Condenada

Chuck Palahniuk

Fragmento

I

¿Estás ahí, Satanás? Soy yo, Madison. Acabo de llegar aquí, al Infierno, pero no es culpa mía, salvo tal vez por el hecho de haberme muerto de una sobredosis de marihuana. Tal vez esté en el Infierno por ser gorda… Una auténtica foca. Si una puede ir al Infierno por tener la autoestima baja, entonces es por eso por lo que estoy aquí. Ojalá pudiera mentirte y decirte que estoy en los huesos y que soy rubia y tetuda. Pero, créeme, tengo mis razones para estar gorda.

Para empezar, déjame que me presente.

¿Cómo puedo transmitir con fidelidad la sensación de estar muerta…?

Sí, conozco la palabra transmitir. Estoy muerta, no soy retrasada mental.

Creedme, estar ya muerta es mucho más fácil que el hecho en sí de morirse. Si eres capaz de ver mucha televisión, entonces estar muerta es pan comido. En realidad, ver televisión y navegar por internet son un entrenamiento perfecto para estar muerta.

Lo más cerca que puedo llegar a describir la muerte es compararla con cuando mi madre enciende su portátil y lo conecta con el sistema de vigilancia de nuestra casa de Mazatlán o de Banff.

–Mira –me dice, girando la pantalla de lado para que yo la vea–: está nevando.

Y en el ordenador vemos resplandecer suavemente el interior de nuestra casa de Milán, la sala de estar, con la nevada cayendo al otro lado de los ventanales; y a larga distancia, pulsando las teclas Ctrl, Alt y W, mi madre abre del todo las cortinas de la sala de estar. Pulsa Ctrl y D para atenuar las luces con el control remoto y las dos nos quedamos sentadas, en un tren o en un sedán de alquiler o a bordo de un jet privado, contemplando la bonita vista invernal a través de los ventanales de esa casa vacía que se ve en la pantalla del ordenador. Pulsa las teclas Ctrl y F para encender el fuego de la chimenea de gas y las dos nos quedamos escuchando el susurro que hace la nieve italiana al caer y el crepitar de las llamas por los monitores de audio del sistema de seguridad. Después mi madre teclea en el sistema las instrucciones para ver nuestra casa de Ciudad del Cabo. A continuación conecta con nuestra casa de Brentwood. Podría estar simultáneamente en todos los lugares y en ninguno, soñando con las puestas de sol y el follaje de todos los lugares salvo aquel donde está. En el mejor de los casos, una centinela. Y en el peor, una voyeur.

Mi madre es capaz de matar la mitad de un día delante del portátil sin hacer nada más que mirar habitaciones en las que solo hay nuestros muebles. Manipulando el termostato con el control remoto. Atenuando las luces y eligiendo el nivel adecuado de música suave para cada habitación.

–Es para desconcertar a los ladrones de casas –me cuenta. Va pasando de una cámara a otra, mirando cómo la doncella somalí nos limpia la casa de París. Encorvada sobre su pantalla de ordenador, suspira y dice–: En Londres están floreciendo mis azafranes…

Desde detrás de la sección de Negocios del Times que está leyendo, mi padre le dice:

–Se llaman «azafranes de primavera».

Lo más seguro es que entonces mi madre suelte una risilla y pulse las teclas Ctrl y L para encerrar a una doncella dentro de un cuarto de baño situado a tres continentes de distancia solo porque los azulejos no se ven tan pulidos como ella quiere. Eso es lo que mi madre entiende por una travesura divertida. Afectar el entorno sin estar físicamente presente. El consumo en ausencia. Igual que conseguir que una canción de éxito que grabaste hace décadas siga ocupando la mente de un trabajador chino esclavizado al que no conocerás nunca en la vida. Es poder, sí, pero una modalidad absurda e impotente de poder.

En la pantalla del ordenador, una doncella coloca un jarrón lleno de peonías recién cortadas en la repisa de la ventana de nuestra casa de Dubái y mi madre se dedica a espiarla vía satélite y a bajar el aire acondicionado, más y más frío, dándole a una tecla a través de su conexión inalámbrica, congelando esa casa y esa habitación en concreto, hasta obtener un nivel de frío de cámara frigorífica, de pista de esquí, gastando una burrada en freón y en electricidad solo para conseguir que unas bonitas flores cortadas de color rosa que han costado diez pavos le duren un día más.

Pues estar muerta es así. Sí, conozco la palabra ausencia. Tengo trece años, no soy idiota. Y estando muerta, por los dioses, anda que no entiendo la idea de la ausencia.

Estar muerta es la esencia misma de no llevar equipaje.

Estar muerta-muerta es algo que se hace sin parar, veinticuatro horas al día, siete días a la semana y trescientos sesenta y cinco días al año… para siempre.

No me pidáis que os explique cómo es que te saquen toda la sangre del cuerpo. Lo más seguro es que ni siquiera debiera contaros que estoy muerta, porque seguro que ahora os sentís espantosamente superiores a mí. Hasta el resto de la gente gorda se siente superior a la Gente Muerta. Y a pesar de todo, aquí va: mi Escalofriante Admisión. Lo confieso todo y no me guardo nada. Salgo del armario. Estoy muerta. Ahora ya no me lo podéis recriminar.

Sí, todos resultamos un poco misteriosos y absurdos para los demás, pero nadie resulta tan ajeno como alguien que está muerto. A un desconocido le podemos perdonar que decida practicar el catolicismo o la homosexualidad, pero no que se someta a la muerte. Odiamos la falta de entereza. Morirse nos parece la peor de las debilidades, peor que el alcoholismo o la adicción a la heroína, y en un mundo donde la gente ya te llama perezosa si no te afeitas las piernas, estar muerta parece el defecto de carácter supremo.

Es como si te hubieras escaqueado de la vida, simplemente no te has esforzado lo bastante como para realizar todo tu potencial. ¡Gallina! Y estar gorda y muerta, os lo aseguro, ya es cagarla por partida doble.

No, no es justo, pero aunque sintáis lástima por mí, lo más seguro es que también os sintáis puñeteramente orgullosos de estar vivos y seguramente masticando un bocado de algún pobre animal que tuviera la mala suerte de vivir por debajo de vosotros en la cadena alimentaria. No os estoy contando todo esto para daros pena, en absoluto. Tengo trece años, soy una chica y estoy muerta. Me llamo Madison, y lo último que necesito es vuestra estúpida compasión condescendiente. No, no es justo, pero es lo que hay. La primera vez que conocemos a alguien, nos sale una vocecilla insidiosa en la cabeza que dice: «Puede que lleve gafas o que tenga las caderas anchas o que sea una chica, pero por lo menos no soy gay ni negra ni judía». En otras palabras: puede que sea yo, pero por lo menos tengo la sensatez de no ser TÚ. De manera que ni siquiera voy a mencionar el hecho de que estoy muerta porque todo el mundo se siente puñeteramente superior a los muertos, hasta los mexicanos y la gente con sida. Es como cuando estudiábamos a Alejandro Magno en la clase de Influencias de la Historia Occidental de séptimo y no podíamos dejar de pensar: «Si Alejandro era tan valiente y listo y… Magno… ¿por qué se murió?».

Sí, conozco la palabra insidiosa.

La Muerte es el Único Gran Error que ninguno de nosotros pl

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