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Se llamaba Manuel Mena y murió a los diecinueve años en la batalla del Ebro. Fue el 21 de septiembre de 1938, hacia el final de la guerra civil, en un pueblo catalán llamado Bot. Era un franquista entusiasta, o por lo menos un entusiasta falangista, o por lo menos lo fue al principio de la guerra: en esa época se alistó en la 3.ª Bandera de Falange de Cáceres, y al año siguiente, recién obtenido el grado de alférez provisional, lo destinaron al Primer Tabor de Tiradores de Ifni, una unidad de choque perteneciente al cuerpo de Regulares. Doce meses más tarde murió en combate, y durante años fue el héroe oficial de mi familia.
Era tío paterno de mi madre, que desde niño me ha contado innumerables veces su historia, o más bien su historia y su leyenda, de tal manera que antes de ser escritor yo pensaba que alguna vez tendría que escribir un libro sobre él. Lo descarté precisamente en cuanto me hice escritor; la razón es que sentía que Manuel Mena era la cifra exacta de la herencia más onerosa de mi familia, y que contar su historia no sólo equivalía a hacerme cargo de su pasado político sino también del pasado político de toda mi familia, que era el pasado que más me abochornaba; no quería hacerme cargo de eso, no veía ninguna necesidad de hacerlo, y mucho menos de airearlo en un libro: bastante tenía con aprender a vivir con ello. Por lo demás, ni siquiera hubiese sabido cómo ponerme a contar esa historia: ¿hubiera debido atenerme a la realidad estricta, a la verdad de los hechos, suponiendo que tal cosa fuese posible y el paso del tiempo no hubiese abierto en la historia de Manuel Mena vacíos imposibles de colmar? ¿Hubiera debido mezclar la realidad y la ficción, para rellenar con ésta los huecos dejados por aquélla? ¿O hubiera debido inventar una ficción a partir de la realidad, aunque todo el mundo creyese que era veraz, o para que todo el mundo lo creyese? No tenía ni idea, y esta ignorancia de forma me parecía la ratificación de mi acierto de fondo: no debía escribir la historia de Manuel Mena.
Hace unos años, sin embargo, ese antiguo rechazo pareció entrar en crisis. Para entonces hacía ya tiempo que yo había dejado atrás la juventud, estaba casado y tenía un hijo; mi familia no pasaba por un gran momento: mi padre había muerto tras una larga dolencia y mi madre todavía capeaba a duras penas el trance ingrato de la viudedad después de cinco décadas de matrimonio. La muerte de mi padre había acentuado la propensión natural de mi madre a un fatalismo melodramático, resignado y catastrofista («Hijo mío —era una de sus sentencias más socorridas—, que Dios no nos dé todas las desgracias que somos capaces de soportar»), y una mañana la atropelló un coche mientras cruzaba un paso de cebra; el accidente no revistió excesiva gravedad, pero mi madre se llevó un buen susto y se vio obligada a permanecer varias semanas sentada en un sillón con el cuerpo tatuado de magulladuras. Mis hermanas y yo la animábamos a salir de casa, la sacábamos a comer o de paseo y la llevábamos a su parroquia para oír misa. No se me olvida la primera vez que la acompañé a la iglesia. Habíamos recorrido al ralentí los cien metros que separan su casa de la parroquia de Sant Salvador y, cuando nos disponíamos a cruzar el paso de cebra que facilita la entrada a la iglesia, estrujó mi brazo.
—Hijo mío —me susurró—, bienaventurados los que creen en los pasos de cebra, porque ellos verán a Dios. Yo estuve a punto.
Durante aquella convalecencia la visité más a menudo que de costumbre; muchas veces me quedaba incluso a dormir en su casa, con mi mujer y mi hijo. Llegábamos los tres el viernes por la tarde o el sábado por la mañana y nos instalábamos allí hasta que el domingo al anochecer volvíamos a Barcelona. Durante el día hablábamos o leíamos, y por la noche veíamos películas y programas de televisión, sobre todo Gran Hermano, un concurso de telerrealidad que a mi madre y a mí nos encantaba. Por supuesto, hablábamos de Ibahernando, el pueblo extremeño del que en los años sesenta emigraron a Cataluña mis padres, igual que en aquella época hicieron tantos extremeños. Digo por supuesto y comprendo que debería explicar por qué lo digo; es fácil: porque no hay acontecimiento más determinante que la emigración en la vida de mi madre. Digo que no hay acontecimiento más determinante que la emigración en la vida de mi madre y comprendo que también debería explicar por qué lo digo; eso ya no es tan fácil. Hace casi veinte años intenté explicárselo a un amigo diciéndole que la emigración había significado que de un día para otro mi madre dejara de ser una hija privilegiada de una familia patricia en un pueblo extremeño, donde ella lo era todo, para ser poco más que una proletaria o poco menos que una pequeña burguesa abrumada de hijos en una ciudad catalana, donde ella no era nada. Apenas la hube formulado, la respuesta me pareció válida pero insuficiente, así que me puse a escribir un artículo titulado «Los inocentes» que ahora mismo sigue siendo la mejor explicación que sé dar de este asunto; se publicó el 28 de diciembre de 1999, día de los inocentes y trigésimo tercer aniversario de la fecha en que mi madre llegó a Gerona. Dice así: «La primera vez que vi Gerona fue en un mapa. Mi madre, que entonces era muy joven, señaló un punto remoto en el papel y me dijo que era ahí donde estaba mi padre. Meses más tarde hicimos las maletas. Hubo un viaje larguísimo, y al final una estación leprosa y aldeana, rodeada de edificios de lástima envueltos en una luz mortuoria y maltratada por la lluvia sin compasión de diciembre. Era la ciudad más triste del mundo. Mi padre, que nos aguardaba en ella, nos llevó a desayunar y nos dijo que en aquella ciudad imposible se hablaba una lengua distinta de la nuestra, y me enseñó la primera frase en catalán que pronuncié: “M’agrada molt anar al col·legi”. Luego nos encajamos como pudimos en el Citroën 2CV de mi padre y, mientras nos dirigíamos a nuestra nueva casa por la desolación hostil de aquella ciudad ajena, estoy seguro de que mi madre pensó y no dijo una frase que pensó y dijo cada vez que llegaba el aniversario del día en que hicimos las maletas: “¡Menuda inocentada!”. Era el día de los inocentes de hace treinta y tres años.
»El desierto de los tártaros es una novela extraordinaria de Dino Buzzati. Se trata de una fábula un poco kafkiana en la que un joven teniente llamado Giovanni Drogo es destinado a una remota fortaleza asediada por el desierto y por la amenaza de los tártaros que lo habitan. Sediento de gloria y de batallas, Drogo espera en vano la llegada de los tártaros, y en esa espera se le va la vida. Muchas veces he pensado que esa fábula sin esperanza es un emblema del destino de muchos de los que hicieron las maletas. Como muchos de ellos, mi madre se pasó la juventud esperando el regreso, que era siempre inminente. Así transcurrieron treinta y tres años. Como para algunos de los que hicieron las maletas, para ella no fueron tan malos: después de todo, mi padre tenía un sueldo y un empleo bastante seguro, que era mucho más de lo que tenían muchos. Yo creo que mi madre, de todos modos, igual que muchos que hicieron las maletas, nunca acabó de aceptar su nueva vida y, acorazada en su empleo excluyente de ama de casa de familia numerosa, vivió en Gerona haciendo lo posible por no advertir que vivía en Gerona, sino en el lugar en el que hizo las maletas. Esa imposible ilusión duró hasta hace unos años. Para entonces las cosas habían cambiado mucho: Gerona era una ciudad alegre y próspera, y su estación un moderno edificio de paredes blanquísimas e inmensas cristaleras; por lo demás, algunos de los nietos de mi madre apenas entendían su lengua. Un día, cuando ninguno de sus hijos vivía ya con ella y ya no podía protegerse de la realidad tras su trabajo excluyente de ama de casa y por tanto tampoco podía esquivar la evidencia de que, veinticinco años después, aún vivía en una ciudad que no había dejado de serle ajena, le diagnosticaron una depresión, y durante dos años lo único que hizo fue mirar al vacío en silencio, con los ojos secos. Quizá también pensaba, pensaba en su juventud perdida y, como el teniente Drogo y como muchos de los que hicieron las maletas, en su vida consumida en una espera inútil y quizá también —ella, que no había leído a Kafka— en que todo eso era un malentendido y en que ese malentendido iba a matarla. Pero no la mató, y un día en que ya empezaba a salir del pozo de años de la depresión e iba con su marido al médico, un caballero le abrió una puerta y cediéndole el paso dijo: “Endavant”. Mi madre le contestó: “Al médico”. Porque lo que mi madre había entendido era “¿Adónde van?” o quizá “¿Ande van?”. Dice mi padre que en ese momento se acordó de la primera frase que, más de veinticinco años atrás, me había enseñado a decir en catalán, y también que comprendió de golpe a mi madre, porque comprendió que llevaba más de veinticinco años viviendo en Gerona como si nunca hubiera salido del lugar en el que hizo las maletas.
»Al final de El desierto de los tártaros los tártaros llegan, pero la enfermedad y la vejez impiden a Drogo satisfacer su sueño postergado de enfrentarse a ellos; lejos del combate y de la gloria, solo y anónimo en la habitación en penumbra de una posada, Drogo siente que se acerca el fin, y comprende que ésa es la verdadera batalla, la que siempre había estado esperando sin saberlo; entonces se incorpora un poco y se arregla un poco la guerrera, para recibir a la muerte como un hombre valiente. Yo no sé si los que hicieron las maletas regresarán nunca; me temo que no, entre otras cosas porque ya habrán comprendido que el regreso es imposible. Tampoco sé si alguna vez pensarán en la vida que se les ha ido en la espera, o en que todo esto ha sido un terrible malentendido, o en que se engañaron o, peor aún, en que alguien les engañó. No lo sé. Lo que sí sé es que dentro de unas horas, apenas se levante, mi madre pensará y tal vez diga la misma frase que lleva repitiendo desde hace treinta y tres años en este mismo día: “¡Menuda inocentada!”».
Así terminaba mi artículo. Más de una década después de que se publicara, mi madre seguía sin salir de Ibahernando aunque siguiera viviendo en Gerona, de modo que es lógico que nuestro principal pasatiempo durante las visitas que le hacíamos para aliviar su convalecencia consistiera en hablar de Ibahernando; más inesperado fue que en una ocasión nuestros tres pasatiempos principales parecieran converger en uno solo. Sucedió una noche en que vimos juntos La aventura, una vieja película de Michelangelo Antonioni. La cinta narra cómo, durante una excursión de un grupo de amigos, uno de ellos se pierde; al principio todos lo buscan, pero en seguida se olvidan de él y la excursión prosigue como si nada hubiese ocurrido. La densidad estática de la película derrotó en seguida a mi hijo, que se fue a la cama, y a mi mujer, que se durmió en su sillón, delante de la tele; mi madre, en cambio, sobrevivió intacta a las casi dos horas y media de imágenes en blanco y negro y diálogos en italiano subtitulados en español. Sorprendido por su aguante, al terminar la proyección le pregunté qué le había parecido lo que acababa de ver.
—Es la película que más me ha gustado en mi vida —contestó.
De haberse tratado de otra persona, hubiera creído que la frase era un sarcasmo; pero mi madre no conoce el sarcasmo, así que pensé que la orfandad de peripecias y los silencios inacabables de Gran Hermano la habían entrenado a la perfección para disfrutar los silencios inacabables y la orfandad de peripecias de la película de Antonioni. Miento. Lo que pensé fue que, acostumbrada a la lentitud de Gran Hermano, La aventura le había parecido tan trepidante como una película de acción. Mi madre debió de notar mi asombro, porque se apresuró a intentar disiparlo; su aclaración no desmintió del todo mi conjetura.
—Claro, Javi —explicó, señalando la tele—. Lo que pasaba en esa película es lo que pasa siempre: uno se muere y al día siguiente ya nadie se acuerda de él. Eso es lo que pasó con mi tío Manolo.
Su tío Manolo era Manuel Mena. Aquella misma noche volvimos a hablar sobre él, y durante los fines de semana siguientes ya casi no cambiamos de tema. Desde que tenía uso de razón oía hablar de Manuel Mena a mi madre, pero sólo en aquellos días comprendí dos cosas. La primera es que para ella Manuel Mena había sido mucho más que un tío paterno. Según me contó entonces, durante su infancia mi madre había convivido con él en casa de su abuela, a pocos metros de la de sus padres, quienes la habían mandado allí porque sus dos primeras hijas habían muerto de meningitis y abrigaban el temor razonable de que la tercera contrajese la misma enfermedad. Mi madre había sido al parecer muy feliz en aquel abarrotado caserón de viuda de su abuela Carolina, acompañada por su primo Alejandro y mimada por un ejército bullicioso de tíos solteros. Ninguno de ellos la mimaba tanto como Manuel Mena; para mi madre, ninguno resistía la comparación con él: era el benjamín, el más alegre, el más vital, el que siempre le traía regalos, el que más la hacía reír y el que más jugaba con ella. Le llamaba tío Manolo; él la llamaba Blanquita. Mi madre lo adoraba, así que su muerte representó un golpe demoledor para ella. Nunca he visto llorar a mi madre; nunca: ni siquiera durante sus dos años de depresión, ni siquiera cuando murió mi padre. Mi madre, simplemente, no llora. Mis hermanas y yo hemos especulado mucho sobre las razones de esta anomalía, hasta que una de aquellas noches posteriores a su accidente, mientras ella me contaba por enésima vez la llegada del cadáver de Manuel Mena al pueblo y recordaba que se había pasado horas y horas llorando, creí encontrar la explicación: pensé que todos tenemos una reserva de lágrimas y que aquel día se había agotado la suya, que desde entonces no le quedaban lágrimas que verter. Manuel Mena, en resumen, no era sólo el tío paterno de mi madre: era su hermano mayor; también era su primer muerto.
La segunda cosa que comprendí en aquellos días era aún más importante que la primera. De niño yo no entendía por qué mi madre me hablaba tanto de Manuel Mena; de joven pensaba, secretamente avergonzado y horrorizado, que lo hacía porque Manuel Mena había sido franquista, o por lo menos falangista, y durante el franquismo mi familia había sido franquista, o por lo menos había aceptado el franquismo con la misma mansedumbre acrítica con que lo había aceptado la mayor parte del país; de adulto he comprendido que esa explicación es trivial, pero sólo durante aquellas charlas nocturnas con mi madre convaleciente alcancé a descifrar la naturaleza exacta de su trivialidad. Lo que entonces comprendí fue que la muerte de Manuel Mena había quedado grabada a fuego en la imaginación infantil de mi madre como eso que los griegos antiguos llamaban kalos thanatos: una bella muerte. Era, para los griegos antiguos, la muerte perfecta, la muerte de un joven noble y puro que, como Aquiles en la Ilíada, demuestra su nobleza y su pureza jugándose la vida a todo o nada mientras lucha en primera línea por valores que lo superan o que cree que lo superan y cae en combate y abandona el mundo de los vivos en la plenitud de su belleza y su vigor y escapa a la usura del tiempo y no conoce la decrepitud que malogra a los hombres; este joven eminente, que renuncia por un ideal a los valores mundanos y a la propia vida, constituye el dechado heroico de los griegos y alcanza el apogeo de su ética y la única forma posible de inmortalidad en aquel mundo sin Dios, que consiste en vivir para siempre en la memoria precaria y volátil de los hombres, como le ocurre a Aquiles. Para los griegos antiguos, kalos thanatos era la muerte perfecta que culmina una vida perfecta; para mi madre, Manuel Mena era Aquiles.
Aquel doble descubrimiento fue una revelación, y durante algunas semanas me inquietó una sospecha: quizá me había equivocado al negarme a escribir sobre Manuel Mena. Desde luego, seguía pensando más o menos lo que siempre había pensado sobre su historia, pero me pregunté si el hecho de que para mí fuera una historia bochornosa era razón suficiente para no contarla y para seguir manteniéndola escondida; igualmente me dije que todavía estaba a tiempo de contarla, pero que, si de verdad quería contarla, debía poner manos a la obra de inmediato, porque estaba seguro de que apenas quedaría rastro documental de Manuel Mena en archivos y bibliotecas y de que, setenta y tantos años después de su muerte, sería poco más que una leyenda hecha jirones en la memoria erosionada de un puñado menguante de ancianos. Por lo demás, también entendí que si mi madre había entendido tan bien a Antonioni o la película de Antonioni no se debía sólo a que la había preparado para ello la lentitud afásica de Gran Hermano, sino a que, aunque ella todavía habitaba un mundo con Dios (un mundo que ya se ha extinguido y que Manuel Mena pensó que luchaba por defender), de niña había comprobado con perplejidad y padecido como un ultraje que la memoria precaria y volátil de los hombres despreciaba a su tío, a diferencia de lo que había hecho con Aquiles. Porque lo cierto es que el olvido había iniciado su labor de demolición inmediatamente después de la muerte de Manuel Mena. En su propia casa un silencio espeso e incomprensible o que mi madre de niña juzgaba incomprensible se abatió sobre él. Nadie indagó en las circunstancias ni en las causas precisas de su muerte y todos se conformaron con la brumosa versión que de ella les dio su asistente (un hombre que acompañó su cadáver hasta el pueblo y que permaneció algunos días en él, alojado en casa de su madre), nadie se interesó por hablar con los compañeros y los mandos que habían combatido a su lado, nadie quiso hacer averiguaciones sobre su peripecia de guerra, sobre los frentes donde combatió ni sobre la unidad a la que estaba adscrito, nadie se tomó la molestia de visitar Bot, aquel remoto pueblo catalán donde había muerto y que yo siempre creí que se llamaba Bos o Boj o Boh, porque, como el castellano carece del hábito de la «t» final, así es como lo pronunciaba siempre mi madre. Pocos meses después de la muerte de Manuel Mena, en fin, su nombre ya casi no se mencionaba en la familia, o sólo se mencionaba cuando no quedaba otro remedio que mencionarlo, y, pocos años después de su muerte, su madre y sus hermanas destruyeron todos sus papeles, recuerdos y pertenencias.
Todos salvo una foto (o al menos eso es lo que siempre pensé): un retrato de guerra de Manuel Mena. Tras su funeral, la familia hizo siete copias ampliadas de él; una de ellas presidió el comedor de su madre hasta su muerte; las otras seis se repartieron entre sus seis hermanos. Esa reliquia desasosegó vagamente los veranos de mi infancia aterida de emigrante, cuando regresaba en vacaciones al calor del pueblo, feliz de abandonar por unos meses la intemperie y la confusión del destierro y de recuperar mi estatus acogedor de vástago de una familia patricia de Ibahernando, me instalaba en casa de mis abuelos maternos y veía el retrato del muerto pendiendo de la pared sin privilegios de un vestidor donde se acumulaban baúles llenos de ropa y estanterías llenas de libros; más todavía desasosegó mi adolescencia y mi juventud, cuando murieron mis abuelos y la casa deshabitada se cerraba todo el año y ya sólo se abría cuando mis padres y mis hermanas volvían en verano mientras yo intentaba habituarme al frío de la intemperie y el desconcierto del desarraigo e intentaba emanciparme del falso calor del pueblo visitándolo lo menos posible, manteniéndome lo más alejado posible de aquella casa y aquella familia y aquel retrato ominoso que en invierno velaba a solas en el cuarto de los baúles, aquejado por una vergüenza o una culpa inconcreta en cuyas raíces prefería no indagar, la vergüenza de mi teórica condición hereditaria de patricio del pueblo, la vergüenza de los orígenes políticos de mi familia y su actuación durante la guerra y el franquismo (para mí por lo demás desconocida o casi desconocida), la vergüenza difusa, paralela y complementaria de estar atado por un vínculo de acero a aquel villorrio menesteroso y perdido que no acababa de desaparecer. Pero sobre todo me ha desasosegado el retrato de Manuel Mena en mi madurez, cuando no he dejado de sentir vergüenza por mis orígenes y mi herencia pero en parte me he resignado a ellos, me he conformado en parte con ser quien soy y con proceder de donde procedo y con tener los vínculos que tengo, me he habituado mejor o peor al desarraigo y la intemperie y el desconcierto y he comprendido que mi condición de patricio era ilusoria y he vuelto a menudo al pueblo con mi mujer y mi hijo y mis padres (nunca o casi nunca con amigos, nunca o casi nunca con gente ajena a la familia) y he vuelto a alojarme en aquella casa que se cae a pedazos donde el retrato de Manuel Mena lleva más de setenta años acumulando polvo en silencio, convertido en el símbolo perfecto, fúnebre y violento de todos los errores y las responsabilidades y la culpa y la vergüenza y la miseria y la muerte y las derrotas y el espanto y la suciedad y las lágrimas y el sacrificio y la pasión y el deshonor de mis antepasados.
Ahora lo tengo frente a mí, en mi despacho de Barcelona. No recuerdo cuándo me lo traje de Ibahernando; en todo caso, fue años después de que mi madre se recuperase de su accidente y yo tomase una resolución sobre la historia de Manuel Mena. La resolución fue que no la escribiría. La resolución fue que escribiría otras historias, pero que, conforme las escribía, iría recogiendo información sobre Manuel Mena, aunque fuese entre libro y libro o a ratos perdidos, antes de que se esfumase por completo el rastro de su vida brevísima y desapareciese de la memoria precaria y desgastada de quienes lo habían conocido o del orden volátil de los archivos y las bibliotecas. De este modo la historia de Manuel Mena o lo que quedaba de la historia de Manuel Mena no se perdería y yo podría contarla si alguna vez me animaba a contarla o era capaz de contarla, o podría dársela a otro escritor para que él la contara, suponiendo que algún otro escritor quisiese contarla, o podría simplemente no contarla, convertirla para siempre en un vacío, en un hueco, en una de las millones y millones de historias que nunca se contarán, quizá en uno de esos proyectos que algunos escritores siempre están esperando escribir y nunca escriben porque no quieren hacerse cargo de ellos o porque temen que nunca estarán a su altura y prefieren dejarlo en estado de mera posibilidad, convertido en su radiante obra maestra nunca escrita, maestra y radiante precisamente porque nunca se escribirá.
Ésa fue la decisión que tomé: no escribir la historia de Manuel Mena, seguir no escribiendo la historia de Manuel Mena. En cuanto a su retrato, desde que me lo traje a mi despacho no dejo de observarlo. Es un retrato de estudio, tomado en Zaragoza: el nombre de la ciudad figura en el extremo inferior derecho, en letras blancas, casi ilegibles; el tiempo ha puesto manchas de suciedad y raspaduras en el papel, lo ha agrietado en los bordes. Ignoro la fecha exacta en que se tomó, pero hay en el uniforme de Manuel Mena una pista que permite fijar una fecha aproximada. En el costado izquierdo de su guerrera nuestro hombre exhibe, en efecto, la Medalla de Sufrimientos por la Patria —el equivalente al Corazón Púrpura norteamericano— y encima de ella una cinta con dos barras; ambas condecoraciones significan que, en el momento en que se tomó la foto, Manuel Mena había sido herido en combate dos veces por fuego enemigo, lo que no pudo ocurrir antes de la primavera de 1938, cuando había entrado en combate una sola vez con el Primer Tabor de Tiradores de Ifni, pero tampoco después de mediado el verano, cuando se desencadenó la batalla del Ebro y él ya apenas volvió a la retaguardia. El retrato tuvo que ser tomado, por tanto, entre la primavera y principios del verano de 1938, durante la segunda o la tercera estancia de Manuel Mena en Zaragoza o en las inmediaciones de Zaragoza. Por entonces iba a cumplir diecinueve años, o los había cumplido ya, y apenas le faltaban unos meses para morir. En la foto, Manuel Mena viste el uniforme de gala de los Tiradores de Ifni, con su gorra de plato blanca y negra y ladeada y su impoluta guerrera blanca con botones dorados y galones negros, en cada uno de los cuales luce una estrella de alférez. La tercera la luce en la gorra; justo encima, con fondo blanco, figura la insignia de la infantería: una espada y un arcabuz cruzados sobre una cornetilla. La insignia se repite en las solapas de la guerrera. Bajo la solapa derecha puede distinguirse, más borrosa, en parte casi invisible, la insignia de los Tiradores de Ifni, una media luna árabe en la que se lee o se intuye, en letras mayúsculas, la palabra «Ifni», y en cuyo semicírculo cabe una estrella de cinco puntas con dos fusiles cruzados. Bajo la solapa izquierda resaltan, contra el paño blanco de la guerrera, la Medalla de Sufrimientos por la Patria y la cinta con dos barras. Los dos últimos botones de la guerrera permanecen sin abrochar, igual que el del bolsillo del costado derecho; esa negligencia deliberada permite una visión más amplia de la camisa blanca y la corbata negra, ambas igualmente impolutas. Llama la atención lo delgado que está; de hecho, su cuerpo parece incapaz de colmar el uniforme: es un cuerpo de niño en el traje de un adulto. También llama la atención la postura de su brazo derecho, con el antebrazo cruzado sobre el vientre y la mano agarrada a la cara interior del codo izquierdo, en un gesto que no parece natural sino dictado por el fotógrafo (también se diría dictada por el fotógrafo la inclinación coqueta de la gorra de plato, que sombrea la ceja derecha de Manuel Mena). Pero lo que sobre todo llama la atención es la cara. Es, inconfundiblemente, una cara infantil, o como mínimo adolescente, con su cutis de recién nacido, sin una sola arruga ni un atisbo de barba, sus cejas tenues y sus labios vírgenes y entreabiertos, por los que asoman unos dientes tan blancos como la guerrera. Tiene la nariz recta y fina, el cuello también fino y los pabellones de las orejas bien separados del cráneo. Por lo que respecta a los ojos, el blanco y negro de la fotografía les ha robado el color; mi madre los recuerda verdes; parecen claros. No se dirigen a la cámara, en todo caso, sino a su derecha, y no parecen mirar a nadie en concreto. Yo llevo mucho tiempo mirándolos, pero no he alcanzado a ver en ellos orgullo ni vanidad ni inconsciencia ni temor ni alegría ni ambición ni esperanza ni desaliento ni horror ni crueldad ni compasión ni júbilo ni tristeza, ni siquiera la inminencia agazapada de la muerte. Llevo mucho tiempo mirándolos y soy incapaz de ver nada en ellos. A veces pienso que esos ojos son un espejo y que la nada que veo en ellos soy yo. A veces pienso que esa nada es la guerra.
2
Manuel Mena nació el 25 de abril de 1919. Por entonces Ibahernando era un pueblo remoto, aislado y miserable de Extremadura, una región remota, aislada y miserable de España, cosida a la frontera con Portugal. El topónimo es una contracción de Viva Hernando; Hernando fue un caballero cristiano que en el siglo XIII contribuyó a conquistar a los musulmanes la ciudad de Trujillo y a incorporarla a las posesiones del Rey de Castilla, quien entregó a su vasallo aquellas tierras adyacentes como pago por los servicios prestados a la corona. Manuel Mena nació allí. Toda su familia nació allí, incluida su sobrina, Blanca Mena, incluido el hijo de Blanca Mena, Javier Cercas. Algunos sostienen que la familia llegó a la región con los cristianos de Hernando, arrastrada por el ímpetu medieval de conquista castellano. Podría ser. Pero también podría ser que hubiera llegado antes, porque antes de que se asentaran en Ibahernando los impetuosos cristianos se habían asentado allí los sucintos íberos y los razonables romanos y los bárbaros visigodos y los civilizadísimos árabes. El hecho puede sorprender, porque aquélla no es una tierra amable sino un páramo de inviernos gélidos y veranos ardientes, un dilatado erial de cuya seca superficie sobresalen a trechos peñascos como caparazones de gigantescos crustáceos enterrados. Sea como sea, si la familia se estableció en el pueblo con Hernando y sus cristianos, el ímpetu o la desesperación que la condujo hasta allí debió de extinguirse pronto, porque ninguno de sus miembros se animó a seguir a los reyes castellanos en la invasión del resto de la península, ni a los conquistadores en busca del oro y las mujeres de América, y todos permanecieron en las proximidades, quietos como encinas, echando unas raíces tan poderosas que a pesar de la diáspora de mediados del siglo XX, que vació prácticamente el pueblo, pocos han sido capaces de arrancarlas del todo.
Manuel Mena ni siquiera pudo intentarlo. En el momento de su venida al mundo, Ibahernando estaba más lejos del siglo XX que de la Edad Media; mejor dicho: es posible que todavía no hubiera acabado de salir de la Edad Media. Entonces, tras la expulsión de los musulmanes por los cristianos, el pueblo formaba parte del realengo de Trujillo y dependía directamente del Rey, pero todas sus tierras se hallaban en poder de señores de horca y cuchillo que sometían a sus siervos a un régimen de semiesclavitud. Ocho siglos después, a principios del XX, las cosas apenas habían cambiado. El país no había conocido el Renacimiento ni la Ilustración ni las revoluciones liberales (o los había conocido a medias), la comarca no sabía lo que eran la burguesía y la industria y, aunque a mediados del XIX Trujillo ya no era un realengo e Ibahernando se había emancipado de la tutela de la egregia ciudad y constituido en humilde municipio independiente, la mayor parte de su territorio continuaba en manos de aristócratas de nombres rimbombantes que residían en Madrid y a quienes nadie había visto nunca por aquellos parajes —el marqués de Santa Marta, el conde de La Oliva, el marqués de Campo Real, la marquesa de San Juan de Piedras Albas—, mientras los habitantes del pueblo se morían de hambre tratando de arrancar trigo, cebada y centeno de aquel campo ingrato y pedregoso, y alimentando a base de pastos, a duras penas, rebaños escuálidos de cerdos, ovejas y vacas que vendían a precio de saldo en los mercados del contorno.
Pero que las condiciones de servidumbre medieval apenas hubieran cambiado desde antiguo para los habitantes de Ibahernando no significa que no hubieran cambiado en absoluto o que no empezasen a cambiar, como mínimo en parte y para algunos. Todavía a mediados de siglo XIX, un célebre diccionario geográfico redactado por un célebre liberal español acogía un retrato desconsolado del pueblo; según él, Ibahernando era