Regreso a Birchwood

John Banville

Fragmento

libro-5

 

Existo, luego pienso. Eso parece innegable. En esta casa desmadrada dedico las noches a devanar mis recuerdos, los toqueteo cual impotente casanova con sus antiguas cartas de amor, olisqueando el polvoriento aroma de las violetas. Algunos de estos recuerdos están en un idioma que no comprendo, aquellos que podrían figurar bajo el encabezamiento de «el comienzo de la vieja vida». Cuentan la historia que pretendo copiar aquí, toda ella, y no solo su sentido: la historia de la caída y ascensión de Birchwood, y del papel que el Sabatier y yo desempeñamos en la última batalla.

Me llamo Godkin, Gabriel. Tengo la impresión de haber vivido ya un siglo o más, lo que solo puede ser una ventaja. ¿Estoy loco al empezar de nuevo, y de esta manera? He visto cosas terribles. Me asombra que me hayan permitido sobrevivir para contarlas. Desde luego, estoy loco.

Y puesto que, en cierto sentido, pensar es siempre recordar, ¿qué hacía yo, por ejemplo, en el seno materno, nadando en medio de esas sombrías aguas rojizas, con todo mi pasado aún por delante? Los indicios sobreviven. A menudo, un sonido que llega palpitando al crepúsculo desde el otro lado de la colina parece un eco del entrechocar de sus vientres mientras copulaban, inconscientes de los pequeños errores que ya se estaban interponiendo entre ellos. Esto no es nada. En mi época me he bañado dos veces en el mismo río. Cuando abrí los postigos de la casita de verano junto al lago, un trémulo disco de sol se posó en el círculo chamuscado del suelo en el que explotó la abuela Godkin. Eso ha de significar algo, esos momentos extraordinarios en los que el cerdo encuentra la trufa incrustada en el barro.

He comenzado a trabajar en la casa. No es que necesitara ser reparada, no, pero he barrido los cristales rotos, las flores marchitas, otras cosas innombrables. Cualquiera habría dicho que esperaba invitados, menuda broma. No alcanzo a discernir una razón que justifique mis esfuerzos, pero tiene que haber una, supongo, oculta en alguna parte. Así tengo algo que hacer en estos días largos y bochornosos. Por la noche escribo, cuando Sirio asciende en un silencio glacial. El pasado está suspendido a mi alrededor; me imagino el silbido de una flecha que surca la oscuridad.

Llegué en primavera. Era una mañana de un verde cristalino, fría y luminosa. Los sacos del carro estaban húmedos, el olor no me abandonaba, y tampoco el olor de los caballos, esas bestias inmensas de color pardo que piafaban y pisoteaban el camino, lanzando la cabeza hacia arriba, con un destello en los ojos. Centelleaban las hojas de los árboles del bosque, retales de niebla avanzaban entre las ramas. Bajé la mirada hacia la fuente rota, hacia las hojas del año anterior hundidas en el agua estancada. La luz deslumbraba las ventanas de la casa. Sol y sombra barrieron el jardín, un pájaro trinó de repente, desgarrador, y abajo, en la superficie del estanque, una nube blanca se adentró en un cuenco azul de cielo.

La biblioteca es una habitación larga y estrecha. En el extremo sur, las paredes forradas de libros polvorientos se abren con un toque jovial a la cristalera blanca que asoma al bosque, más allá del césped. Aquel día cazaban en la hierba los mirlos, y también los tordos, pequeñas criaturas frenéticas entre gritos de guerra no más grandes que ellos mismos. Flotaba un olor a altramuces, y a mar, aunque más tenue. Los cristales de las ventanas estaban hechos añicos y unas hojas resecas cubrían la alfombra. Las esquirlas de cristal reflejaban cuñas de un estilizado azul celeste. Las sillas se agazapaban en una inmovilidad amenazadora. Todas esas cosas que fingían estar muertas. Desde el descansillo mi mirada recorrió el lago y los campos en dirección al mar lejano. Qué azul estaba el agua, qué amarillo era el sol. Una mariposa revoloteaba por el jardín. Me esforcé por captar el ínfimo ruido que debían de producir esas torpes alas. Tenía los puños mojados de lágrimas. No lloraba por los que ya no estaban. La gente es fácil de reemplazar, gracias a su abominable predisposición. Lloré por lo que había allí y aun así faltaba. Por Birchwood.

Creemos recordar las cosas tal y como eran, cuando en realidad lo único que nos llevamos al futuro son fragmentos que reconstruyen un pasado completamente ilusorio. Esa primera muerte que presenciamos será siempre un murmullo de voces que se pierden por un pasillo y un reloj que se queda en silencio en la habitación a oscuras; el final del amor siempre son dos cigarrillos consumidos en un platito y una puerta blanca que se cierra. Había soñado tan a menudo con la casa en mis viajes que ahora se negaba a ser real, incluso mientras yo permanecía entre sus ruinas. No era con Birchwood con lo que había soñado, sino con un Birchwood de ensueño, entretejido de retazos y fragmentos. En las luminosas mañanas de verano las habitaciones cobraban vida con una especie de suspense repentino y silencioso, los juguetes y las tazas de té de la noche anterior exactamente como se habían dejado, y sin embargo transformados por completo. Al caer la tarde, el vuelo aterrado de una gallineta a través de la superficie del lago parecía partir en dos el paisaje. Cuando el viento soplaba del este las chimeneas cantaban. Esas cosas, esas magdalenas, concluí de nuevo, comparadas con los recuerdos que tenía de ellas, ampliaban el mosaico, igual que un arqueólogo traza el mapa de un imperio enterrado. Pero esa cosa-en-sí todavía se me escapaba, y el pasado no floreció por fin en el presente hasta que me aventuré por los desvanes y los sótanos, por mis refugios preferidos, los rincones olvidados. Me detuve en las escaleras de atrás, a la luz del ocaso, junto a la maceta de la palmera que hay ante la puerta de los cristales verdes, y los años quedaron en nada.

En esta búsqueda de un tiempo desubicado había depositado grandes esperanzas en la fotografía, una de las pocas cosas que me había llevado de allí. Revelada en tonos marrones y amarillentos, con un pliegue blanco en diagonal, como una vena sin sangre, mostraba a una joven vestida de blanco, de pie en un jardín, con una mano posada en el respaldo de un asiento de hierro forjado. Mamá decía que era una foto suya de niña, pero yo no lo creía. La mitad de la escena estaba inundada de sol, la otra mitad en sombra, y la niña, con los ojos cerrados, se inclinaba desde la oscuridad hacia la luz mientras sonreía alegremente, con aire soñador, como si escuchara una música misteriosa. No, yo sabía que esa niña era otra persona, una niña extraviada en un tiempo que no era el suyo, y cuando regresé la fotografía se había alterado de un modo inexplicable, ya no encajaba en el nuevo orden de las cosas, así que la destruí.

Así, siempre me sorprende la diferencia entre cómo son las cosas y cómo espero que sean antes de encontrarlas. Por ejemplo la vagina, que había imaginado como un limpio y agradable agujero situado en la parte de delante, casi como un segundo ombligo pero menos turbio, un sol brillante en comparación con la hosca luna del ombligo. Imaginaos pues mi sorpresa, no exenta de cierto espanto, cuando, en el atardecer del bosque, revolcándome con Rosie entre la hierba húmeda y exuberante, hurgué con el dedo su secreto oscuro y peludo y más que con un agujero me encontré con una herida, debajo y perturbadoramente cerca de ese otro orificio tan siniestro. Así era volver a casa, siempre lo inesperado.

Con su delicado tajo, ¡Rosie no

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