El padre de Blancanieves

Belén Gopegui

Fragmento

Capítulo 1

1

SUSANA. EDAD: 20 AÑOS. Altura: 1,62 cm. Estudios: Escuela Técnica Superior de Ingenieros Agrónomos, cuarto curso. Ojos: mezcla de verde, amarillo y pardo. Usa: lentillas. Milita desde 2004.

Susana a la asamblea

Necesitamos, hemos dicho a veces, informes sobre el mundo, sobre lo que ocurre en los institutos, hospitales, fábricas, comisarías, en cada empresa. Pero quizá necesitemos también algunos informes de las habitaciones.

El otro día pasó algo en mi casa. Mi madre había llamado al supermercado quejándose por un pedido que no le habían traído a tiempo. Al día siguiente tocaron el timbre, era el repartidor del supermercado, un ecuatoriano. Le dijo que por culpa de su llamada le habían despedido y que si no lograba que le readmitieran, mi madre sería para siempre responsable de lo que le pasara a él y a su familia. Él se encargaría de recordarle esa responsabilidad.

Después de varias visitas mi madre consiguió hablar con el gerente del supermercado, quien le explicó que era imposible readmitirle: habían contratado a otra persona y no iban a echarla. Ya os imagináis que durante todos esos días mi madre no dejaba de encontrarse al ecuatoriano por el barrio; también un día le vio cerca del instituto donde da clases.

Mi padre quería llamar a la policía, pero mi madre se lo prohibió. Le pidió ayuda para encontrar otro empleo de repartidor. A mi padre no le hacía ninguna gracia, no quería comprometerse recomendando a un individuo que no se conformaba con un despido y acosaba a alguien como mi madre. Hace tres días yo estaba mirando por la ventana y, en la esquina de la calle, vi a mi padre hablando con un hombre bajo, moreno, que llevaba puesta una gorra de visera azul. Mi padre es bastante tranquilo, pero no soporta las intromisiones. Pensé que podía estar amenazando al ecuatoriano. Sin embargo, ayer supe por mi madre que mi padre le había encontrado trabajo en una frutería bastante alejada de nuestra casa.

Podríamos intentar algo parecido. Llevar las consecuencias de los problemas al lugar donde se originan. Necesitamos todo lo que estamos haciendo ahora, la lucha, la reflexión, la organización. Lo que propongo es poner en marcha, además, una célula productiva que nos permita elaborar cosas. No incidir sólo, por ejemplo, en las condiciones en que se trabaja, sino además en lo que se hace cuando se trabaja. ¿Por qué no podemos intervenir en la elección de los bienes que van a producirse? ¿Por qué permitimos que una minoría se apropie de esa elección y de los bienes? Hasta ahora habíamos dejado estas preguntas para un futuro lejanísimo, cuando cambiase la relación de fuerzas. Preguntemos ahora. No sigamos esperando.

Comunicado 1 con presentación

Ustedes, sujetos individuales, suelen referirse a mí como asamblea, aunque a veces también me llamen congreso, foro, grupo de grupos, movimiento. Y no suelen tener oportunidades para conversar conmigo. Los sujetos colectivos no hablamos sino que más bien emitimos circulares, documentos, resoluciones. Un comunicado es de las cosas menos solemnes que podemos emitir. Pero yo me he tomado la libertad de añadirle esta presentación porque los sujetos colectivos nos pensamos a nosotros mismos en singular y tenemos nuestras cosas. Preferencias, ya saben, manías, estribillos que se nos pegan a veces, peculiaridades. Yo, por ejemplo, además de en singular tiendo a pensarme a mí mismo en masculino. Creo que es porque desde pequeños nos enseñan que a lo que más nos parecemos no es a los animales ni a los vegetales sino: a) al plancton, b) a los extraterrestres.

Los sujetos colectivos no somos puros, ni perfectos, se nos considera unos doscientos años más evolucionados que los sujetos individuales, pero doscientos años no es mucho. Así que también tenemos inercias históricas y si oímos decir extraterrestres sobre todo pensamos en extraterrestres masculinos, aunque la expresión pueda por igual designar a las extraterrestres, y al probable sujeto extraterrestre andrógino. En cuanto a mi caso particular, igual que algunos escritores célebres sufrieron audición coloreada, yo en ocasiones sufro una especie de audición animada. Con la palabra asamblea no puedo evitarlo: veo siempre a una mujer del siglo XVIII con un miriñaque bajo el vestido, me refiero a esa armadura de aros de metal que usaban para ahuecar las faldas por las caderas. Digo asamblea y la fonética, la eme en particular, me conduce al momento en que la dama asamblea se dispone a tomar asiento: ¿qué demonios hace ahora con los aros?, ¿los aplasta? Yo no me llamo a mí mismo asamblea, prefiero congreso o colectivo, o colectivo de colectivos. Y suelo pensarme como un extraterrestre o como plancton, según los días y su cantidad de luz.

Mi verdadero nombre en realidad pudiera ser sujeto colectivo D 68-06 (17)n; lo uso sólo en situaciones de extrema melancolía, que son raras. Algo más habituales, aunque tampoco demasiado, son las situaciones de melancolía a secas. Las causas varían pero hay una recurrente: yo siempre quise ser Centro de Biotecnología Marina. Esto que soy, movimiento, congreso, colectivo de colectivos, no me disgusta, lo prefiero con mucho a Fundación Caja Rioja o a Club de Fútbol. Sin embargo, así como los sujetos individuales fantasean con irse a vivir a un pueblo o con montar una librería, yo también tengo mis días y entonces me veo como un centro estable, ni grande ni pequeño, por fuera varias cúpulas, en su interior dos invernaderos, tanques de cultivo, citómetros de flujo y alguna red de plancton. Supongo que el plancton es una de las cosas que me atrae de este destino, otra es la estabilidad. Al contrario de aquella canción, yo no «tengo alma de marinero»: a mí me gustaría permanecer siempre en un sitio, y me imagino un centro de biotecnología marina como un submarino del capitán Nemo pero en versión edificio inmueble, firmemente sujeto a la tierra aunque tenga alguna dependencia bajo el agua.

Otros sujetos colectivos me han dicho que vaya desengañándome, los centros de biotecnología marina son apenas una pizca más estables que los clubs de fútbol, también les agitan pasiones, divisiones, empresarios y políticos los zarandean por igual. No me importa, estoy dispuesto a sobrellevar esos inconvenientes. Poseo un temperamento de persona pensativa y no hay quien me convenza de que un CBM no reuniría las condiciones idóneas para mí. Si algunas tardes parezco distraído, sepan que me ha venido a la cabeza la imagen de un centro de biotecnología marina situado en alguna isla del planeta y barrunto, barrunto.

Esto no significa que reniegue de mi estado actual, ni mucho menos. Y eso que los entes como yo no tenemos buena fama. A los partidos, movimientos, asambleas, organizaciones y colectivos de colectivos se nos acusa de hacer algo así como anegar las individualidades, se dice que somos férreos e imponemos una misma horma de zapato todo el tiempo.

Acostumbro a recordar a mis detractores el fenómeno de la timidez. Cuando un sujeto individual se declara a sí mismo tímido, es probable que asista a las tertulias liberado de la necesidad de hablar, puesto que es tímido; es decir, su propia timidez hará que apenas nunca se vea obligado a desarrollar recursos para vencerla, con lo que aumentará su miedo a romper el fuego en distintas circunstancias, y la serpiente se morderá la cola. El cerebro humano individual necesita simplificar, no puede estar continuamente precisando los términos: en algunas situaciones, con cierta frecuencia, etcétera. Pero cuando la simplificación se proyecta sobre rasgos del carácter y se precipita hacia el soy tímido o soy impulsivo o soy celoso, demasiado a menudo deviene en un «es que, como soy tímido...», que impide la evolución.

Muy lejos de esas pequeñas servidumbres, los sujetos colectivos nos reunimos y acordamos a menudo modificarnos: por ejemplo, dejar de ser entes con ánimo de lucro, o maoístas, o centralistas democráticos. No somos férreos, ¿cómo podríamos serlo si nuestra naturaleza es la única capaz de desmaterializarse y volverse a materializar sin que medie la muerte? Pongamos el caso de un colectivo político, o sindical: ¿dónde está cuando no está en su sexto congreso o en su resolución número quince o en la reunión del jueves por la tarde de la pequeña agrupación? ¿En sus locales, si es que los tiene, en sus estatutos, en sus militantes? Sí y no; pero, sobre todo, no. Cada una de esas cosas es cada una de esas cosas, no es el colectivo. El colectivo se ha desmaterializado y está sólo en la promesa de volverse a materializar. Esto es algo que puede que ocurra o puede que no..., y nos llaman férreos.

No digo que no haya habido resoluciones duras de diferentes colectivos, incluso férreas. Pero eso tiene que ver con las resoluciones, no con el hecho de haber sido emitidas por colectivos, pues cuántas más resoluciones férreas individuales no hay en esta vida, y por ellas se apuñala, se estafa y se hacen muchas otras cosas que no tienen remedio.

He visto a hombres y mujeres pelearse desesperados por unas siglas, pues pensaban que era ahí, en las siglas, donde permanecemos los sujetos colectivos cuando nos desmaterializamos. No, no estamos en las siglas. Lo que se mantiene es la información, dicen algunos. Bueno, eso puede ser así para los rayos láser o para el proceso de convertir documentos materiales en documentos virtuales, también llamado ahora desmaterializar. Pero cuando un colectivo se desmaterializa no basta con que permanezcan las siglas ni la información. El colectivo vive en la promesa de volverse a materializar.

Ya sé que la promesa es un concepto devaluado. ¡Qué le vamos a hacer si no hay otro! Una promesa, una intención que dure. Y si no dura, que el último apague la luz.

Fin de la presentación; abandono el plancton, dejo atrás los citómetros de flujo, sus depósitos de líquido envolvente y sus reguladores de presión. Hay sujetos humanos que soñaban con ser conservadores de bosques en Alaska y ahí están, treinta y dos años de carteros del banco en un distrito de Madrid. Los sujetos colectivos no somos tan distintos. Quizá nunca llegue a convertirme en Centro de Biotecnología Marina. Puesto que ahora sí soy un colectivo de colectivos con ínfimo presupuesto y un porcentaje no bajo de esa intención que dura, he de ajustarme a un programa de vida más aguerrido e incierto.

ERA EL SEGUNDO DÍA de reuniones. La asamblea había empezado el viernes por la tarde y terminaría el domingo a las dos, para dar tiempo a quienes debieran viajar. Había cincuenta y siete delegados; aunque la asamblea la formaban sesenta y tres grupos, seis habían fallado por distintos motivos. Era una asamblea, no un congreso, no había estatutos que poner al día. Era un intento de establecer dos o tres principios de unidad de acción para grupos de muy distinto origen, medios, capacidad. Sólo unas quince personas tenían más de cuarenta años.

Los delegados y las delegadas no acudían con ningún mandato de sus organizaciones y nada de lo que se acordara en la asamblea sería vinculante. Sin embargo, sí sería una propuesta que las organizaciones deberían debatir. Aunque no era un congreso, tampoco era un foro. Habían convocado la asamblea porque esperaban encontrar puntos de unión suficientes y, llegado el momento, ser capaces de actuar con un mismo fin.

Un colegio mayor les había cedido parte de las instalaciones, pidiéndoles que se comprometieran a hacerse cargo de la limpieza. No padecían delirio. Sabían que en el globo terráqueo su área de influencia era una superficie equivalente a un diez por ciento de Mónaco, o un diecisiete quizá. Goyo tomó la palabra a las diez y media.

GOYO. EDAD: 26 AÑOS. Estudios: Ingeniería Química, tres años de doctorado. Trabajo: becario. Hijo único tras la muerte de su hermano. Barba: rala. Milita desde 2001.

Goyo a la asamblea

Apoyo la propuesta de Susana. Creo que no es una propuesta para colectivos, sino para las personas que, pertenecientes a colectivos o no, quieran participar en esa corporación imaginaria que pondríamos en marcha.

Sugiero que esas personas firmen un documento. Pues aunque hagamos acciones pequeñas, no podrán ser aleatorias. Si a una mani vienen novecientas personas o sólo trescientas, la mani sale adelante de todos modos. Pero en una acción productiva necesitamos que las personas, aunque sean treinta, vengan seguro. La firma daría derecho a esperar esa seguridad.

¿Por qué me parece bien actuar sobre la producción? Llevo algún tiempo dándole vueltas a lo que se entiende por normal y por no normal. La mayoría de quienes estamos aquí pensamos que la producción, tal como ahora se entiende, no es algo normal. Conlleva un daño. Un abuso en el punto de partida. Quien trabaja no puede intervenir en la elección de lo que hace, ni en la elección de para qué lo hace y para quién. Coincido con Susana en que no necesitamos esperar a ser un día tantos como para lograr cambiar la relación de fuerzas. Aunque sigamos trabajando en esa dirección, deberíamos cuestionar ya la normalidad, cuestionarla con actos.

Cuando me preguntan por qué no dejo de una vez nuestra organización, digo que me hace falta. Muchas personas la necesitan, cada una por un motivo distinto. A veces los motivos pueden parecer personales. Y quizá al principio lo sean. Después todo se funde. Algo que pasó en nuestra vida nos hizo no normales, nos enseñó a mirar la vida desde un lugar diferente.

Pero la realidad cuenta, eso sí tenemos que decirlo. Los normales, por ejemplo, existen. Los normales tuvieron contratiempos como perder un tren, llorar por un amor traicionado, ver morir a su abuelo o estar en paro y sin cobrar durante meses. Su vida, sin embargo, fue afortunada, tomaron el siguiente tren, hallaron otro amor, vieron morir al abuelo pero no al hijo ni a la hija, encontraron trabajo por fin, ningún cuchillo les cortó por dentro. ¿Y a nosotros qué nos pasa? No somos distintos. Tenemos una certeza, eso es todo. Sabemos que así no, que tal como está organizada la sociedad, no. Sabemos que la amargura no es una solución.

Los no normales aprendimos a ver a los otros no normales, a los que tienen pánico a ser despedidos, o a los que oyen decir que su país es subdesarrollado y no que otros países crecieron a costa de explotar el suyo. Hemos visto lo que se nos venía encima, vivir peor haciendo cosas estúpidas y perjudiciales porque nos lo imponían, por sometimiento. Demos la vuelta a eso. Ahora. Ya ha pasado el tiempo de creer que no hay salida. Produzcamos, aunque sea dos bombillas, tres gramos de pasta de algas, ya pensaremos qué, pero hagámoslo pronto. En el camino podremos aprender algo sobre cómo producir, también, otro horizonte.

ENRIQUE. EDAD: 49 AÑOS. Trabajo: analista de sistemas en empresa internacional. Ojos: mezcla de verde, amarillo y pardo. Con quién se reúne: matrimonios que llevan a sus hijos al mismo colegio que él lleva a los suyos, algunos compañeros de su trabajo y del trabajo de su mujer. Padre de: Susana, Marcos, Rodrigo. No milita.

Enrique a Goyo

Los normales sí existimos, Goyo. Yo soy uno. No he ido a la asamblea, no pertenezco a ningún grupo anticapitalista, comunista, socialista. Tampoco a uno capitalista, o a un partido político; ni siquiera estoy en una asociación gastronómica. Con esto no insinúo que la mayoría de los normales no nos integremos en organizaciones; al contrario, supongo que algunos de nosotros pagan sus cuotas en los grandes partidos, o se asocian y hacen senderismo o cenas de antiguos alumnos.

Así que no digo que asociarse o no asociarse sea una característica de los normales. En realidad, si tengo que elegir una característica es ésta: no nos gusta elegir una característica, no nos gusta generalizar, pensamos que cada uno es cada uno, nos sentimos algo molestos cuando intentan incluirnos en una categoría y soportamos con paciencia deducciones del tipo: como no nos metemos en política, nos gusta el fútbol, o somos individualistas o el mundo, tal como está, nos parece bien.

No he ido a tu asamblea. Estoy en mi casa, una buena casa de la calle de Zurbano, pero no puedo desentenderme de vuestra reunión porque Susana, mi hija, se encuentra con vosotros. Ella es la causa de que haya leído tus palabras en vuestra página web. Voy a contestarte. A ti, Goyo, no a tus grupos.

Tengo cuarenta y nueve años y tres hijos, la mayor tiene veinte, el mediano dieciséis, el pequeño trece. Me llamo Enrique, gano lo suficiente para haber terminado de pagar la casa, mis hijos están sanos, mi mujer es profesora, yo trabajo en una empresa de desarrollo y mantenimiento de aplicaciones. Mi hijo mediano es capitán de un equipo de voleibol, al pequeño le gusta leer cómics. Hemos procurado —sí, soy de los que hablan en plural para referirse a cuestiones como la educación de los hijos— limitarles las horas de videojuegos y también las horas de televisión. No me siento culpable de mi estilo de vida; cada vez que compro algo o cuando alquilo un buen apartamento con piscina para el verano no pienso que estoy arrancándole el futuro a diez niños sudafricanos enfermos. Cuando lleno el coche de gasolina no me imagino que es sangre, esa «sangre por petróleo» que aparece escrita en las pancartas de grupos como los tuyos. He engañado dos veces a mi mujer, sin consecuencias. Si supiera que ella me ha engañado me dolería, pero procuraría no decir nada. Recuerdo haber leído hace años un libro de un francés, no me acuerdo del título ni del autor pero sí de que era una historia donde todos los personajes conocían los secretos de los otros y sin embargo callaban para no enturbiar la felicidad; lo importante es que lo conseguían.

Si mi existencia se desliza limpiamente sobre una superficie lisa, pulida, ¿por qué entonces me dedico a contestar tu intervención? Goyo, no creo que tú fueras a hacerme esta pregunta. Ni me he sentido agredido con tu discurso, ni me has parecido de esos que piensan que los normales somos estúpidos, que aceptamos los artículos de prensa como si fueran mapas, que nuestra vida es un paseo por el campo cogiendo margaritas y no hay grietas, temblores, no se nos hunde a veces el suelo bajo los pies.

Hasta hace unos días te habría dicho que no hacer nada, aceptar ciertas imposiciones de la cotidianidad es, en mi caso, una decisión voluntaria. Entiendo por no hacer: no actuar, no pretender interferir en el rumbo de los acontecimientos. Vuestras interferencias, ¿adónde conducen? Si son pequeñas, a ninguna parte. Mera fantasía: os reunís en un salón de actos como podríais haber hecho una excursión a Toledo. Pero tenéis la tentación de la grandeza, trabajáis durante años y no todos soportan la constancia, la humildad, las manifestaciones de trescientos, los pequeños actos insignificantes. Lo que os acecha entonces es la violencia, ese atajo que causa desequilibrio y horror.

Unos conocidos míos tenían a su vez unos amigos que estaban muy contentos porque su hijo mayor era un chico con inquietudes, leía, se reunía con gente de su edad, había organizado una marcha para defender los manantiales e impedir que dieran una concesión de agua mineral a una empresa privada. Estaban muy contentos esos padres, hasta que un día llegó la policía buscando explosivos en el cuarto del chico con inquietudes; se le acusaba de haber enviado cartas bomba. Ojo, no voy a exagerar, estas cosas, lo sé, son excepcionales, pero reconoce que ocurren. Reconoce que no son los chicos que, como mis dos hijos, juegan al voleibol o leen tebeos de Mortadelo los que corren el riesgo de acabar rompiendo vitrinas de bancos o enviando cartas bomba.

En cambio Susana, lo sabes, está en uno de los grupos de tu asamblea. Espero que entiendas por qué Susana me preocupa. Ha de ser frustrante reunirse durante meses y meses, y años y años, y que no pase nada, repartir fotocopias que todo el mundo tira sin leer, sacar tres votos en las elecciones o ni siquiera presentarse, estar en contra de la reforma laboral y que al final se apruebe, estar a favor de la educación pública y ver cómo se deteriora y ver que da igual qué partido esté en el gobierno porque no es algo que dependa de los partidos sino de un orden económico europeo y mundial.

Se queman los coches en la periferia parisina pero no pasa nada, más de tres millones se manifiestan en el centro de París contra el contrato del primer empleo pero tampoco pasa nada; parar una ley no significa que pase nada, repartirán los contenidos de esa ley en varias leyes durante algunos años. Para que pase algo hay que invertir una tendencia y ni vosotros ni vuestros grupos sois capaces de invertirla. Si lo fuerais, Goyo, dime que no sentirías miedo. Claro que lo sentirías. No creas que voy a venirte ahora con el libro negro del comunismo. También el capitalismo tiene su libro negro. En cuanto a la naturaleza humana, supongamos que puede mejorarse, supongamos que la bondad está al alcance de la mayoría. ¿De verdad piensas que vosotros podríais influir para lograrlo? Corrupción, desmanes, gentes que se extralimitan en el uso del poder: ¿crees que sois distintos, que precisamente a vosotros no os ocurriría eso? ¿Piensas que vale la pena entrar en una organización y dedicar la vida a que sean unos, y no otros, los que tengan la posibilidad de corromperse y extralimitarse?

Supongamos que cambian las proporciones y el poder se reparte mejor, ¿el esfuerzo merece la pena? Porque si tiene que ser así, si llega el momento del relevo y los indígenas o los africanos exigen su parte, va a llegar igual aunque no hagáis nada. Y desde luego aquí, en España, un cambio de tendencia es pura ciencia ficción.

No sientes miedo porque en el fondo sabes que nunca tendrás la responsabilidad. Reuniones, cartas de apoyo, fotocopias, concentraciones: sois una nota de color en el paisaje. Si desaparecierais, la mayoría de las personas no se daría cuenta; quizá algunos sintiéramos cierta nostalgia, pero no cambiaría nada.

Educar bien a mis hijos, procurar ser amable, defenderme, defender a los míos, ser un poco hijo de puta cuando así me lo exijan las circunstancias, no interferir en asuntos que estén fuera de mi radio de acción, pagar la menor cantidad posible de impuestos, disfrutar de la vida, evitar la crueldad gratuita. Son mis preceptos. No los he consignado en un documento porque soy yo quien espera eso de mí. Sinceramente pienso que con ellos contribuyo al equilibrio, cosa que no hacen los gatos cuando dejan de cazar ratones. Y es posible que tres o cuatro veces al año tenga envidia de ti. También me pasa al escuchar la historia del aventurero encerrado en una base de la Antártida, o la de un amigo que está echando a perder su vida por un encoñamiento. No son situaciones que quisiera para mí; sin embargo, durante unos segundos, me parecen muy deseables. ¿Envidio la intensidad? ¿La certeza? Repito que no querría esas vidas, pero me atrae la idea de poder vivirlas. Hasta que llega el sábado pasado y, al volver a casa, encuentro a Manuela, mi mujer, llorando. Susana os lo ha contado, pero permíteme recrearme en los detalles.

El hecho sería cómico si no hubiese empezado a destrozar la vida de Manuela. Es ridículo, por Dios, es peregrinamente absurdo y sin embargo mi hija Susana dice que es lógico. No sólo le parece lógico, espera que hechos como ése se multipliquen. Cuando mi mujer hizo el pedido al supermercado dijo que iba a estar en casa hasta las cuatro y preguntó si podían llevárselo antes de esa hora. Le dijeron que no había problema. A las cuatro y media el pedido no había llegado. Manuela esperó aún diez minutos más y se marchó. Regresó cerca de las ocho, llamó al supermercado para quejarse y reclamar el pedido pero allí le dijeron que ellos no lo tenían, que el pedido figuraba como entregado. A Manuela se le ocurrió preguntar a los vecinos: en efecto, el pedido estaba allí. Lo que hizo Manuela fue llamar al supermercado para comunicarlo y de paso quejarse de la falta de seriedad; no podía ser que se retrasaran y que luego lo dejaran en otro piso sin siquiera avisarla, con productos congelados que los vecinos no habían guardado por no saber lo que había. La mayoría de los congelados se habían echado a perder. En el supermercado le pidieron disculpas asegurándole que algo así no iba a volver a pasar. Eso fue un viernes.

El sábado por la mañana yo fui a jugar al tenis como hago todos los sábados. Cuando volví encontré a Manuela llorando. Estaba sola. Susana habría ido a alguna de vuestras reuniones, Marcos tenía entrenamiento de voleibol y el pequeño pasaba el fin de semana con un amigo. Manuela me contó que a las diez habían llamado al timbre. Ella pensó que sería yo por haberme olvidado algo y abrió la puerta sólo con la camiseta de dormir. El ecuatoriano le dijo que era el repartidor del supermercado. Manuela respondió que ya tenía el pedido. Iba a cerrar la puerta pero el ecuatoriano se lo impidió:

—No he venido por eso —dijo—. Ayer usted hizo una llamada para quejarse, y me han despedido.

Manuela se escandalizó. Lo último que pretendía con su llamada era que despidieran a alguien. Ella se había quejado al supermercado. Si el hombre no había llegado a tiempo era problema del supermercado por no contratar repartidores suficientes.

—Pero a mí me han despedido —dijo el ecuatoriano.

Manuela estaba incómoda descalza y en camiseta. Pidió al hombre que se fuera, le dijo que ella iba a llamar al supermercado en cuanto se vistiera y les pediría que rectificaran. El ecuatoriano asintió con la cabeza. Manuela cerró la puerta. Llamó al supermercado pero no le hicieron ningún caso. Ella perdió un poco los estribos, les dijo que no tenían derecho a despedir a nadie, les amenazó con reclamarles el precio de los congelados y se fue quedando sin palabras. A eso de las doce se dispuso a salir a la calle. Al abrir la puerta, se sobresaltó. El ecuatoriano estaba allí.

—¿Qué le han dicho? —preguntó.

—Verán qué pueden hacer —mintió Manuela—. Por favor —pidió—, no se quede aquí. —Al ver que el ecuatoriano no decía nada añadió—: No quisiera tener que avisar a la policía.

—A usted no le basta con que me hayan despedido por su culpa. También quiere hacer que me detengan.

—No, no, ¿cómo puede pensar eso? Pero entienda que no puede quedarse.

Llegó el ascensor. Manuela abrió la puerta y no pudo impedir que el ecuatoriano entrase con ella.

—Ahora soy responsabilidad suya —dijo el ecuatoriano.

Manuela no contestó nada hasta que hubieron salido del portal.

—Siento mucho lo que le ha pasado —dijo—. Debe entender que no es culpa mía. ¿Qué quería que hiciese? ¿No haber dicho nada? Yo no le atacaba a usted, yo me quejaba al supermercado. Sería un mundo terrorífico si nunca pudiéramos protestar por nada porque nuestra protesta pueda suponer el despido de alguien. Quedaríamos completamente en manos de las empresas. Usted tiene que irse, le repito que, si no, llamaré a la policía.

—Consiga que me readmitan —dijo el ecuatoriano—. Si llama a la policía y me detienen, le escribiré cartas desde la cárcel. Le diré a mi esposa que le mande fotos de mis hijos. Mi esposa y mis hijos vendrán a verla. Si les deportan porque usted también les denuncia, vendrán otras personas. Si mis hijos o mi mujer se ponen enfermos, usted lo sabrá. Si a mí me pasa algo, usted lo sabrá.

—Tengo que irme —dijo Manuela al ver un taxi libre. Lo paró, se metió dentro y cerró la puerta con prisa aunque el ecuatoriano no hizo ningún intento de entrar.

La ventanilla del taxi estaba medio abierta. Manuela pudo oír las palabras del ecuatoriano:

—Consiga que me readmitan y dejará de ser responsable.

Dio al taxista la dirección del campo de entrenamiento de Marcos. A mitad de camino le pidió que retrocediera. Había dado la primera dirección que se le había ocurrido, pero hacía ya un año que Marcos volvía solo de los entrenamientos. Fue al supermercado. Una vez dentro pidió hablar con el director o una figura equivalente. Le dijeron que los sábados no iba. Salió y unos metros más allá, sentado en un banco, estaba el ecuatoriano, observándola. Manuela apresuró el paso, volvió a nuestra casa atemorizada, sin atreverse a comprobar si la seguía. Cerró la puerta y se echó sobre el sofá. Allí fue donde, diez minutos más tarde, me la encontré llorando.

Me engaño esas tres o cuatro veces al año en que añoro la intensidad, Goyo. Me engaño cuando te envidio. El equilibrio es un bien precioso y detesto a los que se creen con derecho a arrojar una piedra contra una superficie helada sólo para que pase algo, sin detenerse un segundo a pensar que con ese acto pueden abrir grietas, barrancos, o hacer que el agua se desboque poniendo vidas en peligro. No tenéis derecho a arrojar la piedra. En el fondo lucháis para que todo el mundo sea como mi familia. Dejadnos tranquilos. Dile a Susana que vuelva a casa y no siga celebrando como un avance increíble para la humanidad el que un hombre desesperado haya estado a punto de destrozar la vida de su madre, el equilibrio de su familia, esta boba e insípida placidez de ciertos seres felices de clase media que es, quizá, una de las conquistas más valiosas del género humano, más que cualquier sinfonía, cualquier cuadro, cualquier tratado científico.

Goyo a Eloísa

Como tú y yo sabemos escabullirnos del tiempo, no es mañana sino ayer cuando te escribo.

He hecho el cálculo: en una botella de plástico semirrígida, transparente a la radiación solar en más de un ochenta y cinco por ciento, y que además filtra el noventa y nueve por ciento de la radiación ultravioleta, es decir, en una de las botellas empleadas por cualquier envasadora de agua o refrescos, de las que se tiran millones a diario, se pueden producir hasta cuatro gramos de peso seco de Spirulina por día. La dosis diaria que precisa un niño desnutrido para absolverlo de la idiocia permanente, para aumentarle la respuesta inmune, etcétera, es de tres gramos al día de dos a tres semanas; después, para una dosis de mantenimiento, bastaría la mitad.

La botella ha de estar en agitación. Se cosechan unos trescientos mililitros cada día, se filtran en una tela de algodón y la pasta de Spirulina que queda se consume directamente, o se seca extendiendo la tela al sol durante treinta minutos. Los mililitros cosechados se reponen con el agua filtrada y un poco más de agua nueva para paliar las pequeñas pérdidas, o con agua salobre a la que se añaden uno o dos gramos de fertilizantes naturales, gratuitos.

No va a hacerlo nadie, Eloísa. En la facultad aplaudieron el proyecto. Me animaron a llevarlo a instituciones internacionales, a la FAO, a la OMS. No va a hacerlo nadie. Por supuesto, asombrarse sería de ingenuos. Pero hoy, cuando la última posibilidad de un ensayo a pequeña escala en un país africano ha sido abolida, te escribo.

No has querido esperar. Tienes treinta y tres años, me llevas siete, pero eras tú y no yo quien debía haber esperado. Aunque tú tengas más prisa.

Esta mañana hablé en la asamblea. Había representantes de sesenta y tres grupos. Ocho o nueve más que cuando te fuiste. No somos ninguna gran institución financiada por ciento noventa países, no podremos poner en marcha un proyecto como el que te he contado. Pero tampoco vamos a encogernos de hombros como si todo diera igual.

CUANDO ELOÍSA TERMINÓ de leer salió de la casa. No podía llamar jardín a esos cinco metros cuadrados, aunque ella se lo llamaba porque tenía un árbol, hierbas, un par de sillas oxidadas. Durante años había soñado con eso, un lugar donde pudiera pisar la tierra. La inquietud, fruto de las palabras de Goyo, se fue calmando sólo con notar el roce de los hierbajos y saber que no estaba viviendo en una caja sobre otras cajas y bajo otras más. Hacía viento y algo de frío pero no le importó, siguió mirando a través de la verja casas nuevas y, a lo lejos, la sierra de Madrid.

Se sentó en una de las sillas; pronto el gato saltó a su regazo. Eloísa llevaba puestas unas zapatillas de suela de esparto, la tela granate se recortaba sobre la piel desnuda. Briznas verdes y otras secas brotaban a ambos lados de los pies, la tierra estaba seca pero era fértil. El gato había cerrado los ojos. Eloísa miró su mano en el pelaje blanco y castaño. Llevó los ojos hasta el fresno que se movía con el viento y en un vuelo rasante se fue alejando por encima de la valla, más allá de las casas. Si pudiera irse sin moverse del sitio y llegar así a donde Goyo estaba, lo haría. Se vio apareciendo en el cuarto de Goyo con su pelo largo, el vestido estampado y las mallas verdes. Si pudiese estar con él y regresar sin consecuencia alguna. Era cobarde por haber dejado a Goyo. Quizá él le había escrito para decírselo, aunque hubiera usado otras palabras. Sin embargo, para su familia, para sus amigos, Eloísa siempre había sido una mujer valiente.

Preguntaría a Goyo, se dijo. ¿Por qué de nuevo le hablaba de asambleas, de movimientos? El gato saltó como alertado por un ruido. Eloísa echó una última mirada al cielo raso y volvió a la casa. Vera, su hija, hacía las tareas para el colegio y ella las debía supervisar.

ELOÍSA. EDAD: 33 AÑOS. Trabajo: ingeniera química en el centro de innovación tecnológica de una empresa petrolera. Visita: páginas de sexo, ciencia, redes P2P para descarga de películas. Madre de: Vera. Ingresos familiares: en torno a los cuarenta y cinco mil euros. No milita.

Eloísa a Goyo

Insistes, Goyo, y ¿a quién le importa la política? Busca una empresa que financie tu proyecto. No vas a encontrarla, de acuerdo. Tampoco esos grupos tuyos lo van a financiar. ¿Por qué no me hablas de lo que temes, del frío, del deseo, Goyo? ¿Por qué me escribes si no quieres que vuelva?

EL SÁBADO LA ASAMBLEA acabó a las nueve de la noche. Después de tomar algo, Goyo se dirigió a casa de un compañero de doctorado. Debían presentar un trabajo el lunes.

En el autobús la media de edad superaba con mucho los cincuenta. Dentro de poco tiempo, pensó, sería como uno de esos hombres medio calvos que viajaban llevando una bolsa de plástico plana, blanca, con una radiografía. Su tío David siempre lo decía: los jóvenes envejecéis muy rápido, y él había comprendido que era verdad. El hombre medio calvo podía tener sesenta años o setenta y cuatro o cincuenta y dos, no había tanta diferencia. En cambio, cuando el hombre medio calvo hubiera pasado de los cincuenta y dos a los setenta y seis, Goyo habría pasado de los veintiséis a los cincuenta y estaría ya en la misma franja que el hombre mayor. Podía decirle eso a Elo: valía la pena jugarse el tipo, saltar de los trenes en marcha y hacer el ridículo porque dentro de poco iban a ser el hombre de la radiografía. Pero no sería del todo cierto. Él tenía una historia. Algo de lo que nunca hablaba.

Trabajaron en el salón, los padres de Álvaro no estaban. Al cabo de un rato, Álvaro dijo:

—Así que te ha tocado fin de semana de mormón.

—De muermo, quieres decir.

—Por ejemplo.

—La asamblea termina mañana a las dos, pero preferiría no tener que volver aquí después.

—Si te encargasen hacer una lista de los libros y los cuadros de esta casa para expropiárnoslos, ¿la harías? ¿Serías capaz?

—Con inmenso placer.

—¡Me mandarías a galeras!

—No lo dudes.

—Nunca llegaréis a nada, pero eso no me consuela, tío. Me perdonas la vida, te pasas el día perdonándome la vida. Si por ti fuese, ocupabais esta casa mañana mismo. No lo hacéis porque no podéis. Y como encima vas de íntegro, seguro que me tratabas peor que a los demás para demostrar que no haces excepciones.

—Te trataría igual que a los demás.

—¡Qué asco!

—Supongo que por eso no me has ofrecido ni una cerveza, quieres debilitarme.

—Lo hacía por tu bien, pero si te pones así.

Terminaron a las tres de la madrugada. Álvaro se comprometió a revisarlo e imprimirlo:

—No, si esta historia ya me la sé. Tú rogando a Lenin y el que da con el mazo soy yo.

—Ten cuidado, no vayas a romper el teclado con el mazo.

Goyo volvió a pie. Su abrigo negro, su pantalón de seis bolsillos y el pelo oscuro y rizado emitían una imagen hosca en la distancia.

El portal olía a humedad. En su habitación, como desde hacía un año, la cama de su hermano estaba vacía.

EL DOMINGO AMANECIÓ gris. Empezaron la asamblea con un cuarto de hora de retraso.

FÉLIX. EDAD: 21 AÑOS. Hijo de supervisora de planta de embalaje en empresa de electrodomésticos. Pelo: rubio. Estudios: Facultad de Ciencias Biológicas, quinto curso. Arrestado en 2006 con motivo del desalojo de un centro social, dos noches en comisaría. Milita desde 2003.

Félix a la asamblea

Yo también estoy de acuerdo con la propuesta de Susana de ayer, y apoyo la idea de Goyo de que se firme un documento. Hace dos años había que buscar personas debajo de las piedras, pero las cosas están cambiando. Mi abuelo me contó que cuando él militaba había un proceso de admisión. Creo que tiene que ser así. Es absurdo pedirle a alguien que se una a nosotros, que por favor pague las cuotas, que sea tan amable de venir a las reuniones. No somos vendedores de enciclopedias. Tampoco somos un partido tradicional. Nos falta una estructura capaz de organizar bien el proceso de selección. Y no creo que tengamos que copiar lo que ya se hizo. Por eso un documento me parece bien, aunque sea para ciertas acciones. Además, creo que firmar no sólo daría derecho a esperar lealtad de quien lo hiciera, daría algo más importante: derecho a que los demás esperen lealtad de nosotros.

Propongo que Susana, Goyo y dos o tres personas más formen una comisión que redacte el documento, y también una propuesta de acción productiva. Ahora tenemos muchas cosas pendientes. Deberían redactarlo en el plazo de un mes y enviarnos un primer borrador. Lo sometemos a referéndum electrónico y, en el caso de que se apruebe, que cada grupo discuta si quiere usarlo.

Goyo a Eloísa

Te debo una historia, tienes razón. Y claro que quiero que vuelvas. Es un poco larga pero, si es que hay historias de alguien, es tuya.

Mis padres vivían en un pueblo de Almería cuando nació mi hermano. En el centro donde iba a nacer vieron que el parto sería difícil. Como no tenían medios para enfrentarse a un parto complicado, metieron a mi madre en una ambulancia y se la llevaron a Granada. Mi padre iba con ella. En Granada mi madre tuvo que seguir esperando. Dos de los médicos de ese hospital estaban atendiendo en consultas privadas. Los otros dos no daban abasto. Supongo que en el viaje desde Almería y en la espera mi madre y mi padre lloraron todas sus lágrimas. Nació mi hermano Nicolás. Parecía muy inteligente y despierto, pero cuando cumplió un año todavía no podía sentarse. Le diagnosticaron parálisis cerebral por falta de oxígeno. Dijeron que el niño había pasado demasiado tiempo dentro del útero.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos