El amigo

Joakim Zander

Fragmento

ElAmigo-4.xhtml

5 de agosto – Beirut

Algunas cosas van deprisa. Jacob Seger aterriza en Beirut presa del desconcierto. Se ha dormido en el avión y quizá continúe medio dormido mientras sigue la corriente de pasajeros en dirección al puesto de control y los policías fuertemente armados, o militares, o lo que sean los que le hacen preguntas sobre por qué está en Beirut, cuánto tiempo piensa quedarse y por qué no tiene pase diplomático si va a trabajar en la embajada sueca.

—Becario —dice—. Estoy en prácticas. No soy diplomático.

Todavía no, quiere añadir mientras poco a poco se va despertando. Todavía no soy diplomático.

Este es solo uno de los primeros pasos. Primero tiene que acabar la licenciatura de Ciencias Políticas en la Universidad de Upsala. Siempre y cuando logre sacarse ese examen de estadística que va arrastrando —y también estas prácticas en Beirut— antes de redactar el trabajo final de carrera. Luego vendrá el Ministerio de Asuntos Exteriores, ya en serio. Su objetivo. Lo que lleva cuatro años soñando mientras se ha ido comprando The Economist, empollando cifras de exportación suecas, premios Nobel y jefes de gobierno de oscuros países asiáticos para superar la prueba de acceso. Pasaporte azul de diplomático y atractivos maletines de piel de ternero. Solo tiene que ponerse las pilas con el francés y el árabe.

Una pequeña ola de angustia más que conocida lo arrolla en el mostrador mientras el hombre uniformado lo examina desanimadamente con su mirada neutral y cansada. Las lenguas son su talón de Aquiles, sabe lo importantes que resultan para la carrera diplomática. Pero se le retuercen las tripas solo de imaginarse metido en una clase practicando vocabulario. Tampoco ayuda que su profesor de árabe, Hassan Aziz, un iraquí de unos sesenta años de edad, con pelo cano y grueso y corbata de punto, incluso llegara a ofrecerle clases privadas en su piso de las afueras de Estocolmo.

«Veo que de verdad tienes interés, Jacob —solía decirle Hassan en tono de rendición después de las clases en la Folkuniversitetet en Upsala—. Pero también tienes que practicar por tu cuenta. Si quieres, puedes venir a mi casa algún día y repasamos juntos».

Pero Jacob había sentido una aversión física ante la mera idea de tener que estudiar en casa. Y no se veía capaz de invertir horas en tren y metro para ir hasta el extrarradio donde vivía Hassan. No tenía ánimos para esforzarse, solo quería saberlo, sin más. Como en Matrix. «I know Kung Fu».

Aparta la idea. No importa. Se pondrá con ello, el francés, el árabe. Sabe que no puede fracasar ahí, sería demasiado injusto. Él está hecho para esta vida, para los aeropuertos y las grandes misiones.

Nota que se vuelve a llenar de vigor cuando el policía o el militar o lo que sea le devuelve el pasaporte, vuelve a sentir inflarse sus expectativas cuando deja atrás el puesto de control y sigue los carteles verdes que le indican la salida.

La terminal de llegadas está llena de aire húmedo y asfixiante del Mediterráneo, mezclado con gases de tubos de escape, humo de tabaco y taxistas con carteles escritos a mano en grafías árabes que Jacob debería saber descifrar, después de sus seis meses de curso. Pero abatido se da cuenta de que no puede.

De pronto siente un escalofrío de preocupación. ¿En la embajada pondrán a prueba su nivel de árabe? Al fin y al cabo, lo que le hizo conseguir el puesto fue haber dicho que tenía un nivel intermedio alto de árabe. ¿Era mentira? Decide verlo como una cuestión de definiciones.

Los viajeros se apretujan y empujan en dirección al aparcamiento y las colas de los taxis mientras Jacob se detiene para mirar a su alrededor.

Le habían dicho que alguien vendría a buscarlo. Alguien de la embajada. Había esperado toparse con un cartel que rezara «Seger» entre los taxistas, y desliza de nuevo la mirada por todos ellos pero con el mismo resultado penoso. Había esperado un Mercedes o un Volvo de color negro, el número dos de la embajada en el asiento de atrás, preparado con un briefing y las primeras tareas de Jacob. Algún trato o alguna reunión con el gobierno libanés, quizá que lo mandaran directamente en una misión de investigación a un campamento de refugiados o un cóctel en la embajada francesa. Muy ingenuo, obviamente, está claro que no se empieza por ahí, no el primer día. Pero algo se había esperado, un indicio de que todo eso está ahí. La misión. La posibilidad de demostrar que él es alguien con futuro. Alguien digno de recordar. Alguien por quien apostar.

Pero no hay nadie esperándolo. Nadie que sostenga un cartel con su nombre. Nadie con aspecto europeo y buscando con mirada estresada.

Jacob saca su teléfono. Se ha encargado de hacer que su tarjeta SIM funcione en el país nuevo, solo un pequeño detalle en los preparativos. Sabe que aquí sale caro llamar, y si hay algo que no tiene es dinero. Pero saca su móvil del bolsillo y busca el número que le dieron hace varias semanas de una tal Agneta Adelheim.

Es importante mostrarse ágil a la hora de actuar. No ser una víctima de las circunstancias, tomar el control de la situación y gestionarla.

Siente una suerte de alegría cuando vuelve a ver el nombre de Adelheim. No un jodido Andersson cualquiera. Incluso se ha molestado en comprobar que es de una familia noble. Eso le inspira confianza. Es aquí adonde se dirige, a este mundo de diplomáticos y nombres nobles. Un pequeño escalofrío de placer le sube por la espalda mientras pulsa el nombre en la agenda y escucha los tonos que se suceden.

Pero la mujer no lo coge y ni siquiera le salta un buzón de voz. Después de quince tonos corta la llamada, cierra los ojos y se reclina en el banco.

Siente el frío del cemento contra su rubia nuca rapada. Está en el aeropuerto de Beirut. Su primera vez en Oriente Próximo. Su primera vez fuera de Europa. Por un instante tiene la sensación de que se va a ahogar, separa los labios para coger aire y abre los ojos de par en par.

—No, no, no —dice para sí en voz alta.

Es cuestión de usar la cabeza. De ser espabilado.

Vuelve a llamar a Agneta Adelheim. Cuando descuelga al segundo tono, Jacob nota una ola de alivio.

—Dios mío —dice ella después de que Jacob se haya presentado—. Cuánto lo siento. Me había hecho a la idea de que llegabas la semana que viene. En media hora estoy ahí.

Jacob cuelga y se levanta, se sacude la decepción. Se habían olvidado de él. Es un contratiempo, pero esas cosas pasan. Estarán muy ocupados. No es de extrañar que se les escapen cosas. No puedes controlarlo todo. Pero eso no significa que Jacob no pueda dejarlos boquiabiertos.

De su maletín de piel marrón recién estrenado saca un ejemplar del diario Dagens Nyheter. Lo lleva consigo desde que se ha subido al avión en Estocolmo, pero aún no lo ha abierto. Será mejor ponerse al día con las últimas noticias, piensa, y ojea la portada, sobre todo en busca de algo relacionado con Beirut y Oriente Próximo. Ha leído en internet sobre las revueltas en el distrito donde están los edificios del gobierno. Sobre las basuras que no se recogen y que llenan las calles de olores apestosos y enfermedades porque el gobierno es corrupto y disfuncional. Pero no aparece nada. Lo único de lo que se habla es de un escándalo en el que, por lo visto, está metida la Säpo, los servicios secretos suecos, y que ha sacudido todo el país. Recuerda haber oído algo en las noticias ayer mismo, pero estaba demasiado pasado de vueltas como para poder retenerlo.

En cambio, ahora sí tiene tiempo. Al menos media hora, y cuando despliega el periódico ve la foto de una chica pelirroja de unos treinta años, vestida con ropa formal. Tiene los ojos verdes y se la ve con actitud contenida pero firme en una especie de rueda de prensa.

«RUSIA APOYABA LOS DISTURBIOS EN LOS BARRIOS PERIFÉRICOS», dice el titular.

Jacob devora el artículo en cuestión de minutos y lee el editorial y los artículos relacionados en las siguientes páginas. Una empresa rusa con vínculos directos con el Kremlin ha influido en un catedrático sueco para que, de cara a un Consejo de Ministros de la UE, escribiera un informe de experto favorable con el propósito de convencer al Consejo de que apoyara el aumento de la privatización de los cuerpos policiales europeos. Además, en relación con una reunión de ministros de la UE en Estocolmo la semana pasada, la misma empresa habría ayudado a organizar y atizar los disturbios que se habían desatado en varios barrios de la periferia de la capital sueca. La finalidad habría sido desestabilizar a la policía y abrir camino para que empresas con conexiones rusas pudieran adueñarse de ciertas competencias policiales. Y todo esto ante la mirada y la permisividad de la Säpo.

Jacob vuelve a la portada y mira la foto de la mujer. Gabriella Seichelmann. Abogada en uno de los bufetes más prestigiosos de Suecia. Ella es la que lo ha destapado todo. Hay más gente implicada, pero ella es la cara pública. La que tiene los testimonios y documentos que los periodistas han podido ver pero con el compromiso de no publicarlos, pues tienen el sello de confidencialidad. Los que han visto los documentos los ratifican, pero la Säpo se niega a hacer ningún tipo de comentario.

Jacob baja el periódico. Es como un thriller de espionaje. Es emocionante, y al mismo tiempo nota que durante la lectura se le han despertado una especie de celos. La abogada no puede ser mucho mayor que él. ¿Cinco, seis años como mucho? Suelta un suspiro. Poder estar en medio de todo eso. Plantarle cara a los poderes fácticos. Conseguir toda esa atención. De pronto se siente tan insignificante. Su puesto en prácticas y el examen de estadística que se le resiste. Su incapacidad de aprender las lenguas que necesita para una carrera que aun así no se acerca a lo que ya ha conseguido esa tal Seichelmann. ¿Debería haber estudiado Derecho?

Su teléfono tintinea y Jacob vuelve a sacarlo. A lo mejor Agneta ya ha llegado. Pero es Simon.

¿Has aterrizado, baby?

«Baby». Jacob nota cómo aumenta su irritación. ¿Cuánto va a tardar Simon en entender que lo que tuvieron en primavera ya acabó? Apenas se han visto en todo el verano. ¿Hace falta decir las cosas directamente?

Sí, fue emocionante. Mucho más abrumador para Jacob de lo que le hizo saber a Simon. Y podría haber llegado a ser algo más, algo en lo que la palabra «baby» habría encajado. Si Jacob se hubiese soltado. Si se hubiese dejado llevar. Si se lo hubiese permitido a sí mismo. Pero había ido tan rápido. A las tres semanas Simon le había empezado a sugerir que se fueran a vivir juntos. Jacob también lo había sentido, ese deseo de estar juntos todo el tiempo. De no querer dejar nunca la cama. Pero se había forzado, se había negado a entregarse a lo carnal. No había ido a Upsala para eso. Ese no era el plan. En absoluto. Y luego Simon había empezado a hablar de conocer a los padres de Jacob.

«Al menos podrías hablarme de ellos, ¿no? —le había dicho—. Me juego lo que quieras a que tu madre es superglamurosa y a que tu padre es bastante severo, ¿a que sí? Seguro que les va el sexo duro».

Fue entonces cuando la cosa se había encallado. Jacob no podía hablarle de sus padres. Los había dejado muy atrás, muy alejados de la persona en la que se había convertido al mudarse de Eskilstuna. Ellos no eran parte de su persona actual, de la persona que iba a ser. No encajaban con la versión de Upsala de Jacob Seger. La versión del diplomático.

—¿Jacob?

Una voz lo despierta de su ensimismamiento y cuando alza la vista ve a una mujer de cincuenta años, con pelo cano y un vestido azul marino de verano, justo delante.

—Soy Agneta Adelheim —dice—. Lamento mucho haberte hecho esperar.

***

Por fin Jacob está sentado en el asiento de atrás de un Volvo negro, mirando por la ventana con ojos entornados mientras atraviesan las afueras de la ciudad en dirección al centro de Beirut. Al principio es todo autovía, sol radiante y cegador y banderas verdes de Hezbolá en los barrios de chabolas. Después, a medida que se acercan al centro, son todo agujeros de bala y cristales refulgentes. Grúas irguiéndose, surgiendo de la historia. En el centro, es todo tráfico y basuras podridas en cada esquina, en cada calle.

Se bajan del coche y cruzan el portal, suben unas escaleras donde los pasos hacen eco. Se meten en una especie de salita de reuniones. Agneta habla de la embajada y de que no hay ningún orden en ninguna parte. Se sientan entre madera clara y sillas de metal que se deslizan sin hacer ruido por el suelo cuando Jacob corrige la postura. Botellas con agua tibia y etiquetas despegadas. Están sentados uno a cada lado de la mesa.

—Sabes que esta embajada solo es provisional, ¿verdad? —pregunta ella—. Que hemos trasladado aquí la embajada siria después de que la de Damasco sufriera un incendio a raíz de un atentado.

Jacob asiente con la cabeza. Está al corriente de todo, no se ha perdido una noticia.

—Y no sé muy bien... —continúa Agneta—. No entiendo muy bien por qué alguien ha decidido mandar a un estudiante de prácticas en esta situación. No es una situación normal la que tenemos aquí en este momento. Cuando menos.

Jacob traga saliva. ¿Son sus conocimientos de árabe? ¿Es ahora cuando se ve delatado?

—Pero qué sé yo —suspira Agneta—. Yo solo soy asistente. No son decisiones mías. Y lo que te decía antes. Pensábamos que llegabas la semana que viene, así que me temo que no tenemos demasiado trabajo para ti ahora mismo. Te he conseguido un piso en el este de Beirut. Un compañero de la embajada francesa estará fuera todo el otoño, así que lo podemos alquilar para ti. Propongo que te arreglemos los papeles y luego te instalemos allí, y la semana que viene nos ponemos en serio.

Repasan un montón de papeleo y Jacob recibe una especie de pase para la embajada, y antes de darse cuenta vuelven a estar sentados en el Volvo, en dirección este, cruzando la línea verde sobre la que Jacob ha leído durante las vacaciones de verano. La que separa la Beirut musulmana de la Beirut cristiana, donde él va a vivir. Durante la guerra civil hizo de frontera. Ahora es una travesía, nada más.

Agneta le pide al chófer que se detenga delante del Saliba Market.

—Es la dirección —dice—. Aquí no usan números de calle propiamente dichos. A los taxistas tú les dices Armenia Street, junto al Saliba Market, ¿de acuerdo?

Agneta abre con llave la puerta de lo que resulta ser un fantástico piso de estilo art déco, con suelo de mosaico y un pequeño balcón que da a la calle y los orificios de bala, y de lejos al puerto y el mar.

—Estoy segura de que te las arreglarás —comenta—. Pareces una persona diligente.

Jacob nota que se le hincha el pecho cuando ella lo dice, casi le parece que todo su cuerpo se despega del suelo. Una persona diligente. Es cierto que, a pesar de su imponente apellido, no deja de ser una adjunta. Pero si ella es capaz de verlo, ¿qué no podrán ver los demás?

ElAmigo-5.xhtml

21 de noviembre – Sankt Anna

Ahora la nieve es más espesa, los copos ya no son esponjosos y ligeros, sino pequeños y duros, casi malvados. No se derriten al aterrizar en la hierba gris, las piedras grises, ni los campos también grises que rodean la vieja iglesia de Sankt Anna en el archipiélago de la provincia de Östergötland. En lugar de deshacerse se acumulan en capas, pequeños montículos sobre la tapia de piedra y los troncos de los árboles, cúmulos de nieve arrastrada por el viento contra los muros de la pequeña iglesia.

Klara Walldéen está sentada en cuclillas con la espalda pegada a la pared de la iglesia y la cara vuelta hacia arriba, recibiendo la nieve con ojos cerrados, dejando que los copos le caigan encima sin protegerse y que se derritan sobre sus párpados y su frente. Deja que las gotas se deslicen por la sien y las mejillas, cuello abajo, por dentro del abrigo azul marino y por debajo del vestido negro.

—Tu abuela me ha dicho que ya estabas aquí.

Klara da un respingo y abre los ojos, está a punto de perder el equilibrio. Apoya una mano en la hierba fría y fangosa para no caer de lado. Tiene a Gabriella delante, con su melena gruesa y roja recogida en una trenza tensa, abrigo oscuro, medias oscuras, funeral hasta el último detalle.

Con cierto esfuerzo, Klara se endereza, se pone en pie, en la mano nota el barro frío del césped.

—Qué susto me has dado —dice—. No te he oído llegar.

Ahora los brazos de Gabriella la están rodeando, apretándose a su cuerpo, un leve aroma a almizcle, jazmín y cítricos.

«Quiero oler como un jardín junto al Nilo», había dicho Gabriella cuando se compró por primera vez ese perfume, años atrás en las galerías NK de Estocolmo, cuando aún no eran más que estudiantes en Upsala. Klara aún recuerda cómo se había reído ante la expresión irónica, casi irritada, de Gabriella.

Ahora Klara deja caer los brazos, no tiene fuerzas para levantarlos, tampoco quiere manchar a Gabriella con su mano sucia. Así que se deja abrazar, se deja envolver por su calor sereno.

—Lo siento muchísimo, Klara —susurra Gabriella.

Los labios de su amiga están fríos al contacto con su oreja. Klara se acurruca entre los brazos que la rodean, deja que su mejilla y su nariz se hagan un hueco entre la cara y el cuello del abrigo de Gabriella para descansar unos segundos sobre su cuello tierno y cálido. Nota que Gabriella la coge dulcemente por la nuca y la pega a su cuerpo.

Y así, por fin, Klara da rienda suelta al llanto.

Diez días desde que murió el abuelo. Dos meses desde que se había llevado a Klara en barco con el termo y la red, desde que había sacado la petaca y había echado un chorro generoso de su aguardiente casero en la taza, insistiéndole a Klara para que hiciera lo mismo.

«Solo esta vez, Klara —le había dicho—. Sé que ya no quieres beber, pero esta vez los dos lo necesitamos».

Klara había observado las miradas que se habían intercambiado sus abuelos cuando ella había ido a visitarlos, varios meses atrás, antes del verano. Había notado la pérdida de peso de su abuelo, las mejillas que se le habían hundido y la frecuencia con la que le contaban que habían ido a Norrköping o Linköping a hacer «recados». Recados por los que ella no había preguntado, señales que no había querido interpretar, un puzle de lo más sencillo que se había negado a montar. Le había resultado fácil desaparecer en el caos de Londres, atrincherarse en nuevas tareas para la universidad. Solo concentrarse en el trabajo, en conseguir volver a llevar una vida normal, no beber. Pero cuando ellos le pidieron que fuera a verlos un fin de semana en septiembre, ya lo había empezado a comprender.

Aquel sábado por la mañana en el barco había reinado un silencio sepulcral y el aire estaba totalmente quieto. Klara había dado un sorbo al carajillo, había hecho una mueca, luego se lo había terminado de un trago y se había quemado la lengua y el paladar. Mientras el alcohol recorría su cuerpo como una ola había cruzado la mirada con los ojos de su abuelo.

«¿Cuánto? —le había preguntado—. ¿Cuánto tiempo te han dado?».

Pero no había llorado. Ni cuando él le contó que el cáncer estaba extendido y que era agresivo, que lo habían descubierto demasiado tarde, pero que a lo mejor daba igual, que habría terminado de la misma manera de todos modos. Ni cuando le contó que había rechazado el tratamiento, que no tenía ningún sentido lo mirara como lo mirara, que solo ganaría unos meses, como mucho, llenos de vómitos y dolores. Ni siquiera lloró cuando él se sentó a su lado en la bancada para abrazarla como hacía cuando era pequeña, durante toda su infancia aquí en la costa.

«Ha llegado la hora, Klarita mía —le había dicho—. ¿De qué me voy a quejar? He vivido una vida entera con tu abuela. Cuando perdimos a tu madre te tuvimos a ti. Pena y alegría».

La había cogido por la barbilla y la había mirado con sus ojos azul claro.

«No puedes temer ninguna de las dos cosas, no lo olvides —había añadido—. Ni la pena ni la alegría. Es algo que tienes que aprender, cielo. ¿Me lo prometes?».

Klara no había entendido a qué se refería, apenas había oído su voz. Pero ahora lo comprende de repente. Allí de pie en la nieve, abrazada por su mejor amiga, lo sabe.

—No podemos escondernos —susurra—. No debemos escondernos.

Y luego llora. Sin decir nada, casi sin emitir sonido alguno, sumergida en el cuello de Gabriella.

Pierde la noción del tiempo y no sabe decir cuánto rato llevan allí de pie, en silencio absoluto, mientras la nieve sigue cayendo con fuerza y avidez a su alrededor, cubriéndolas de blanco.

—Tendría que haber venido antes —susurra al final Gabriella—. No puedo ni imaginarme... Te criaste con ellos, con él. Aquí fuera. Y ahora ya no está. Es...

—Chsss —dice Klara y se retira, se libera del abrazo de Gabriella. Pone un dedo sobre los labios de su amiga y le acaricia la mejilla con las yemas de la otra mano, la palma aún pringosa de barro frío y acartonado—. Has venido —continúa en voz baja—. Ahora estás aquí. Tú siempre estás aquí, Gabi, incluso cuando no lo estás.

Gabriella vuelve la cara hacia la mano de Klara.

—Era como un padre, tu padre —murmura Gabriella.

Klara asiente en silencio.

—Puede que más que eso —contesta—. Él y mi abuela. No pude tener padres, pero lo que ellos me dieron...

Menea la cabeza y cierra los ojos.

—Ni siquiera consigo ponerle palabras a lo que pretendo decir —añade—. Y ahora se ha ido...

Se vuelve de nuevo hacia Gabriella y abre los ojos.

—Pero también siento cierto alivio. El último mes no era él. Estaba hecho para el viento y los barcos y las aves marinas. No para los hospitales. Al final lo odiaba, Gabi. Con toda su alma.

Gabriella asiente.

—A tu abuela la he visto bastante bien —señala—. Como tú. Quiero decir dadas las circunstancias. Como serena.

Klara asiente.

—Lo han sabido desde la primavera pasada —comenta—. Está de luto, pero creo que también se siente aliviada.

—¿Ya sabían lo del cáncer? ¿Y no te lo contaron? —exclama Gabriella.

Klara responde que sí con la cabeza y nota los copos de nieve derritiéndose y cayendo por sus mejillas.

—Supieron desde el primer momento que no podrían salvarle la vida —dice en voz baja, apenas un susurro—. Pero... ya sabes.

Vuelve a mirar a Gabi.

—No querían agobiarme. Creo que pensaban que no sería capaz de gestionarlo. A lo mejor tenían razón. No me encontraba demasiado bien. Bueno, ya lo sabes. Lo del verano pasado. Y todo lo de antes.

Niega en silencio y siente que Gabriella le aparta el flequillo largo y negro de la frente, se lo pasa por detrás de la oreja.

—Estás muy guapa con este peinado nuevo más corto —susurra—. Si yo lo tuviera así de corto parecería una viejecita. Pero a ti te queda glamuroso, como una estrella, a lo Natalie Portman.

Se quedan un rato calladas y se vuelven hacia los setos y campos grises, árboles pelados y en algún lugar más abajo, fuera de la vista desde la iglesia pero aun así presente, el mar. Al final Klara se gira de nuevo para mirar a Gabriella y apoya la cabeza en su hombro, la nariz le roza la fría piel por debajo de la oreja.

—Ya me siento mejor —susurra—. A pesar de lo de mi abuelo. A pesar de la tristeza me siento mejor de lo que me he sentido desde hace muchos años. Todo aquello del verano, los disturbios y los rusos y la Säpo. Pensé que me iba a derrumbar, Gabi.

—Pero no lo hiciste —replica Gabriella y apoya su cabeza en la de ella.

—No lo hice porque apareciste tú —señala Klara—. Porque te encargaste de todo con los periodistas y los programas de la tele y la atención mediática.

—Bah —dice Gabriella encogiéndose de hombros—. ¿Sabes? Me pareció divertido.

Mira de reojo a Klara.

—¿Está permitido decirlo? O sea, lo que ocurrió fue despreciable. Los disturbios en los barrios periféricos. Los rusos. La Säpo que estaba enterada de todo y dejó que pasara. Todo eso. Despreciable. Pero destapar aquella mierda, sentarme allí y contarlo y poder indignarme e incluso tener razón... Me encantó.

Klara sonríe y la mira a los ojos.

—Lo sé —dice—. Siempre he sabido que se te darían bien esas cosas. Y que te pondría a cien tanta atención, pequeña drama queen.

Gabriella le da un empujoncito.

—¿No eres tú la que me acaba de dar las gracias? ¿Ya vas a empezar a joderme?

—Siempre eres tú la que me salva —responde Klara entre dientes—. Siempre eres tú la que aparece y se ocupa de todo y lo arregla.

Gabriella le echa un vistazo rápido antes de desviar rápidamente la mirada para fijarse en los prados. Hay algo en aquel movimiento que hace que Klara dé un respingo, algo que no encaja con la Gabi de siempre, tan segura y tranquila. Al mismo tiempo, su amiga murmura algo que queda ahogado por el ruido del viento.

—¿Qué has dicho? —pregunta Klara.

Gabriella la mira de nuevo y esboza una sonrisa fugaz, pero solo con la boca, no con los ojos.

—Deberíamos entrar —comenta, y mira a lo lejos—. Supongo que no querrás estar empapada durante el funeral.

Pero Klara sabe que no era eso lo que había dicho, y poco a poco los fragmentos de sus palabras se van colocando en la conciencia de Klara.

«A lo mejor dentro de poco te toca a ti salvarme a mí».

¿Es eso lo que Gabi había dicho? Antes de que le dé tiempo a preguntárselo aparece el primer coche, da un giro y se mete en la nieve del pequeño aparcamiento que tienen delante. Gabriella se vuelve hacia ella con una sonrisa forzada en los labios.

—Vamos —dice—. Tenemos un abuelo que enterrar. —Se detiene con una expresión de pánico en los ojos—. Joder, qué mal, lo siento, no pretendía sonar tan...

—¿Concreta? —sugiere Klara. A continuación suelta una risita y se queda quieta. Gabriella contiene la risa detrás de una mano protectora.

—Joder, qué cagada —susurra—. Perdóname. O sea, en serio, perdóname.

Pero Klara la agarra del brazo y se apoya en su hombro.

—Tienes razón —dice—. Tenemos un abuelo que enterrar.

ElAmigo-6.xhtml

5 de agosto – Beirut

Agneta tiene otras cosas que hacer y no puede perder tiempo ejerciendo de canguro del nuevo becario, así que se disculpa y desaparece escaleras abajo dejando atrás el eco de sus pasos. Jacob se siente abandonado y aliviado a partes iguales.

Su aventura no ha empezado como él se había pasado todo el verano imaginando, pero este piso ya es mucho más de lo que se había esperado.

Es un gusto tener un rato para sí mismo. Jacob abre la puerta doble del balcón que da al ruido de Armenia Street y ve a Agneta saliendo por el portal. La mujer se vuelve hacia él y se despide con la mano.

—He olvidado decirte que hables con la vecina de arriba para el tema del generador —le grita a Jacob—. Hay una nota en la mesa del comedor. Aquí la electricidad va como va. Llámame si no consigues solucionarlo.

Después desaparece y Jacob se sienta en una de las sillas de plástico del balcón y se deja bañar por el calor y el humo de los coches y la cacofonía de cláxones, tráfico y voces chillonas. Va a vivir aquí hasta Navidad. En esta ciudad. En este piso. Por un momento no siente ninguna alegría ni tampoco bienestar, solo un desarraigo que le corre bajo la piel y lo vacía hasta que tiene que coger aire y cerrar los ojos.

Está solo. Igual de solo que cuando llegó a Upsala y se pasó las primeras semanas sentado en aquella habitación sucia realquilada en Rackarberget, estrenando su nueva vida.

Todo por cuanto había pasado para llegar hasta aquí. ¿Para qué? ¿Para tener este sentimiento de vacío e insignificancia?

Saca el móvil del bolsillo y abre el SMS de Simon. Sería tan fácil mandar una respuesta. Decir: «¡Sí, baby! ¿Cuándo vienes a verme?». Relajarse y permitir que burbujee eso que siente por Simon, a pesar de todo. A lo mejor podría crecer hasta convertirse en algo. A lo mejor basta con un piso elegante de dos habitaciones en el barrio de Vasastan en Estocolmo. Simon con un trabajo en Bukowskis o algún museo. Él, en un puesto de analista internacional en algún bufete de relaciones públicas. O quizá en algún departamento en el que pueda hacer carrera y realizar pequeños viajes a Bruselas. A lo mejor puede llegar a contarle su vida a Simon, a pesar de todo.

A lo mejor, a lo mejor, a lo mejor.

Pero sabe que no puede ser, que no es esa la vida que persigue. Hay más. Objetivos mayores. Latidos más fuertes.

Traga saliva y obliga al vacío a retroceder hasta el estómago. Con un par de clics ha borrado el mensaje de Simon. Y con otros dos ha eliminado a Simon por completo de su teléfono.

Cuando se da cuenta de que se ha olvidado de hablar con la vecina de lo del generador ya se ha hecho de noche. El aparato es tan poco de fiar como había advertido Agneta, y cuando por fin consigue dar con Alexa, que es como se llama la vecina, llamando al número que el diplomático francés, muy previsor, le había dejado en la mesa, ella le informa de que no va a poder venir nadie a arreglarlo hasta mañana por la mañana.

—Pero vente a la azotea —dice—. Hay una terraza. Y vino.

Las lámparas del hueco de la escalera tampoco funcionan, así que Jacob avanza a tientas en el tenue resplandor que se cuela por las aberturas de los ventanucos que hay en cada rellano.

Se ha hecho de noche muy deprisa, no es como en Suecia. Ni siquiera ha advertido que caía la tarde, y eso que no son más de las seis.

De pronto vuelve la luz en el rellano y una bombilla zumba y arroja un haz luminoso amarillo y cálido mientras Jacob empuja una puerta de rejilla que da a lo que debe de ser la terraza comunitaria.

—Ah —dice la voz del teléfono desde algún lugar en la oscuridad—. ¡Alabada sea la compañía eléctrica! Ha vuelto la luz.

Jacob da unos pasos vacilantes por la terraza. Ante sus ojos, el barrio de Mar Mikhael se extiende hasta el muelle. Luces tenues en las ventanas, fachadas estropeadas y grúas que se yerguen sobre un fondo oscuro que debe de ser el mar Mediterráneo.

—Me imagino que eres Jacob —añade Alexa—. Bienvenido a Beirut.

La mujer sale de las sombras y antes de que a Jacob le dé tiempo a reaccionar le ha dado un beso en cada mejilla y le ha puesto una copa de tinto en la mano.

—¿Es la primera vez que vienes?

Jacob asiente despacio con la cabeza y la mira. Será unos diez años mayor que él y son casi igual de altos. No se puede decir que esté gorda, pero sí rellenita, y tiene un pelo denso y encrespado que mantiene apartado de su cara con un fular de color vino. Lleva un vestido largo verde y sandalias.

—Déjame adivinar —continúa ella—. ¿Es tu primera vez en Oriente Próximo? ¿Estás en shock y un poco intranquilo por todo este jaleo?

Alexa sonríe y ladea la cabeza. Jacob nota que se le seca la boca y que se sonroja ligeramente. Lo está tratando como a un niño, como a un ingenuo recién llegado y sin conocimiento del mundo. Esto dista mucho de lo que había proyectado como su primera tarde. Se esperaba una embajada, no cortes de luz, no una azotea con esta mujer.

Alexa se ríe y le pasa un brazo por la espalda.

—Bebe, habibi —dice—. Se te pasará. Cuando te hayas terminado el vino me ayudarás a subir la comida. Es mejor no pensar.

Jacob se toma la copa, luego otra, mientras ayuda a Alexa a subir cubiertos y varios platos de comida de su piso. Por lo visto es su fiesta de despedida. La semana que viene empieza a trabajar en el centro juvenil de Shatila, el campo de refugiados palestino que hay al sur de Beirut. Incluso se irá a vivir allí.

Mientras ponen la mesa, ella le cuenta que viene de Francia y Marruecos y que pronto cumplirá cinco años en la ciudad.

—Empecé haciendo unas prácticas en la Cruz Roja —comenta—. Putain, menuda chusma te encuentras por ahí. Vete con cuidado con los diplomáticos, baby.

Calla de golpe y se tapa la boca con una mano.

—Lo siento, no quería... En cualquier caso, tú solo eres becario, ¿no? Aún tienes tiempo para pensártelo.

Pero Jacob se ríe. No le importa, solo quiere que Alexa siga hablando en ese inglés que mezcla árabe y francés y que le sale como un torrente de palabrotas y opiniones. Por cada palabra que dice, el vacío interior de Jacob se reduce. Por cada copa que se toma, su inspiración crece.

Poco a poco la terraza se va llenando de gente en vaqueros y vestidos y se empieza a oír una sopa de mil idiomas. Alexa enciende velas que parpadean con la brisa, encajadas como están en bocas de botellas vacías de vino del valle de Bekaa. En algún sitio alguien consigue arrancar un pequeño generador y luego cuelgan unas pocas bombillas desnudas cogidas a un cable que corre por una pared. Conectan una minicadena y empieza a sonar música pop en árabe mezclada con Weeknd y Rihanna, mientras Jacob se llena la copa y siente que su cuerpo se aliviana, a pesar de estar totalmente desubicado y de que apenas recuerda cómo hablar inglés.

Pero por una vez en la vida le parece que da lo mismo. Que las cosas se pueden hacer así, que es posible soltarse y casi dejarse caer, o elevarse, aun sin poder distinguir del todo de qué se trata, solo sintiendo que es algo que te despeja la cabeza y hace que el corazón palpite con más fuerza, que te hace moverte más deprisa, con más intención, más rumbo.

Fue por esto por lo que dejó atrás toda su vida anterior. Por esto fue a Upsala. Por esto leía prensa extranjera y estudiaba Ciencias Políticas, y por esto tiene que aprobar ese puto examen de estadística y aprender árabe.

Son estas azoteas las que lleva tanto tiempo añorando y buscando sin saberlo. Esto es la aventura. Es aquí donde sucede. Es aquí donde te conviertes en otra cosa, algo más grande.

Casi le invade la idea de que es ridículo verlo así, que debería beberse un gran vaso de agua y dejar que le baje el puntillo, es la primera noche, tiene que mantenerse entero, no dejarse hechizar por toda esta magia cosmopolita, centrarse en el objetivo, en la embajada y la buena imagen. Pero por un instante se siente tan satisfecho aquí entre desconocidos, en el anonimato, quizá incluso acogido en la inseguridad, en el desconocimiento. Y en lugar de agua va a buscar una cerveza de un bidón en el que están sumergidas en hielo, como en una película. Piensa: «Que le den a todo». Hoy es lo que hay. Una noche. Después, a centrarse.

Se acerca al borde de la terraza y otea la ciudad, todo eso roto y ajado, las paredes ausentes, los agujeros y los daños y el caos, el desconcierto, y al fondo el Mediterráneo y la oscuridad que solo puede intuir pero que sabe que está allí.

Siente que podría dejar esa cerveza a su lado en el suelo, subirse al murete de hormigón, apuntar a una de las diez grúas que tiene delante, que podría alargar los brazos como si de alas se trataran y alzar el vuelo.

Entonces oye una voz cerca de su oreja. Primero da un respingo de sorpresa, porque ya apenas oye la fiesta, no oye Redemption Song, que alguien está cantando acompañado de una guitarra al fondo de la terraza, casi ha olvidado que hay una fiesta ahí mismo, que aquí hay personas.

—Parece que estés pensando en volar.

Jacob se vuelve hacia la voz. Y sabe, tan pronto gira la cabeza, antes siquiera de ver la cara que le ha hablado, que en este instante todo ha cambiado, que ya no hay vuelta atrás, que a partir de ahora ya no existe el pasado, solo el futuro. Que ya nada será como siempre.

Entonces ve los ojos, cómo sonríen, pero no solo eso, y Jacob tiene la sensación de haberlos visto antes. Y lo dice:

—¿Nos hemos visto antes?

Su inglés le suena tembloroso y nórdico, a pesar de sus esfuerzos por hacerlo sonar levemente británico. Pero los ojos no hacen más que sonreírle y él sabe que no se conocen, pero que se lo ha imaginado, que ha fantaseado con cómo sería mirar a unos ojos como aquellos. Y entonces casi se cae de culo, no con la elegancia de un pájaro, sino con torpeza, como un payaso mal entrenado, y si no fuera porque la mano que pertenece a la voz de pronto lo agarra del brazo izquierdo quizá habría caído por encima del murete, directo al abismo negro de la noche libanesa.

—Cuidado —dice la voz—. No desaparezcas, ni siquiera hemos podido conocernos.

ElAmigo-7.xhtml

21 de noviembre – Sankt Anna

Cuando por fin Klara empieza a llorar es como si ya no pudiera parar. Llora como una niña, temblando, sollozando, en el banco de la iglesia. Llora por su abuelo y por su abuela. Por todo lo que significan para ella, por verse incapaz de entender que ya no volverá a sentarse con su abuelo en el barco, de imaginar que ya no volverá a oírlo suspirar ni advertir ni menear la cabeza lleno de resignación cuando ella no sepa identificar el canto lejano de alguna ave marina. Llora porque tras el filtro de sus lágrimas ve el rostro contenido de su abuela y porque no logra comprender cómo será su vida a partir de ahora. Pero, sobre todo, llora por sí misma.

—Perdón —susurra y alza la vista para mirar a su abuela—. No sé qué me pasa. No puedo controlarme.

Su abuela se vuelve y le acaricia la mejilla; en sus ojos asoma algo cálido, una expresión casi de alivio.

—Que llores es lo mejor que puedes hacer para consolarme —le responde entre dientes—. Llevas demasiado tiempo encerrada en ti misma, querida mía.

Klara sabe que es cierto. Sabe que los últimos años ha cargado con un peso con el que no sabe qué hacer. Después de todo lo que sucedió hace casi dos años, cuando su querido Mahmoud murió en el sucio suelo de un supermercado en París, cuando el hombre que había resultado ser su padre murió en la nieve, aquí en el archipiélago. Un padre al que nunca había visto ni conocido en absoluto. No había llorado ni había sentido pena, en realidad no. No se había sentido merecedora de ello, no se había creído con derecho a sentir el alivio y la sensación de reconciliación que conlleva el duelo. Y no había querido soltar, no se había atrevido a dejarse ir, ni a seguir adelante. En lugar de eso se había sumido de lleno en el trabajo y el vino, noches largas y relaciones cortas y vacías, había mirado para otro lado y había aguantado estoicamente, pensando que así es la vida, así es como se vive. Aguantas, te resignas, haces lo que haga falta.

Pero ahora, en la iglesia, con el sonido del órgano y la voz seca y monótona del pastor, rodeada de ritual y velas y su abuela y Gabriella y familiares lejanos, comprende que no se puede, que todo no cabe dentro de una, que en algún momento hay que soltar. Que es necesario hacer las paces con una misma.

***

Un rato después, Klara está de pie en la oscuridad, entre la ventisca de nieve en la cuesta que baja de la iglesia, recibiendo abrazos y condolencias y señalando el camino a la sala parroquial junto a la iglesia nueva, más grande, donde se va a servir el café. El tiempo ha empeorado y ahora la nieve cae a rachas sobre los campos, entre los abedules y los abetos. Nota la mano de Gabriella cogiéndola del codo.

—¿Cómo estás? —susurra—. ¿Estás entera?

Klara se vuelve para mirarla y esboza una discreta sonrisa. Al final las lágrimas han dejado de brotar, pero todavía siente la respiración entrecortada, como la de un crío cuyo llanto acaba de parar. Niega en silencio.

—No —contesta—. Estoy hecha polvo.

Gabriella le sonríe.

—Bien —replica—. Creo que todos estábamos esperando ese momento.

Ahora solo quedan ellas. Klara y Gabriella y la abuela, que sale por el pequeño portón de la iglesia y entorna los ojos por el viento y la nieve mientras se baja el gorro hasta taparse bien la frente y las orejas.

—Se sale con la suya hasta el final —comenta—. No había nada que le gustara tanto como una señora tormenta de otoño, ¿verdad, Klarita?

Klara sonríe un poco y asiente con la cabeza.

—Esto le habría gustado —responde—. Desde luego que sí.

—Vamos —dice su abuela, pasando junto a las dos amigas con andares decididos en dirección al aparcamiento—. No podemos celebrar el café de difunto sin las protagonistas.

Klara nota que Gabriella se inclina hacia su oreja, siente su aliento.

—Se las apañará —le susurra—. Lo sabes, ¿verdad?

Klara la mira y siente el contorno de una especie de calma lejana dibujándose en su interior, la promesa de una sensación que casi había olvidado. Asiente en silencio.

—Sí —contesta—. Lo hará.

Klara observa la nieve con ojos entornados y sigue con la mirada el cuerpo delicado de su abuela y el rastro que ha dejado en la nieve. Todavía se mueve con agilidad, ligereza y rapidez sobre la engañosa superficie. Pasará tiempo antes de que Klara consiga convencerla de dejar la casa de Aspöja, donde ella y el abuelo han vivido toda la vida y donde se crio Klara. Tiene setenta años largos, pero aún podrá lidiar durante unos cuantos más con los inconvenientes cotidianos de vivir en una isla. ¿Y luego? Klara no quiere ni pensar en ello. Hoy no. Todavía no.

Klara habría jurado que en el aparcamiento solo quedaban el coche de su abuela y el de Gabriella. Quizá también el del pastor o el del sacristán. Pero cuando sigue a su abuela con la mirada, algo al final del camino capta su atención. En la oscuridad no se puede distinguir del todo, pero le parece ver a una persona subiéndose a un vehículo. El sonido de una puerta que se cierra y el de un motor arrancando, amortiguados por la nieve y el viento. No se enciende ningún faro. Pero Klara juraría que un coche acaba de dar marcha atrás y se aleja por la carretera.

Acelera el paso hasta alcanzar a su abuela.

—¿Quién era? —dice señalando hacia el automóvil que acaba de desaparecer del aparcamiento—. Pensaba que ya estaba todo el mundo en la sala parroquial.

Su abuela gira la cara y sigue con la mirada la dirección que marca el dedo de su nieta, pero ahora todo es oscuridad, nada más. La anciana se encoge de hombros.

—A lo mejor alguien a quien le ha costado encontrar las llaves.

Se vuelve y mira a Klara con media sonrisa.

—Ya no somos jóvenes, ¿sabes?

Klara ve a Gabriella caminando agazapada dos metros más atrás con el teléfono en la mano y una expresión preocupada en los ojos. Con un gesto le hace entender que las seguirá en su propio coche.

Quizá no sean más que los restos de las vivencias que ha tenido los últimos años, sentimientos fantasma de sospecha y miedo. Pero cuando cruzan la carretera 210 para dirigirse a la sala parroquial, Klara echa una mirada al oeste, hacia tierra firme. A mitad de la cuesta le parece ver el suave resplandor de dos faros traseros de color rojo en la nieve. Un coche parado en el arcén. Aguanta la mirada mientras su abuela conduce hacia la sala parroquial. ¿Alguien que se ha perdido por culpa de la tormenta? Pero es muy raro ver coches desconocidos aquí fuera en esta época del año.

Un escalofrío le recorre la espalda. Hay algo que no encaja.

ElAmigo-8.xhtml

5 de agosto – Beirut

Va muy rápido, puede ser el alcohol, o el viaje y la fiesta. Pero no es solo eso, también hay algo más, otra cosa. Algo en esos ojos, en esa mirada. En la aventura que evocan.

—Te espero en las escaleras —dice la voz muy cerca de la oreja de Jacob—. Es mejor que no salgamos juntos.

Jacob asiente con la cabeza, pero no sabe a qué escaleras se refiere. ¿Las de la casa? ¿Otras distintas? Sin embargo, el hombre ya ha dado media vuelta y empieza a caminar hacia la puerta.

—¡Espera! —dice Jacob y lo agarra del brazo—. ¿Qué escaleras?

El hombre se vuelve y sus ojos siguen siendo cálidos, aunque ya no sonríe, sino que algo titila en ellos mientras mira de reojo la mano de Jacob, todavía en su codo. Jacob se siente pillado, como si hubiese cometido un error imperdonable, y quizá lo haya hecho. Ha leído que esto que están haciendo es ilegal. Que en general la policía hace la vista gorda, pero que, si tienes mala suerte o te buscan las vueltas, aquí te encierran por ser marica. Te meten en la cárcel, te marginan, te someten a exploraciones médicas. Jacob retira la mano.

—Perdón —murmura.

El hombre sonríe un poco y se inclina hacia delante.

—Eres nuevo en Beirut —contesta—. Lo entiendo. Dobla a la izquierda cuando salgas a Armenia Street, cincuenta metros a mano izquierda. Las escaleras de colores que suben a Ashrafieh. Date prisa.

Con eso desaparece.

No tarda demasiados minutos en encontrar a Alexa y darle las gracias por el vino y la fiesta. Ella sonríe y le da un beso en las mejillas.

—Prométeme que no te harás diplomático de verdad —dice.

Jacob nota una leve punzada con ese «de verdad», pero decide pasarlo por alto. No quiere que lo vean como alguien que no es algo «de verdad». ¿Y qué puede saber Alexa? A lo mejor no es más que una hippie. Pero le promete que lo intentará, esboza una sonrisa sincera y siente que con esa forma suya de sonreír con naturalidad da muestra de un talento innato, precisamente para la diplomacia, y que ese talento lo llevará lejos.

—Toma —añade Alexa y le pone una tarjeta de visita en la mano—. Por si mañana no me da tiempo a despedirme. O por si quieres venir a verme alguna vez. Llama primero, baby, Shatila es un descontrol. Si no sabes lo que haces, allí dentro puedes desaparecer.

Le vuelve a dar un beso en la mejilla y Jacob nota su aliento lleno de vino y ajo y una especie de sensación de cobijo ins

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos