El chico que nunca llamó

Rosie Walsh

Fragmento

cap-2

1

Cariño mío:

Hoy se cumplen diecinueve años de esa luminosa mañana en que nos sonreímos y nos dijimos adiós. En ningún momento dudamos que volveríamos a vernos, ¿verdad? La pregunta no era si eso ocurriría, sino cuándo. De hecho, ni siquiera era una pregunta. Tal vez el futuro nos parecía tan insustancial como el borde ondulado de un sueño, pero nos incluía incuestionablemente a ti y a mí. Inseparables.

Sin embargo, no era así. Incluso después de tantos años, es algo que aún me asombra.

Han pasado ya diecinueve años. ¡Diecinueve años, ni más ni menos! Y sigo buscándote. Nunca dejaré de buscarte.

A menudo te apareces cuando menos me lo espero. Hoy mismo, hace un rato, estaba absorta en algún pensamiento sombrío y sin sentido, con el cuerpo tenso como un puño de metal. De pronto estabas allí: una hoja clara de otoño dando vueltas por encima de la hierba plateada. Me enderecé y aspiré el olor de la vida, sentí el rocío en los pies, contemplé los tonos de verde. Intenté atraparte, esa hoja brillante que retozaba, contoneándose entre risitas. Traté de tomarte de la mano, de mirarte a los ojos, pero como una mancha flotante te deslizabas silenciosamente hacia los lados, hasta quedar justo fuera de mi alcance.

Nunca dejaré de buscarte.

cap-3

2

Día siete: cuando los dos lo supimos

La hierba estaba húmeda. Mojada, oscura, laboriosa. Se extendía hasta la ennegrecida loma del bosque, temblando al paso de batallones de hormigas, caracoles torpes y arañas diminutas que tejían sus sutiles redes. Bajo nuestros pies, la tierra absorbía el último residuo de calor, guardándolo para sí.

Eddie, tumbado junto a mí, tarareaba el tema de Star Wars. Me acariciaba el pulgar con el suyo. Poco a poco, con suavidad, como las nubes que se deslizaban sobre la fina rodaja de luna en lo alto.

—Intentemos avistar alienígenas —había propuesto él antes, mientras el color violáceo del cielo cobraba intensidad hasta volverse morado. Allí seguíamos.

Oí el suspiro lejano del último tren que se internaba en el túnel, arriba en la ladera, y sonreí al recordar cuando Hannah y yo acampábamos de niñas, en un prado pequeño de ese pequeño valle, ocultas a los ojos de lo que aún nos parecía un mundo pequeño.

Al primer indicio de la llegada del verano, Hannah suplicaba a nuestros padres que montaran la tienda de campaña.

—Claro —respondían ellos—. Siempre y cuando acampéis en el jardín.

El jardín era llano. Se encontraba frente a nuestra casa, y se dominaba desde casi todas las ventanas. Pero Hannah no se conformaba con eso, pues su espíritu aventurero —aunque era cinco años menor que yo— siempre había superado al mío. Ella quería acampar en el prado. Este ascendía por la empinada pendiente de la colina situada detrás de casa, hasta finalizar en una meseta justo lo bastante grande para alojar una tienda de campaña. Nada la dominaba salvo el cielo. Estaba salpicada de boñigas en forma de discos voladores y se hallaba a tal altura que desde allí casi alcanzábamos a ver el fondo de nuestra chimenea.

A nuestros padres no les entusiasmaba la idea de que acampáramos en el prado.

—Pero si no me pasará nada —insistía Hannah con su voz de marimandona (cuánto echaba de menos esa voz)—. Estaré con Alex. —Se refería a su mejor amiga, que se pasaba casi todo el día en nuestra casa—. Y con Sarah. Ella nos protegerá si aparece algún asesino —añadió, como si yo fuera un hombretón fornido con un gancho de derecha demoledor—. Además, si vamos de acampada no tendrás que prepararnos la cena. Ni el desayuno…

Hannah era como un buldócer en miniatura —nunca se quedaba sin contraargumentos—, así que nuestros padres acababan por ceder. Al principio acampaban en el prado con nosotras, pero con el tiempo, mientras me abría paso por la enmarañada jungla de la adolescencia, dejaron que Hannah y Alex durmieran allí arriba solas, siempre y cuando yo les hiciera de guardaespaldas.

Nos tumbábamos en la vieja tienda que papá se llevaba a los festivales —un pesado armatoste de lona naranja del tamaño de un bungalow pequeño— a escuchar la sinfonía de sonidos procedentes de la hierba de fuera. A menudo me quedaba despierta mucho rato después de que mi hermana pequeña y su amiga sucumbieran al sueño, preguntándome qué clase de protección podría ofrecerles en realidad si alguien irrumpiera de pronto. La necesidad de proteger a Hannah —no solo mientras dormía en aquella tienda, sino siempre— me ardía como lava fundida en el estómago, como un volcán que en cualquier momento podía entrar en erupción. Pero ¿qué les haría a unos malhechores de verdad? ¿Arrearles un golpe de kárate con mi muñeca de adolescente? ¿Apuñalarlos con un palo para asar nubes de azúcar?

«Se muestra indecisa con frecuencia, poco segura de sí misma», había escrito mi tutora en mi boletín de notas.

—Qué información tan jodidamente útil —había espetado mamá en el tono que solía reservar para echar bronca a nuestro padre—. Tú ni caso, Sarah. ¡Sé tan insegura como te dé la gana! ¡Para eso está la adolescencia!

Al final, agotada por la lucha interior entre el instinto protector y la sensación de impotencia, me quedaba dormida y me levantaba temprano para reunir la repugnante combinación de ingredientes que Hannah y Alex hubieran metido en sus mochilas para preparar su «sándwich mañanero».

Me posé la mano en el pecho; atenué la fuerza de los recuerdos. No era una noche para estar triste; era una noche para vivir el presente. Para disfrutar de la compañía de Eddie y de aquello tan intenso que había entre nosotros y cuya intensidad seguía aumentando.

Me concentré en los sonidos nocturnos de un claro en medio del bosque. Los chirridos de los invertebrados, el correteo de los mamíferos. El verde susurro de las hojas, el plácido sube y baja de la respiración de Eddie. Escuchaba los latidos de su corazón a través de su jersey y me maravillaba su regularidad. «Ya irá mostrando su forma de ser —decía mi padre sobre las personas—. Tendrás que observar y esperar, Sarah.» Pero llevaba una semana observando a ese hombre y no había percibido el menor signo de intranquilidad. Me recordaba en muchos aspectos a la persona que yo había aprendido a ser en el trabajo: responsable, racional, impasible ante los avatares del sector no lucrativo. Sin embargo, yo me había pasado años entrenándome, mientras que Eddie parecía ser así por naturaleza.

Me pregunté si él era capaz de oír la emoción que me bullía en el pecho. Hacía solo unos días yo estaba separada, a punto de divorciarme y de cumplir los cuarenta. Y entonces, había sucedido. Había aparecido él.

—¡Oh! ¡Un tejón! —exclamé cuando una figura pequeña atravesó el oscuro borde de mi campo de visión—. Me pregunto si será Cedric.

—¿Cedric?

—Sí. Aunque supongo que no será él. ¿Cuánto tiempo viven los tejones?

—Creo que alrededor de diez años. —Eddie estaba sonriendo; se lo

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