El progreso del amor

Alice Munro

Fragmento

cap-1

El progreso del amor

Me llamaron por teléfono al trabajo, y era mi padre. Ocurrió poco después de mi divorcio, en las oficinas de la agencia inmobiliaria. Mis dos hijos estaban en el colegio. Era un día de septiembre bastante caluroso.

Mi padre era muy educado, hasta con la familia. Tardó un rato en preguntarme qué tal estaba. Modales de campesino. Incluso si alguien te telefonea para decirte que tu casa está ardiendo, primero te pregunta qué tal te encuentras.

—Bien —contesté—. ¿Y tú?

—Pues no muy bien —replicó mi padre, con su tono característico, de disculpa pero también de amor propio—. Me temo que tu madre se ha ido.

Yo sabía que «se ha ido» significaba «ha muerto». Lo sabía, aunque durante unos segundos vi a mi madre con su sombrero negro de paja bajando por el sendero. Las palabras se ha ido no parecían reflejar más que un profundo desahogo e incluso emoción, la emoción que se siente cuando se cierra una puerta y tu casa vuelve a la normalidad y te sumerges en el espacio libre que te rodea. También la denotaba la voz de mi padre, bajo el tono de disculpa, un sonido extraño como si contuviera el aliento. Mi madre no había sido una carga —no estuvo enferma ni un solo día—, y lejos de sentirse aliviado por su muerte, mi padre se lo tomó muy mal. No se acostumbraba a vivir solo, decía. Entró en el asilo del condado de Netterfield de buena gana.

Me contó que había encontrado a mi madre en el sofá de la cocina al volver a mediodía. Ella había cogido unos tomates y los estaba colocando en el alféizar de la ventana para que madurasen; debió de sentirse mal y se acostó. Al decir aquello su voz tembló —se quebró, como era de esperar—, de puro aturdimiento. Vi mentalmente el sofá, la vieja colcha que lo protegía, justo debajo del teléfono.

—Así que he pensado que debía llamarte —concluyó mi padre, y esperó a que le dijera qué tenía que hacer.

Mi madre rezaba de rodillas a mediodía, por la noche y nada más despertarse por la mañana. Cada día que se abría ante ella estaba destinado al cumplimiento de la voluntad de Dios. Todas las noches repasaba lo que había hecho, dicho y pensado para comprobar si a Él le cuadraba bien la suma. La gente piensa que esa clase de vida es monótona, pero es porque no la entienden. Para empezar, semejante vida nunca puede resultar aburrida, y no te pasa nada de lo que no saques algún provecho. Aunque te abrumen los problemas, estés enfermo y seas pobre y feo, te queda el alma, que conservas durante toda la vida como un tesoro. Al subir a rezar después de comer, mi madre rebosaba de fuerza y esperanza y sonreía plácidamente.

Se salvó en un campamento, a los catorce años. Ese fue el verano en que murió su madre, mi abuela. Durante varios años mi madre asistió a reuniones con otras muchas personas que también habían sido salvadas, salvadas una y otra vez, antiguos pecadores conversos. Contaba anécdotas sobre lo que ocurría en aquellas reuniones, las canciones, los gritos, el desenfreno. Me contó que un día un anciano se levantó y chilló: «¡Baja, oh, Señor, baja hasta nosotros! ¡Baja por el tejado y yo pagaré la reparación!».

Había vuelto a la religión anglicana, muy en serio, cuando se casó. Tenía veinticinco años y mi padre, treinta y ocho. Una pareja simpática, altos los dos, buenos bailarines, buenos jugadores de cartas, muy sociables. Pero personas serias; así los definiría yo. Con una seriedad que ya apenas nadie mantiene. Mi padre no era religioso en el mismo sentido que mi madre. Era anglicano y conservador, porque así le habían educado. Él fue el hijo que se quedó en la granja con sus padres para cuidarlos hasta que murieron. Conoció a mi madre, la esperó, se casaron; entonces se consideró afortunado por tener una familia para la que trabajar. (Tengo dos hermanos, y una hermana que murió al poco de nacer.) Estoy convencida de que mi padre no se acostó con ninguna mujer antes de mi madre, ni tampoco con ella hasta que se casaron. Y tuvo que esperar, porque mi madre no quería casarse antes de haberle pagado a su padre hasta el último centavo que había gastado desde que muriera su madre. Llevaba la cuenta de todo —alojamiento, libros, ropa— para devolverlo. Cuando se casó, no tenía ahorrillos, como la mayoría de los maestros, ni ajuar, ni sábanas, ni vajilla. Mi padre solía decir, con expresión sombría y jocosa, que él habría querido encontrar a una mujer con dinero en el banco. «Pero si aceptas el dinero del banco, también tienes que aceptar la suerte que lo acompaña, y a veces no es ninguna ganga», añadía.

La casa en la que vivíamos tenía habitaciones grandes y altas, con persianas de color verde oscuro. Cuando estaban bajadas para protegernos del sol, me gustaba mover la cabeza para ver los destellos de luz por los agujeros y las ranuras. Otra cosa que me gustaba mirar era las manchas de la chimenea, las antiguas y las recientes, que yo transformaba en animales, caras de personas, incluso ciudades lejanas. Un día se lo conté a mis dos hijos, y su padre, Dan Casey, dijo: «Es que como los padres de vuestra madre eran tan pobres no podían comprar un televisor, así que tenían manchas en el techo. ¡Vuestra madre tenía que conformarse con ver las manchas del techo!». Le encantaba tomarme el pelo porque yo pensaba que la pobreza era algo estupendo.

Cuando mi padre era muy viejo, comprendí que no le importaba tanto que la gente hiciera cosas nuevas —por ejemplo, que yo me divorciara— como que tuviera razones nuevas para hacerlas.

Gracias a Dios nunca hubo necesidad de que se enterase de lo de la comuna.

«Nunca fue esa la intención del Señor», decía. Sentado con los demás ancianos en el asilo, en la galería alargada y oscura, insistía en que nunca fue intención del Señor que la gente corriera como loca por el campo en motocicletas y trineos. Y en que tampoco era intención del Señor que las enfermeras llevaran pantalones de uniforme. A las enfermeras no les importaba. Le llamaban «guapo» y me decían que era un cielo, un verdadero caballero, muy religioso. Les maravillaba su abundante pelo negro, que conservó hasta su muerte. Se lo lavaban y se lo peinaban de una forma muy bonita, ondulándoselo con los dedos.

A veces, y a pesar de todos los cuidados que recibía, se sentía un poco triste. Quería irse a casa. Se preocupaba por las vacas, las vallas, por quién se levantaría a encender el fuego. Tuvo unos cuantos detalles crueles, pero muy pocos. En una ocasión me dirigió una mirada hostil y atravesada cuando entré a verle. Me dijo:

—Me extraña que no se te hayan despellejado las rodillas.

Yo me eché a reír y repliqué:

—¿De qué? ¿De fregar suelos?

—¡De rezar! —contestó con un bufido.

No sabía con quién estaba hablando.

No recuerdo a mi madre sino con el pelo blanco. Mi madre encaneció a los veintitantos años, y no le quedó un solo cabello de su antiguo color castaño. Yo intenté muchas veces que me describiera el tono exacto.

—Oscuro.

—¿Como el de Brent, o el de Dolly?

Eran nuestros caballos, los que trabajaban en la granja.

—No sé. No tenía pelo de caballo.

—¿Era como el chocolate?

—Algo parecido.

—¿No te dio pena cuando se te puso blanco?

—No, me alegré.

—¿Por qué?

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