El hambre del pelícano

Blanca Cabañas

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Voy a morir. Y lo único que sé, llegados a este punto, es que la vida vale la pena vivirla.

Siento el abdomen como un corsé a punto de explotar. Contengo el aire. La agitación no me deja casi respirar. Ya no noto el sudor que resbala por las sienes, marcando eses en mi rostro. Ahora soy yo la que cae guiada por la inercia de la gravedad. Algo se aviva dentro de mí debido al sobresalto. Es la adrenalina, esa que se agarra a la vida y no acepta el desenlace. La aflicción me invade, me desgarra. Busco consuelo en un grito, pero lo que soy capaz de emitir es más bien un suspiro. Aprieto mis ojos temerosos y me concentro en la última visión que se me ha regalado antes de precipitarme.

Vuelvo a tener poder de sujeción. Estoy en el borde del acantilado. No es muy alto, lo suficiente. Calculo que la caída durará aproximadamente un segundo interminable. Dirijo la vista al frente. El claro de luna ilumina la tiniebla. Observo el mar sin límites ni orillas. El agua luce limpia, mansa. No se oye nada, salvo la lluvia mecida por el viento y el sonido de las olas al bailar en una coreografía natural. Siento el hechizo, presa de esa quietud, de esta contemplación. Me invade un sentimiento absorbente, indescriptible. De bienestar, donde no hay sitio para el sufrimiento. De abandono, de redención.

Como en una partida de ajedrez, mis movimientos se han visto condicionados por el plan del contrario. Y sé que he perdido.

La visión se desvanece y el eterno segundo se consume. Mis pensamientos dejan de agolparse. Estoy lista para el remate final. Crujo como un insecto contra la roca. Exhalo la última brizna de aire entre mis labios y me dejo ir.

Es la conciencia la que hace saber a todo ser humano que está vivo. O la he perdido, o ya estoy muerta.

El anciano

El viento de levante, que no había cesado en días, se hizo más intenso a aquella hora de la tarde. El ruido de las persianas cimbreando en las grietas de las paredes se mezclaba con el crujido de los olivos. La vegetación parecía quejarse por la adversidad del tiempo y la ropa tendida no soportaría mucho más semejante castigo. Adolfo llevaba toda la tarde con la mirada perdida en algún punto de la cristalera del salón. Con los dedos ardiendo rodeaba la segunda taza de té que tomaba a pequeños sorbos con la esperanza de que el corazón bajara su cadencia. Como cada tarde, era testigo de un atardecer precioso. El cielo se deshacía en tonos anaranjados hasta perderse tras algún edificio. Semejante espectáculo merecía su admiración diaria.

El sonido estridente del móvil lo despertó del trance. Tomó conciencia de dónde se encontraba. Casa. Jueves. Miró la pantalla, no sin cierto fastidio, y pulsó el botón para apagar la alarma. Se desplazó con dificultad, sorteando bolsas de basura que había empezado a acumular no hacía mucho. Una vez en la cocina, se tomó un momento para mirar por la ventana. Luego, dirigió su atención hacia el pastillero y frunció el ceño. Juraría que el día anterior se había tomado la pastilla de la tarde, pero no era así. Allí estaba. Barajó si tomarse dos de golpe o posponerla para la semana siguiente y, tras un leve desconcierto, optó por la primera opción. Cogió las pastillas con los dedos índice y pulgar y fue entonces cuando reparó en las uñas. Negras como el carbón. Se figuró que un microscopio descubriría allí más vida que en él mismo. Se tragó los comprimidos con la ayuda de un sorbo de agua que bebió directamente del grifo.

Anduvo por el pasillo ayudado por las paredes. Las piernas le pesaban cada vez más. El dolor se iniciaba en el dedo gordo del pie y terminaba en su cadera. No había un solo día sin padecimiento. La edad no perdona, como tampoco lo hacen las decisiones de la vida. Las suyas lo habían llevado a custodiar una fortaleza: su propia casa. Hacía semanas que no dormía. Puede que meses. A decir verdad, el tiempo se había vuelto confuso. Era incapaz de conciliar un sueño profundo. Cada poco se desvelaba y volvía a estar vigilante un par de horas. Hasta la siguiente sacudida. Esa que lo mantenía alerta, inseguro, expectante. En su cara se dibujaba el miedo; en sus ojos, la tristeza. Arrastró las zapatillas hasta la cama. Tenía el estómago revuelto. Algo le había sentado mal. Demasiadas albóndigas en lata. Se pasó la mano por el abdomen y se prometió adelantar la compra programada a domicilio, así como variar la dieta. Tumbado, miró la mesita de noche. Sobre ella, una de esas encuadernaciones que casi había memorizado. Bueno, de haber tenido cabeza para ello. Se obligó a leer algunas páginas hasta que el sueño le visitase.

Había anochecido cuando Adolfo se despertó de golpe. La lámpara estaba encendida y sobre su pecho aún reposaban los folios que había leído. Algún ruido lo había sobresaltado privándolo de un descanso placentero. Se quedó quieto, muy atento, y esperó que se repitiera. Cuando estaba a punto de ceder al peso de sus ojos, volvió a oírlo. Ese sonido característico de unos zapatos deslizándose por el pavimento. Se obligó a levantarse. Alcanzó el bastón del rincón, que usaba más de lo que le gustaba reconocer. Caminó muy despacio, agazapado tras la oscuridad de su hogar. El bufido del viento acompañaba sus pasos. Observó que una de las esquinas de la alfombra, que presidía el recibidor, estaba doblada y casi, al unísono, algo se hizo añicos muy cerca. Irguió el cuerpo como un perro al acecho, con la adrenalina trepándole por las pantorrillas. Levantó el bastón a modo de arma y apuntó hacia delante, sabedor de que, si había alguien allí y lo estaba viendo, eso lo acobardaría. Dudó en si soltar un «¿quién anda ahí?», pero entonces se perdería el factor sorpresa. Aguantó el aire en los pulmones y de una zancada se coló en el salón. Con un movimiento rápido accionó el interruptor y una luz cálida bañó la estancia. Recorrió el salón con los ojos, sin moverse del sitio.

Frente al sofá, el viejo jarrón, que compró en Tánger cuando fue joven, estaba hecho trizas. La cristalera abierta, de par en par, y la cortina ondeante a causa de las fuertes sacudidas del viento. Había olvidado cerrarla. Maldito viejo decrépito y olvidadizo. Sacudió el bastón, enfadado consigo mismo. Si no moría de un infarto, él mismo se lo provocaría. Se acercó para cerrarla de forma hermética y con gesto distraído echó un vistazo fuera. Junto a la piscina, una silueta negra lo vigilaba sin reparo. Abrió de nuevo el ventanal, provocando que, con ello, se le escurriera el bastón de las manos. Se tomó un momento para recuperarlo. Le crujieron las rodillas y, en una sentadilla dolorosa, logró auparse de nuevo. Cuando miró otra vez, ya no había nadie. No retiró la mirada de allí, pues estaba seguro de que regresaría. La piel se había estirado bajo su pijama de seda, como la de un nadador profesional a punto de saltar de un trampolín. No entendía cómo funcionaba el instinto de supervivencia. Lo imaginó como una complicada cadena de trabajo que provocaba sudor, tensaba los músculos y susurraba mensajes al cerebro, haciendo que cada pequeño detalle encajase en un puzle imaginario. Esa convicción lo estaba devorando por dentro. La certeza de que aquello que lo asaltaba volvería cada noche hasta matarlo de un susto. Uno de verdad, capaz de paralizarle el corazón y arrebatarle la vida de un plumazo. Cerró la cristalera a conciencia, volvió sobre sus pasos y se metió en la cama, recostando a su lado el bastón. Durante horas intentó dormir, pero fue en vano.

Lo perseguía algo, una sombra, un ente sobrenatural. Y esa sensación, la de que unos ojos punzantes lo miraban cuando él cerraba los suyos, era una verdadera tortura. Adolfo no estaba orgulloso de su pasado. No era una buena persona. Si hubiera sabido lo que la vida le deparaba, la innumerable cadena de consecuencias que se desatarían de una sola decisión, hubiera tomado otro camino. Estaba pagando un precio. Se merecía el peor de los castigos. En su cabeza se fraguaba una guerra: la de la locura contra la sensatez. Su lado más racional le decía que aquello era imposible, pues nadie estaba preparado para una situación así. No había un manual sobre cómo actuar ante lo inexplicable. Al igual que no podía azotar el levante en una habitación cerrada, no podía estar visitándolo un espíritu. En esa búsqueda de autocompadecimiento, sentir miedo era una distracción mediante la cual ahogaba la culpa. Para vivir cuerdo había que experimentar cierta locura. Tenía que ser eso; se había dejado la ventana abierta, el viento había sacudido el jarrón y la suma de horas sin dormir lo hacían ver cosas que en realidad no estaban ahí. Sin embargo, esa otra vocecita, la del delirio, le murmuraba desvaríos sin tregua. Tanto que aquello que negó hasta la saciedad y que había leído en algún libro ya no le parecía tan desmesurado.

Que alguien esté muerto nos confirma que evidentemente no está vivo, pero no podemos asegurar que en efecto haya dejado de existir entre nosotros.

1

Alfredo

Sábado, 14 de febrero

El restaurante estaba casi a rebosar. Era lo que se preveía. Toda esa publicidad para parejitas el fin de semana de San Valentín había surtido efecto. La lluvia intermitente que había nublado la tarde noche no había aminorado las ganas de beber y pasarlo bien de los clientes. Algunos de ellos habían traído consigo el olor del tabaco que habían fumado en la terraza. Eso, sumado a la humedad en los abrigos y a la poca ventilación del salón, hacía que el aire que se respiraba estuviera cargado. Sin embargo, a nadie parecía importarle. Sonaba de fondo alguna canción de los ochenta, el rumor de las voces ajenas a su propio alboroto y el chinchín de las copas, que tras los brindis regresaban a las mesas con suculentas bandejas de pescaíto frito.

Los Pescadores era uno de los restaurantes estrella para comer marisco y pescado fresco. Situado en un lugar privilegiado del paseo marítimo de Chiclana, gozaba de unas vistas inmejorables y de clientela fiel. Había forjado su buena reputación con los años, convirtiéndose en el destino gastronómico de gaditanos y visitantes. No era raro discernir entre la muchedumbre reuniones de negocios, celebraciones de grandes acuerdos o, en los casos más pintorescos, comidas de empresa.

Aquella noche era diferente. Alfredo solo tenía que echar un vistazo al salón desde detrás de la barra para ver cuál era el perfil de la clientela. Una pareja se agarraba las manos por encima de la mesa. Se regalaban carantoñas. Sus dos hijos sonreían. A unos metros, en otra mesa, una chica estiraba la punta del zapato de tacón para rozar la pierna de su acompañante. Al fondo, un grupo de amigos subía el volumen de sus voces con cada copa de vino blanco que ingerían. Los platos ya habían sido recogidos. Ahora era el turno de los postres y el alcohol.

Alfredo siguió secando las copas balón posando la vista aquí y allá mientras su mente divagaba. Era sábado y, pese a ello, no le disgustaba estar allí. De haber podido trabajar cuarenta horas semanales, con gusto lo hubiera hecho, pero solo contaban con él los fines de semana. El sueldo no era mucho, lo suficiente para ayudar en casa y pagar un par de plataformas de streaming. Eso le permitía, al menos, ser conocedor del top diez de series y películas del momento y, así, entablar conversaciones en hilos de Twitter sobre los estrenos más esperados con otros «frikis de la tele», tal y como decía su madre. Esa mujer a la que nunca le llegaba la edad de jubilación y que siempre estaba vigilándolo con el rabillo del ojo, pues sabía que se sentía solo. Su existencia estaba tan vacía de emociones que recibir una notificación en el móvil de alguien que apoyaba su visión de la última de Marvel bastaba para convertirse en lo más satisfactorio del día. De los años de instituto solo conservaba un amigo, Fabio. Habían jugado de críos en la plazoleta de la barriada, compartido las primeras quedadas con chicas y se habían fumado los primeros pitillos juntos. Si pensaba en aquella época, se recordaba delgaducho y con pelusilla facial en el bigote. Sin embargo, Fabio siempre tuvo un cuerpo fibroso que, desde hacía unos años, lucía bajo el uniforme verde de la Guardia Civil. Lo miraba con admiración, con orgullo. Mientras él sentía haberse estancado, Fabio había cumplido todos sus objetivos: tenía un trabajo estable, se había casado y criaba un bebé de pocos meses. Y Alfredo, que tan poco tenía que hacer en su día a día, había sabido adaptarse a su recortado horario de padre primerizo. Quizá por eso, había escalado posiciones hasta convertirse en un incondicional para su amigo y viceversa. Por todo ello, que fuera sábado daba lo mismo. No solía tener planes. De no haber estado sujetando aquel trapo mugroso entre las manos, desde luego no lo hubieran encontrado en una discoteca, sino maldiciendo frente al ordenador y empleando algunos euros en mejorar sus habilidades de gamer. De hecho, estaba pensando en comprarse algún videojuego nuevo cuando, de golpe, detuvo la aburrida introspección.

¿El motivo?

Ella.

Una desconocida misteriosa estaba entrando al restaurante. A aquel salón. A su vida. Dispuesta a dinamitar el orden y el sosiego de una vez. Y lo sintió en el pecho. Un miedo especial, el más primigenio de todos. Ese que le hacía darse cuenta de que era vulnerable, que podía perder las riendas. De pronto, fue consciente de que todo lo vivido lo había conducido a ese encuentro.

La observó hipnotizado. Andaba comedida; con pasos decididos y rápidos atajó entre las mesas el camino más directo hasta donde él se encontraba. Echó una discreta mirada al salón y, luego, la clavó en Alfredo. Este último aprovechó los cinco pasos que le faltaban a la mujer hasta llegar a la barra para tragar saliva. El pelo negro y ondulado le caía por los hombros de manera descuidada. Tenía los ojos verdes y apagados. Bajo su ropa de abrigo distinguió el escote de un vestido rojo sencillo. Había algo en ella que le asustaba y lo atraía a partes iguales. Era bella, sin artificios ni pretensiones, pero una belleza triste. Alfredo no supo el porqué. Quizá fue la caída de los párpados o la rectitud de los labios que, firmes e inmóviles, habían acaparado toda su atención.

Ella carraspeó. Él, alarmado, subió la vista hasta sus ojos.

—Estoy fuera sentada. He pedido una copa, pero tu compañero ha debido de olvidarse. ¿Me la sirves tú? —dijo.

Hablaba muy bajo, con voz rasgada y neutra, sin atisbo de emoción.

—Sí, claro. ¿Qué desea?

—Tutéame —lo cortó.

—Claro. ¿Qué deseas? —rectificó.

—Hoy necesito algo fuerte. ¿Qué me ofreces?

Alfredo intentó disimular su impresión echando un vistazo rápido a las botellas que tenía a su espalda.

—¿Whisky?

Ella afirmó con la cabeza. Mientras el chorrillo caía en el vaso la volvió a mirar. Estaba distraída, observaba al resto de clientes. Se retiró el pelo de la oreja haciendo que le ocultara gran parte de la cara. Aun así, Alfredo apreció sus rasgos. Tenía una nariz diminuta y de perfil parecía algo desviada, como si hubiera recibido un golpe. Igual era boxeadora. Le acercó el vaso y estuvo a punto de continuar con su ajetreada tarea de secar copas cuando ella se bebió de un trago el whisky.

—Otra —dijo.

Alfredo sin decir ni media le volvió a llenar el vaso. En esta ocasión, ella dio un pequeño sorbo y saboreó el alcohol, tragó lento y pareció disfrutar del ardor en la garganta.

—¿Vienes sola? —preguntó.

Al segundo se arrepintió, pues había una parte de él que temía la espontaneidad de aquella extraña. Esperó un «a ti qué te importa», pero no lo recibió. En su lugar, una sonrisa se perfiló en su rostro.

—Vengo sola. Y parece que soy la única. —Volvió a mirar a su alrededor—. ¿Por algo en especial?

—Es San Valentín.

—Ah, claro. Lo había olvidado.

Alfredo fingió estar ocupado y abrió el lavavajillas. El vapor empañó sus gafas por completo y no vio nada durante unos segundos. Cuando volvió a mirarla, ella ladeó la cabeza de forma simpática.

—¿Eres de por aquí? —preguntó él para llenar el silencio incómodo mientras frotaba los cristales de las gafas sujetando la montura.

—No exactamente. —Dio otro sorbo—. Vengo por trabajo.

Alfredo sabía que era un riesgo, pero no pudo evitar la pregunta.

—¿A qué te dedicas?

Ella bajó la mirada. Vaya, había dado en el clavo. No estaba cómoda hablando de sí misma. Nada cómoda. Se removió en la banqueta y apuró el último resto de whisky. Esta vez tuvo que apretar los dientes para soportar el calor que bajaba hasta el estómago.

—Me busco la vida.

El camarero asintió. Hermética, encriptaba su discurso. Él, en cambio, era transparente. Y con una clara disposición a ayudar a los demás. Quizá por eso no pudo sustraerse al misterio, a la larga gabardina y al pelo alborotado pero sensual de su interlocutora. Intentó amansar las aguas y relajar a la chica enigmática tomando la palabra.

—Yo vivo en la ciudad de al lado, San Fernando. ¿La conoces? Voy a opositar para Guardia Civil, pero cuando esté preparado. Mi madre dice que no lo estoy. —Ella arqueó una ceja reprobatoria. Él intentó reconducir la conversación—. ¿Qué sabrá ella? Mientras tanto, me gano un dinerillo aquí.

No contestó. Movió el hielo con el dedo índice y lo lamió. Alfredo tuvo la fantasía fugaz de rozarlo con la lengua y aprisionarlo entre sus dientes. A sus veinticinco años nunca había besado a una chica, al menos, no usando la lengua, pero ser un inexperto no le impedía tener deseos. Quizá por ello tardó varios segundos en advertir que tenía la boca entreabierta. La cerró en el acto y siguió hablando. Siempre lo hacía cuando estaba nervioso.

—Es agradable, ¿verdad? El sitio, digo. Tienes el paseo marítimo ahí mismo y unas vistas espectaculares. Hoy la noche no es especialmente oscura, el viento ha barrido las nubes. Si miras con atención, puedes ver el castillo de Sancti Petri desde aquí. Se ve mejor desde esta orilla, aunque en realidad pertenece a San Fernando, no sé si lo sabes.

—Pues para San Fernando, el castillo, y para Chiclana, las vistas —soltó ella.

Tardó varios segundos en corresponderle con una sonrisa y dio gracias por tener que ausentarse de la conversación para servir una copa a un cliente que se había acercado a la barra. Cuando volvió, ella misma se había echado otro whisky. «A esta no la tumba ni Dios», pensó.

—Entonces, para Chiclana las vistas. ¿Piensas visitar algo? —dijo para reanudar la charla.

—Solo he venido por trabajo.

Bajó los antebrazos de la barra y escondió las manos de la vista de Alfredo, que estuvo casi seguro de que había visto sangre en uno de sus dedos. Luego, buscó las palabras adecuadas para formular una pregunta.

—¿Puedes venderme la botella? Quizá celebre algo.

Alfredo frunció el entrecejo.

—Lo siento, no puedo.

—Ya, claro —añadió restándole importancia.

Volvió a girar la vista al salón como si buscara a alguien. Quizá un acompañante, una pareja con quien encontrarse. De pronto, saltó de la banqueta y se subió el cuello de la gabardina.

—¿El servicio?

—Cruza el pasillo y gira a la izquierda. —Indicó el camino con el dedo.

La siguió con la mirada. Se desplazaba casi de puntillas, como si el suelo pudiera abrirse en un abismo bajo sus pies. Alfredo le rellenó el vaso. Cuando regresó, leyó un «gracias» en sus labios y siguió el movimiento de su mano hasta el pelo. Con un gesto inadvertido se recolocó un mechón tras la oreja. Creyó ver una línea roja en el cuello. Ella, que pareció darse cuenta, se cerró el último botón de la gabardina en un ademán delicado.

—¿Esperas a alguien? —le preguntó Alfredo.

Una de sus miradas gatuna lo fulminó un instante. Separó los labios, soltando un suspiro profundo para ordenar las ideas. Iba a decir algo, dispuesta a disuadir su indescifrable y oscura aura. Alfredo sostuvo la mirada cinco largos segundos hasta que un grupo de hombres con ganas de juerga hizo entrada en el gran salón. Eran clientes habituales, de esos que siempre eligen la misma mesa. Uno de ellos llamó la atención del camarero alzando la mano, haciendo que este despertara del hechizo infundado de aquellos ojos verdes afilados.

—Ahora mismo voy —les dijo elevando un tono la voz al tiempo que disimulaba un conato de fastidio por tener que pausar de nuevo la charla—. Enseguida vuelvo —le advirtió a la chica misteriosa.

—Yo me voy ya. Ha sido un placer…

Dejó la frase inconclusa para que él la completara.

—Alfredo —dijo mientras ella dejaba un billete arrugado de veinte euros sobre la barra—. ¿Y tú eres…?

La pregunta la sorprendió, como si fuera la más extraña de todas. Dudó unos segundos y dijo:

—Sofía. Me llamo Sofía.

Dibujó otra de sus enigmáticas sonrisas, dulcificando la expresión. A continuación, caminó sin remilgos hacia la salida del gran salón. Tenía urgencia por marcharse. Las ondas de la melena negra bailaban al capricho de la firmeza y elegancia de sus pasos. Alfredo no pestañeó, incapaz de perderse un segundo de aquel espectáculo. Una ninfa fría, de influjo hipnótico y rojeces en la piel, le daba la espalda, privándolo de aquellos ojos severos y eléctricos que segundos antes lo habían acuchillado con la mayor de las soberbias. Alfredo acumuló palabras en su boca. Estuvo a punto de alzar la voz, de preguntar. Sintió el pellizco, esa turbulencia en el vientre cuando algo no va bien, cuando alguien no está bien. Quiso saber, asegurarse, aplacar su preocupación, formular la duda que lo corroía.

¿Estaba la ninfa bien?

Pero para entonces ella, Sofía, había rebasado la puerta, dejando para siempre un halo de su embrujo en el ambiente.

En el restaurante.

En la vida de Alfredo.

2

Alfredo

Domingo, 15 de febrero

Alfredo despertó sin asomo de angustia por la tragedia que estaba a punto de caerle encima. Su madre se había ido a trabajar. Estaba dando la segunda cucharada al tazón de cereales cuando sonó el móvil. Le extrañó que fuese Fabio, pues su amigo formaba parte de ese colectivo que odiaba las llamadas, priorizando siempre un wasap. Y allí estaba, llamando un domingo a las doce de la mañana. ¿No era esa la hora de una toma de pecho, del eructo posterior o del baño? Lo cierto es que no tenía ni idea de bebés. Respondió a la llamada, extrañado:

—¿Sí?

—¿Cómo que «sí»? ¿Es que no miras el móvil? —le recriminó Fabio con brusquedad.

—¿Qué pasa? Estaba dormido hace dos minutos.

—¿No curras hoy?

Alfredo soltó la cuchara en el tazón. La pregunta lo desconcertó.

—No entro hasta las ocho de la tarde.

—¿No te has enterado de lo que ha pasado?

—¿Qué ha pasado?

Hubo un pequeño silencio.

—Te llamo en calidad de amigo, pero cuando aparezcas por aquí lo haré como cabo de la Policía Judicial —dijo por fin.

—¿De qué estás hablando? Me estás asustando, Fabio.

Alfredo oyó cómo su amigo cogía aire antes de hablar.

—Han encontrado a una chica muerta en los acantilados de Sancti Petri. No tenemos nada que nos indique la identidad de la víctima, por eso nos hemos visto obligados a difundir su retrato robot a algunos ciudadanos de la zona. Una testigo la ha reconocido y asegura que la vio corriendo por la calle Asunción hacia La Balconera. La cámara de seguridad del supermercado que hace esquina con dicha calle la ha filmado pasando momentos antes por la puerta en esa dirección. Lo que significa que la chica venía del paseo marítimo de la playa de la Barrosa. —Fabio calló esperando una reacción. Alfredo no dijo nada. Conocía esa urbanización, conocía ese supermercado. ¡Por el amor de Dios! Todos los días que trabajaba tiraba la basura en los contenedores de la calle Asunción—. ¿Sigues ahí?

Alfredo se aclaró la voz antes de contestar.

—Sí, sí.

—Es común que los sistemas de vigilancia de los establecimientos registren entradas y salidas que solo se visionan en directo, pero como todo en esta vida, y para nuestra suerte, estos sistemas se han vuelto más sofisticados. Ya no solo filman entradas y salidas, sino que quedan grabadas. Total, que hemos accedido a los registros y ese parece ser el recorrido de la víctima. Y ya sabes cuál es el primer restaurante del paseo marítimo…

—Los Pescadores —completó Alfredo de forma inconsciente.

—Exacto. Tus compañeros camareros nos lo han confirmado. La chica estuvo allí. Es lo único que sacamos en claro. La Policía Judicial se ha trasladado al puesto principal de la Guardia Civil de Chiclana y está citando a todos los empleados que os topasteis con ella. Uno dice que la chica habló contigo, que tú la atendiste en la barra, que hablasteis entre las diez y cuarto y las once menos veinte aproximadamente. La cámara del supermercado que la grabó al llegar marcaba las diez y al marcharse las once menos cuarto. De momento, eso no nos dice nada, salvo que eres la persona de la que se tiene constancia que más tiempo pasó con ella antes de su muerte. —De haber estado de pie, Alfredo se habría caído—. ¿La volviste a ver después de eso?

—No… —balbuceó.

—¿Estás seguro?

—¡Claro que estoy seguro! —elevó la voz sin querer.

—Bien. Lávate la cara, ponte algo decente y vente al cuartel enseguida. Ha sido una mañana larga… Le dije al teniente que te conocía y que yo mismo me pondría en contacto contigo. Te están esperando para tomarte declaración.

—¿Declaración?

Se le formó un nudo en el estómago. De repente, los cereales le daban unas náuseas espantosas.

—Tranquilo, es el procedimiento habitual. Te harán unas preguntas de rigor y podrás irte a casa. Si hubo algún altercado, si algo te llamó la atención…

—¿Necesito un abogado? —articuló a trompicones.

—No, hombre, pero tu información y la del resto de los trabajadores es fundamental para esclarecer las últimas horas de la víctima. Simplemente, se te solicita que acudas como ciudadano con ánimo colaborador.

Alfredo se agarró las rodillas con la mano libre. El temblor de las piernas había hecho que se moviera la mesa de la cocina.

—Fabio…

—¿Sí?

—¿Dices que está muerta?

Verbalizarlo en voz alta le quebró la voz. La realidad le cayó entonces como un bloque de hielo enorme a punto de hacerlo papilla. Necesitaba confirmación.

—Sí, tiene la cabeza abierta —soltó su amigo a bocajarro.

Apenas fue consciente de las palabras que dijo para despedirse de Fabio, lo único que reverberaba en su cabeza era aquella frase lapidaria: «Tiene la cabeza abierta». Casi al unísono sintió la necesidad urgente de ir al baño y, sin tener opción, un cerco templado le mojó el pantalón del pijama. Se había meado encima.

Apenas una hora más tarde conducía el coche camino del puesto principal de la Guardia Civil de Chiclana. Consciente de la importancia de una primera impresión, había elegido uno de los pocos pantalones chinos que guardaba en el armario por si quedaba con alguna chica —hecho insólito y poco probable en su vida— y una camisa que al segundo estuvo empapada de sudor. Oía los latidos del corazón resonando en sus oídos y una voz interior que no le auguraba nada bueno.

Las nubes lloraban, quizá por Sofía, aquella chica de ojos tristes, o puede que por él mismo y su descomunal mala suerte al haber coincidido la pasada noche con la elegida por la muerte. El cielo encapotado debía saber algo. No había ni rastro de luz, como tampoco había ya esperanza para ella. Sintió un remolino en el estómago al revivir el momento. El surco del cuello, la sangre en el dedo, la mirada sin vida en el gran salón, aunque todavía no hubiese tropezado con la parca. Y Alfredo estuvo ahí, antes de su punto y final, y fue testigo de que algo no iba bien. ¿Y qué hizo? Nada. Secar vasos. Golpeó con el puño el volante e intentó controlar la respiración. Llamó un par de veces a su madre, que no le cogió el móvil. Cuando aparcó, tuvo ganas de fumar, pero no tenía cigarrillos. Había dejado el hábito hacía ya tres años.

Entró en el cuartel aparentando toda la seguridad que pudo fingir. Lo acompañaron hasta la segunda planta y lo hicieron esperar en una habitación pobre y anodina. Miró por la ventana en un último intento por reordenar sus ideas. El móvil vibraba en su bolsillo cuando un hombre altísimo entró en la sala. Se levantó y se dieron un apretón de manos. Tuvo que mirar hacia arriba. ¿Cuánto medía ese señor? Alfredo pensó que desde esa altura tendría una visión del nacimiento de su pelo que él nunca vería. ¿Se habría puesto demasiada cera? Su cabeza fluía en un sinfín de pensamientos sin sentido que huían temerosos de afrontar la situación.

—Buenos días, soy el teniente Castillo de la Unidad Orgánica de la Policía Judicial de la Guardia Civil. ¿Alfredo Sierra? —La voz sonó grave y el tono poderoso, de los que disfrutan de la autoridad y saben que la tienen.

—Sí. Alfredo Sierra, camarero de Los Pescadores.

Le hizo gracia que, en contraposición con la presentación del teniente, la suya fuera más escueta y simple. Este lo invitó a sentarse e hizo lo que le indicó. Sabedor del escrutinio al que estaba siendo sometido, entrelazó los dedos y miró al teniente. No se dejaría amedrentar.

—Perdón por haberle hecho venir de manera tan precipitada. Estas cosas son así.

—No se preocupe —dijo forzando una sonrisa de circunstancias.

Alfredo no supo a qué cosas se refería. La gente muere y rompe la rutina del resto, ¿era eso? Castillo cuadró un par de papeles sobre el escritorio y fijó la mirada en él.

—Sepa usted que solo estamos recabando información. No está obligado a contestar y puede irse cuando lo desee, pero todo lo que diga puede sernos de mucha ayuda.

Asintió.

—Estamos tratando de recomponer los últimos momentos de la víctima, así como entender el papel del restaurante en todo esto, si es que tiene algo que ver. La víctima llega a las diez y se marcha a las once menos cuarto de la noche. En esa franja estuvo con ella unos veinte o veinticinco minutos. Sus compañeros nos han comentado que fue usted quien le sirvió. Eso lo convierte, quizá, en una de las últimas personas que la vio con vida. Empecemos si le parece. —Alfredo hizo un gesto afirmativo. Castillo activó la grabadora—. Diga su nombre completo y la fecha, por favor.

—Alfredo Sierra Ibáñez. Domingo, 15 de febrero.

—Señor Sierra, ¿conoce el nombre de la víctima?

—Sofía.

—¿Sofía algo más? —Alfredo negó con la cabeza—. Cuénteme, señor Sierra. ¿Cómo fue su encuentro con la susodicha? Intente recordar.

Alfredo se aclaró la garganta.

—Al parecer se había sentado en la terraza, pero el compañero que la atendió no le había servido nada, así que entró y se sentó en la barra, que es la zona donde yo trabajo. Vino sola. Se bebió unos whiskies y se fue.

El teniente apuntó algo en una libreta ajada.

—¿Llevaba bolso, cartera, móvil?

Negó con la cabeza.

—No que yo viera. Pagó con un billete de veinte que se sacó de la gabardina.

—¿Hablaron?

—Un poco. Dijo que venía por trabajo, aunque no concretó a qué se dedicaba.

—Ya veo… ¿Cómo estaba? ¿Cuál fue su actitud?

Alfredo pensó antes de responder.

—Diría que la vi apagada.

—Apagada… —Castillo tocó un par de veces el clip del bolígrafo que sujetaba en una clara señal de impaciencia—. ¿Por qué dice usted que la vio «apagada»? —subrayó el término con retintín.

—No lo sé. Es una impresión que me dio. —Se encogió de hombros—. No estoy seguro, pero creo que vi una marca rosada por aquí —se señaló el cuello—, como una cicatriz. —Castillo le instó con la cabeza a que continuara—. Y sangre en el dedo.

—¿Cree o está seguro?

—Diría que sí. —Se irguió en la silla al tiempo que el teniente anotaba otra vez algo—. Ella me contó que a lo mejor tenía motivos para celebrar algo. Creo que iba a encontrarse con alguien. Miraba mucho a su alrededor.

—¿Y no cree usted que temiera estar siendo vigilada? ¿O que tal vez la estuviesen siguiendo?

Alfredo arrugó la frente para pensar. No se le había ocurrido aquella posibilidad.

—No lo sé, teniente.

Castillo garabateó algo antes de intervenir.

—¿Dónde vivía? ¿Se lo dijo?

—No. Solo me comentó que estaba aquí por trabajo, ya se lo he dicho. —Se rascó la sien para ganar tiempo—. No era muy accesible. Y de todas formas no hablamos mucho. Todo lo que sé son suposiciones.

Castillo le mantuvo la mirada varios segundos. Alfredo estuvo a punto de ceder y bajar la cabeza.

—¿Tiene idea de hacia dónde se dirigió tras dejar el restaurante?

¿Era una pregunta trampa? Fabio le había comentado que su rastro se perdía en la calle Asunción. «Contesta rápido, te estás demorando».

—Ni idea. Solo dejé mi puesto para tirar la basura.

Castillo volvió a escribir algo en la libreta y con gesto intelectual se tomó un tiempo para revisarla. Alfredo lo estudió mientras tanto. ¿Qué estaba apuntando? Imaginó que el serio y robusto teniente en realidad estaba dibujando un monigote montado a caballo. Intentó reprimir la sonrisa. A menudo se perdía en este tipo de cavilaciones o se abstraía de las conversaciones. «Céntrate».

—¿Diría que se había pasado con el alcohol?

—Bebió bastante en muy poco tiempo… —reflexionó.

—¿Pudo perder facultades?

Alfredo lo miró sorprendido. El teniente estaba tanteando distintas líneas de investigación.

—Si yo hubiese bebido lo que ella, seguro que las habría perdido —admitió.

Castillo suspiró.

—Está bien, señor Sierra. Si recuerda algo más, no dude en ponerse en contacto con nosotros o acuda al cuartel.

Cruzó el edificio controlando el tembleque de las piernas. De camino a la salida se encontró con su amigo Fabio, el cabo Torres, que lo acompañó hasta la puerta.

—Menuda historia, ¿eh? —le saludó—. ¿Estás bien?

Alfredo se secó el sudor de la frente con el revés de la mano.

—Eso creo. Tu superior da miedo. He dicho todo lo que recuerdo y he considerado relevante. Apenas cruzamos cuatro palabras —bajó la voz y dibujó una mueca aprensiva—, y aun así no puedo evitar sentirme fatal. Puede que haya sido la última persona que hablase con esa chica.

—No sabías lo que le iba a pasar, Alfredo —intentó calmarlo.

Este negó con la cabeza.

—Debí haberlo notado.

—Pero no eres vidente…

—Tuve un mal presagio —lo cortó con aire luctuoso, consciente del efecto que podían tener estas palabras.

Fabio miró a su amigo, preocupado. En otras circunstancias hubiera celebrado que Alfredo intercambiara palabras con una mujer. Se detuvieron en la acera unos segundos en los que no se dijeron nada.

—No te tortures —dijo el cabo por fin—. Vamos hablando, tengo mucho trabajo.

Alfredo volvió a notar la vibración del móvil en el bolsillo trasero, pero no lo cogió.

—A ver si quedamos, Fabio.

—Cuídate, tienes mala cara.

Desanduvo sus pasos hasta el coche y solo contestó al teléfono cuando se subió en él.

—¿Qué pasa, hijo? ¿A qué vienen tantas llamadas?

Notó la preocupación en su voz, esa que vive dentro de una madre. Siempre alerta, siempre protectora. Otro hijo se hubiese sentido cuidado y querido, pero él no. Torció la boca en un gesto incómodo. Se pasó la mano por el pelo inconscientemente y su madre subió el tono ante la ausencia de respuesta.

—Alfredo, ¿estás ahí? Maldito cacharro.

Este arrancó el coche.

—Mamá, estoy aquí.

—Ah, cielos, habré vuelto a silenciar la llamada con la oreja. Dime, ¿qué pasa?

Alfredo apretó el gesto.

—Te llamaba por si te apetece que pidamos sushi.

3

Sofía

Domingo, 1 de febrero

Catorce días antes

El optimismo y los planes de futuro eran cuestiones que poner en tela de juicio desde el prisma en que «la chica de las fotografías» miraba la vida. Decepcionada por su mala suerte, frustrada por el aquí y el ahora que la sociedad le había hecho creer en redes sociales. Pa

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos