El misterio de Chalk Hill

Fragmento

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1

Dover, septiembre de 1890

De pie junto a la borda, Charlotte Pauly contemplaba cómo sobre las aguas grises emergía lentamente entre la bruma un resplandor blanco. Conforme se aproximaban parecía que una imagen empezaba a dibujarse, las siluetas borrosas iban cobrando forma, convirtiéndose en una extensa cadena de acantilados blancos, coronados por praderas de un verdor aún estival. Era como si un hacha colosal hubiera sesgado de golpe un trozo de tierra de forma tal que lo que quedaba, lejos de descender suavemente hasta la orilla, terminaba de forma brusca en la costa. Charlotte se imaginó un trozo de tierra desprendiéndose y cayendo al mar, donde se hundía formando una ola gigantesca.

Aquellos acantilados blancos no le resultaban hostiles; de hecho, parecían llamarla con señas, invitándola a esa tierra destinada a convertirse en su nuevo hogar. Charlotte inspiró profundamente para aplacar los sentimientos antagónicos que se debatían en su interior. Ilusión, nerviosismo, añoranza, determinación, dudas... Todos pugnaban por el control dentro de ella. Notó cómo la tierra que dejaba detrás, el continente, la invocaba dulcemente y, a la vez, la expulsaba. Alemania, por supuesto, era su patria; era donde había pasado su vida hasta entonces; y la idea de no regresar por el momento, de no volver a oír su lengua, se abatía como una sombra sobre su alma. Por otra parte, los meses anteriores habían dejado heridas que en su país no se habrían podido curar. Buscar un empleo en Inglaterra, despedirse de la familia, hacer el equipaje y reservar un pasaje para Dover había sido una necesidad urgente. Unos cortes rápidos, siempre preferibles a los desgarros lentos y dolorosos.

Su madre no había demostrado la menor comprensión ante esa decisión.

«Pero ¿qué te ha ocurrido, hijita?».

Charlotte se había limitado a negar con la cabeza.

«No puedes marcharte así, sin más, solo porque te sientas desdichada o descontenta con tu empleo. Es una insensatez. Podrías haberte buscado un nuevo puesto en cualquier otro lugar de Alemania. En Baviera, quizá. Dicen que Múnich es muy bonita. Así podrías viajar con los señores a los Alpes, o incluso a Italia...».

Para evitar más preguntas indeseadas, Charlotte había argüido que le convenía tener experiencia en el extranjero para en el futuro poder enseñar mejor el inglés a sus alumnos.

«Pero ¿quién necesita el inglés? El francés es el lenguaje de la sociedad distinguida —había replicado su madre—. Ya que te empeñas en trabajar en vez de casarte como tus hermanas, al menos que sea en tu propio país. No es adecuado que una joven viaje sola al extranjero. Además, con una buena colocación tal vez podrías conocer a un joven aceptable que...».

Antes de que lograra terminar esa frase, Charlotte había cerrado tras de sí la puerta del salón. Los días siguientes su madre había intentado hacerle cambiar de opinión en repetidas ocasiones, reprochándole su dureza de corazón y que la fuera a dejar sola estando viuda. Sin embargo, Charlotte no se había tomado muy en serio esos intentos de provocarle remordimientos ya que sus dos hermanas casadas vivían muy cerca. Aunque no enfrentadas, madre e hija se habían despedido con cierta acritud, y eso era algo que Charlotte lamentaba. Con todo, aquello no le había hecho cambiar de opinión.

—Esta es siempre una vista preciosa —comentó a su lado una voz masculina grave y ronca.

Charlotte salió de su ensimismamiento y volvió la vista hacia el caballero que se había colocado junto a ella. Aunque tenía el bigote espeso amarillento a causa del tabaco, su aspecto era cuidado y la saludó levantándose el sombrero, como si estuviera frente a una gran dama.

—¿Vive usted en Inglaterra?

—Así es. Permítame que me presente. William Hershey. Soy comerciante y he viajado mucho. —Hizo un gesto vago hacia la dirección de donde venían, indicando posiblemente Francia, Europa y el resto del mundo—. Sin embargo, nada me conmueve tanto el corazón como la visión de estos acantilados. ¿Le importa?

Levantó la mano derecha en la que sostenía una pipa. Charlotte asintió.

—Realmente es preciosa.

—Si no es indiscreción, ¿de dónde es usted? —El hombre dio varias caladas a la pipa hasta que la encendió y luego arrojó la cerilla por la borda—. Le noto un leve acento. ¿Los Países Bajos, quizá? ¿Escandinavia?

—Me llamo Charlotte Pauly. Soy de Alemania.

—Alemania. Excelente. Voy a menudo ahí. Berlín, Hannover, Hamburgo... Buenos comerciantes, ahorradores y astutos. Hamburgo me gusta. El puerto, la elegancia y su sofisticación. Berlín también es impresionante a su modo, aunque me resulta algo desapacible. Tiene un esplendor frío. No sé si me entiende. El rigor prusiano.

—Trabajé ahí durante un tiempo —repuso Charlotte.

—¿Usted trabajó? —El señor Hershey parecía sorprendido, como si hasta entonces no se hubiera percatado de que Charlotte no era una dama.

—Era profesora en una familia.

—¡Ah! Ya entiendo. Una institutriz.

A Charlotte le pareció percibir cierta altanería en el tono de su voz. Estaba acostumbrada al esnobismo y respondió tranquilamente:

—Yo me considero, ante todo, profesora. En alemán el término «institutriz» tiene una connotación anticuada y estricta que no se corresponde con mi modo de ver las cosas. Mucha gente quiere meter a sus hijos en un corsé de normas de etiqueta que prácticamente les quita el aire para respirar. Ese no es mi modo de hacer.

El señor Hershey la sorprendió dejando oír una carcajada sonora.

—Oh, ¡qué bueno, señorita Pauly! ¡Qué bueno! ¡Una mujer que dice lo que piensa!

—¿No es eso lo que deberían hacer todas las mujeres?

—Bueno, a mí me parece que a la mayoría las educan precisamente para no hacerlo —respondió él con indiferencia—. Yo solo he tenido hijos varones, y a eso no se le da tanta importancia. De hecho, tener arrojo se considera incluso una cualidad del carácter y, en lo posible, algo que debe estimularse. Pero, entonces, permítame una pregunta, ¿qué concepto tiene de la educación?

Ella sonrió. Un hombre curioso, pero agradable.

—Bueno, me esfuerzo por educar a las niñas para que sean honestas y, a la vez, educadas, pues hay situaciones en las que la franqueza excesiva puede resultar ofensiva. Me parece que, además de enseñar conocimientos, una de mis tareas más importantes es enseñar a reconocer esas situaciones y a conducirse con prudencia.

Él volvió a quitarse el sombrero.

—Chapeau, señorita Pauly. Es usted una mujer juiciosa. Le hablaré con franqueza: estoy muy contento de que mi esposa y yo solo hayamos tenido hijos. Eso lo hace todo más fácil: colegio, deporte, algunas riñas, aprender a imponerse. Eso es lo importante. Dos de mis chicos ya trabajan en la empresa; el tercero es navegante. Pronto va a obtener la patente de capitán. Nada de aspavientos, ni sensiblerías. Cada uno hace su trabajo y obtiene un salario por ello.

Charlotte no supo qué responder.

—En Alemania también di clases a chicos y tuve buenas experiencias con ellos. Cuando se los sabe tratar son aplicados y obedientes. En nuestro país no tenemos costumbre de llevarlos a un internado a los ocho años. En Inglaterra, en cambio, solo daré clases a una niña.

—¿Le importa decirme adónde va?

—Voy a Surrey, cerca de Dorking —respondió Charlotte.

—Las colinas de Surrey, un paisaje magnífico repleto de pueblos hermosos. Hay bosques que no han visto un hacha desde los tiempos de Cromwell. Puede usted sentirse afortunada. —Dirigió la mirada hacia el puerto de Dover, cada vez más cercano, y sobre el que destacaba un castillo imponente—. En todo caso, le deseo todo lo mejor y espero que se sienta muy bien en nuestro país —dijo el hombre de corazón mientras se despedía alzando de nuevo el sombrero.

Cuando Charlotte se quedó sola, volvió a mirar la costa de acantilados y se imaginó todas las personas que habían cruzado aquel estrecho con propósitos y esperanzas de lo más variopinto: monjes piadosos dispuestos a predicar el cristianismo entre los paganos britanos; normandos belicosos venidos en barcos toscos, dispuestos a conquistar la tierra que se alzaba tras esos acantilados de creta; soldados franceses, comerciantes neerlandeses, reformadores, refugiados. Balsas, botes de remos, veleros magníficos, gabarras y barcos de vapor, una sucesión infinita transportando personas, mercancías y armas de un lado a otro. Cerró los ojos y vio el canal tal y como había sido siglos atrás, una franja estrecha de agua y, aun así, un lugar peligroso pues no todos los barcos llegaban a salvo a su destino. Ahí era donde, casi ochocientos años atrás, se había hundido el barco del sucesor al trono inglés. Desde esas costas habían zarpado flotas armadas en ambas direcciones para conquistar la otra orilla, que resultaba atractivamente cercana.

¿Y ella? ¿Qué buscaba? Quien partía hacia tierras desconocidas solía dejar algo tras de sí. Naturalmente, habría podido seguir trabajando en Alemania, pero la necesidad de empezar de nuevo había sido más poderosa. Quería evitar el encuentro con antiguos conocidos de Berlín y vivir en un lugar lejos de miradas familiares y bocas chismosas. Mientras aún vivía en la capital, Berlín, se había decidido por un empleo en el campo. Quería hacerlo todo de forma completamente distinta de como había sido hasta ahora.

Charlotte tomó aire y enderezó la espalda mientras mantenía la cara contra el viento. Un nuevo país, un nuevo comienzo. Una aventura.

El edificio de la estación, que se encontraba justo al lado del puerto, tenía una hermosa torre que le confería un cierto aire italiano. Charlotte había dado con un mozo que le acarreó el pesado equipaje desde el barco hasta ahí.

La actividad era frenética. Por todas partes fondeaban barcos grandes y pequeños, buques de vapor y veleros anticuados; había carros de caballos cargándose o descargándose; los pasajeros se subían a carruajes que aguardaban, y un tren de mercancías echaba humo parado en el andén cercano. Las palabras en inglés que llegaban a los oídos de Charlotte le sonaban extrañas y completamente distintas a las de sus profesoras. Pero eso no era un aula, sino la realidad. Ahí ella era la extranjera cuya lengua apenas entendía nadie.

Antes de dejarse vencer por la tristeza, se apretó la bolsa de mano contra sí para protegerse del bullicio y se apresuró a seguir al mozo de las maletas, que acarreaba trabajosamente su equipaje hasta el edificio de la estación. Allí le dio unos cuantos peniques, que él aceptó con un asentimiento de cabeza antes de desaparecer entre la muchedumbre. Charlotte miró el horario de trenes amarillento que colgaba en una vitrina de cristal.

El secretario de sir Andrew Clayworth, el diputado del Parlamento que iba a ser su patrón, le había enviado una carta con unas precisas instrucciones de viaje. En Dover tenía que tomar el tren hasta la estación de Dorking, en el condado de Surrey, donde un coche de caballos la recogería. Las horas de llegada y de partida de barco y tren estaban perfectamente sincronizadas. Charlotte miró preocupada la hora pues era bien entrada la tarde. Seguramente llegaría a Dorking de noche.

Aunque el tren tenía que llegar a las cinco y media, se hizo esperar. Otros pasajeros deambulaban inquietos de un lado a otro, fumando, mirando repetidamente la hora o echando un vistazo al horario. Las sombras se alargaron, y el frío otoñal apartó el último rastro de calor de aquella tarde de septiembre. Una racha de viento levantó la hojarasca con un remolino y agitó los sombreros de los pasajeros que aguardaban.

A las seis y ocho minutos, el jefe de estación asomó vestido con su elegante uniforme y anunció a los pasajeros que, a causa de un accidente en la vía poco antes de llegar a Dover, el tren ese día ya no circularía. Les contó que un carro había sufrido un accidente en las vías y que la línea no podría despejarse a corto plazo. Seguramente las tareas bajo la luz de las linternas se prolongarían hasta bien entrada la noche.

Charlotte se quedó de pie, aturdida. Algunos pasajeros se limitaron a encogerse de hombros y abandonaron el edificio de la estación, mientras que otros miraban vacilantes a su alrededor. Posiblemente se sentían tan desconcertados como Charlotte.

Tragó saliva. Ahora lo importante era mantener la calma. Tenía que encontrar un lugar donde pasar la noche y tomar el primer tren de la mañana. No había modo de informar a su patrón. O tal vez sí, ¿un telegrama, quizá? ¿Cuánto podría costar mandarlo? De todos modos, seguramente la oficina de correos ya habría cerrado.

Mientras seguía de pie sin saber qué hacer, el jefe de estación, un hombre amable de barba blanca, se le acercó.

—¿Puedo ayudarla en algo, señorita?

Charlotte le contó su delicada situación, a lo que él asintió compasivo.

—Es verdad, la oficina de correos está cerrada. Por otra parte, tampoco sé si un telegrama llegaría a tiempo si es que, como dice, su destino está algo alejado de Dorking. Lo mejor es que tome una habitación. El primer tren de la mañana sale a las ocho y media. Su billete sigue siendo válido. Escribiré una nota en él.

—Gracias, es usted muy amable —dijo Charlotte. Luego se armó de valor—. ¿Me podría recomendar una pensión con una habitación económica para mí?

Él sonrió.

—Pues se da la casualidad de que sí, señorita. Mi hermana viuda vive no muy lejos del puerto y alquila habitaciones a viajeros de paso. El precio incluye un buen desayuno.

—Se lo agradezco mucho.

Ella dirigió una mirada a su equipaje.

—Si se mete en la bolsa de mano lo imprescindible, yo le guardaré bajo llave las maletas en la estación.

El jefe de estación desestimó sus palabras de agradecimiento, anotó el nombre y la dirección de su hermana, y salió del edificio con Charlotte para indicarle el camino.

Cuando se encontró sola en la calle, suspiró aliviada. El coche de sir Andrew la aguardaría en vano en Dorking. Desde luego, no causaba muy buena impresión ser impuntual ya en su llegada. Confió en que el cochero se enterara de que el tren no llegaría. Tragó saliva y se mordió los labios. Las lágrimas le quemaban los ojos.

En ese instante, como por arte de magia, el sol atravesó las nubes de nuevo y arrojó un rayo en abanico sobre los acantilados que había al otro lado del puerto, inundando los muros grises del castillo con su luz dorada. Charlotte se quedó quieta contemplando con asombro esas murallas y torres defensivas que desde donde ella estaba parecían inexpugnables y firmes, como si los tiempos de los caballeros nunca hubieran terminado.

Charlotte accionó la aldaba de la casa adosada de ladrillo rojo que le había indicado el jefe de estación. Una luz apagada iluminaba la calle desde una gran ventana en saledizo situada junto a la puerta de color verde.

La señora Ingram resultó ser una mujer corpulenta de mediana edad. Abrió la puerta resollando, como si hubiera bajado la escalera a toda prisa. Se apartó de la cara un mechón que se le había desprendido del moño y dirigió una mirada inquisitiva a Charlotte.

—Buenas tardes, señora Ingram. Su hermano el jefe de estación me ha pedido que le envíe saludos. Han cancelado mi tren y él me ha dicho que tal vez usted tendría una habitación para mí.

La señora Ingram la miró con severidad.

—¿Viaja usted sola?

—Sí. Mañana seguiré hacia Surrey.

—¿No es usted de aquí?

Charlotte negó con la cabeza y se presentó.

—¿De Alemania? En ese caso, ha recorrido un largo trayecto. —La mujer pareció ablandarse un poco—. Pase. Martin tiene un gran corazón. Siempre me envía los pasajeros que se pierden.

Charlotte entró en el vestíbulo, que desprendía un agradable olor a cera y limón. La señora Ingram le indicó una puerta.

—El desayuno se sirve ahí, de siete a ocho y media. Su dormitorio está arriba.

Charlotte le preguntó por el precio y la señora Ingram le indicó un importe en chelines y peniques; hasta que lo hubo convertido mentalmente, no supo qué pensar de él. Era un precio razonable.

—Se paga por adelantado —añadió la casera.

Charlotte abrió su bolsa de mano, sacó el monedero y contó las monedas.

—Siento no poder ofrecerle cena esta noche, pero espero visitas. Le mostraré la habitación y luego le indicaré cómo ir a una pequeña fonda cercana donde servirán un plato de comida caliente a una viajera solitaria.

Charlotte asintió agradecida y siguió a la señora Ingram, que iluminó con una lámpara de petróleo la escalera estrecha y cubierta con una moqueta de color verde oscuro que conducía al primer piso. La casa estaba muy limpia, pero era oscura. El revestimiento de madera de las paredes, las moquetas y los muebles eran de tonos marrón y verde oscuros y hacían pensar en un bosque espeso.

La señora Ingram abrió una puerta e hizo pasar a Charlotte. El dormitorio tenía una ventana con vistas al puerto; estaba tan limpia y era tan oscura como el resto de la casa. Incluso los cuadros de las paredes mostraban paisajes otoñales que casaban perfectamente con la atmósfera del lugar.

Con todo, Charlotte se sentía agradecida de tener un techo barato donde pasar la noche.

—Es usted muy amable, señora Ingram. Muchas gracias. Me gustaría mucho cenar algo y retirarme.

La casera la acompañó de nuevo a la planta baja, salió con ella a la calle delante de la casa y le señaló un edificio muy iluminado en la esquina, situado a unos cien metros.

—Ya lo ve. Está aquí mismo. Cuando usted regrese, no podré atenderla. Debajo de esta maceta encontrará una llave. Le ruego que suba a su habitación en silencio.

Charlotte volvió a darle las gracias y se dirigió a paso tranquilo hacia la fonda bajo el crepúsculo otoñal.

Tal y como la señora Ingram le había dicho, ahí la recibieron sin miradas curiosas, le indicaron un lugar agradable junto a la chimenea y le sirvieron de forma rápida y solícita. Pidió un rollo de hojaldre de carne y verduras que resultó estar delicioso y lo acompañó con una pequeña jarra de té. En cuanto se sintió llena, se reclinó en su asiento y se permitió un momento de satisfacción.

Si meses atrás alguien le hubiera dicho que buscaría un trabajo en el extranjero y que cruzaría sola el canal de la Mancha, no le habría creído. De hecho, el cambio de la pequeña aldea de Brandeburgo a Berlín ya había sido un paso enorme, pero desde luego no podía compararse con ese salto por encima de las aguas.

Charlotte pagó, se puso la chaqueta y se dirigió hacia la casa.

El viento fresco le revolvía la falda y desde el agua oyó gritos de gaviotas. Se alegraba de que, a pesar de la estación, la travesía hubiera sido relativamente tranquila. De haber habido auténticas tormentas de otoño, lo más seguro es que no se hubiera atrevido a embarcarse.

El castillo se alzaba como una sombra oscura sobre la ciudad. Charlotte se propuso ir ahí algún día en verano y pasear por encima de los acantilados, que sin duda ofrecían una vista magnífica del canal. Tal vez en días despejados se podía ver incluso la costa francesa.

Ya delante de la casa, recogió la llave de debajo de la maceta y abrió la puerta. Volvió a colocar la llave en su lugar, entró y, cuando ya se encaminaba de puntillas a la escalera, oyó un sonido que la detuvo. Venía de la sala delantera, aquella cuya ventana en saledizo daba a la calle.

Charlotte no pretendía escuchar a escondidas, pero los sonidos que salían de la estancia eran tan extraordinarios que aguzó el oído involuntariamente.

Oyó una voz femenina entonando una especie de salmodia. Al principio, creyó que era una oración. Pero no, aquello sonaba de forma distinta, en cierto modo insólita. Charlotte notó que el corazón se le aceleraba y dio otro paso hacia la escalera. Los murmullos en el interior de la sala aumentaron y solo pudo comprender algunas frases. «¡Manifiéstate!» y «Te invocamos». Charlotte se giró con recelo hacia la puerta cerrada y deseó poder atravesar la madera con los ojos.

Aquellos sonidos le desagradaban y de pronto la idea de pasar la noche en aquella casa dejó de parecerle atractiva. Podía subir en silencio arriba, coger discretamente su bolsa de mano y marcharse de la casa sin decir nada ni saber adónde, o salir en silencio e intentar echar un vistazo por la ventana para entender lo que ocurría ahí dentro. Tal vez aquello la tranquilizaría. La última posibilidad se ajustaba mejor a su carácter. Por ello, se acercó de nuevo a la puerta de la casa, apenas sin atreverse a respirar, salió de forma furtiva, entrecerró la puerta y se deslizó junto a la pared de la casa para echar un vistazo prudente por la ventana. Aunque las cortinas estaban corridas, había una separación entre la cortina y la pared a través de la cual podía ver una parte de la estancia.

La decoración de aquella sala de estar era tan oscura como el resto de la vivienda. Aunque el lado izquierdo estaba oculto, observó a la señora Ingram, sentada a una mesa de espaldas a ella, y a otra señora. La estancia solo estaba iluminada por tres velas blancas que estaban encendidas sobre la mesa. Las dos mujeres tenían un dedo posado en un vaso vuelto del revés sobre la mesa entre ellas. La desconocida tenía los ojos cerrados y movía la boca.

¡Una sesión de espiritismo! Charlotte había oído hablar de esas reuniones, pero nunca había asistido a ninguna. En Berlín no parecía estar especialmente generalizado; no, desde luego, en la casa de sus últimos patrones, que eran personas muy comedidas y realistas. Miró a través de la rendija con una sensación de fascinación y divertimento, pero no logró ver si el vaso se deslizaba por encima de la mesa. Cuando se oyeron unos pasos en la calle, Charlotte se deslizó de nuevo al interior de la casa y cerró la puerta tras de sí. Inspiró profundamente y se dirigió con rapidez a su habitación, donde, por precaución, cerró la puerta con llave.

A continuación, buscó a tientas la lámpara de petróleo que antes había visto sobre la mesa y la encendió con unas cerillas que encontró a un lado. Luego, se quitó la chaqueta, colocó la bolsa de mano sobre una silla y se descalzó las botas. A pesar del largo viaje, se sentía demasiado nerviosa como para poder tumbarse y dormir.

Se sentó en la cama y pensó en la extraña reunión que se estaba celebrando en ese momento en la planta baja. La señora Ingram tenía una apariencia completamente normal, de ahí que le resultara todavía más asombroso que albergara en su casa ese tipo de encuentros. ¿Acaso en Inglaterra aquel era un pasatiempo normal, como hacer labores o jugar a las cartas?

Entonces se acordó de algo. En el pasillo de abajo había reparado en la fotografía de un caballero imponente de barba gris. El marco estaba decorado con un crespón. Tal vez la viuda estuviera intentando contactar de ese modo con su marido fallecido. Aquella idea atenuó un poco el asombro de Charlotte, aunque la estremecía pensar en que la señora Ingram pretendiera conjurar un espíritu en la casa con un vaso. Por divertida que le hubiera parecido antes la escena, en ese momento la idea de estar sola en el cuarto de una casa desconocida le resultó inquietante.

Se sacudió, como queriendo apartar de sí ese temor irracional, y sacó la carta que sir Andrew Clayworth le había enviado.

Chalk Hill, julio de 1890

Apreciada señorita Pauly:

Me siento encantado de que hayamos llegado a un acuerdo y de que usted haya aceptado el puesto de institutriz de mi hija Emily. Después de que usted y mi secretario hayan abordado por correspondencia las cuestiones básicas y hayan convenido los detalles al respecto, aguardo con muchas ganas su llegada. Para que usted no empiece su tarea totalmente desprevenida, me gustaría ponerle en antecedentes sobre mi hija Emily.

Este mes Emily ha celebrado su octavo cumpleaños. Es una niña encantadora y obediente que no da otra cosa más que alegría a quienes la conocen. Le encanta dibujar y hacer pequeñas manualidades. Además, demuestra cierto talento musical y ya hace un tiempo que toca el piano. Por desgracia, sus maestras hasta el momento no han estado al nivel de mis expectativas, y por eso valoro en gran medida las excelentes referencias que usted aporta en ese sentido. Hacer labores no es la ocupación preferida de Emily, aunque confío en que esta situación cambie bajo su guía experta.

Emily es una niña sana y fuerte, lo cual me complace muy especialmente ya que durante años tuvo una salud enfermiza. Hoy en día, por fortuna, esa fragilidad parece haber quedado atrás y no hay nada que le impida una actividad deportiva adecuada, algo que considero conveniente también para las muchachas. Por eso confío en que la rutina diaria incluya paseos regulares, partidas de cróquet y actividades similares. Además del mero movimiento, estos pasatiempos son buenos para desterrar bobadas y ensueños infantiles y hacer de Emily una muchacha de carácter fuerte y sensata que sepa arreglárselas bien en el día a día.

Tal y como ya le mencioné, desde la primavera pasada, mi esposa, la maravillosa madre de Emily, ya no está entre nosotros, lo cual ha sido para mí y para mi hija un auténtico revés que ha ensombrecido nuestro hogar. Con todo, confío en que usted sabrá allanar para Emily el camino hacia su futuro con rigor afectuoso y clases entretenidas.

Sobre el resto de normas y principios de nuestra convivencia le informaré cuando nos encontremos en Chalk Hill. Tal y como acordamos, el cochero irá a recogerla a la estación de Dorking.

Deseo que tenga un viaje agradable y me despido de usted atentamente,

Andrew Clayworth

Charlotte dejó la carta a un lado y se reclinó en el cabezal de la cama. Un poco rígido, pero no antipático, se dijo. La descripción de la pequeña era similar a la de cualquier niña de ocho años, y nada en ella llamaba particularmente la atención. Era muy normal que la pequeña se resintiera de la muerte de su madre, que había perdido apenas unos pocos meses atrás. Con la amabilidad y la prudencia necesarias, estaba segura de que conseguiría ayudarla a superar aquel mal momento.

Charlotte volvió a meter el sobre en la bolsa de mano, se lavó la cara y las manos en la jofaina de porcelana y se secó con la toalla, que olía delicadamente a lavanda. Luego, se quitó la ropa hasta quedar en paños menores, colocó la ropa en el respaldo de la silla y la butaca y se soltó el peinado.

Charlotte se cepilló el cabello con unas pasadas largas y regulares mientras se miraba en el espejo: ojos grises, nariz recta, boca bonita. No era una belleza llamativa, pero siempre se había sentido satisfecha de su apariencia. Dejó el cepillo a un lado, se enderezó y con un gesto de la cabeza sacudió la melena por encima de los hombros. De pequeña siempre había querido llevar el pelo suelto, rebelándose así contra su madre, que la obligaba a llevarlo recogido en unas trenzas severas. En cuanto se quedaba en el cuarto a solas con sus hermanas, se quitaba las cintas y se revolvía el cabello haciendo que Elisabeth y Frieda se doblaran de risa. Recordó entonces un poema de Annette von Droste-Hülshoff.

Estoy en el balcón elevado, en la torre,

el estornino revolotea en torno a mí, gritando,

como una ménade dejo que el aire

me sacuda el cabello alborotado.

Aquellos versos siempre le habían gustado más que los últimos, que a ella le sonaban un poco a derrota.

Pero debo quedarme sentada, fina y delicada,

como una niña buena,

y solo en secreto me puedo soltar el cabello

y dejar que lo sacuda el aire.

Charlotte contempló una última vez su imagen en el espejo. Sí. Estaba en Inglaterra. Había llegado.

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2

A la mañana siguiente la señora Ingram le sirvió un desayuno enorme, consistente en huevos revueltos, beicon, pescado ahumado y una tostada con mantequilla salada, acompañado de té con leche, servida en una jarra grande y previamente calentada.

Charlotte disfrutó de la comida a la vez que examinaba con disimulo la sala de estar. Cayó entonces en la cuenta de que estaba precisamente sentada a la mesa en torno a la cual, horas antes, había tenido lugar aquella rara invocación de espíritus. Dirigió la mirada a su casera, que en ese momento regaba las plantas de la estancia, pero no se atrevió a mencionar la noche anterior. De hacerlo, habría tenido que admitir que había estado escuchando a escondidas y espiando la sala de estar.

—El castillo parece muy impresionante —comentó Charlotte—. Si tuviera tiempo, me gustaría ir a visitarlo.

—Muchos visitantes vienen a Dover expresamente para eso. Supongo que en Alemania también hay castillos.

Lo dijo con un cierto tono de desdén, como si aquellos no se pudieran comparar en absoluto con las fortalezas inglesas, lo cual despertó al instante en Charlotte las ganas de réplica.

—Desde luego. En una ocasión tuve la suerte de acompañar a mis patrones de entonces en un viaje por el tramo central del Rin. El paisaje es de cuento: en esa zona las fortalezas se suceden las unas a las otras; muchas de ellas se encuentran en islas en medio de la corriente; otras se elevan suspendidas sobre los peñascos y precipicios que dominan el río. Y luego están las viñas, que cubren las laderas soleadas... Es una zona maravillosa.

—Hum —se limitó a decir la señora Ingram—. De todos modos, a mí me gustan nuestros castillos ingleses. El castillo de Dover vigila el puerto desde hace siglos y aquí nunca han conseguido arribar barcos enemigos. —Se dispuso entonces a pasar un paño humedecido por las hojas de las plantas para limpiarlas.

Charlotte volvió a centrarse en su desayuno, asombrada ante el patriotismo local de la casera. Aunque era muy posible que la señora Ingram no hubiera salido jamás de Inglaterra, estaba absolutamente convencida de que no podía haber ningún país más bonito que el suyo. En cualquier caso, ella, por su parte, se había propuesto verlo todo con una actitud abierta, y no comparar constantemente aquel nuevo país con el suyo. Habría cosas peores y cosas mejores; muchas le resultarían extrañas, y precisamente eso era lo que hacía que todo fuera tan emocionante. Estaba ávida de ver lo máximo posible, atesorar experiencias, conocer personas nuevas.

Cuando hubo terminado el desayuno se despidió de la señora Ingram, se puso la chaqueta y el sombrero, y tomó su bolsa de mano. Se encontraron las dos de frente en el pasillo y, cuando Charlotte se disponía a acercarse a la puerta, aquella mujer algo entrada en años la miró atentamente y luego meneó la cabeza de un modo casi imperceptible.

—¿Qué ocurre, señora Ingram? —quiso saber Charlotte, sorprendida y dispuesta a recolocarse el sombrero—. ¿Hay algo que no está bien?

—No, no. Me ha parecido... Ha sido solo una sensación. —Sacudió la mano—. No es nada. Que tenga usted un buen viaje.

Con todo, cuando Charlotte se encaminó hacia la estación le pareció sentir la mirada de la casera clavada en su espalda.

El cielo se había ensombrecido y caía una suave llovizna. Charlotte se había levantado temprano para enviar un telegrama a sir Andrew Clayworth antes de la partida del tren y avisarle de su retraso. Por otra parte, confiaba en no tener que aguardar mucho rato en la estación de Dorking porque el tiempo era cada vez menos apacible.

Se acercó al jefe de estación para volver a darle las gracias por su ayuda; él empezó entonces a hablar del tiempo y se disculpó por la lluvia, como si fuera su culpa.

—Realmente es algo excepcional, pues de hecho estamos pasando por un largo periodo de sequía —le explicó.

Charlotte lo miró con extrañeza hasta que cayó en la cuenta de que en Gran Bretaña a la gente le gustaba hablar largo y tendido sobre el tiempo.

—Tal vez tengamos un otoño bonito.

Él asintió solícito.

—Ojalá sea así, señorita; entonces podrá conocer la mejor cara de nuestro país. Su tren está a punto de llegar. Buen viaje.

—Muchas gracias de nuevo por su amabilidad. Y envíele saludos a su hermana de mi parte.

Se preguntó si acaso él sabía que la señora Ingram celebraba sesiones de espiritismo en su casa. De repente aquel breve instante de temor que había sentido la noche anterior le pareció ridículo. Ella no creía en esas supercherías; de hecho, sintió casi compasión por esa viuda, que seguramente solo quería rescatar de entre los muertos al esposo perdido.

El mozo de la estación se hizo con sus maletas y las colocó en su compartimento. Ella se acercó a la ventana y saludó de nuevo con un gesto a aquel jefe de estación tan amable. Entonces el tren emprendió lentamente la marcha y salió de la estación envuelto en una nube de vapor. Charlotte dirigió una última mirada al impresionante castillo y a la extensión grisácea del canal de la Mancha antes de tomar asiento y acomodarse. Acababa de empezar la penúltima etapa de su viaje.

Primero miró por la ventana y disfrutó admirando el paisaje, que con aquella lluvia suave parecía adquirir un verdor cada vez más intenso. El trayecto se mantuvo paralelo a la costa durante un trecho y el canal la acompañó fielmente hasta que, tras pasar Folkestone, los raíles doblaron hacia el interior.

Era una zona suave, de colinas onduladas, setos amplios, aldeas con casas de paredes entramadas y grandes iglesias de piedra gris, ante las cuales el tren parecía estar fuera de sitio. Muchas torres de iglesia eran cuadradas y sus almenas recordaban las torres del homenaje de los castillos medievales. Había corderos pastando bajo la inmensidad del cielo. A Charlotte le resultó especialmente curiosa una serie de construcciones extrañas, formada por torres circulares con tejados recubiertos de caña de las cuales surgían unas puntas blancas inclinadas, parecidas a unas bolsas de papel.

Entabló conversación con un hombre mayor cuyo cuello de camisa lo distinguía como sacerdote, y le preguntó qué eran esas construcciones.

El caballero, que se presentó como el reverendo Horsley, sonrió con indulgencia.

—Son secaderos de lúpulo, señorita. Tras la cosecha, las hojas frescas del lúpulo se extienden ahí dentro y se dejan secar sobre fuego. Luego, se venden a las fábricas de cerveza.

—Son bonitos, parecen gorros de enanitos —comentó Charlotte.

El reverendo le preguntó entonces con amabilidad de dónde era. Al oírlo, indicó:

—En su tierra tiene que haber algo parecido. He oído decir que en Alemania se fabrica una cerveza excelente.

Mantuvieron una charla animada, y el trayecto transcurrió muy rápidamente. Él le elogió el acento y la valentía de buscar un empleo en el extranjero.

—Me gusta mucho que los niños se formen con educadoras extranjeras adecuadas. Amplía los horizontes y mejora el entendimiento entre los pueblos. Sobre todo en nuestro caso, pues a menudo en nuestra isla nos parece que somos el centro del mundo. Un poco de humildad no solo sería conveniente, sino cristiano. ¿Cómo lo dice el Antiguo Testamento? «Cuando viene la soberbia, viene también la deshonra; pero con los humildes está la sabiduría».

—Estoy muy contenta de haber encontrado un puesto en Inglaterra. No ha sido nada fácil, porque hay muchas institutrices.

—Por experiencia, tener una institutriz de Alemania o de Francia aumenta el prestigio de la familia. Una relación de este tipo resulta ventajosa para ambas partes y los niños no pueden sino salir beneficiados al aprender un idioma extranjero de una persona nativa. Además, las institutrices alemanas tienen fama de estar especialmente bien preparadas musicalmente.

—Es usted muy amable —respondió Charlotte—. Eso me anima. En todo caso, confío en que la acogida en Chalk Hill también sea muy cálida.

Notó la sorpresa del reverendo.

—¿Ha dicho usted Chalk Hill?

—Sí, la residencia de sir Andrew Clayworth, el diputado. ¿Conoce usted a la familia?

El reverendo meneó la cabeza.

—Sí. Una historia muy triste. Pero, en fin —se frotó las manos como si quisiera poner fin a ese tema—, como dice san Pablo en la Epístola a los romanos: «Ya sea que vivamos o que muramos, del Señor somos». Así pues, es mejor mirar hacia el futuro.

Charlotte asintió, pero esa observación del reverendo la dejó pensativa.

En Dorking un mozo de estación le sacó las maletas del tren y se las colocó en un carrito que arrastró hasta el interior del edificio. Cuando el tren volvió a ponerse en marcha con un pitido y el reverendo se hubo despedido de nuevo de Charlotte desde la ventana, ella tuvo la sensación de que una puerta se le cerraba a las espaldas. Estaba sola; no había vuelta atrás a su antigua vida.

Frente a la estación no la esperaba ningún coche de caballos. Miró a su alrededor sin saber qué hacer, pero la poca gente que andaba por la calle no estaba pendiente de ella. Charlotte no se atrevió a dirigirse a nadie. No podía confiar una segunda vez en encontrar a alguien tan solícito como el jefe de estación de Dover. Como llevaba equipaje, no podía apartarse de la estación y pedir un transporte. No le quedaba más remedio que esperar.

De pronto, Charlotte se dio cuenta de que estaba hambrienta; no había vuelto a comer desde el desayuno. Sin embargo, su delicada situación le impedía ir a un restaurante o a una panadería y hacer acopio de fuerzas para la última etapa del viaje.

Se quedó de pie frente a la estación, con el equipaje a su lado y la bolsa de mano apretada contra ella mientras observaba el ir y venir de la gente. En la siguiente esquina había un hotel llamado Star and Garter y desde ahí vio venir su salvación. Un muchacho muy joven acarreaba un carrito ambulante hacia la estación, dirigiéndose directamente hacia ella. Al aproximarse, le oyó gritar:

—¡Bollos de pasas! ¡Emparedados de pollo! ¡Anguilas en gelatina! ¡Recién hecho!

La idea de comer anguilas a esa hora en la calle le pareció extraña, pero la perspectiva de tomar un bollo y un emparedado de pollo era más que bienvenida. Llamó al muchacho con un gesto y compró uno de cada, mientras contaba cuidadosamente las monedas.

El muchacho se llevó la mano a la gorra un instante.

—¡Gracias, señorita!

Luego, siguió buscando viajeros con su carrito.

Charlotte se llevó a la boca el emparedado de pollo con entusiasmo. No le importaba que la vieran: tenía más hambre que vergüenza. Estaba tan ensimismada comiendo que no reparó en la calesa que se detuvo frente a la estación. Seguía masticando el emparedado cuando oyó a su espalda una voz masculina. Charlotte dio un respingo y se giró, avergonzada por tener la boca llena.

Ante ella había un hombre de unos cincuenta años vestido con un traje marrón sencillo y una gorra de tweed. Llevaba atada al cuello una bufanda roja. Tenía el rostro mal afeitado, lo cual le daba una apariencia ruda, pero agradable.

—¿Señorita Pauly?

Charlotte asintió y por fin logró tragar el bocado.

—Me llamo Wilkins, soy el cochero, y me han encargado que la acompañe hasta Chalk Hill. Ayer estuve aquí también, pero en la estación me informaron de que el tren de Dover había sido cancelado.

—Así es. He pasado la noche ahí, y esta mañana a primera hora he enviado un telegrama. Espero que haya llegado.

Wilkins se encogió de hombros.

—Yo de eso no sé nada. Sir Andrew me ha enviado porque ha supuesto que usted tomaría el primer tren de hoy. ¿Eso es todo su equipaje?

Señaló las dos maletas. Charlotte asintió. Él las acarreó hasta el coche, las colocó en el compartimento del equipaje y la ayudó a subir.

—Aquí tiene usted una manta para que pueda taparse las piernas.

A ella le costaba esfuerzo entender el dialecto de ese hombre, pero agradeció su actitud solícita. Charlotte volvió a mirar a su alrededor antes de reclinarse en el asiento acolchado. La familia Clayworth no vivía en Dorking, sino en un pueblecito cercano llamado Westhumble.

—No serán ni dos kilómetros, señorita —le explicó el cochero desde el pescante—. Si quiere, le mostraré un poco la zona.

—Se lo ruego.

A Charlotte le alegró oír cosas de la zona, e iba girando la cabeza a derecha e izquierda mientras Wilkins dirigía la calesa hacia la carretera cercana. Dorking parecía ser una localidad pequeña y hermosa, y Charlotte deseó poder conocerla muy pronto. Si Chalk Hill no estaba lejos, tal vez podría hacer alguna excursión ahí con Emily de vez en cuando. Sabía que a esa edad los niños solían estar mucho en casa y pocas veces se relacionaban con otras personas, pero eso a ella no le parecía adecuado. En su opinión, no era malo aprender a tratar con las personas a edades tempranas y así acumular experiencias que más adelante vendrían muy bien a una joven señorita. Por supuesto, no tenía la intención de hacer marchas a pie durante horas, pues Emily había estado enferma a menudo; de todos modos, una salida a Dorking o un paseo por el bosque eran opciones defendibles.

Charlotte miró complacida hacia fuera mientras el coche abandonaba el pueblo y el paisaje se volvía cada vez más verde y solitario.

—Esta es la carretera que lleva a Londres —explicó Wilkins—. Pero sir Andrew toma el tren de la mañana a la capital. Es más cómodo y rápido. El coche solo se utiliza para trayectos por la zona.

A Charlotte le pareció percibir un cierto lamento en la voz.

—¿Y qué río es aquel?

—El Mole. Desemboca en el Támesis.

—¿Se puede pasear por ahí?

—Claro —dijo Wilkins tras una vacilación casi imperceptible—. Los caminos junto a la orilla son muy bonitos, señorita.

Charlotte se dijo que debía recordar ese lugar para los paseos con Emily Clayworth.

—Ahora mire a la izquierda, señorita.

Ahí no se veía nada más que el final de un camino.

—Este es el North Downs Way, uno de los caminos más antiguos de Inglaterra. En otros tiempos, los peregrinos lo utilizaban de conexión entre Winchester y Canterbury. Lleva a la colina de Box Hill, aquí, a la derecha. Es un destino muy popular.

Charlotte escuchó casi con reverencia los nombres de aquellas dos antiguas ciudades con sus famosas catedrales. Había tantas cosas por descubrir. Confiaba en que, a pesar de que su ocupación le robaba todo el tiempo —no podía contar con vacaciones—, alguna vez tuviera la oportunidad de visitarlas.

El coche dobló hacia la izquierda y siguió el indicador de Westhumble. En cuanto atravesaron una línea de tren, Wilkins gritó hacia atrás:

—Ya ve, señorita, que también tenemos estación, pero los trenes aquí no van hacia Dover. Por eso usted tuvo que bajar en Dorking.

En cuanto dejaron atrás la estación doblaron hacia la derecha. A ambos lados de la carretera se extendían grandes bosques que habían empezado a cubrirse con su cálida muda otoñal, de tono marrón rojizo. A lo lejos, en lo alto de una colina, vislumbró una mansión de paredes blancas.

—Ya casi hemos llegado, señorita. A la derecha tenemos Nicols Field y Beechy Wood, y detrás del bosque pasa el Mole. Es una zona muy bonita en cualquier época del año. En lo alto de la colina se ve Norbury Park. La mansión tiene algo más de cien años.

Crabtree Lane era un camino largo y estrecho bordeado de casas elegantes y aisladas con grandes jardines. Unos muros de piedra antiguos, sobre los que doblaban sus ramas enormes unos árboles inmensos, protegían las propiedades del exterior. Charlotte se dijo que aquella era una zona agradable, en la que uno podía sentirse muy a gusto.

Wilkins giró y atravesó un portal situado en el lado derecho de la calle; la calesa entonces avanzó entre crujidos por el acceso, que estaba cubierto de guijarros. Charlotte estiró el cuello para contemplar la casa. Cuando esta asomó por detrás de los arbustos, se quedó sin habla.

Se trataba de una impresionante construcción de ladrillo rojo. El frontón de la casa estaba decorado con un entramado blanco y negro, y los ventanales inmensos sugerían unas estancias luminosas. Con todo, el detalle más cautivador era la torre circular que flanqueaba una esquina de la casa, y que recordaba un castillo. A la izquierda, junto a la mansión, había una cochera. Toda la casa estaba rodeada de árboles muy altos y su aspecto era encantador y muy inglés.

—Bienvenida a Chalk Hill, señorita.

Wilkins le retiró la manta y la ayudó a bajar. Mientras él se ocupaba del compartimento de las maletas, una mujer que llevaba un vestido muy tapado y de color negro abrió la puerta de la casa. Llevaba el pelo entrecano recogido severamente hacia atrás en un moño. No salió afuera; se quedó inmóvil en el umbral contemplando a Charlotte, que de pronto fue presa de una gran aprensión. La actitud de esa mujer revelaba cierto rechazo.

Charlotte inspiró profundamente. Si algo había aprendido en sus años como institutriz era que no debía mostrarse débil, ni ante los señores, ni ante los alumnos, ni tampoco ante el servicio. Toda señal de flaqueza se aprovechaba para atacar. Así de simple. La gente percibía esas cosas. Se enderezó y se acercó lentamente a la mujer.

Por fin esta dio un paso al frente e inclinó la cabeza de un modo apenas perceptible.

—Soy la señora Evans, el ama de llaves de sir Andrew. ¿Es usted la señorita Pauly?

Pronunció su nombre a la inglesa, «Poly», dejando oír una «o» larga; Charlotte se dijo que iba a tener que acostumbrarse a eso.

—Sí.

—Espero que, a pesar del retraso, haya tenido un buen viaje.

Se hizo a un lado para ceder el paso a Charlotte.

—Muchas gracias.

Charlotte contempló el vestíbulo, asombrada por el modo exquisito en que estaba decorado. La puerta de entrada tenía una ventana de cristales de colores; las baldosas del suelo eran blancas y negras y lucían perfectas. La barandilla de la amplia escalera que conducía al primer piso desde el lado izquierdo era de madera de roble brillante, pulida y de color marrón miel. Las paredes, tapizadas con tela roja, aportaban un ambiente cálido y acogedor, y el gran espejo de marco dorado hacía que la estancia pareciera aún más amplia. En ese mismo instante, el sol atravesó las nubes, se coló por el cristal de la puerta de entrada y proyectó un prisma de colores en el suelo. Charlotte se quedó muda ante la belleza de esa visión.

—Wilkins le subirá las maletas arriba. Supongo que querrá tomar una pequeña colación.

Charlotte no dijo que había estado comiendo de pie en la calle.

—Gracias, con mucho gusto.

El ama de llaves la acompañó por un pasillo que se abría a la izquierda del vestíbulo y que llevaba a la cocina y al resto de dependencias del servicio. La señora Evans abrió la puerta de un pequeño comedor y le ofreció asiento antes de marcharse.

A Charlotte le hubiera gustado preguntarle cuándo conocería al señor y a su hija, pero el ama de llaves se había retirado con demasiadas prisas, como si acabara de realizar una tarea molesta, pero necesaria. La posición de una institutriz en una casa siempre era delicada. No formaba parte del personal, ni se consideraba parte de la familia de los señores; su presencia en las comidas se toleraba, aunque por lo general se colocaba en el extremo apartado de la mesa, con sus alumnos. A menudo tenía que soportar el desprecio de sus señores y la animadversión del personal.

Charlotte era consciente de eso y estaba preparada; sin embargo, cuando se vio sola en esa casa desconocida y miró la puerta, se sintió insegura. Se levantó y se acercó a la ventana desde la cual se veía un jardín precioso. No presentaba arriates bien delimitados, sino manchas coloridas independientes de crisantemos, gerberas y ásteres, que parecían formar un enorme ramo de colores. Las tonalidades brillaban con tanta intensidad que a Charlotte le vinieron ganas de extender la mano y cortar una flor. El césped era como una alfombra espesa y verde tendida debajo de los árboles antiguos. Estaba tan ensimismada en aquel paisaje que dio un respingo al oír que llamaban a la puerta; entonces asomó una joven doncella con vestido negro y delantal y cofia blancos que le dejó una bandeja sobre la mesa. La saludó con una pequeña reverencia.

—Bienvenida, señorita. Me llamo Susan. Si quiere tomar asiento...

Le sirvió un plato de carne asada fría y verduras encurtidas, acompañado de pan tostado y mantequilla y una pequeña tetera.

—Si necesita alguna otra cosa, haga sonar la campanilla, por favor.

La muchacha hizo otra pequeña reverencia y se volvió hacia la puerta, pero Charlotte la abordó con rapidez.

—Susan, ¿podrías decirme si sir Andrew está en casa?

—No está aquí, señorita. Regresará de la ciudad al atardecer. A primera hora de la tarde tiene una sesión en el Parlamento.

—¿Y la señorita Emily?

—Ha ido a visitar al párroco de Mickleham. Cuando regrese, seguro que la verá.

Dicho eso, se marchó.

Charlotte empezó a comer, pero no tenía apetito, y no solo porque ya hubiera tomado algo antes. Se obligó a masticar muy bien y a acompañar cada bocado con un sorbo de té. El silencio de la sala era tan intenso que tenía la impresión de oírse incluso los latidos del corazón.

Al cabo de lo que a ella le pareció una eternidad, se oyeron unos pasos fuera y asomó de nuevo la señora Evans acompañada de Susan.

—¿Ha terminado ya de comer, señorita Pauly?

—Sí, gracias. Estaba muy bueno.

Apartó el plato a un lado y se levantó. El ama de llaves le señaló la puerta con un gesto discreto y, a la vez, imperioso.

—Si me acompaña, le mostraré su dormitorio.

Condujo a Charlotte de vuelta al vestíbulo y luego subieron por la escalera hasta el primer piso, si bien de un modo tan rápido que Charlotte apenas pudo admirar el resto de la decoración de la casa. Lo más llamativo del lugar era el silencio que reinaba en él. La alfombra de los escalones y también las otras con motivos orientales que cubrían el suelo amortiguaban el ruido de los pasos.

La figura delgada del ama de llaves se movía de forma delicada mientras se agarraba la falda con la mano. Charlotte, que aún llevaba las botas de viaje y su vestido de lana, se sintió muy torpe.

Cuando llegaron al descansillo de la escalera, la señora Evans le señaló una puerta que quedaba a la izquierda.

—Ese es el dormitorio de la señorita Emily. Al lado, a la derecha, está la sala de estudio donde usted dará las clases. Las estancias de sir Andrew se encuentran en la planta baja.

Avanzó sin detenerse en mostrar las habitaciones a Charlotte y luego abrió una puerta disimulada en el otro extremo del pasillo que daba paso a una escalera de caracol de piedra que conducía hacia lo alto en grandes círculos. Situados a intervalos regulares, unos ventanucos similares a las aspilleras de los castillos medievales permitían ver el exterior.

La señora Evans precedía a Charlotte en la escalera. Fue entonces cuando ella cayó en la cuenta de dónde estaba su dormitorio: se encontraba justamente en la hermosa torre del ala derecha de la casa, que tanto le había entusias

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