Las hijas de la villa de las telas (La villa de las telas 2)

Anne Jacobs

Fragmento

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1

El crepúsculo se cernía gris sobre el barrio industrial de Augsburgo. Aquí y allá resplandecían las luces de las fábricas donde, pese a la escasez de materia prima, aún se trabajaba; otros talleres, en cambio, permanecían a oscuras. Un grupo de mujeres y hombres mayores salieron al terminar su turno en la fábrica de paños Melzer. Algunos se subieron el cuello de la chaqueta; otros se protegían de la intensa lluvia con un pañuelo en la cabeza o un gorro. El agua bajaba borboteando por las calles adoquinadas. Quien ya no tenía un buen calzado de los tiempos de paz y caminaba sobre suelas de madera acababa con los pies empapados.

En la mansión de ladrillo de los dueños de la fábrica, Paul Melzer contemplaba junto a la ventana del comedor la silueta negra de la ciudad, que se iba fundiendo con el anochecer. Finalmente, volvió a correr la cortina y soltó un profundo suspiro.

—¡Siéntate de una vez, Paul, y tómate un trago conmigo! —oyó la voz de su padre.

Debido al bloqueo por mar de los ingleses, el whisky escocés era un lujo. Johann Melzer sacó dos vasos de la vitrina y aspiró el aroma del líquido color miel.

Paul lanzó una breve mirada a los vasos y la botella y negó con la cabeza.

—Más tarde, padre. Cuando tengamos motivo. Esperemos tenerlo en algún momento.

Se oyeron unos pasos presurosos en el pasillo y Paul se acercó corriendo a la puerta. Era Auguste, más redonda que nunca, con las mejillas sonrosadas y el encaje de la cofia erguido sobre el cabello despeinado. Llevaba un cesto con paños blancos arrugados.

—¿Aún no?

—No, por desgracia, señor Melzer. Aún tardará un poco.

Hizo una reverencia y corrió hacia la escalera de servicio para llevar la colada al lavadero.

—Pero ¡ya lleva más de diez horas, Auguste! —le gritó Paul por detrás—. ¿Es normal? ¿De verdad todo va bien con Marie?

Auguste se detuvo y le aseguró con una sonrisa que cada parto era distinto: unas daban a luz en cinco minutos y otras sufrían días de tormento.

Paul asintió, apesadumbrado. Auguste debía de tener razón, ella había sido madre dos veces, solo gracias a la generosidad de la familia Melzer conservaba su puesto en el servicio.

Desde la planta superior llegaban gritos de dolor contenidos. Paul dio sin querer unos pasos hacia la escalera y luego se detuvo, impotente. Su madre lo había sacado del dormitorio sin vacilar cuando apareció la partera, y Marie también le pidió que bajara. Paul debía ocuparse de su padre, Johann Melzer, enfermo desde que tuvo un derrame cerebral. Era un pretexto, ambos lo sabían, pero Paul no tenía ganas de discutir con su mujer justo en ese momento, en su estado, así que se resignó en silencio.

—¿Qué haces ahí plantado en el pasillo? —le gritó su padre—. Un parto es cosa de mujeres. Cuando haya terminado, ya nos lo dirán. ¡Ahora bebe!

Paul se acomodó obediente en la mesa y se bebió el contenido del vaso de un trago. El whisky le ardió en el estómago como el fuego, y recordó que no había comido nada desde el desayuno. Hacia las ocho de la mañana Marie había notado un leve tirón en la espalda, bromearon sobre sus continuos achaques durante el embarazo y él salió hacia la fábrica con el corazón encogido. Poco antes de la pausa para almorzar, su madre llamó desde casa para comunicarle que Marie tenía contracciones y que ya habían avisado a la partera. No había de qué preocuparse, todo seguía su curso.

—Cuando tu madre te trajo al mundo, hace ahora veintisiete años —dijo Johann Melzer, que contemplaba pensativo su vaso de whisky—, yo estaba en la fábrica, en mi despacho, haciendo cuentas. En semejante situación, un hombre necesita una ocupación, de lo contrario lo devoran los nervios.

Paul asintió, pero al mismo tiempo estaba atento a cualquier ruido en el pasillo, los pasos de la doncella, que subía a la segunda planta, el tictac del reloj de pie, la voz de su madre que ordenaba a Else que fuera a buscar dos sábanas limpias al lavadero.

—Por aquel entonces eras un auténtico incordio —continuó su padre, con una sonrisa de satisfacción—. Alicia pasó una noche de mil demonios. Casi le costaste la vida a tu madre.

No eran las palabras más adecuadas para aplacar los miedos de Paul, y su padre se dio cuenta.

—Pero no te preocupes, las mujeres que parecen débiles son mucho más duras y fuertes de lo que la gente suele creer. —Bebió un trago largo—. ¿Qué pasa con la cena? —gruñó, y pulsó la campana eléctrica del servicio—. Ya son más de las seis, ¿es que hoy todo se ha trastocado?

Ante los reiterados timbrazos apareció Hanna, la ayudante de cocina, una chica morena y un poco tímida a la que Marie protegía de manera especial. Alicia Melzer habría despedido a la chiquilla hacía tiempo, pues no servía para el trabajo y rompía más vajilla que cualquiera de sus antecesoras.

—La cena, señor.

Caminó haciendo equilibrios con dos bandejas de bocadillos: pan moreno, paté de hígado, queso cremoso con comino y pepinillos encurtidos del huerto de la cocina que había creado Marie el otoño anterior. La carne, el embutido y la grasa empezaban a escasear y solo se conseguían con cartilla de racionamiento. Quien quisiera disfrutar de exquisiteces o incluso de chocolate precisaba de buenos contactos y los medios necesarios. En casa de los Melzer eran leales al emperador y estaban decididos a cumplir con su deber patriótico, que incluía estar dispuesto a renunciar a determinadas cosas en tiempos difíciles.

—¿Por qué ha tardado tanto, Hanna? ¿Qué hace la cocinera ahí abajo?

Hanna distribuyó presurosa los platos en la mesa y dos panecillos y un pepinillo resbalaron sobre el mantel blanco. Volvió a colocar en su sitio a los fugitivos con los dedos. Paul levantó las cejas con un suspiro: era inútil llamar la atención a esa chica. Todo lo que le decían le entraba por un oído y le salía por otro. Humbert, el lacayo de la villa, que hacía su trabajo a la perfección y con entrega, había sido llamado a filas al inicio de la guerra. El pobre seguro que no se desempeñaba bien como soldado.

—Es culpa mía —soltó Hanna, sin mala conciencia—. La señora Brunnenmayer había preparado los platos, yo los he subido con el resto de la comida y luego me he dado cuenta de que estos eran para usted.

La alimentación de las señoras de la segunda planta requería dedicación absoluta por parte de la cocinera. Sobre todo la de la partera, que tenía un apetito insaciable y ya iba por la tercera jarra de cerveza. Además, la señora Elisabeth von Hagemann y la señora Kitty Bräuer habían avisado de que se unían a la cena.

Paul esperó a que Hanna hubiera salido y luego hizo un gesto de enfado con la cabeza. Kitty y Elisabeth, sus dos hermanas. ¡Como si no hubiera suficientes mujeres dando vueltas por la casa!

—¡Cocinera! —rugió una voz desde la planta superior—. ¡Una taza de café en grano! ¡Pero del de verdad, no de esta cosa que parecen guisantes!

Debía de ser la partera. Paul ni siquiera le había visto la cara a aquella mujer. A juzgar por la voz, parecía una persona fuerte y muy decidida.

—Es como un sargento de caballería —dijo su padre despectivamente—. Igual que esa enfermera a la que contrató Alicia hace dos años. ¿Cómo se llamaba? Ottilie. Era capaz d

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