No digas nada

Brad Parks

Fragmento

cap-1

1

Su primer movimiento contra nosotros fue tan minúsculo, una irregularidad tan infinitesimal en contraste con el atronador ruido de fondo de la vida, que no lo consideré significativo.

Adoptó la forma de un mensaje de texto procedente de mi esposa, Alison, y me llegó al móvil a las 15.28 de un miércoles.

Eh, lo siento, olvidé decirte q los niños tienen médico esta tarde. Los recogeré enseguida.

Si reaccioné de alguna manera a aquella modificación inesperada fue con una ligera decepción. Los miércoles eran los días de Piscina con Papá, un ritual semanal lo bastante respetado en nuestra familia como para merecer las mayúsculas. Los gemelos y yo participábamos en él desde hacía aproximadamente tres años. A pesar de que había comenzado como un desastre previsible —en realidad se trataba más de evitar ahogarse que de nadar—, desde entonces había evolucionado hasta transformarse en algo mucho más placentero. Ahora que ya tenían seis años, Sam y Emma se habían convertido en fervorosas ratas de agua.

Durante los cuarenta y cinco minutos que solíamos aguantar, hasta que a uno de los dos empezaban a castañetearle los dientes con una fuerza que me avisaba de que ya había sido suficiente, lo único que hacíamos era disfrutar los unos de los otros. Nos salpicábamos. Echábamos carreras de punta a punta de la piscina. Nos inventábamos nuestros propios juegos acuáticos, como Bebé Hipopótamo, nuestro preferido. Divertirte de verdad con tus hijos tiene una capacidad de sanar el alma que ninguna otra cosa puede igualar, aunque te pases la vida estancado en el papel de Mamá Hipopótamo.

Lo esperaba con tantas ganas como todos los demás ritos semanales que habían llegado a definir el pequeño universo de nuestra familia. Los viernes, por ejemplo, era la Fiesta de los Juegos de Mesa. El domingo era el Día de las Tortitas. Los lunes eran Baile y Sombreros, que consistía en…, bueno, en bailar. Con sombreros en la cabeza.

Y quizá nada de esto suene demasiado sexy. Está claro que a nadie se le ocurriría estamparlo en la portada del Cosmo: ¡DALE A TU CHICO EL MEJOR DÍA DE LAS TORTITAS DE SU VIDA! Pero he llegado a creer que una buena rutina es la base de una familia feliz y, por lo tanto, de un matrimonio feliz y, por lo tanto, de una vida feliz.

Así que, aquel miércoles por la tarde, cuando me arrebataron la oportunidad de disfrutar de nuestra pequeña rutina, me mosqueé. Una de las ventajas de ser juez es que tengo un horario un tanto flexible. Mi personal sabe que, con independencia de qué tipo de crisis judicial se cierna sobre nosotros un miércoles por la tarde, el honorable Scott A. Sampson abandonará sus dependencias a las cuatro en punto para recoger a sus hijos de sus actividades extraescolares y llevarlos a la piscina del centro juvenil.

Pensé en marcharme de todas formas y hacer unos largos. Los hombres blancos y fofos de cuarenta y cuatro años con un trabajo sedentario no deberían desperdiciar las ocasiones de hacer ejercicio. Pero cuanto más pensaba en ello, más rastrero me parecía ir a la piscina sin Sam y Emma. De modo que me fui a casa.

Durante los últimos cuatro años hemos vivido en el viejo caserón de una granja junto al río York. Lo llamamos «la granja» porque somos así de creativos. Está en una zona rural de las tierras bajas del litoral de Virginia conocida como Península Media, en una sección sin regular del condado de Gloucester, a unas tres horas al sur de Washington D. C. y muy lejos del mundanal ruido.

La historia de cómo terminamos aquí comienza en Washington, donde yo era el hombre de confianza de un influyente senador de Estados Unidos. Continúa con un incidente —al que bien podría referirme como el Incidente, de nuevo con mayúsculas— que me dejó postrado en una cama de hospital, lo que suele llevarte a reconsiderar tus prioridades. Termina con mi nombramiento como juez federal, asignado a Norfolk, en el distrito este de Virginia.

No era, precisamente, lo que había imaginado para mí cuando cogí el Congressional Quarterly por primera vez en sexto de primaria. Tampoco era el típico puesto político con el que te pasas el día rascándote la barriga. Desde el punto de vista de la carga de trabajo, los jueces federales son como los patos: bajo la superficie suceden muchas más cosas de las que cualquiera podría percibir.

Pero desde luego era mucho mejor que el lugar donde podría haber acabado con el Incidente, es decir, el depósito de cadáveres.

Así que, en conjunto, habría dicho que todo me iba bastante bien, con mis dos niños sanos, mi amante esposa, mi trabajo exigente pero gratificante, mi rutina feliz.

O al menos eso es lo que habría dicho hasta las 17.52 de aquel miércoles.

Fue entonces cuando Alison llegó a casa.

Sola.

Yo estaba en la cocina cortando fruta para la comida del día siguiente de los gemelos.

Alison emitió sus ruidos habituales de estoy entrando en casa: abrir la puerta, dejar el bolso, echar un vistazo al correo. Todos los días, de nueve a cinco y media, trabaja con niños que tienen discapacidades intelectuales tan severas que la administración de su distrito escolar carece de la capacidad de adaptarse a sus necesidades. Es, en mi opinión, un trabajo agotador que me dejaría totalmente destrozado. Sin embargo, ella casi siempre regresa a casa de buen humor. Alison es una verdadera fuerza nutricia.

Llevamos juntos desde nuestro segundo año de universidad. Me enamoré de ella porque era guapa y, aun así, le resultaba adorable que yo fuera capaz de recitar los nombres de los 435 miembros del Congreso, junto con los estados a los que representaban y el partido al que estaban afiliados. ¿Qué haces si eres un tipo como yo y encuentras a una mujer así? Te aferras a ella como si te fuera la vida en el intento.

—¡Hola, cariño! —grité.

—Hola, cielo —contestó.

A quienes no oí, me di cuenta enseguida, fue a los gemelos. Un humano de seis años es un animal ruidoso; dos humanos de seis años, todavía más. Sam y Emma suelen entrar en casa corriendo y dando portazos, charlando y canturreando, creando su propia desarmonía natural.

Lo único más evidente que el alboroto que montan es la ausencia de este. Me sequé con un paño las manos pringosas de manzana y recorrí el pasillo hasta el vestíbulo para averiguar qué sucedía.

Alison estaba allí, con la cabeza inclinada sobre una factura que había abierto.

—¿Dónde están los niños? —pregunté.

Ella levantó la mirada de la factura, perpleja.

—¿Qué quieres decir? Es miércoles.

—Lo sé, pero me enviaste un mensaje.

—¿Qué mensaje?

—El del médico —contesté mientras rebuscaba en el bolsillo para que Alison pudiera leerlo—. Está aquí.

Sin molestarse en mirar, dijo:

—Yo no te he mandado ningún mensaje sobre ningún médico.

De repente fui consciente de lo que debe de ser estar sentado en una playa cuando toda el agua desaparece misteriosamente, como ocurre justo antes de un tsunami. Es imposible, sin más, que imagines las dimensiones de lo que está a punto de golpearte.

—Espera, entonces, ¿me estás diciendo que no has recogido a los gemelos? —preguntó Alison.

—No.

—¿Están con Justina?

Justina

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