La amiga estupenda (Dos amigas 1)

Elena Ferrante

Fragmento

1

Rino me llamó esta mañana; pensé que iba a pedirme más dinero y me preparé para decirle que no. El motivo de su llamada era otro: su madre había desaparecido. —¿Desde cuándo?
—Desde hace dos semanas.
—¿Y me llamas ahora?

El tono debió de parecerle hostil, aunque no estaba ni enfadada ni indignada, solo me permití una pizca de sarcasmo. Intentó reaccionar pero lo hizo de un modo confuso, incómodo, en parte en dialecto, en parte en italiano. Dijo que se había figurado que su madre estaba paseando por Nápoles, como de costumbre.

—¿Y de noche también?
—Ya sabes cómo es ella.
—Ya lo sé, pero ¿a ti te parece normal una ausencia de dos semanas?

—Sí. Tú hace mucho que no la ves, ha empeorado; nunca tiene sueño, entra, sale, hace lo que le da la gana.

De todas maneras, al fi nal se lo tomó en serio. Preguntó a todo el mundo, recorrió los hospitales, fue incluso a la policía. Nada, su madre no estaba por ninguna parte. Qué buen hijo: un hombre corpulento, de unos cuarenta años, que no había trabajado en la vida, dedicándose solo a traficar y derrochar. Imaginé el interés que había puesto en la búsqueda. Ninguno. No tenía cerebro y solo se quería a sí mismo.

—¿No estará en tu casa? —me preguntó de repente.
¿Su madre? ¿Aquí en Turín? Rino conocía bien la situación, hablaba por hablar. Él sí que era viajero, había venido a casa por lo menos unas diez veces, sin que yo lo invitara. Su madre, a la que habría recibido de buena gana, no había salido de Nápoles en su vida. Le contesté:

—No, no está en mi casa.
—¿Estás segura?
—Rino, por favor, te he dicho que no está.
—¿Entonces adónde habrá ido?

Se echó a llorar y dejé que representara su desesperación, sollozos al principio fingidos, genuinos después. Cuando se calmó le dije:

—Por favor, de vez en cuando compórtate como a ella le gustaría; no la busques.

—Pero ¿qué dices?
—Lo que has oído. Es inútil. Aprende a vivir solo y a mí tampoco me busques más.

Colgué.

2

La madre de Rino se llama Raffaella Cerullo, pero todo el mundo la ha llamado siempre Lina. Yo no, nunca usé ninguno de los dos nombres. Desde hace más de sesenta años para mí es Lila. Si la llamara Lina o Raffaella, así, de repente, pensaría que nuestra amistad ha terminado.

Hace por lo menos treinta años que me dice que quiere de sapa recer sin dejar rastro, y solo yo sé qué quiere decir. Nunca tuvo en mente una fuga, un cambio de identidad, el sueño de rehacer su vida en otra parte. Tampoco pensó nunca en suicidarse, porque le repugna la idea de que Rino tenga algo que ver con su cuerpo y se vea obligado a ocuparse de él. Su propósito fue siempre otro, quería volatilizarse; quería dispersar hasta la última de sus células, que de ella no encontraran nada. Y como la conozco bien, o creo conocerla, doy por descontado que ha encontrado el modo de no dejar en este mundo ni siquiera una migaja de sí misma, en ninguna parte.

3

Han pasado los días. He mirado el correo electrónico y el postal, pero sin esperanza. Yo solía escribirle con mucha frecuencia, ella casi nunca me contestaba: esa fue siempre su costumbre. Prefería el teléfono o las largas charlas nocturnas cuando yo iba a Nápoles.

He abierto mis cajones, las cajas metálicas en las que guardo todo tipo de cosas. Pocas. Tiré muchas, en especial las relacionadas con ella, y ella lo sabe. He descubierto que no tengo nada suyo, ni una imagen, ni una notita, ni un regalo. Yo misma me he sorprendido. ¿Cómo es posible que en todos estos años no me haya dejado nada suyo, o, peor aún, que yo no haya querido conservar nada de ella? Es posible.

Días más tarde fui yo quien llamé a Rino, aunque a regañadientes. No me contestó ni en el fijo ni en el móvil. Me llamó él por la noche, sin apuro, poniendo esa voz con la que trata de inspirar lástima.

—He visto que has llamado. ¿Tienes alguna novedad?
—No. ¿Y tú?
—Tampoco.

Me dijo cosas incongruentes. Quería ir a la televisión, al programa ese en el que buscan personas desaparecidas, hacer un llamamiento, pedirle perdón por todo a su mamá, suplicarle que volviera.

Lo escuché con paciencia, después le pregunté:
—¿Has mirado en su armario?
—¿Para qué?

Naturalmente no se le había pasado por la cabeza algo tan obvio.

—Ve a mirar.

Fue a mirar y se dio cuenta de que no había quedado nada, ni un solo vestido de su madre, ni de invierno ni de verano, solo perchas viejas. Le pedí que registrara toda la casa. Habían desaparecido sus zapatos. Habían desaparecido sus pocos libros. Habían desaparecido todas sus fotos. Habían desaparecido sus diapositivas. Había desaparecido su ordenador, incluso los antiguos disquetes que se usaban antes, todo, todo lo relacionado con su experiencia de maga de la electrónica que empezó a darse maña con los ordenadores a finales de los años sesenta, en la época de las tarjetas perforadas. Rino no salía de su asombro. Le sugerí:

—Tómate todo el tiempo que te haga falta, pero después me llamas y me dices si has encontrado aunque sea un alfiler suyo.

Me llamó al día siguiente, alteradísimo.
—No hay nada.
—¿Nada de nada?
—Nada. Ha cortado todas las fotos en las que salíamos juntos, incluso en las que yo era pequeño.

—¿Has mirado bien?
—En todas partes.
—¿En el sótano también?
—Te he dicho que en todas partes. Ha desaparecido también la caja con los documentos, yo qué sé, antiguos certificados de nacimiento, contratos telefónicos, recibos de facturas. ¿Qué significa? ¿Alguien lo ha robado todo? ¿Qué buscan? ¿Qué quieren de mí y de mi madre?

Lo tranquilicé, le pedí que se calmara. Era improbable que nadie quisiera nada de él.

—¿Puedo ir a quedarme un tiempo contigo?
—No.
—Por favor, no puedo dormir.
—Arréglatelas, Rino, yo no puedo hacer nada.

Colgué y cuando me volvió a llamar, no le contesté. Me senté al escritorio.

Como siempre, Lila se pasa, pensé.

Estaba ampliando hasta la exageración el concepto de rastro. No solo quería desaparecer ella, ahora, con sesenta y seis años, sino borrar además toda la vida que había dejado a su espalda.

Me dio mucha rabia.

Veremos quién se sale con la suya, me dije. Fue entonces cuando encendí el ordenador y me puse a escribir hasta el último detalle de nuestra historia, todo lo que quedó grabado en la memoria.

Infancia

Historia de don Achille quella vez en que Lila y yo decidimos subir las escaleras oscuras que llevaban, peldaño a peldaño, tramo a tramo, hasta la puerta del apartamento de don Achille, comenzó nuestra amistad.

Recuerdo la luz violácea del patio, los olores de una noche tibia de primavera. Las madres preparaban la cena, era hora de regresar, pero nosotras, sin decirnos una sola palabra, nos entretuvimos desafiándonos a pruebas de coraje. Desde hacía un tiempo, dentro y fuera de la escuela, no hacíamos otra cosa. Lila metía la mano y el brazo entero en la boca negra de una alcantarilla, y yo, a mi vez, la imitaba enseguida, con el corazón en la boca, confiando en que las cucarachas no se pasearan por mi piel y que las ratas no me mordieran. Lila se encaramaba a la ventana de la planta baja de la señora Spagnuolo, se colgaba de la barra de hierro por donde pasaba el hilo para tender la ropa, se columpiaba y luego se dejaba caer en la acera, y yo, a mi vez, la imitaba enseguida, aunque temiera caerme y lastimarme. Lila se introducía debajo de la piel la punta de un imperdible oxidado que había encontrado en la calle no sé cu

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