Belgravia

Julian Fellowes

Fragmento

doc-5

El pasado, como tantas veces nos han contado, es un país extranjero donde las cosas se hacen de manera distinta. Puede que esto sea cierto. De hecho, es cierto de forma patente cuando se trata de moral y de costumbres, del papel de la mujer, del gobierno de la aristocracia y de un millón más de elementos de nuestras vidas diarias. Pero también hay similitudes. La ambición, la envidia, la ira, la avaricia, la bondad, la abnegación y, sobre todo, el amor han sido siempre motivaciones igual de poderosas que ahora. Esta historia habla de personas que vivieron hace dos siglos y, sin embargo, muchos de sus anhelos, de sus agravios, de las pasiones que ardían en sus corazones se parecían en gran medida a los que vivimos hoy, en nuestros días…

No parecía un país al borde de la guerra; menos aún la capital de un país desgarrado de un reino y anexionado a otro menos de tres meses antes. Bruselas en junio de 1815 podía haber pasado por una ciudad en fête, con concurridos puestos de vivos colores en los mercados y coches abiertos pintados en tonos alegres recorriendo deprisa las avenidas, transportando a grandes damas y a sus hijas a compromisos sociales de suma importancia. Nadie habría sospechado que el emperador Napoleón avanzaba con su ejército y podía acampar a las afueras de la ciudad en cualquier momento.

Nada de esto resultaba de gran interés para Sophia Trenchard mientras se abría paso entre el gentío con un gesto de determinación que hacía difícil creer que tuviera solo dieciocho años. Como cualquier muchacha de buena familia, y con mayor razón por encontrarse en tierra extranjera, iba acompañada de su doncella, Jane Croft, de veintidós años, cuatro más que su señora. Aunque si hubiera hecho falta decir cuál de las dos tendría que proteger a la otra de un encontronazo con un transeúnte habría sido Sophia, que parecía dispuesta a todo. Era bonita, muy bonita incluso, con esa fisonomía británica clásica de pelo rubio y ojos azules. Pero el gesto decidido de su boca dejaba claro que no era una joven que necesitara el permiso de mamá para embarcarse en una aventura.

—Date prisa o se habrá ido a almorzar y habremos venido en balde.

Estaba en ese momento de la vida que casi todos debemos atravesar, cuando la infancia ha quedado atrás y una falsa madurez, libre aún de las trabas de la experiencia, le da a uno la sensación de que cualquier cosa es posible, hasta que la llegada de la verdadera edad adulta demuestra de manera concluyente que no es así.

—Voy lo más deprisa que puedo —murmuró Jane y, como para probar sus palabras, un húsar apresurado la empujó y ni siquiera se detuvo a averiguar si le había hecho daño—. Esto parece una batalla campal.

Jane no era una belleza, como su joven señora, pero tenía un rostro vivaz, fuerte y rubicundo, más idóneo acaso para recorrer caminos rurales que las calles de una ciudad.

Era una muchacha decidida y a su joven señora le gustaba por ello.

—No te dejes avasallar.

Sophia casi había llegado a su destino, después de dejar la calle principal y entrar en un patio que en otro tiempo pudo haber sido un mercado de ganado, pero ahora había sido requisado por el ejército y convertido en lo que semejaba un depósito de suministros. Grandes carromatos descargaban estuches, sacas y cajas que se transportaban a almacenes de los alrededores y había lo que parecía ser una marea constante de oficiales de todos los regimientos que conversaban y en ocasiones discutían mientras se desplazaban en grupos. La llegada de una mujer joven y atractiva con su doncella despertó, como es natural, cierto grado de atención y las conversaciones, por un instante, disminuyeron y casi cesaron.

—Por favor, no se molesten —dijo Sophia mirando tranquilamente a su alrededor—. He venido a ver a mi padre, el señor Trenchard.

Un hombre joven se adelantó.

—¿Conoce el camino, señorita Trenchard?

—Sí, gracias.

Se dirigió hacia una entrada de aspecto ligeramente más importante del edificio principal y, seguida de la trémula Jane, subió las escaleras hasta el primer piso. Allí encontró a más oficiales, al parecer esperando a ser recibidos, pero era una norma que Sophia no tenía intención de acatar. Abrió la puerta.

—Quédate aquí —ordenó.

Jane dio un paso atrás, bastante complacida con la curiosidad de los hombres.

La habitación en la que entró Sophia era grande, luminosa y amplia, con un hermoso escritorio de suave caoba y otros muebles de estilo acorde, pero era un espacio destinado a los negocios más que a la vida social, un lugar para trabajar, no para divertirse. En un rincón, un hombre corpulento de cuarenta y pocos años estaba sermoneando a un oficial de uniforme reluciente.

—¿Quién demonios ha venido a interrumpirme? —Se giró, pero al ver a su hija su estado de ánimo cambió y una sonrisa cariñosa iluminó su cara roja de enfado—. ¿Y bien? —dijo, pero la hija miró al oficial. El padre asintió—. Capitán Cooper, si me disculpa…

—Por supuesto, Trenchard.

—¿Cómo que Trenchard?

—Señor Trenchard. Pero necesitamos la harina esta noche. El oficial al mando me hizo prometer que no volvería sin ella.

—Y yo prometo hacer todo lo que esté en mi mano, capitán. —Saltaba a la vista que el oficial estaba irritado, pero tuvo que contentarse con esa respuesta porque no iba a recibir otra mejor. Se retiró con una inclinación de cabeza y el padre se quedó a solas con su hija.

—¿La tienes? —Su nerviosismo era palpable. Había algo conmovedor en su entusiasmo: ese rollizo, casi calvo maestro de los negocios de repente se mostraba tan excitado como un niño la víspera de Navidad.

Muy lentamente, alargando el momento al máximo, Sophia abrió su ridículo y sacó con cuidado unas tarjetas de cartón blanco.

—Tengo tres —contestó, saboreando su triunfo—. Una para usted, una para mamá y una para mí.

Casi se las arrancó de la mano. De llevar un mes sin comida ni agua no habría estado más ansioso. La caligrafía era sencilla y elegante.

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El padre miró la tarjeta.

—Supongo que lord Bellasis sí estará invitado a cenar.

—Es su tía.

—Claro.

—No habrá cena. Por lo menos no una formal. Solo la familia y unos pocos conocidos que están alojados en la casa.

—Siempre dicen que no hay cena, pero luego suele haberla.

—¿No esperaría usted que nos invitaran?

Lo había soñado, pero no lo había esperado.

—No, no. Esto es más que suficiente.

—Dice Edmund que después de medianoche habrá sobrecena.

—No le llames Edmund delante de nadie que no sea yo. —Con todo, su estado de ánimo seguía siendo alegre, la decepción momentánea ya sustituida por el pensamiento de lo que les deparaba el futuro—. Tienes que volver con tu madre. No le va a sobrar tiempo para los preparativos.

Sophia era demasiado joven y estaba demasiado llena de confianza inmerecida para ser consciente de la magnitud de lo que había logrado. Además, era más práctica para aquellas cuestiones que su deslumbrado padre.

—Es tarde para encargar nada a medida, papá.

—Pero no para hacer unos arreglo

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