Intermezzo (edición en español)

Sally Rooney

Fragmento

cap-2

1

 

 

 

No parecía justo para el chaval. En el funeral con ese traje. Y con los aparatos en los dientes, el incordio supremo del adolescente. En situaciones así, a uno casi le terminaban dando apuro sus propias dotes sociales. Le brinda la excusa, o le brinda cuando menos alguien a quien lanzar una mirada implorante entre los apretones de manos de rigor. Dios lo ama. Casi veintitrés, ya: Ivan el Terrible. Costaba, de hecho, hacerse a la idea de que llevara puesto ese traje. Sacado tal vez de alguna tiendecilla de segunda mano con olor a humedad que recogía dinero para la clínica de cuidados paliativos del pueblo, pagado en metálico y metido hecho un gurruño en una bolsa de plástico reutilizable para llevárselo a casa en la bici. Sí, la verdad es que así se entendería, así cuadrarían ese traje, en su esplendorosa fealdad, y la personalidad de su hermano pequeño, diez años más joven. No es que no tuviera estilo, a su manera. Había cierta gracia en su absoluto desdén por el mundo material. Cerebro y hermosura, dijo una tía suya una vez. De los dos. ¿O Ivan era el cerebro y Peter la hermosura? Gracias, supongo. Cruza Watling Street camino del piso que no es un piso, la casa que no es una casa, once días, ¿o son doce?, después del funeral, ya de vuelta en la ciudad. De vuelta al trabajo, de aquella manera. De vuelta, en todo caso, donde Naomi. Y qué llevará puesto cuando le abra la puerta. Se pasa el móvil del bolsillo a la palma de la mano al llegar al primer escalón; siente al teclear la tactilidad fría de la pantalla iluminada bajo los dedos. Estoy fuera. Ahora las tardes son más cortas y ella debe de haber vuelto a las clases. No responde, pero ve el mensaje, y entonces, la secuencia predecible: esa secuencia de sonidos, tan familiar y a estas alturas indirectamente excitante, que llega desde el otro lado de la puerta mientras ella sube por la vieja escalera del sótano hasta el recibidor. Condicionamiento clásico: ¿cómo ha tardado tanto en darse cuenta? Sentido común. Eso no. Experiencia cotidiana. El nexo entre memoria y sensación. La puerta abriéndose.

Hola, Peter, dice ella.

Un top corto de cachemir, una cadenita de oro. Y unos pantalones de chándal negros ajustados al tobillo. Sin elásticos, no lo soporta. Los pies descalzos.

¿Puedo pasar?, pregunta.

Escalera abajo y al cuarto sin cruzarse con ninguno de los demás. Las guirnaldas de luces proyectan tenues puntitos sobre la pared. Peter se quita los zapatos, los deja junto a la puerta. El portátil abierto encima del colchón pelado. Aroma de perfume, sudor y cannabis. En cuya atmósfera mixta todas nuestras compulsiones confluyen. Las cortinas echadas, como siempre.

¿Dónde te habías metido?, pregunta ella.

Ah. Me temo que surgió un imprevisto.

Ella lo mira, y luego ya no, con sorna.

Unas vacaciones de verano de última hora, ¿verdad?

Naomi, cariño, dice en tono amistoso. Se ha muerto mi padre.

Ella se vuelve de nuevo, perpleja.

Tu… Se queda callada. Dios, añade. Madre mía, joder. Lo siento mucho, Peter.

¿Te importa que me siente?

Se sientan juntos en el colchón.

Dios, dice ella. Y luego: ¿Estás bien?

Sí, supongo.

Está concentrada en las plantas de sus pies, cruzados encima del colchón. Negras de una suciedad que nunca parece exactamente suciedad.

¿Quieres hablar de ello?, pregunta.

No, la verdad.

¿Cómo lo lleva tu hermano?

Ivan, dice él. ¿Sabes que tiene más o menos tu edad?

Sí, me lo dijiste. Decías que querías presentarnos. ¿Está bien?

Peter sonríe, con amor, inconteniblemente, y para ahorrarle el espectáculo de esa sonrisa de amor incontenible a la propia Naomi, se sonríe en su lugar, como si le hiciera gracia, al reverso de la muñeca. Pues lo lleva… Lo cierto es que no tengo ni idea de cómo lo lleva, responde. ¿Qué te he contado de él?

No sé, me dijiste que era «un marciano» o algo.

Sí, es un auténtico bicho raro. Para nada tu tipo. Yo creo que es como autista, aunque supongo que eso ya no se puede decir.

Sí se puede, si lo es de verdad.

Bueno, no clínicamente ni nada. Pero es un genio del ajedrez, así que. Peter se tumba de espaldas en la cama, mirando al techo. No te importa, ¿verdad?, dice. Tengo que ir a otro sitio dentro de nada.

Más allá de su campo visual, la boca de Naomi responde: Tranqui. Una pausa. Él juguetea con la costura de la pernera del chándal. Naomi se tumba a su lado, cálida, su aliento cálido, el aroma del café y de algo más. Sus pechos cálidos bajo el pequeño top de cachemir. Que le regaló él, o el mismo en otro color. «Gris París». Ella le permite acariciar con las puntas de los dedos su axila húmeda. El perfume talcoso del desodorante solo enmascara, por debajo, el olor salado de la transpiración. Apenas se afeita más allá de las piernas, de rodilla para abajo. Una vez Peter le contó que, en sus tiempos, las chicas de la universidad se depilaban el pubis con cera. A ella le entró la risa. Le preguntó si estaba intentado hacerla sentir mal o algo. Para nada, dijo él. Solo que es una evolución curiosa de la cultura sexual. Naomi siempre se ríe. Aquellos años del Tigre Celta debieron de ser un desfase. Pero bueno, a ti te gusta. Y es verdad, le gusta. Su descuido tiene algo sensual. Los pies fríos. Las plantas siempre negras de andar por ese cuchitril a medio vestir, fumando un porro, hablando por el altavoz. Ahora, murmura en voz baja: Lo siento mucho. Él desliza los dedos bajo el cachemir. Los ojos cerrados. Todo muy lánguido y como en un sueño. El tacto de su piel en las manos, sin verla, con esa textura vellosa y suave, casi de terciopelo. Peter le pregunta qué ha hecho mientras él no estaba. No responde. Abre los ojos y encuentra los de Naomi mirándolo.

Oye, dice ella. Me siento tonta contándote esto, pero hace unas semanas me surgió un tema. En plan, para clase, tenía que comprar unos libros. Así que necesitaba dinero. No es nada del otro mundo.

Él asiente despacio.

Ah, dice. Vale. Yo te podría haber ayudado, de haberlo sabido.

Ya, responde ella. Bueno, no me respondías a los mensajes. Tuerce los labios en una sonrisa dolida. Perdona, añade. No sabía lo de tu padre, obviamente.

No te preocupes, dice él. No sabía que necesitabas dinero. Obviamente.

Se miran el uno al otro unos segundos más, avergonzados, irritables, arrepentidos. Ella se echa sobre la espalda. No importa, continúa diciendo. Ni siquiera tuve que hacer nada, las fotos eran de hace siglos. Peter siente el cuerpo rendido y pesado. Cierra los ojos. Un tío de esos que le comenta todos los post, seguramente. El emoji del mono tapándose los ojos. O algún hombre triste y casado con una tarjeta de crédito de la que su mujer no tiene noticia.

Qué putada lo de tu padre, dice. ¿Cuándo fue el funeral?

La semana pasada. La otra.

¿Fueron todos tus amigos?

No todos, responde al cabo de un momento. Y después de otra pausa: Sylvia. Y algunos más.

Supongo que no me querías a mí ahí.

Peter se vuelve a mirar su perfil. Los labios carnosos separados, un rastro de pecas en el pómulo. Un pendiente de botón plateado reluciendo en la oreja. La imagen de la juventud y la belleza. Le gustaría saber cuánto pagó el tipo. No, responde. Supongo que no.

Ella sonríe sin mirarlo. ¿Qué creías que iba a hacer? ¿Intentar seducir al cura, o algo? He ido a algún que otro funeral, ¿sabes?

Pensé solo que la gente seguramente querría saber quién eras. ¿Y qué les iba a decir, que somos amigos?

¿Por qué no?

No creo que nadie se lo hubiese creído.

Muchas gracias, dice ella. ¿No parece que tenga suficiente clase para ser amiga tuya?

No parece que tengas suficiente edad.

Naomi sonríe, con la punta de la lengua asomando entre los dientes. Tú estás mal de la cabeza, ¿eh?, dice.

Ya lo sé, pero tú también.

Ella estira los brazos con gesto pensativo, y luego apoya la cabeza sobre las manos. ¿Tienes novia o algo?, pregunta.

Él no dice nada. Porque, de todas maneras, a Naomi no parece que le importe, por qué iba a importarle. Piensa en responder: Tuve, una vez. Podría ser el momento de contárselo, ¿verdad? Lo del funeral, y lo de después. Tampoco es que hubiese pasado nada. Era solo el sentimiento, el recuerdo de un sentimiento, lo cual no era nada, en realidad. Se vio de pronto en el coche murmurando como un idiota: No me dejes solo con Ivan, quieres. Por eso se quedó con él. Solo por eso. Arriba, en el viejo cuarto de su infancia, pegado a ella mientras le palpitaba como a un adolescente. Demasiado oscuro, afortunadamente, para mirarla a los ojos. Durmieron el uno al lado del otro, eso fue todo. Nada que contar. Por la mañana, cuando se despertó, ya estaba levantada. Abajo en la cocina con Ivan, hablando bajito; los oyó desde el rellano. ¿De qué podían estar hablando? Buena casilla, d5, para el caballo, ¿eh? Ella también lo haría, lo más seguro. Seguirle la corriente. No había más.

Si la tuviera, responde Peter, ¿por qué iba a estar quedando contigo?

Gira el cuerpo de cara a él y acaricia con la yema del dedo la cadenita de oro que lleva al cuello. Porque estás mal de la cabeza, ¿recuerdas?

Lo recuerda, sí, y recordándolo lleva la mano a su cara, tan pequeña, y apoya la palma en la mandíbula. ¿Se está burlando de él? Sí, pues claro, pero ¿es solo eso? En su fiesta de cumpleaños en verano cuando le llevó champán y ella bebió a morro de la botella con los labios pintados. En la cocina su amiga Janine le dijo ¿sabes qué? yo creo que le gustas Peter. No es como los otros, él lo sabe. El reto en parte le gustó, cuando se conocieron. En el bar, ella con un vestido plateado diminuto, el pelo suelto casi hasta la cintura, un pendiente de botón en la nariz soltando destellos rojos bajo las luces. Sus amigas le enseñaron la página web a Peter, con el pretexto de querer saber si era legal. Que os jodan, dijo ella. No le contéis eso. Le soltó una mirada: inteligencia animal. Solo entre ellos dos, Peter lo supo. No era como los otros. Hombres que le mandaban amenazas desquiciadas de violencia sexual por internet, puta de mierda, te voy a matar, te voy a rajar la garganta. Naomi ríe mientras se desliza con el pulgar por la bandeja de entrada. Tremendo cringe, imagínate. No era digno de ella asustarse. Si algún día ocurriese, moriría riendo, cree él. Qué idiota ha sido de no responder a sus mensajes. Algunos muy bonitos, además. Culpa suya. Se pregunta cuánta falta le hace el dinero, y luego siente, ¿qué? Vergüenza, o lo que sea. Para variar. Naomi se tumba bocabajo con la cabeza entre los brazos. La coreografía acostumbrada, ensayada juntos y con otros, ambas cosas. Qué labios mis labios han. No hay nadie más, podría decir Peter. Alguien, pero no. Lo siento. Te quiero. A ti. A ella. A las dos. No te preocupes. No lo digas. Jesús, no. Jesús nos ordena amarnos los unos a los otros.

 

 

Las nueve ya, cuando se marcha. Pasan cuatro minutos. Algo colocado, además, porque se han fumado uno juntos después. Escribe en el recuadro blanco: Llego unos 20min tarde, perdón. Una oscuridad fría se arremolina en torno a la pantalla iluminada. Los árboles mecen ramas silenciosas en lo alto, el tranvía pasa de largo con caras en las ventanas. Bloquea el móvil y se lo guarda en el bolsillo. James’s Street de noche. Tiene que apretar el paso para intentar recuperar tiempo. Pero es un placer, ¿a que sí?, una noche fresca de septiembre en Dublín, caminar dando uno zancadas largas y resueltas por una calle tranquila. En la flor de la vida. Es su deber ahora disfrutar de esta clase de placeres pasajeros. Al minuto siguiente podría estar muerto. Cada día le toca a alguien. Y su padre se había ido demasiado pronto, como no dejaba de decir todo el mundo, sesenta y cinco, tenía solamente. Peter está ya a medio camino, treinta y dos años y seis meses. En la mediana edad, según esos cálculos. Es aterrador lo rápido que se desmorona todo. No, dirá, mi padre ya no está con nosotros, me temo. Y la gente lo lamentará, naturalmente, pero tampoco se extrañará demasiado. Con Ivan es distinto. Casi huérfano, en su caso, teniendo en cuenta el bien que le ha hecho su madre. Por qué se les ocurriría tener hijos, para empezar, Dios sabrá. En el funeral, ella murmurándole: Menuda facha. Y pese a que Ivan llevaba realmente una pinta ridícula, y pese a que el propio Peter había estado pensando apenas segundos antes en la pinta tan ridícula que llevaba Ivan, le respondió: Bueno, puede que esta semana su aspecto no haya sido el tema más importante que ha tenido en la cabeza. Christine le echó una miradita. Traje de falda y chaqueta, de buen gusto, lana merino azul marino. Tú has venido bien vestido, dijo. Con ella siempre era lo mismo. Peter le esquivó la mirada, se centró en Ivan, merodeando desdichadamente solo por la mesa de los sándwiches. Sí, le respondió. Gracias. Pasa por delante del antiguo banco camino de Thomas Street, y la respuesta de Sylvia le vibra en el bolsillo, contra la cadera. Antes tenía un tono distinto para sus mensajes, ¿verdad? En los viejos tiempos. Dublín in the rare old times, etcétera. No recuerda ahora cómo sonaba. Qué marca o modelo de móvil era, cuánto le pesaba en la mano. Estaría ya obsoleto, suponía, no debían de fabricarlo. Ojalá oír ese sonido una vez más, piensa. Sentir que su vida está preservada en alguna parte y no perdida en el olvido, rodeándolo por todas partes, envolviéndolo protectoramente todavía. Viajes en bus a los debates interuniversitarios de buena mañana. Preparándose para la final mientras el público esperaba en sus asientos. Los romperécords. Odiados, los dos, por supuesto. Enamorados el uno del otro y de sí mismos. En la pantalla de bloqueo: No pasa nada. ¿Has cenado ya? Una mujer sensata. Llevaría unos zapatos buenos y robustos, sin duda, y el abrigo caliente de tweed. No. Cuidando de él, nada más. Veinte minutos tarde y quiere saber si ya ha cenado. Veinticinco. Si algo no es, es tonta. A veces cree que la naturaleza y la magnitud de su sufrimiento la han elevado por encima de los disgustos insignificantes de la mera inconveniencia. Media hora tarde, y qué. Cuando entras y sales del hospital semana sí, semana no, con una aguja en el brazo, no importa demasiado, seguramente. Oír a los médicos hablando de ti detrás de la cortina. Paciente mujer treinta y dos años. Cuadro de dolor crónico refractario tras lesión traumática. Accidente de tráfico. No, sin hijos, vive sola. Y pocos advirtieron. Peter por su parte preferiría morirse que aguantar eso. Sin aspavientos, ponerle fin y punto. Ella debe de saber que hay gente que piensa así. Lo sabe hasta de él, quizás. Pero por otro lado dicen que uno se adapta. La vida de placeres de antes se fue y no volverá: lo acepta, o se engaña, viene a ser lo mismo. La voluntad de vivir es mucho más fuerte de lo que se cree. Fue una especie de muerte, lo que pasó. La especie de muerte a la que uno sobrevive por cortesía, respeto a los otros, por amor desinteresado. Jesucristo también sobrevivió a su muerte. Y se lo honró y exaltó.

Pasa ahora por la facultad de bellas artes, estudiantes pululando con chaquetas vaqueras, botas de agua y medias rotas. Caras adolescentes e indefinidas flotando pálidas bajo la farola. A las puertas de la vida. Sabe que lo miran. Cerebro y hermosura. Intrigadas a su paso. Una cabeza se vuelve para seguirlo. Bueno, bravo por ella, solo se vive una vez. Puede que él haya gastado ya la mitad de sus días. Se permite lanzar una sonrisa por encima del hombro. No es ni guapa, pero por qué no, y ella sonríe también, con la boca torcida. Media hora tarde mínimo. Naomi estaría fuera de sí. Dios, qué asco dan los hombres. La chica aparentaba solo unos dieciséis. Ah, ¿acaso está prohibido sonreír, ahora? A los niños. De hecho, él les sonríe a los niños. Y a la gente mayor. Le gusta transmitirle al mundo en general una cordial disposición. Hasta les sonríe a otros hombres, a veces. Pero de otra manera. No, no es verdad. Les sonríe si hay un motivo. Si los ha oído mal, si se les cruza por delante sin darse cuenta, esas cosas. Sonríe, sí. A sus rivales y enemigos. Odias a los hombres más que yo, dice Naomi. Obviamente cierto, dado que ella se los lleva a la cama por propia voluntad. Peter solo se va a la cama con gente que le gusta. La mayoría de las mujeres son en último término personas muy agradables. Los hombres, como todo el mundo sabe, son asquerosos. No todos: su padre no, así no. ¿E Ivan? Él es distinto. Antes lo veía como uno de esos seres asexuales de los que hablan. Una especie de ameba amorfa flotando en un frasco. Pero un día Peter llevó a cenar a casa a una novia suya y lo vio mirando. Oye, tu hermano es un poco rarito, ¿no? Sí, perdona. Creo que le has caído bien. Luego, claro, fue a la universidad, hizo amigas. Pero la verdad es que sus amigas son… Bueno, da igual. No, dilo. Son ¿qué? ¿Feas? No, son perfectamente guapas, dentro de lo que cabe. Algunas son bastante atractivas en términos de simetría facial. Es falta de gusto, nada más. A Naomi se le caería el alma a los pies. Encima esnob, por si fuera poco. Pero ¿es esnobismo? No es por dinero, no tiene nada que ver con eso. Los pantalones de chándal negros ajustados al tobillo, sin elásticos, eso no lo soporta. Y todo lo que quede por la rodilla, no lo soporta. Buen ojo. Las amigas de Ivan no son feas, para nada, pero el gusto para vestir: criminal. Y la forma de hablar, los gestos. Igual sí que es esnobismo, de otra clase. Son jóvenes inteligentísimas, por descontado. Matemáticas y ajedrecistas. Ninguna ni lo más remotamente interesada en Peter, y el sentimiento es mutuo. Alguna, ahora que lo piensa, puede que esté enamorada de su hermano. Sonríe para sí. Ahí el sentimiento tampoco ha parecido nunca mutuo, pero qué sabe él. Sí que lo pilló mirando a la encantadora Giulia aquella vez. La blusa verde de seda con los tres botones de arriba desabrochados. Madreperla. Los dientes blancos, riendo, una risa romana, sana y sonora. Pasa por delante de la Santísima Trinidad, iluminada de noche, los muros de piedra decolorados de un gris amarillento. Le escribe: Ya llego. No no he cenado, y tú qué? Y ella qué. Sylvia. Para él, indescifrable. No es muy guapa, en realidad, nunca lo ha sido. Hace que la belleza de los demás parezca excesiva. La cara pequeña y corriente. La ropa siempre correcta, desde luego. A veces saca ideas para regalos que podría hacerle a Naomi: suéteres de cuello alto, chales de seda de colores, una gabardina hasta el tobillo. Pero entonces se da cuenta de lo equivocados que se verían: una chica guapa vestida como una mujer mayor. Anticuada, mojigata. Sylvia nunca, en lo más mínimo. Fue a una de sus clases, en primavera. Una mujer esbelta en lo alto de la tarima hablando de los géneros prosísticos del dieciocho. Hasta el último par de ojos clavado en ella. La voz muy clara y grave. Contralto. Ni un sonido más. Cuando terminó, estallaron todos en aplausos, cuántos, doscientos, más, y ella sonrió y asintió, acostumbrada, seguramente. Puro carisma. Le entraron ganas de decir: La conozco. Fuimos novios. Menudo ridículo, figúrate. Piensa que es interesante hablando de ficción amatoria, deberías intentar llevártela a la cama. Aunque ahora no puede. Ella no puede. Demasiado dolor. Vibra de nuevo: Sylvia ha encontrado mesa en un restaurante italiano de Temple Bar, pasa la ubicación, ¿qué le parece? Responde: Nos vemos en 5. Lord Edward Street de noche, caminando hacia las puertas de la universidad. Escenario de antiguos romances, de festivas borracheras. A las cuatro de la mañana vomitando delante del Mercantile, acuérdate. Una noche, cuando becario. Aún joven. Mezcla la memoria y el deseo. Oscuros pasajes recordados. Cementerio de la juventud.

 

 

Esperando la cuenta, siguen hablando mientras él come distraído el último pedazo tierno y aceitoso de focaccia. No se había dado cuenta del hambre que tenía hasta que ha llegado. Y entonces, las cortinas tupidas, el agua con hielo, la luz de las velas, todo conducía a generar apetito. Ahí está otra vez: condicionamiento. Ella, sentada al otro lado de la mesa, está bebiendo agua. Un leve movimiento muscular de la garganta, blanca, al tragar y luego, dejando el vaso de nuevo en la mesa: ¿Qué vas a hacer con el perro?

Ay, Dios, responde Peter. Ni idea. Christine se encargará de él hasta…, no recuerdo hasta cuándo. ¿El viernes que viene, dijo? O puede que el lunes. Tendremos que pensar algo.

El hombre vuelve con la cuenta, y Peter saca la tarjeta de la cartera, insistiendo, y marca el pin. Ahora, después de cenar, se siente mejor, más relajado. Se da cuenta al fin de lo cansando que está. Un efecto de su presencia: calmar los nervios. Repara en otras sensaciones mientras esperan juntos en la cálida penumbra del restaurante a que el hombre les traiga los abrigos. Había creído en tiempos que la vida debía conducir a algo, que todos los conflictos y preguntas sin resolver iban conduciendo a una gran culminación. Creencias curiosamente infraanalizadas como esa, ahí cimentando su vida, su personalidad. Un apego irracional al sentido. Todo perfecto hasta cierto punto, hasta que surge la cuestión de la const

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