No tocarás

Nuria Pérez

Fragmento

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Miles de londinenses acudieron el pasado sábado a la inauguración del Alexandra Palace y de sus jardines en lo que resultó un festival encantador. El terreno del Palace está situado en la parte más agradable de Middlesex, a tan solo seis millas de Charing Cross, en un entorno campestre de gran belleza. La nueva línea ferroviaria entre King’s Cross y Alexandra Palace es muy cómoda, con el acceso a la plataforma justo debajo de la entrada principal. La jornada fue, a decir de todos los asistentes, sencillamente magnífica.

The Illustrated London News,

31 de mayo de 1873

Mary

Allí, mientras las olas sacuden la cubierta y el viento le golpea la cara, Mary vuelve a pensar en la leche de Thomas. Constata, una vez más, que su mente se aferra a ciertas obsesiones cuando necesita distracción. Su destino puede cambiar en unos minutos, pero ella insiste en recordar el palo de canela que hay que añadir a la leche durante la cocción para que Tom se la beba. ¿Se habrá dado cuenta Sally? La imagen del pequeño, desgañitándose hasta volverse colorado, ocupa su cabeza y sus pensamientos ganan: ya no escucha los aullidos de la multitud que viaja con ella.

Avanzan apretados en una larga fila, caminando al ritmo de cada día, lento pero continuo, el goteo de un grifo viejo. Un, dos. Un, dos. El circuito es siempre el mismo. Desde la popa recorren todo el costado de babor hasta llegar a la proa, donde se decide la suerte de cada uno. Los gritos empiezan a oírse hacia la mitad del trayecto. Mary solo reconoce las súplicas en inglés, porque no sabe otras lenguas. Algunos claman oraciones en latín y Mary alcanza a distinguir las palabras que recuerda haber oído a su sacerdote.

Esa madrugada el mar está embravecido. Con el tiempo Mary ha aprendido que, cuando el alba se presenta llena de ira, muchos de sus compañeros de fila acabarán arrojados al mar. Solo a unos pocos se les concederá saltar a la barca definitiva, la que lleva a la orilla y a aquel lugar sagrado donde dicen que el mar siempre está calmo y la luz calienta los huesos hasta expandir el pecho y serenarlo. Intenta no pensar en su suerte. «Canela. Canela en rama, Sally. La canela en polvo es menos dulce, no funcionará.»

Delante de ella camina una veterana. Para saber cuántos circuitos ha hecho otro pasajero basta observar el bajo de su camisón. Todos llevan el mismo, una prenda pesada color hueso —Mary no recuerda cómo o quién se la puso, ni tampoco cómo llegó hasta el barco—. El hábito va acumulando ansia, humedad y salitre con cada amanecer y el dobladillo se ennegrece. El de esta veterana es ya de color carbón y Mary siente piedad. La oye susurrar alguna oración mientras avanza pegando los talones a los dedos con cada minúsculo paso, como lo hacen todos. Mary cierra por un momento los ojos e intercede: «Señor, permite que mi compañera suba hoy a tu barca y alcance tu Reino. Sé misericordioso, Señor.»

Un, dos. Un, dos.

Mary siente en su nuca el aliento del hombre que está detrás. Sus gemidos se cuelan entre su pelo, ese denso bosque rubio que ya hace tiempo dejó de trenzar. Un, dos. Un, dos. El hombre se le acerca todavía más. Puede sentir su estómago rozándole la espalda. Entre una ola y otra, Mary escucha su susurro:

—Mañana, nuevo motín. Al alba, en la aleta de estribor.

Mary agita la cabeza como si le molestara el viento y levanta la barbilla acercándose unos milímetros más a la espalda de la veterana. Conoce esos motines, ha visto varios. Algunos están organizados por grupos grandes de pasajeros, otros por un puñado. Sea como sea, todos terminan igual: dentro del océano, condenados para siempre.

Ya se ve la proa.

Llegados a este punto, a Mary las piernas siempre le flaquean. No es su destino lo que la asusta, es ver los cuerpos que van cayendo por la borda, uno tras otro: hombres, mujeres, jóvenes o ancianos. Todos indignos de pasar a la otra barca, lanzados sin más por soldados que atan pies y manos ignorando llantos y ruegos.

Es el turno de la veterana. El tripulante cumple el breve ritual. Posa una mano en su frente, realiza el signo de la cruz y luego le dice que siga caminando. Hoy tampoco será el Día del Juicio para esta mujer. Se le ha concedido más tiempo para hacer penitencia, tendrá que esperar al próximo amanecer.

Le toca a Mary. Junta diligente las palmas de las manos y cierra los ojos. Siente el dedo helado del soldado en su frente y luego lo escucha:

—Sigue orando, hermana, sigue orando.

Mary abre los ojos, besa el rosario que el hombre lleva en la mano y continúa caminando hacia el costado de la nave. Otro día más, otro circuito que termina en incógnita.

Se oyen los gritos del hombre que caminaba detrás de ella, seguidos del choque de su cuerpo en el agua. El de Mary es todo escalofríos, pero no se vuelve a mirar. Sabe que no debe hacerlo. La Biblia lo deja claro: la curiosidad mata. Se llevó a Edith, la mujer de Lot, y en cualquier momento puede volver a por Mary. Si no quiere perecer para siempre como aquel hombre, debe avanzar hasta llegar al refectorio.

Mary entra y busca asiento en alguno de los bancos corridos que hay a cada lado de las mesas. Los guardianes han empezado a distribuir el desayuno. Habrá ya más de cien personas, pero la estancia es un globo demasiado inflado, el silencio y la angustia expanden las paredes. Saben que basta un suspiro de más para que todo estalle y alguien acabe lanzado por la borda. Así que comen con las cabezas bajas, las miradas en los cuencos de madera, las manos dedicadas solo a mojar el pan en la leche. Con cada bocado han de recuperar la esperanza que tenían hace unas horas, cuando se despertaron creyendo que hoy sí, hoy iba a ser el día de su Salvación. Pero no ha habido perdón, y es importante alimentar el optimismo para confiar en que sea mañana. Cuando los cuencos estén vacíos y se retiren a los camarotes, las imágenes de los cuerpos a la deriva, hinchados de mar, deben ser ya solo un recuerdo borroso, una fotografía mojada.

A Mary le viene a la cabeza el día que su padre los llevó hasta Marylebone para hacerse un retrato de familia. Lo que más ilusión le hacía era el trayecto hasta allí, porque por primera vez iba a subirse a un tranvía, unos vehículos alargados empujados por dos caballos que se habían estrenado el año anterior, 1861, y que según la señora Dalley, la mujer del sereno, corrían que daba gusto. Mary recuerda que se sentaron delante para ver los caballos y que a uno le faltaba media oreja. Madre iba tensa, no se fiaba de esos «cacharros del diablo», como los llamaba. Viajaba sentada muy digna, los labios apretados y la mirada fija en el pecho de Mary, no fuera que en una curva se le soltara el broche de marfil que le había prestado para la ocasión su prima Elsie y alguien lo pisara. Llevaba en su regazo la cesta con Sally, que todavía era un bebé. Mary hace las cuentas, ella debía tener unos tres años, así que su hermana por entonces no tenía ni uno. Padre iba de pie, bien alegre, intentando contagiar su entusiasmo por el nuevo invento que iban a ver. Al parecer la ambrotipia era rapidísima, nada que ver con el daguerrotipo que se habían hecho cuando se casaron.

«Ya veréis», les decía, «en pocos segundos, ¡clac!, la foto está lista».

Al llegar a la tienda el fotógrafo había sentado a madre en el centro, con Sally en brazos, y después había colocado a ella y a su padre a cada lado. Días más tarde, padre había ido a recogerla. Allí estaban los cuatro. Madre con su mejor vestido, el que había cosido para la boda de su cuñada. Sally apenas visible, un fajo de buenas enaguas prestadas por varias vecinas. Y padre con el uniforme que los bomberos usaban solo en los días especiales. Ella salía mirando a la cámara muy seria y no le gustaron nada los coloretes que le habían pintado, la hacían parecer demasiado niña. Pero padre estaba encantado. La colocó encima de la chimenea y desde entonces la enseñaba con orgullo a todas las visitas.

«Aquí estamos los Hessler», anunciaba, «y solo nos llevó unos minutos. ¿No es extraordinario?»

El sonido de la campana la devuelve al refectorio, que ya está lleno. Mary apura su leche. «Canela. Ponle canela.» Da por descontado que como ella ya no está, Sally será la que se haga cargo de Thomas. Su hermana acababa de cumplir catorce años cuando llegó su Día, así que podía ponerse ya a trabajar. Mary imagina que su patrona, la señora Walcott, habrá acogido la noticia primero con pena —o al menos eso quiere pensar, después de todo le había dicho en numerosas ocasiones que era la mejor niñera que habían tenido jamás—, y luego con pánico: ¿Quién se ocuparía ahora del bebé? Sin duda habrá sentido un gran alivio al saber que Mary tenía una hermana disponible. Una vez había oído decir a la señora Peeve que las hijas de bomberos o de policías resultaban siempre una buena inversión. «Ya sabes, crecidas con rigor y disciplina, llevan el servicio en la sangre.»

La nave se agita, los cuencos tiemblan. Mary siente el cosquilleo de una rata cerca de sus pies. Los levanta y los coloca en la silla, tirándose el camisón hacia abajo para protegerse del frío. Durante una fracción de segundo sus ojos se encuentran con los de una joven que está sentada enfrente. Tiene el rostro demacrado y los ojos hundidos y subrayados de ojeras púrpura. En cuanto sus miradas se cruzan, la chica baja la suya. Luego extiende una mano en la mesa, abre bien los dedos y los recorre con el índice de la otra mano una y otra vez, extasiada, como si no los hubiera visto en su vida. Tiene también las rodillas plegadas y los pies encima del banco, y balancea su cuerpo a un ritmo pausado, como el péndulo de un reloj. A Mary le gusta distraerse adivinando el pecado que ha llevado hasta allí a cada viajero que ve. No pueden hablarse entre ellos, pero Mary es observadora y estudia cada gesto. La expresión pasmada de esa joven no es la de alguien que haya conocido la ira o la lujuria. Y su camisón le sobra por todas partes, eso excluye la gula. La chica levanta la mirada de la palma de su mano y la posa en el mendrugo del hombre que está a su derecha. Lo hace solo un instante, pero es suficiente para que Mary llegue a una conclusión: envidia. La envidia la ha traído a este barco. Le gustaría decirle: «Sé cómo te sientes, ¿sabes? Recuerdo las veces que deseé el pelo cobrizo de Ada, mi compañera en la catequesis. O saber cantar como mi prima Joanne, que decían que tenía la mismísima voz de los ángeles. Sí, yo también conozco la envidia, aunque no haya sido lo que me trajo hasta aquí.»

La segunda campanada señala que deben empezar a pasarse los cuencos vacíos. Cuando están todos apilados al final de cada mesa, los viajeros se levantan y caminan en silencio hacia los camarotes. Mary llega al suyo, que comparte con media docena de mujeres, y se sienta en su catre. Su cabeza vuelve a la veterana que caminaba hoy delante de ella. ¿Será su Día mañana? ¿Y el de la joven que comía hoy a su lado? Recordar sus manos le hace pensar en los dedos minúsculos de Thomas buscando siempre los suyos antes de dormirse. ¿Caminará ya? Se lo imagina corriendo por las praderas, jugando en los jardines del Alexandra Palace, ese lugar donde una noche, meses antes de llegar aquí, un gesto súbito e inconsciente la condenó a viajar en esta nave donde mañana, quizá, se decida su destino.

Adela

Adela se despierta y se sienta en la cama de golpe, el cuerpo aún blando y la mirada perpleja, como uno de esos payasos que salen de las cajas de hojalata y sonríen satisfechos tras provocarte un vuelco en el corazón. Creyó oír un disparo, pero ha sido solo la puerta del horno. La bisagra ha cedido y, si no se sujeta, se cierra de repente y hace un ruido infernal. No son ni las siete, pero Fabia, su suegra, está ya cocinando. En la cabeza de Adela brotan y crecen varios pensamientos a cámara rápida, todos inconfesables. Se sacude la melena con un gesto inconsciente, como si aquello bastara para desprenderlos y esparcirlos por las sábanas.

Aunque ya ha empezado junio, el aire en Londres todavía es fresco y húmedo. A Adela no le importa: la mañana huele a venganza.

Enciende el ordenador y repasa el plan:

Comprar bote en la farmacia

Comprar perfume

Comprar embudo

Llevar guantes

Beber un litro de agua antes de salir

Cuando baja a por café, Fabia reina en la cocina, todo eficiencia y control. Tiene un guante de horno en la mano y lleva una mezcla de perlas y cachemira que podría comercializarse como el disfraz perfecto de burguesa jubilada. Adela se gira el puño de la sudadera para tapar una mancha de tinta en la manga.

—¡Por fin levantada! —Fabia está sacando una tarta del horno.

—Es temprano.

—Sí, pero hay mucho por hacer.

Adela se da cuenta de que tiene otra mancha. Es minúscula, pero sabe que su suegra no tardará ni diez segundos en encontrarla y cuenta mentalmente. Diez, nueve, ocho...

—Para sacar los lamparones de tinta hay que ponerlos a remojar en leche.

«Seis. Ha tardado seis», piensa Adela.

—¿A qué hora llegan Gianna y Félix? A las ocho, ¿verdad? —Fabia coloca la tarta a enfriar en una rejilla y la observa satisfecha—. ¡Una cosa menos! Ya tenemos postre: tarta Paradiso.

Adela hubiera preferido que le preguntara antes. Ni a ella ni a Lulu les gustan las tartas con crema, y su amiga Gianna nunca pierde la ocasión de recordar que dejó de tomar azúcar durante su segundo embarazo, allá por 1979. Una pena, probablemente más de la mitad del pastel se echará a perder.

—Qué buena pinta, Fabia, gracias.

—¿Quieres café? Acabo de hacer la moka. Michele estará a punto de bajar.

Fabia es la única que usa la moka. Hace ya años que Adela se rindió. «Demasiado café», «demasiada agua». Todos sus intentos acabaron en el fregadero.

«El café hay que dejárselo hacer a los italianos», suele decir Michele, «lo llevamos en la sangre. Los españoles deberíais centraros solo en los huevos».

Adela pone una taza de leche en el microondas. Después intenta coger un paquete de servilletas que está en una de las alacenas de arriba, pero no llega. Fabia, que a pesar de sacarle veinte años es más ágil y alta, se las pasa.

—Estaría bien que empezaras a comprar leche desnatada —le suelta guardando la botella en la nevera. Luego se quita el mandil y parece dudar. Solo un segundo, como esas ranas que otean la charca, inmóviles, hasta que sacan la lengua y tiran a matar—. Lo digo también por Lulu, ya sabes.

A Fabia los kilos de su nieta le pesan como si los cargara en su propia espalda.

—Lulu no soporta la leche desnatada.

—Pues se aguanta. Es así, querida, todo suma, to-do.

—Ajá. Todo suma.

Adela le da la espalda y decide concentrarse en las fotos que tienen en la nevera. Ahí está Lulu, cuando todavía bailaba. Michele con ella un fin de año. El día de la graduación de Nicolò. Los cuatro en bicicleta durante un viaje a Ámsterdam. Hay también varias Polaroid que sacó su abuela Anne hace ya casi diez años, cuando la llevaron al Museo Sorolla en Madrid. Fue uno de sus últimos deseos, visitar la casa del pintor al que había servido cuando trabajaba de camarera en el Alexandra Palace, no muy lejos de donde vive Adela ahora. Del museo le interesaron mucho más los objetos de las estanterías que los cuadros, y pidió a Adela que le prestara la cámara. Pasó un buen rato fotografiando los botes con los pinceles, las jarras, las fuentes y los platos. Todavía la recuerda admirando la vajilla con entusiasmo: «Mira, Adela, esa es cerámica de Talavera de la Reina. Y esta taza en cambio es inglesa, de Spode. Mi madre soñaba con tener algún día un servicio de té como ese.»

Adela acaricia la foto con el pocillo azul. Anne ya falleció y la echa muchísimo de menos.

Fabia, mientras, sigue empujando. Es una mujer incansable.

—Además he leído que la leche desnatada es mejor para afrontar la menopausia.

Adela decide encender la radio.

Continuamos: ayer el primer ministro Tony Blair y el presidente Bill Clinton se reunieron para afrontar el problema Y2K. Tras la conversación, ambos declararon ante las cámaras que sus gobiernos están haciendo todo lo posible para resolver el que llamaron «el primer desafío del siglo XXI». Faltan dos años para el 2000, recordó Clinton, y os puedo asegurar que llegaremos preparados.

—Por favor, pero qué obsesión con este tema. —Fabia ha pasado a rascar zanahorias—. Hasta ahora hemos sobrevivido perfectamente sin ordenadores. ¡Digo yo que no se va a parar el mundo!

Adela va a insinuar algo sobre las máquinas de los hospitales, pero en ese momento su marido entra en la cocina. Americana impecable, los rizos peinados hacia atrás y una mano en el bolsillo, siempre con ese aire de uno que pasa casualmente por ahí. A sus cincuenta y dos años Michele tiene el atractivo fastidioso de quien todavía hace girar las cabezas y lo sabe.

—Buenos días, ¿a qué huele?

Un beso a Adela en la mejilla, otro a Fabia en el pelo.

Ciao, caro. He hecho la tarta que merendabas cuando veraneamos en Cortina, ¿te acuerdas? Te encantaba.

—Claro, mamma, riquísima, muchas gracias.

Adela está segura de que Michele no tiene ni idea de lo que dice su madre.

—¿Qué planes tenéis hoy? —les pregunta apurando el café.

—Cuando termine de cocinar me acercaré al vivero —responde su madre—, me vendrá bien caminar y quiero sustituir las azaleas de la entrada, las veo algo mustias. ¿Te parece bien, Adela? ¿Te apañas aquí?

Adela querría decirle que lleva al mando de esa casa dieciséis años y que ha criado a dos hijos, uno más que ella. Pero recuerda el plan que tiene hoy y se centra en la ventaja: caminar hasta el vivero la tendrá ocupada por lo menos dos horas.

—Me parece estupendo.

Poco después Michele se ha ido, Fabia está friendo berenjenas y Adela ha subido a su habitación a escribir. Relee el fragmento del relato que empezó ayer:

Aquellos cristales siempre empañados de niebla o de lluvia, helados. Cada mañana los frotaba con la manga para ver desfilar el ejército de hombres grises, figuras de paso acelerado,

Es inútil. Su cabeza es un disco rayado que vuelve una y otra vez al comentario de Fabia sobre su hija, le resulta imposible concentrarse. Por enésima vez, revisa el plan:

Comprar bote en la farmacia

Comprar perfume

Comprar embudo

Llevar guantes

Beber un litro de agua antes de salir

Ha llegado la hora: Adela se pone a esperar bebiendo agua.

Marta

1. A la espera de que llegue un número capicúa, Marta se adentra, como cada mañana, en el universo que le ofrece el gotelé. Algunos días, muy pocos, su imaginación se despierta generosa y alerta, y regala a Marta algo nuevo: una jarra alargada, la rueda de una bicicleta, un sombrero de copa. Pero hoy aparecen a la cita los de siempre: la bailarina, la pipa, el dinosaurio, el hombrecillo de brazos alargados... una multitud de objetos y personajes, hechos de grumos de pintura, que la acompañan desde que era una niña —Marta lleva en esa habitación toda su vida, 28 años—. Los estudia y se los imagina aguantando la respiración en el último minuto, como hace ella: ... 57, 58, 59. ¡Ffff! Son las 8.08. Capicúa. Ya se puede levantar.

2. Las 8.27. Marta baja a su perra Chusca para un paseo breve alrededor de la manzana. Después sube de nuevo a su apartamento y a las 8.38 vuelve a salir de casa. Le espera un trayecto de 27 minutos caminando a paso ligero: 15 manzanas dirección norte, 4 dirección oeste; 7 semáforos, 45 papeleras. Es lunes, su día libre, y Madrid a esta hora es una olla de agua hirviendo: el movimiento empezó en la periferia, pero ha llegado al centro y los humos calientan la ciudad. Marta camina haciendo cuentas: «Me quedan 14 manzanas, 6 semáforos», o marcándose pequeñas metas: «Esta manzana serán 3: 1, hasta el coche rojo; 2, hasta la frutería; 3, hasta el semáforo.»

3. A las 9.05 llega a su destino. Ahí están, las 14 escaleras que llevan a su paraíso personal: el Museo Geominero. Marta saluda al vigilante, un hombre ceñudo que solía mirarla con aire despectivo pero que, con los meses, ha llegado incluso a musitarle un seco «¿qué tal?». Ella siempre le sonríe. Sabe que allí nadie entiende sus extrañas visitas semanales y no quiere

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