Uno
«Sofía, no te vayas a convertir en alcohólica», me advirtió mi papá antes de venirme a vivir a España. Yo viajaba una semana después de un cateterismo que me había corregido una arritmia, medicada y bajo la pauta estricta de no tomar alcohol hasta que me dieran el alta definitiva. Lo que mi papá me dijo, en ese momento particular, me pareció fuera de lugar, alejado de lo que entonces eran mi vida y mis circunstancias. Pero mi padre me conoce, sabe que me gusta beber. Antes de que yo misma lo intuyera, él ya lo había sentido como una posibilidad.
En mi casa al mediodía se tomaba –y se toma– Terma con soda. Mi hermana y mi mamá no toman alcohol. Mi hermano se emborrachaba cuando era más chico y salía los fines de semana con sus amigos. Siempre intento ir de visita a la Argentina cuando en España aún amanecemos con temperaturas bajo cero y en el pueblo en el que crecí, Salto, provincia de Buenos Aires, se despliega el verano. Allí viven todavía mis padres y mi hermano con su compañera y su hija. Cada vez que me subo a un avión y cruzo el océano para estar con ellos, mi hermana, que vive en la ciudad de Buenos Aires, recorre los doscientos kilómetros de distancia que separan Salto de la Capital Federal para que pasemos todos juntos unos días, como familia.
Es una forma de cortar el largo invierno europeo al que todavía, cinco años después, no he logrado acostumbrarme. Cuando voy de visita, después de pasar el día en la pileta, a veces vamos al centro a cenar, siempre temprano, porque en mi familia nos gusta comer cuando nos da hambre y no según el esquema de horarios que estructuran los rituales de la alimentación. Somos un núcleo duro y cerrado, nadie sale y nadie entra. No nos juntamos con nadie más. Tenemos más familia, pero nunca hemos cultivado la costumbre de las cenas inmensas, las primas y los tíos. En mi casa la fiesta no se estila.
Cuando voy de visita, y el calor de la tarde ya no apremia y corre la brisa, y estamos con el cuerpo relajado y radiante después de haber pasado el día dejando que el sol nos atraviese, nos sentamos en la confitería con cierta premura y siempre sabiendo lo que vamos a pedir. Mi papá es mañoso, come siempre lo mismo y, además, conoce todas las confiterías de mi pueblo, que son muy pocas, y sabe qué pedir para comer en cada sitio; ni siquiera miramos la carta y esperamos ansiosos a la moza para descargar sobre ella el pedido completo de un solo golpe.
En esas oportunidades, mi papá se dirige a mí de forma directa, antes de que nos atiendan, cosa de tener resuelto el asunto cuando llegue la moza y reducir los tiempos de espera todo lo posible, y siempre pregunta qué quiero tomar, si lo acompaño con una cerveza. Esas son las únicas ocasiones en las que toma alcohol. Cuando lo comparte conmigo. En mi familia nadie bebe realmente.
El periodo de abstinencia cuando llegué a Barcelona se estiró por cuatro meses. Había pasado en la ciudad algún tiempo, en un viaje anterior, y la sentí entonces ajena pero abierta, como esperándome. Recuerdo todavía la última noche de ese primer viaje; volviendo a la casa en la que me estaba quedando; me detuve por el camino y me senté sola en el último banco de la parte alta del Passeig Sant Joan, que da a Travessera de Gràcia. Era marzo y hacía mucho frío, crucé las piernas sobre la madera para mantener el calor y me prometí volver, pronto, lo más pronto posible.
Cuando regresé a Buenos Aires después de ese primer viaje, en lo único en lo que podía pensar era en volver a Barcelona. En comprarme el tiempo que hiciera falta para recorrerla, aprender los nombres de los barrios y el trazado de las líneas de metro. Ser una persona que construye ahí su vida. Antes de subirme al avión que me instalaría allí de forma definitiva, sufría imaginándome que algo podía salir mal y que no iba a poder viajar o que iba a tener que postergarlo. Al miedo que el cateterismo como intervención en sí me daba se sumaba la posibilidad de ver el horizonte que había dibujado en mi cabeza amputado por una complicación en mi recuperación. Con ese miedo, por ese miedo, acaté a rajatabla las indicaciones médicas. Quería vivir en Barcelona a toda costa y para eso tenía que estar sana y sentirme segura.
Fue raro y excitante encauzarse en un proceso de nueva socialización sin la mediación de la cerveza. Sobria y despierta, atenta al resto de mis compañeros y compañeras, futuros amigos y amigas, que se derretían en sus sillas a partir de la segunda o tercera copa. Los veía desarmar sus posturas, contradecirse, ir cada vez más seguido al baño. Los escuchaba subir el tono de voz, superponer las conversaciones, no mantener los hilos de lo que se decía, y me daba vergüenza. Mientras el grupo se recuperaba al día siguiente de resacas profundas, yo leía o paseaba, comía en la calle, iba a la playa. Los días parecían durar más, ser mejores y más brillantes.
Atender al deterioro ajeno, íntegra y sin fisuras, no me daba ninguna nostalgia por lo que me perdía porque me sentía por encima de todo eso: testigo de una forma de degradación que los demás no percibían ni podrían conservar en la memoria. Recuerdo esos meses definidos, limpios. Dueña de una lucidez constante y alegre. Dormía bien y me sentía mejor en general. Sin embargo, en el instante en que el cardiólogo por teléfono me dio el alta y ordenó el cese de la medicación, pedí mi primera caña y brindé con sincera alegría por lo que había quedado atrás.
Dos
La primera vez que me emborraché tenía quince años. Salimos con mis amigas al único pub del pueblo que, por entonces, se llamaba Paddock. Con los años y los cambios de administración, fue modificando su nombre, hasta que un día ya no volvió abrir. Éramos cuatro y pedimos para compartir dos botellas de Pronto Shake de 330 mililitros cada una. Pronto era una mezcla de vermú con limón. Una cosa horrorosa que no recuerdo haber vuelto a tomar. Era dulce y se me terminó rápido.
Recuerdo la vergüenza mientras subíamos por la escalera hasta la mesa en la que íbamos a sentarnos, el tedio de encontrarnos unas frente a otras, ya sentadas, mirándonos las caras, vestidas con polleras ultracortas y musculosas brillantes, descansando por fin de los tacos a los que no estábamos acostumbradas y nos agujereaban los pies. Incómodas, sin nada para decirnos, disimulando apenas las ganas de atender a lo que pasaba alrededor. Cualquier otra mesa parecía mejor y más entretenida que la nuestra. Dispuestas ahora nosotras en la parte alta del pub para exhibirnos: el ingreso al mercado de la carne en el pueblo, bajo la ficción de grupo y la experiencia del alcohol. Nadie pidió una Coca o un agua mineral.
Lo otro que recuerdo es lo que pasó un rato después de que se terminara el vaso con la dosis de Pronto Shake que me correspondía; el calor en las mejillas, la sensación de que los ojos me delataban. Una alegría súbita, confusión, ganas de reírme. Unos minutos después, la ansiedad que me produjo saber que iba a tener que bajar las escaleras y el miedo a caerme. Sobre todo, recuerdo el cambio de foco de mi atención; dejé de sentirme jalada hacia lo que pasaba en otras mesas y en otros grupos de gente, me volqué hacia mí misma, mis sensaciones y mi conciencia, para tratar de dimensionar el grado del asunto, disfrutar de la percepción distorsionada que el alcohol me brindaba y rondar la pregunta de cuánto tiempo iba a durarme ese tránsito.
Tres
En su libro The Recovering: Intoxication and its Aftermaths, Leslie Jamison conjuga su propio alcoholismo y su recuperación con los mitos que el alcohol y la ebriedad construyen en la literatura. Jamison tenía veintiún años cuando ingresó al programa de escritura creativa de la Universidad de Iowa. Este programa está considerado entre los mejores del mundo. Es el más antiguo, el más famoso y al que resulta más difícil entrar. Si a la Universidad de Harvard ingresa alrededor del 5 por ciento de las personas que se postulan, al Iowa Writers’ Workshop entra un porcentaje del 1,5 por ciento. El libro de Jamison arranca contando la experiencia de esos años, la presión a la que se enfrentaba como escritora joven en ese entorno hipercompetitivo, rodeada de eminencias de la literatura mundial. Relata con detalle el miedo pero también la alienación que la ocupaba cada vez que tenía que leer frente a sus compañeros y compañeras, profesores y profesoras, un fragmento de su trabajo. Las ingestas de alcohol interminables que siempre se alargaban gracias a echarle mano a otros consumos solo para estar ahí, despierta y abierta para no correr el riesgo de perderse lo que pudiera aparecer. El deseo de ser tocada y tenida en cuenta, la necesidad de conectar.
La primera pregunta que intenta responder en The Recovering es si podrá ser capaz de articular una escritura que fulgure en la calma de una vida privada de alcohol. En una apuesta ambiciosa y articulada, recorre los imaginarios de los alcohólicos genios y la contracara de la sobriedad como un remanso que aplaca el filo de una inteligencia feroz y desbocada. Se detiene sobre el comienzo del libro en las figuras de Raymond Carver, Charles Jackson, John Berryman, Billie Holiday y Jean Rhys. Lo que la autora señala y refuerza en el inicio de su libro es que existe una gran diferencia en cómo se aborda el mito del alcohólico frente a la figura de la alcohólica. Mientras que a los escritores el consumo problemático de alcohol los singularizaba como genios atormentados, figuras casi mitológicas que se aferraban a sus botellas de whisky como a la fuente de toda sabiduría, a las escritoras se les achaca haber fallado en su responsabilidad principal como mujeres: las tareas de cuidado y preservación de una familia.
El miedo que enhebra toda la narración es si la autora quiere –no si puede– vivir una vida donde el brillo del alcohol no la encuentre. Describe en largos pasajes el deseo intenso de beber con el que se despierta cada mañana, a pesar de la carga de la resaca. La atormenta, todos los días, que su preocupación principal sea saber si ese día, esa tarde, esa noche va a conseguir emborracharse. Cómo lograr que pase desapercibido su deseo de beber, cómo lograr que sea otra persona de las que se encuentran con ella sentada a la mesa la que pida la próxima botella de vino. Si ese que tiene entre las manos será el último trago de la noche. En definitiva, si vale la pena seguir intentando contener el alcoholismo en su dimensión social o si ya ha llegado el momento de pasar a beber sola en su cuarto.
Lo que Jamison pone de manifiesto es el peso terrible bajo el que vive aquel que tiene conciencia de su necesidad de consumo: quien siempre quiere seguir bebiendo, siempre lo sabe y se avergüenza de eso cuando su deseo choca con los límites que los otros y las otras establecen y enuncian. Esa conciencia te separa del resto de los bebedores. En el corazón de su escritura está su propia identidad constituida a través del hábito de beber. Una persona volcada hacia sí, tremendamente atenta a sus particularidades, sus aciertos, pero sobre todo sus carencias y errores, inclinándose sobre el alcohol y el resto de las sustancias que acompañan y sostienen el acto de beber, como herramientas que permiten habitar la propia conciencia con cierto grado de alivio.
A veces, cuando ya borracha en el medio de la fiesta tomo nota del estado en el que me encuentro, me avergüenzo y me retiro. Me da la sensación de haber hecho algo mal, haber hablado de más, de estar comprometiendo mi palabra y mi trabajo. A veces cuando me emborracho sola en casa empieza a subirme la ansiedad y me aferro al teléfono para dar con alguien con quien conversar y que no me juzgue por haberme emborrachado sola en casa, una vez más. En ese péndulo de sensaciones que recorro cada vez que tomo de más, sola o acompañada, me pregunto si lo que experimento es un estado alterado, cosas que no aparecerían en mí si no bebiera, o si por el contrario el acto de beber me acerca a una conciencia superior. Si no estoy, cuando bebo, mirando de frente y a los ojos mi propio núcleo oscuro.
Cuatro
Vivir en un país de alcohólicos no ayuda. Trabajo como librera hace cuatro años y he llegado a adquirir cierto espacio de autoridad en la profesión que he construido de este lado del mundo. Cuando dos amigos argentinos que por entonces estaban en la Argentina decidieron abrir una librería en Barcelona yo llevaba un par de años viviendo en la ciudad. En ese momento, y después de pasar un tiempo desocupada, comiéndome ahorros porque no tenía permiso para trabajar en España, había encontrado un trabajo, en negro, administrando unos departamentos inmundos que un catalán también inmundo había comprado a base de créditos hipotecarios a nombre de su madre y su padre, para alquilar a turistas. Hacía de todo: atendía a los guests con sus dificultades para moverse en la ciudad, recibía los check in, hacía las compras, tendía las camas, ponía a lavar la ropa y limpiaba. Cuando mi amiga me llamó para ofrecerme el trabajo como librera, ayudar a montar el espacio y encargarme, una vez que abriéramos, de la librería, no lo dudé. No son tantas las oportunidades que una ciudad como Barcelona puede ofrecerle a una migrante sudamericana. Así que renuncié a mi otro trabajo, ajusté el cinturón en lo que arrancábamos y me puse a laburar.
Desde que trabajo como librera y estoy al frente del espacio, he tenido la oportunidad de emborracharme con montones de escritoras y escritores a los que admiro. La librería en la que trabajo se dedica a la literatura latinoamericana, y se especializa además en edición independiente. Tenemos a disposición de nuestros clientes un catálogo único, en donde se encuentran las más tenaces voces latinoamericanas contemporáneas y los linajes históricos que han dado forma y contenido al panorama actual. Es un espacio cultural nuevo e