero decir, no el de los muertos. Elia, mi amiga de toda la vida, me había hablado hacía unos días de aquella app y, de hecho, su último follamigo lo sacó de ahí. Así que en aquella sala donde las horas transcurrían a cámara lenta se me ocurrió que podía conocer al amor de mi vida o, al menos, echarme unas risas en un flirteo rápido con un desconocido hasta que la enfermera me llamara.
Al abrir la aplicación, lo primero que me apareció fue un tío llamado Marcos, con el torso desnudo y pinta de no tener demasiadas luces. Intereses: gimnasio y salir de fiesta. «Chico, cúrratelo un poco más». Deslicé a la izquierda por primera vez, aunque mi mano derecha no funcionaba como debía, pero sí lo suficiente como para «cargarme» al musculitos de Marcos. Así mataba el tiempo. Izquierda, izquierda, derecha, derecha, match, unmatch, «ola guapa que tal» (las faltas de ortografía eran una mala carta de presentación). De vez en cuando, alguna enfermera con un carrito o una llamada a algún paciente me sacaba de mi juego erótico-festivo.
—Bendito sea Dios, otra vez aquí —suspiró una señora de setenta y tantos años mientras se sentaba a mi lado con todos sus bártulos, su bastón y su verborrea a cuestas.
En la raíz de su pelo asomaban unas canas descuidadas bajo un tinte color lombarda y una permanente venida a menos. Miró la pantalla de mi móvil al sentarse. Carlos, cuarenta y un años, otro torso desnudo, otro con mucho tiempo libre para esculpir su cuerpo en el gimnasio. Mi vecina de asiento giró la cara disimulando que no había visto nada y yo deslicé a la izquierda con un gesto ya mecánico y desapasionado.
—A mí ese no me parece mal del todo, tiene cara de bueno —indicó de pronto.
Mi cara de sorpresa tenía que ser un poema.
—Perdón, que no es asunto mío. Hija, es que esto es un aburrimiento, no la llaman a una nunca —se disculpó la señora lombarda.
—No pasa nada —dije con una sonrisa.
Entendí sus disculpas. Y deslicé hacia la derecha, siguiendo los consejos de mi nueva amiga la Celestina.
Entre match y match se acercó una enfermera y me puso una pulsera en la muñeca con mi nombre y mis apellidos y un código de barras largo. «Para que no me escape», pensé. Me habían marcado como al ganado y ya no podía huir, estaba fichada, no había marcha atrás. Sentía que se acercaba mi sentencia. Miré las paredes y los suelos del hospital, demasiado blancos y fríos. «Deberían cambiar el diseño y pintarlos de distintos colores, para que todo no fuera tan previsible y dejara algo de margen a la imaginación. Da igual que estés en un hospital en Madrid o en Albacete, siempre son las mismas paredes, los mismos carteles, las mismas sillas y hasta las mismas papeleras. Solo cambian las personas enfermas que los habitamos y la gente que trabaja en ellos, y que poco o nada tienen que ver con Anatomía de Grey o cualquier telefilme de médicos, entre otras cosas porque carecen de tiempo libre para el ligue y el folleteo».
Con aquella pulsera envolviendo mi muñeca, de pronto vi lo sórdido que era estar en esa sala y entré en pánico. ¿Era posible que el mundo se estuviera acabando para mí casi antes de empezar? Sentía la injusticia palpable. En aquel lugar, yo era una especie de William Wallace en Braveheart gritando «Libertad», solo que nadie me oía ni me seguía en mis andanzas. En lugar de la cara pintada de azul y esa falda escocesa tan molona, yo tenía unas ojeras enormes y un pantalón de chándal viejo con pelotillas, y ni tan siquiera me secundaba la señora del pelo lombarda. Mientras imaginaba mi inexistente heroicidad, se me ocurrió que, de haber sabido lo que se avecinaba, habría disfrutado más de la vida, le habría sacado todo el jugo posible, no me habría enfadado tanto, habría gozado cada orgasmo, cada beso, cada abrazo, cada fiesta, cada puesta de sol y hasta las insufribles clases del carnet de conducir, que llegué a suspender hasta cuatro veces. Habría bailado durante días en cualquier garito de Malasaña o de Lavapiés, me habría atrevido a entrarle al chico guapo del bar La Vía Láctea o habría recorrido el mundo de mochilera. Hasta habría montado en globo aunque odie las alturas. En definitiva, eché de menos todas las cosas que no había hecho (o no lo suficiente).
Todo eso pasó por mi mente. Me preguntaba por todo, por esto, aquello y lo de más allá. Me cuestionaba el mundo, el universo, el porqué de las cosas, la insoportable levedad del ser. De pronto empezaba a ser consciente de mi vulnerabilidad, porque hasta entonces no había reparado en la fragilidad de los cuerpos. Ser vulnerable también formaba parte de la vida.
Reclinada en aquel asiento de plástico, me imaginaba un futuro sin certezas. ¿Y si mi mano no volvía a ser la misma? Esa duda se me clavó en el estómago con fuerza, impidiendo que respirara con normalidad. La incertidumbre era lo único que me quedaba, mejor aceptarla cuanto antes, abrazarse a ella como quien se abraza a una abuela sabiendo que algún día también desaparecerá. Vibró mi móvil: una notificación nueva. Un mensaje de un tal David, treinta y tres años, de Madrid, gafas de sol y gorra, indudablemente un tipo de incógnito:
«Hola, morenaza, ¿qué tal?, ¿tomamos algo?».
Deslicé a la izquierda sin pensarlo. Ni siquiera era morena, miope.
Levanté la vista del móvil y observé los tubos de oxígeno, los goteros, las máquinas de reanimación que circulaban hacia un lado y otro del pasillo, como transeúntes empujados por las enfermeras de bata blanca. En ese momento no comprendía los hospitales y me daban pánico; más tarde se convertiría en una gestión rutinaria más de mi vida, como ir a la peluquería, al dentista o al banco cuando todavía se iba al banco. Es algo que tienes que hacer sin pregunt