Índice
Cubierta
El secreto de la orquídea
Siam, hace muchas lunas…
PRIMERA PARTE. Invierno
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
SEGUNDA PARTE. Verano
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Epílogo
Agradecimientos
Notas
Biografía
Créditos
A mi padre, Donald, que me inspiró
en todos los sentidos
Siam, hace muchas lunas…
Cuentan que en Siam, cuando un hombre se enamora profunda, apasionada e irrevocablemente de una mujer, hará lo que sea con tal de conservarla, complacerla y lograr que ella no repare más que en él.
Hubo una vez un príncipe de Siam que se enamoró de esta manera de una mujer de extraordinaria belleza. La cortejó hasta conquistarla, pero unas noches antes de su boda, una celebración en la que iba a participar todo el reino bailando y manifestando su regocijo, el príncipe sintió desasosiego.
Sabía que debía demostrarle amor con un acto tan heroico y poderoso que lo uniese a su amada para siempre.
Debía encontrar algo que fuese tan extraordinario y hermoso como ella.
Después de pensar mucho en ello llamó a sus tres criados más fieles y les explicó lo que tenían que hacer:
—He oído contar muchas historias sobre la Orquídea Negra que crece en la cima de las montañas del norte de nuestro reino. Quiero que la encontréis y que la traigáis a palacio para que pueda ofrecérsela a mi princesa el día de nuestra boda. El que lo consiga recibirá como recompensa un tesoro que lo convertirá en un hombre rico. Los dos que fracasen en esta misión no vivirán para ver mi boda.
Los tres hombres permanecían postrados ante su príncipe con el corazón en un puño. Sabían que se enfrentaban a la muerte. La Orquídea Negra era una flor mítica. Al igual que los dragones de oro cubiertos de joyas que adornaban las barcazas reales que transportarían al príncipe al templo donde este juraría amor eterno a su princesa, era fruto de la leyenda.
Esa noche los tres criados fueron a sus respectivas casas a despedirse de sus familias. Pero uno de ellos, a quien su esposa abrazaba inconsolable, era más inteligente que los demás y no se resignaba a morir como lo hacían los otros dos.
A la mañana siguiente había trazado ya un plan. Se dirigió al mercado flotante donde vendían especias, seda… y flores.
Una vez allí utilizó las monedas que tenía para comprar una exquisita orquídea de color magenta y rosa, cuyos pétalos eran oscuros y sedosos. A continuación caminó por los estrechos klongs de Bangkok hasta que encontró al escribano en el lóbrego y húmedo taller que había en su trastienda, sentado entre sus rollos.
El criado lo conocía porque había trabajado en palacio, si bien su obra había sido considerada indigna debido a las imperfecciones de su caligrafía.
—Sawadee krup, escribano. —El criado colocó la orquídea encima del mostrador—. Tengo un trabajo para ti, si me ayudas te colmaré de riquezas.
El escribano, que se ganaba la vida con dificultad desde que había abandonado el palacio, miró al criado con interés.
—¿Y qué debo hacer?
El criado indicó la flor.
—Quiero que uses tu habilidad con la tinta para teñir de negro los pétalos de esta orquídea.
El escribano frunció el ceño mientras miraba fijamente al criado, después examinó la planta.
—Puedo hacerlo, pero has de saber que las flores que broten después no serán negras, así que tarde o temprano te descubrirán.
—Cuando eso ocurra, ambos estaremos muy lejos de aquí, viviendo como el príncipe al que sirvo —contestó el criado.
El escribano asintió con la cabeza lentamente mientras reflexionaba sobre la propuesta.
—Vuelve al atardecer y tendrás tu Orquídea Negra.
El criado regresó a su casa y le dijo a su esposa que recogiera sus escasas pertenencias, a la vez que le prometía que más adelante se podría comprar cuanto quisiera y él le construiría un hermoso palacio muy lejos de allí.
Esa noche volvió a la tienda del escribano y exclamó encantado al ver la Orquídea Negra en el mostrador.
Examinó los pétalos de la flor y comprobó que el escribano había realizado un excelente trabajo.
—Está seca —comentó este— y la tinta no se correrá cuando la toquen. Lo he probado yo mismo. Hazlo tú.
El criado lo hizo y vio que en sus dedos no había el menor rastro de tinta.
—Ahora bien, no puedo asegurarte cuánto durará el color. La humedad de la planta mojará la tinta. Pero, por encima de todo, debes evitar la lluvia.
—Servirá —asintió el criado cogiendo la planta—. He dejado el palacio. Nos veremos a orillas del río a medianoche y te daré tu parte.
La noche de la boda, tras haber compartido un día de alegría con todo su reino, el príncipe entró en sus habitaciones privadas.
La princesa estaba de pie en la terraza contemplando el río Chaopraya, todavía iluminado por los fuegos artificiales que se habían organizado para celebrar su enlace con el príncipe. Este se acercó a ella.
—Tengo un regalo para ti, amor mío; algo que representa tu singularidad y perfección.
Al decir esto tendió a la princesa la Orquídea Negra, que había colocado en una maceta de oro macizo adornada con joyas.
La princesa la miró y observó curiosa sus pétalos negros como la noche, que parecían luchar contra los intensos colores propios de su especie. Esa oscuridad artificiosa hacía que pareciera exhausta, marchita y maligna.
No obstante, la princesa comprendió lo que tenía en la mano… su significado y lo que el príncipe había hecho por ella.
—¡Es maravillosa, príncipe! ¿Dónde la encontraste? —preguntó.
—La busqué por todo el reino. Me han asegurado de que es única, al igual que tú. —El príncipe la miró transmitiéndole todo el amor que sentía por ella.
La princesa lo percibió y acarició su cara con delicadeza para demostrarle que ella le correspondía, y que siempre lo haría.
—Gracias, es preciosa.
El príncipe tomó la mano que ella había apoyado en su mejilla y, mientras le besaba los dedos, sintió un impelente deseo de poseerla. Era su noche de bodas y llevaba mucho tiempo esperando ese momento. Le quitó la orquídea, la colocó en el suelo, y a continuación abrazó a la princesa y la besó.
—Entremos, mi querida princesa —le murmuró al oído.
Ella dejó la Orquídea Negra en la terraza y lo siguió hasta el dormitorio.
Un poco antes del amanecer la princesa se levantó de la cama y salió a la terraza para dar la bienvenida a la primera mañana de la vida que acababa de iniciar junto a su esposo. Al ver unos charcos poco profundos en el suelo comprendió que había llovido durante la noche. El nuevo día estaba naciendo, si bien los árboles que había al otro lado del río todavía ocultaban parcialmente el sol.
En la terraza, en la misma maceta de oro macizo que el príncipe le había regalado, había una orquídea de color rosa y magenta.
La princesa sonrió mientras acariciaba sus pétalos, que la lluvia había limpiado y vigorizado, de forma que la flor que tenía entre sus manos era mucho más bonita que la orquídea negra que había recibido la noche anterior. El charco de agua que la rodeaba tenía una ligera tonalidad gris.
Al comprender lo que había sucedido la alzó y, mientras se deleitaba con su maravilloso aroma, reflexionó sobre lo que debía hacer.
¿Qué era mejor? ¿Herir al príncipe con la verdad o evitarle el dolor con una mentira?
Unos minutos más tarde entró en el dormitorio y se acurrucó entre los brazos de su esposo.
—Querido —murmuró mientras él se despertaba—, alguien ha robado la Orquídea Negra durante la noche.
El príncipe se incorporó de golpe, espantado y dispuesto a llamar a la guardia. La princesa lo calmó con una sonrisa.
—No, amor mío, creo que solo nos fue concedida por una noche; la misma noche en que nuestros cuerpos se han fundido en uno solo, en que nuestro amor ha florecido y nos hemos convertido en parte de la naturaleza. Era impensable que pudiésemos conservar algo tan mágico solo para nosotros… y, además, se habría marchitado y luego habría muerto… y yo no habría podido soportarlo. —La princesa tomó la mano de su esposo y la besó—. Deja que creamos en su poder y que seamos conscientes de que su belleza nos ha bendecido durante la primera noche de nuestra vida en común.
El príncipe se quedó pensativo por un momento. Al final, dado que amaba a su esposa con todo su corazón y que se sentía feliz por el hecho de que ya fuese completamente suya, renunció a llamar a la guardia.
El tiempo pasó y fueron envejeciendo. Su unión siguió siendo maravillosa y estuvo bendecida con la llegada del niño que habían concebido aquella misma noche, y con muchos otros, hasta el punto de que el príncipe se convenció de que la mística Orquídea Negra les había transmitido realmente su magia, aunque no la posibilidad de tenerla.
A la mañana siguiente del enlace un pobre pescador estaba sentado a orillas del Chaopraya, a varios kilómetros río arriba del palacio real. Su hilo no se había movido durante las últimas dos horas. El pescador se preguntaba si los fuegos artificiales de la noche anterior no habrían enviado a los peces al fondo del río. De seguir así no lograría nada para vender y su familia padecería hambre.
Mientras el sol ascendía por encima de los árboles de la otra orilla haciendo resplandecer el agua con su benéfica luz, vio que algo brillaba entre las malas hierbas que flotaban en el río. Soltó la caña de pescar y vadeó en el agua para cogerlo. Logró aferrar el objeto con las manos antes de que lo alejara la corriente y lo transportó cubierto de maleza hasta la orilla.
¡Al limpiarlo y ver lo que se escondía debajo se quedó boquiabierto!
La maceta era de oro macizo con incrustaciones de diamantes, esmeraldas y rubíes.
Olvidándose por completo de la caña de pescar, metió la maceta en su cesta y se dirigió al mercado de joyas de la ciudad sabiendo de antemano —con el corazón exultante— que su familia no volvería a sufrir hambre.
PRIMERA PARTE
Invierno
1
Norfolk, Inglaterra
Todas las noches se repite el mismo sueño. Mi vida aparece lanzada por los aires y, a continuación, todas las piezas vuelven a caer… desordenadamente. Todo forma parte de ella sin tener aún un orden correcto, la visión está fragmentada.
La gente afirma que los sueños son importantes porque nos revelan cosas que nos ocultamos a nosotros mismos.
Yo no me oculto nada; ojalá pudiera.
Duermo para olvidar. Para encontrar un remanso de paz, porque me paso el día recordando.
No estoy loca. Si bien últimamente he reflexionado mucho sobre la locura tratando de definirla. En el mundo viven muchos millones de seres humanos, individuos con un ADN específico, una forma exclusiva de pensar, una percepción personal del mundo que se forma en el interior de sus mentes. Y cada visión es diferente.
He llegado a la conclusión de que los seres humanos solo tenemos en común la carne y los huesos, el cuerpo con el que nacimos. Por ejemplo, me han repetido muchas veces que cada persona responde de manera distinta al dolor y que ninguna de esas reacciones es errónea. Algunos lloran durante meses, años incluso. Se visten de negro y respetan un luto. A otros, sin embargo, parece que no les afecte la pérdida. La sepultan. Siguen adelante como hacían antes. Como si nada les hubiera ocurrido.
No sabría decir cuál ha sido mi reacción. No he llorado durante meses. De hecho, apenas he gritado.
Pero eso no significa que lo haya olvidado. Jamás lo haré.
Oigo a alguien en el piso de abajo. Debo levantarme y fingir que estoy preparada para afrontar el día.
Alicia Howard aparcó su Land Rover junto al bordillo. Apagó el motor y empezó a subir por la pequeña colina en dirección al chalet. Sabía que la puerta delantera nunca estaba cerrada, así que la abrió y entró.
Se detuvo en la silenciosa sala en penumbra y sintió un estremecimiento. Se encaminó hacia las ventanas y descorrió las cortinas. Tras ahuecar los cojines del sofá, cogió tres tazas de café vacías y las llevó a la cocina.
Una vez allí fue a la nevera y la abrió. En el estante de la puerta había una botella de leche, solitaria y medio vacía. Un yogur caducado, restos de mantequilla, y un tomate algo maduro ocupaban las repisas. Cerró el frigorífico e inspeccionó la panera. Tal y como había sospechado, estaba vacía. Alicia se sentó a la mesa y exhaló un suspiro. Pensó en su cocina caldeada y bien surtida, en el agradable olor que emanaba de lo que cocinaba para la cena, en el ruido de los niños jugando y en sus risas dulces y chillonas… el corazón de su hogar y de su vida.
El contraste con esta inhóspita habitación era más que evidente. De hecho, era la metáfora que mejor describía la existencia actual de su hermana: la vida de Julia estaba rota, al igual que su corazón.
Supo que estaba bajando al oír el ruido de sus pisadas en la madera crujiente de la escalera. La miró cuando se asomó a la puerta de la cocina y, como siempre, su belleza la sorprendió; mientras que ella era rubia y de piel clara, Julia tenía la tez y el pelo oscuros, que le daban un aire exótico. Su abundante melena de color caoba enmarcaba un rostro de rasgos finos; el peso que había perdido recientemente contribuía a resaltar sus ojos, luminosos y almendrados, y sus prominentes pómulos.
Julia se había vestido con uno de los conjuntos que no se quitaba de encima en los últimos tiempos, y que no era nada adecuado para el mes de enero: un caftán rojo bordado con hilos de seda de mil colores, y un pantalón ancho de algodón negro que disimulaba la delgadez de sus piernas. Alicia notó que sus brazos desnudos tenían la piel de gallina. Se levantó de la mesa y, sin importarle la reticencia que demostraba su hermana, le dio un cariñoso abrazo.
—Querida —dijo—, pareces helada. ¿Por qué no vas a comprarte algo de abrigo? ¿O prefieres que te traiga un par de suéters de los míos?
—Estoy bien —replicó Julia haciendo caso omiso de las palabras de su hermana—. ¿Café?
—No hay mucha leche, acabo de echar un vistazo a la nevera.
—No importa, me lo beberé solo. —Julia se dirigió a la pila, llenó la tetera, y la puso al fuego.
—Bueno, ¿cómo te ha ido? —preguntó Alicia.
—Bien —contestó Julia cogiendo dos tazones de café de la repisa.
Alicia hizo una mueca.
—Bien —fue de nuevo la respuesta estándar de Julia. La usaba para evitar que se ahondara en la cuestión.
—¿Has visto a alguien esta semana?
—No, la verdad es que no —contestó Julia.
—Querida, ¿seguro que no te apetece volver a vivir durante una temporada con nosotros? No soporto la idea de que estés aquí sola.
—Gracias por la invitación, pero como acabo de decirte, estoy bien —replicó Julia con frialdad.
Alicia exhaló un suspiro de frustración.
—No tienes buen aspecto, Julia. Incluso has perdido más peso. ¿Comes bien?
—Por supuesto que sí. ¿Quieres café o no?
—No, gracias.
—Como prefieras. —Julia metió bruscamente la botella de leche en la nevera.
Cuando se dio media vuelta sus ojos de color ámbar resplandecían iracundos.
—Escucha, sé que lo haces porque te preocupa de verdad. Pero si he de ser franca, Alicia, no soy uno de tus hijos y no necesito que me cuiden como si fuese una cría. Me gusta estar sola.
—En cualquier caso —dijo Alicia alegremente tratando de refrenar su creciente irritación— ve y coge tu abrigo. Saldremos juntas.
—La verdad es que hoy tengo cosas que hacer —replicó Julia.
—En ese caso cancélalas. Necesito tu ayuda.
—¿Mi ayuda?
—Por si lo has olvidado, la semana que viene es el cumpleaños de papá y quiero comprarle un regalo.
—¿Y necesitas mi ayuda para eso, Alicia?
—Cumple sesenta y cinco años, el día de su jubilación.
—Lo sé. También es mi padre.
Alicia hizo lo posible para contenerse.
—El mobiliario de Wharton Park sale a la venta hoy a mediodía. Creo que deberíamos ir y ver si entre las dos encontramos algo para papá.
Alicia vio que Julia parpadeaba interesada.
—¿Wharton Park está en venta?
—Sí, ¿acaso no lo sabías?
Julia se encogió de hombros.
—No, no lo sabía. ¿Por qué motivo la venden?
—Imagino que debido al problema de siempre: los impuestos sucesorios. He oído que el propietario actual está tratando de venderla a un tipo de la ciudad con más dinero que sentido común. Hoy en día ninguna familia puede permitirse el lujo de mantener un lugar como ese. Y el último lord Crawford poco a poco la abandonó hasta dejarla en un estado lamentable. Por lo visto para reacondicionarla se necesita una fortuna.
—Qué triste —murmuró Julia.
—Lo sé —asintió Alicia, contenta de ver que, al menos, Julia parecía interesada—. Esa casa formó parte de nuestra niñez, sobre todo de la tuya. Por eso se me ha ocurrido que deberíamos ir a ver si podemos encontrar algo aprovechando la venta, algún recuerdo para papá. Lo más probable es que la mayoría de las cosas de valor vayan a parar a Sotheby’s, y que solo encontremos baratijas, pero nunca se sabe.
Sorprendentemente, Julia accedió a acompañarla sin necesidad de que insistiera más.
—Está bien, voy a coger mi abrigo.
Cinco minutos más tarde Alicia maniobraba el coche por la estrecha calle mayor de Blakeney, un bonito pueblo costero. Tras doblar a la izquierda, se dirigió hacia el este enfilando la carretera que en quince minutos las conduciría a Wharton Park.
—Wharton Park… —murmuró Julia para sus adentros.
Su recuerdo infantil más intenso eran las visitas que realizaba a su abuelo Bill en el invernadero: el irresistible aroma de las flores exóticas que crecían allí, y la paciencia que él demostraba mientras le explicaba el género al que pertenecían y el lugar del mundo del que procedían. Su padre, y el padre de su padre antes que él, habían trabajado ya como jardineros para la familia Crawford, los propietarios de Wharton Park, una inmensa finca que abarcaba varios miles de acres de fértiles tierras de labranza.
Sus abuelos vivían en un cómodo chalet situado en un agradable y animado rincón de la misma, rodeados de todas las personas que estaban al servicio de la tierra, la casa y la familia Crawford. La madre de Julia y Alicia, Jasmine, había nacido y crecido en él.
Elsie era exactamente como una abuela debe ser, si bien un poco excéntrica. Siempre estaba dispuesta a estrecharla entre sus acogedores brazos y a cocinar algo delicioso para cenar.
Cada vez que Julia pensaba en el tiempo que había transcurrido en Wharton Park recordaba de inmediato el cielo azul y los exuberantes colores de las flores que brotaban bajo el sol estival.
Wharton había sido, además, famoso por su colección de orquídeas. Era difícil de entender que esas pequeñas y delicadas flores que habían crecido en un clima tropical se encontrasen allí en aquel momento, floreciendo en el frío hemisferio norte, en las llanuras de Norfolk.
Cuando era niña Julia ansiaba durante todo el año que llegara el verano para poder ir a Wharton Park. La tranquilidad y el calor de los invernaderos —que ocupaban un rincón del huerto, al amparo de los fuertes vientos del Mar del Norte que lo azotaban durante el invierno— permanecían en su memoria durante el resto del año. Este hecho, unido a la sensación de hogar que transmitía el chalet de sus abuelos, contribuyó a que lo considerara como un auténtico remanso de paz. En Wharton nada cambiaba. Las alarmas y los horarios no funcionaban, era la naturaleza la que marcaba el ritmo de todas las cosas.
Todavía podía recordar la vieja radio de baquelita de su abuelo emitiendo música clásica de la mañana a la noche en un rincón del invernadero.
—Las flores adoran la música —le decía este mientras cuidaba de sus preciosas plantas. Julia se sentaba en el taburete que había en el rincón donde estaba la radio y lo contemplaba mientras escuchaba la música. Estaba aprendiendo a tocar el piano y había descubierto que tenía dotes para ese instrumento. En la pequeña salita del chalet había un viejo piano vertical. Así que a menudo, después de cenar, le pedían que lo tocara. Sus abuelos contemplaban encantados, a la vez que sorprendidos, la rapidez con que los dedos de Julia se deslizaban por las teclas.
—Dios te ha concedido ese don, Julia —le dijo el abuelo Bill una noche sonriéndole con los ojos empañados—. Confío en que no lo desperdicies.
El día que cumplió once años su abuelo Bill le regaló una orquídea que había cultivado especialmente para ella.
—Es tu orquídea, Julia. Se llama Aerides odoratum, que significa «niña del aire».
Julia miró con detenimiento los delicados pétalos de color marfil y rosa de la flor, plantada en una maceta. Su tacto era sedoso.
—¿De dónde viene, abuelo? —le preguntó.
—De Oriente, de las junglas de Chiang Mai, al norte de Tailandia.
—Ah. ¿Y qué clase de música crees que le gusta?
—Yo diría que es especialmente sensible a Mozart —le contestó riéndose su abuelo—. ¡Pero si ves que empieza a marchitarse quizá podrías probar con una pieza de Chopin!
Julia cultivó su orquídea y sus dotes para el piano sentada en el salón de su ventosa casa victoriana, situada en las afueras de Norwich; tocó para ella y la planta floreció una y otra vez.
Y soñó con el exótico lugar del que procedía. Abandonaba el salón de su casa en la periferia y se imaginaba en las inmensas junglas del Extremo Oriente… el sonido de los lagartos y de los pájaros, y los embriagadores aromas de las orquídeas que crecían por todas partes, sobre los árboles y en el suelo.
Un día decidió que tarde o temprano las visitaría, pero, por el momento, la colorista descripción que le hacía su abuelo de aquellas tierras le bastaba para avivar su imaginación y su música.
El abuelo Bill murió cuando ella tenía catorce años. Julia recordaba vivamente el sentimiento de pérdida que había experimentado al saberlo. Él y sus invernaderos habían sido la única fuente de seguridad en su joven y ya ardua vida —una influencia sabia y afectuosa, alguien siempre dispuesto a escuchar—, una persona que había suplido en muchos aspectos a su propio padre. A los dieciocho años el Real Conservatorio de Música de Londres le concedió una beca. La abuela Elsie se había ido a vivir con su hermana a Southwold. Desde entonces Julia no había vuelto a visitar Wharton Park.
Y ahora, con treinta y un años, regresaba a ella. Mientras Alicia hablaba sin cesar de sus cuatro hijos y de sus múltiples actividades, Julia revivió la ilusión que experimentaba en el pasado antes de llegar a la casa, mientras recorría ese mismo camino en el coche de sus padres; mirando por la ventanilla de atrás, esperando divisar la casa del guarda, que marcaba la entrada a Wharton Park, tras doblar el familiar recodo.
—¡Ahí está la curva! —exclamó Julia al ver que Alicia casi la pasaba de largo.
—Vaya, tienes razón. Hace tanto tiempo que no venía que casi lo había olvidado.
Cuando enfilaron la entrada Alicia miró a su hermana. Los ojos de Julia brillaban de expectación.
—Siempre has adorado este lugar —comentó con dulzura.
—Sí, ¿tú no?
—Si he de ser sincera, me aburría mucho cuando veníamos aquí. No veía la hora de volver a la ciudad a ver a mis amigos.
—Siempre has sido más urbana —reconoció Julia.
—Sí, y mírame ahora: tengo treinta y cuatro años, vivo en una granja en medio de la nada acompañada de una manada de niños, tres gatos, dos perros y una cocina Aga. ¿Dónde demonios han ido a parar las grandes esperanzas? —Alicia sonrió irónicamente.
—Te enamoraste y fundaste una familia.
—Y tú te quedaste con las grandes esperanzas —concluyó Alicia sin asomo de rencor.
—Eso era antes… —Julia enmudeció mientras avanzaban por la avenida—. Ahí está la casa. No ha cambiado en nada.
Alicia miró el edificio que se erigía ante ella.
—En realidad, diría que parece incluso mejor. Había olvidado lo bonita que es.
—Yo no —murmuró Julia.
Siguieron la fila de coches que avanzaban lentamente por el camino ensimismadas en sus pensamientos. Wharton Park había sido construida, siguiendo los cánones del estilo clásico georgiano, por el sobrino del primer ministro de Gran Bretaña, si bien este había muerto antes de que finalizasen las obras. Realizado en buena parte con la piedra de Aislaby, el color del edificio se había ido suavizando a lo largo de sus trescientos años de existencia hasta adquirir un delicado tono amarillo.
Sus siete intercolumnios y la doble escalinata situada frente a la planta, que ascendía hacia el piano nobile formando una terraza elevada que daba al parque posterior, añadían un aire de glamour francés. Las torres abovedadas de las esquinas, el amplio pórtico apoyado en cuatro columnas jónicas gigantescas, y la estatua resquebrajada de Britania alegremente encaramada en lo alto le conferían además una apariencia majestuosa, si bien excéntrica a la vez.
Wharton Park no era lo bastante grande para que pudiera ser considerada una casa señorial. Su arquitectura tampoco era lo suficientemente perfecta, debido a los extravagantes añadidos que las últimas generaciones de los Crawford habían realizado y que habían contaminado la pureza de sus líneas. Pero por esa misma razón no era sobrecogedoramente austera como otras mansiones de esa misma época.
—Aquí es donde solíamos girar a la izquierda —indicó Julia recordando el sendero que rodeaba el lago y que conducía al chalet de sus abuelos, situado en un extremo de la propiedad.
—¿Te gustaría que fuésemos a echar un vistazo al viejo chalet después de la venta? —le preguntó Alicia.
Julia se encogió de hombros.
—Ya veremos.
Unos criados vestidos con abrigos amarillos indicaban a los coches el lugar donde podían aparcar.
—Por lo visto se ha corrido la voz —comentó Alicia mientras aparcaba el coche en el espacio que le habían asignado. Se volvió hacia su hermana y le apoyó una mano en la rodilla—. ¿Lista? —le preguntó.
Julia se sentía aturdida, envuelta en un sinfín de recuerdos. Cuando se apeó del coche y se dirigió hacia la casa incluso los olores le resultaron familiares: el aroma a hierba húmeda y recién cortada, y la leve fragancia del jazmín que rodeaba el césped de la parte delantera. Siguieron a la multitud que ascendía poco a poco la escalinata y franqueaba el umbral de la entrada principal de la casa.
2
Vuelvo a tener once años. Estoy de pie en una enorme habitación que me recuerda a una catedral, pese a que sé que es el vestíbulo. El techo me parece altísimo y cuando lo observo veo que hay unas nubes y unos angelitos desnudos pintados en él. Ese mural me fascina y lo contemplo detenidamente, hasta el punto de que no me doy cuenta de que alguien me escruta de pie en las escaleras.
—¿Puedo ayudarla, jovencita?
Me asusto tanto que casi se me cae al suelo la preciosa maceta que sujeto en mis manos, la verdadera razón de que me encuentre allí. Mi abuelo me ha encargado que se la entregue en persona a lady Crawford. El hecho no me entusiasma porque ella me da miedo. Las veces que he tenido ocasión de verla a lo lejos me ha parecido siempre una persona vieja, delgada, y hosca. Pero mi abuelo Bill ha insistido.
—Está muy triste, Julia. Puede que la orquídea la anime. Y ahora vete, eres una buena niña.
La persona que está en las escaleras no es, desde luego, lady Crawford. Es un joven, quizá cuatro o cinco años más mayor que yo, con el pelo rizado y de color castaño que, en mi opinión, lleva demasiado largo para ser un chico. Es muy alto, pero está terriblemente delgado; sus brazos, que asoman por las mangas subidas de su camisa, parecen un par de palos.
—Sí, estoy buscando a lady Crawford. Le traigo esto del invernadero —logro decir tartamudeando.
Él baja con calma el resto de los escalones y se detiene delante de mí tendiéndome las manos.
—Yo se lo daré, si quieres.
—Mi abuelo me ha dicho que debía entregárselo personalmente —le contesto nerviosa.
—Por desgracia ahora está descansando. Ya sabes que no se encuentra muy bien.
—No tenía ni idea —le respondo. Me gustaría preguntarle quién es, pero no me atrevo. Él debe de haber leído mis pensamientos, porque acto seguido me dice:
—Lady Crawford y yo somos parientes, así que creo que puedes confiar en mí, ¿no te parece?
—Sí, tenga. —Le entrego la flor, aliviada, en el fondo, de no tener que dársela a la señora yo misma—. ¿Puede explicarle a lady Crawford que mi abuelo me ha dicho que es un nuevo…? —Hago un esfuerzo para recordar la palabra—. Eso es, ¿un nuevo híbrido que acaba de florecer?
—Lo haré.
Me quedo plantada sin saber muy bien qué hacer. Él tampoco se mueve.
—¿Cómo te llamas?
—Julia Forrester. Soy la nieta del señor Stafford.
Él arquea las cejas.
—Por supuesto que lo eres. Está bien, soy Christopher Crawford, Kit para los amigos.
A continuación alarga la mano que todavía le queda libre, y me la estrecha.
—Encantado de conocerte, Julia. He oído decir que tocas muy bien el piano.
Me ruborizo.
—No soy de la misma opinión —digo.
—No seas modesta —me reprende—. Esta mañana he oído hablar a Cook y a tu abuela de ti. Sígueme.
Todavía no ha soltado mi mano y, de repente, tira de ella y me obliga a cruzar el vestíbulo y una serie de habitaciones enormes abarrotadas de ese tipo de muebles formales que, en lugar de transmitir la sensación de hogar, logran que uno tenga la impresión de estar en una casa de muñecas de tamaño natural. No puedo por menos que preguntarme dónde se sentarán para ver la televisión por las noches. Por fin entramos en una estancia bañada por el sol. La luz entra por las tres ventanas, altas hasta el techo, que dan a la terraza que conduce a los jardines. Varios sofás grandes rodean una chimenea gigantesca de mármol y, en el rincón más apartado, delante de una de las ventanas, hay un piano. Kit Crawford me lleva hasta él, saca el taburete y me empuja hacia abajo para que me siente en él.
—Vamos. Quiero oírte tocar algo.
Tras decir esto levanta la tapa y una lluvia de motas de polvo se eleva en el aire resplandeciendo en el sol vespertino.
—¿Está… está seguro de que puedo? —le pregunto.
—La tía Crawford duerme en el otro lado de la casa. Es poco probable que pueda oírnos. ¡Vamos! —Me mira expectante.
Vacilando, apoyo una mano sobre el teclado. No se parece en nada a los que mis dedos han tocado hasta ahora. En ese momento no lo sé, pero las teclas son de un marfil extremadamente delicado y se trata de un piano Bechstein que tiene ciento cincuenta años. Toco una nota ligeramente y su eco resuena en las cuerdas amplificando el sonido.
Él permanece de pie delante de mí con los brazos cruzados. Me doy cuenta de que no tengo elección. Empiezo a tocar Claro de luna, una pieza que he aprendido hace poco. Es mi preferida en ese momento y me paso horas practicándola. A medida que las notas van saliendo de mis dedos me olvido de Kit. La belleza del sonido que emana de ese maravilloso instrumento me transporta. Viajo, como suelo hacer, a un lugar que se encuentra muy lejos de allí. El sol brilla en mis dedos y me calienta la cara con su resplandor. Estoy tocando mucho mejor de lo que nunca lo he hecho y, cuando mis dedos interpretan las últimas notas y la pieza termina, me siento sorprendida.
Oigo el sonido de unos aplausos al fondo y regreso a la enorme habitación, al lado de Kit, que me mira sobrecogido.
—¡Vaya! —exclama—. ¡Ha sido magnífico!
—Gracias.
—Eres muy joven. Tus dedos son, además, muy pequeños, ¿cómo es posible que se muevan a esa velocidad por el teclado?
—No lo sé, simplemente… lo hacen.
—¿Sabes que, por lo visto, el marido de la tía Crawford, lord Crawford, era un consumado pianista?
—No… no lo sabía.
—Bueno, pues es cierto. Este piano era suyo. Murió cuando yo era muy pequeño, de manera que no tuve ocasión de oírlo. ¿Puedes tocar algo más?
Esta vez su entusiasmo parece sincero.
—Creo… creo que debería marcharme.
—Solo una pieza más, te lo ruego.
—Está bien —digo.
Y empiezo a tocar Rapsodia sobre un tema de Paganini. Una vez más me abandono a la música y, cuando estoy a mitad de mi interpretación, oigo de repente unos gritos.
—¡Para! ¡Para ahora mismo!
Hago lo que me piden y miro hacia la entrada del salón. Una mujer alta y de pelo cano está de pie en el umbral. Me mira iracunda. Mi corazón se acelera.
Kit le sale al encuentro.
—Lo siento, tía Crawford, fui yo el que le pidió a Julia que tocara. Estabas dormida y no podía pedirte permiso. ¿Te hemos despertado?
Un par de ojos gélidos lo miran de hito en hito.
—No. No me habéis despertado. Pero la cuestión no es esa, Kit. Sabes que he prohibido terminantemente que toquen ese piano.
—Lo lamento mucho, tía Crawford. No me di cuenta. Pero Julia es fantástica. Solo tiene once años y toca ya como una verdadera concertista.
—¡Basta ya! —le interrumpe bruscamente su tía.
Kit inclina la cabeza y me indica con un ademán que lo siga.
—No sabes cuánto lo siento —dice mientras procuro ocultarme detrás de él.
Cuando paso junto a lady Crawford la anciana me obliga a detenerme.
—¿Eres la nieta de Stafford? —me pregunta taladrándome con sus ojos fríos, azules y penetrantes.
—Sí, lady Crawford.
Veo que su mirada se dulcifica ligeramente y casi tengo la impresión de que está a punto de echarse a llorar. Asiente con la cabeza y parece titubear antes de volver a hablar.
—Yo… sentí mucho lo de tu madre.
Kit la interrumpe al sentir la tensión.
—Julia te ha traído una orquídea. Es una novedad del invernadero de su abuelo, ¿verdad, Julia? —dice tratando de animarme.
—Sí —respondo haciendo esfuerzos para no echarme a llorar—. Espero que le guste.
Lady Crawford asiente con la cabeza.
—Seguro que sí. Dile a tu abuelo que se lo agradezco mucho.
Alicia esperaba pacientemente en la cola para recoger el catálogo de objetos en venta.
—¿Entraste alguna vez en la casa cuando eras una niña? —preguntó.
—Sí —respondió Julia—. Una vez.
Alicia señaló el techo.
—Esos querubines son bastante horteras, ¿no te parece?
—A mí siempre me han gustado —contestó Julia.
—Qué casa más extraña —prosiguió Alicia mientras cogía el catálogo que le ofrecían y seguía a la gente a través del vestíbulo, por el pasillo y en la enorme habitación cubierta de madera de roble donde se exhibían los objetos en venta—. La verdad es que es una lástima que la vendan. Ha sido la residencia de la familia Crawford durante casi trescientos años —reflexionó—. En fin, que estamos presenciando el final de una era, con todo lo que eso conlleva. ¿Damos una vuelta? —Alicia cogió a Julia por el brazo y se acercó con ella a observar una elegante, pero agrietada, jarra griega; las líneas de musgo que había en el borde interior indicaban a todas luces que en el pasado había sido utilizada como maceta para flores en verano—. ¿Crees que le gustará a papá?
Julia se encogió de hombros.
—Puede ser. Decides tú.
—Está bien, ¿por qué no nos separamos? —preguntó Alicia, irritada al sentir que el interés de su hermana decaía—. Así veremos lo que hay más deprisa. Tú empiezas por ese lado, y yo por el otro, nos vemos dentro de diez minutos en la puerta.
Julia asintió con la cabeza y contempló a su hermana mientras esta se encaminaba hacia el otro extremo de la habitación. Últimamente había perdido la costumbre de estar entre tanta gente y experimentaba una desagradable sensación de claustrofobia. Así pues, se dirigió a la zona más vacía de la estancia. En un rincón había una mesa de caballete. Una mujer estaba de pie detrás de ella. Julia se aproximó sin saber adónde dirigir sus pasos.
—Estos objetos no están incluidos en el catálogo de venta —le dijo la mujer—. Se trata de baratijas en general. Puede comprarlos ahora si lo desea, su precio ha sido fijado individualmente.
Julia cogió una copia desgastada de El libro de las maravillas infantiles. Lo abrió y vio que era de 1926.
«A Hugo, de su abuela, con cariño.»
Había también una copia de El anuario de Wilfred de 1932 y otra de El jardín de Marigold, de Kate Greenaway.
Esos libros transmitían una intensa sensación; durante ochenta años los más pequeños de la familia Crawford habían leído las historias que contenían en la habitación infantil que debía de estar en algún lugar por encima de sus cabezas. Julia decidió comprarlos para ella, preservarlos en honor de los niños ya desaparecidos de Wharton Park.
Al otro lado de la mesa había una vieja caja llena de estampas. Julia las hojeó con desgana. En su mayor parte eran litografías realizadas a lápiz y tinta que representaban el incendio de Londres, barcos viejos y casas espantosas. Entre ellas encontró un sobre marrón desgastado. Lo sacó de la caja.
Dentro de él había una serie de acuarelas en las que aparecían varios tipos de orquídeas.
El papel de color crema en el que habían sido pintadas estaba salpicado de manchas marrones, y Julia supuso que las pinturas debían de haber sido realizadas por un aficionado entusiasta, y no por un profesional. No obstante, pensó, una vez enmarcadas podían resultar bastante especiales. En todas ellas figuraba el nombre en latín de la orquídea escrito con pincel debajo del tallo.
—¿Cuánto cuestan? —preguntó a la mujer.
La mujer cogió el sobre.
—No lo sé. No tienen marcado el precio.
—En ese caso, ¿qué le parece si le doy veinte libras, cinco por cada una de ellas? —sugirió Julia.
La mujer miró las pinturas en mal estado y se encogió de hombros.
—Creo que le podría dejar el lote por diez libras, ¿qué le parece?
—Gracias. —Julia sacó el dinero del monedero, pagó y fue al encuentro de Alicia, que ya la estaba esperando.
Los ojos de su hermana se iluminaron al ver el sobre y los libros que Julia llevaba bajo el brazo.
—¿Has encontrado algo? —preguntó.
—Sí.
—¿Puedo verlo?
—Te lo enseñaré en casa.
—Está bien —acordó Alicia—. Voy a pujar por la jarra que vimos antes. Es el lote número seis, así que espero que no tengamos que permanecer aquí demasiado rato. La subasta empezará en unos minutos.
Julia asintió con la cabeza.
—Yo mientras tanto daré un paseo, necesito respirar un poco de aire fresco.
—De acuerdo. —Alicia escarbó en su bolso buscando las llaves del coche y se las dio a Julia—. Por si me retraso. De no ser así nos vemos dentro de media hora delante de la puerta de entrada. Tendrás que ayudarme a bajar el trofeo por las escaleras.
—Gracias. —Julia cogió las llaves—. Hasta luego.
Salió de la habitación y cruzó el pasillo hasta llegar al vestíbulo, que ahora estaba desierto. Se detuvo a contemplar los querubines del mural del techo. Miró hacia la puerta que daba acceso al salón donde se encontraba el gran piano que había tocado una vez. Estaba en el otro extremo del vestíbulo, abierta.
Obedeciendo a un deseo se acercó a ella, titubeó durante unos segundos y al final se decidió a entrar. La amplia estancia estaba envuelta en la tenue luz del mes de enero. Los muebles eran exactamente como los recordaba. Cruzó el resto de las habitaciones hasta llegar a la puerta del salón.
Ese día la luz del sol no entraba por las ventanas. En la habitación hacía un frío glacial. Pasó por delante de la chimenea y de los sofás, que despedían un desagradable olor a moho, y se aproximó al gran piano.
Solo entonces se percató del hombre alto que miraba por la ventana junto al instrumento dándole la espalda. La cortina de damasco —el exterior de la tela era ahora tan fino que se podía ver a través de ella— ocultaba parte de su cuerpo.
Julia lo reconoció de inmediato y se estremeció. Era evidente que él no la había oído entrar.
Al darse cuenta de que estaba violando un momento privado de contemplación, Julia se volvió e intentó salir de la habitación con el mayor sigilo posible.
Lo oyó cuando se encontraba ya junto a la puerta.
—¿Puedo ayudarla?
Julia se dio media vuelta.
—Lo siento, no debería estar aquí.
—No, eso es cierto. —Al mirarla con más detenimiento frunció el ceño—. ¿No nos conocemos?
Si bien los separaban varios metros, Julia reconoció el pelo hirsuto, rizado y de color castaño, el cuerpo esbelto —que había engordado y crecido al menos treinta centímetros desde la última vez que lo había visto— y la misma boca torcida.
—Sí, yo… bueno, nos conocimos hace ya varios años —tartamudeó Julia—. Lo siento, ahora tengo que marcharme.
—Vaya, vaya, vaya. —La había reconocido y su semblante se suavizó al sonreír—. Eres la pequeña Julia, la nieta del jardinero, y ahora una pianista de fama mundial. ¿Me equivoco?
—Sí, soy Julia —asintió ella con la cabeza—, aunque lo de la fama mundial…
Kit arqueó las cejas.
—No seas modesta, Julia. Tengo un par de tus discos. ¡Eres famosa! ¡Una celebridad! ¿Qué demonios estás haciendo aquí? Debes de pasar la mayor parte de tu vida en las suites de los hoteles de cinco estrellas de todo el mundo.
Julia se percató de que, obviamente, él no sabía nada.
—He venido para… visitar a mi padre —mintió.
—Bueno, eso nos honra. —Kit simuló una suerte de reverencia—. De alguna forma he compartido tu fama. Le cuento a todos que fui el primero que te oyó tocar Claro de luna. Y ahora nos volvemos a encontrar en esta misma habitación, cuando la casa está a punto de venderse.
—Sí, no sabes cuánto lo lamento —contestó Julia fríamente.
—No lo hagas. Es mejor así. La tía Crawford dejó que se desmoronara mientras vivió aquí y mi padre no tenía dinero suficiente, o quizá interés, para salvarla. Para serte sincero, he tenido la suerte de encontrar a alguien dispuesto a quitármela de las manos. La restauración costará una fortuna.
—Entonces, ¿eres el dueño de Wharton Park? —preguntó Julia.
—Sí, en castigo por mis pecados, me temo. Dado que la tía Crawford y mi padre fallecieron recientemente, soy el directo sucesor. El problema es que lo único que he heredado es un montón de deudas y un sinfín de inconvenientes. En cualquier caso —concluyó encogiéndose de hombros—, siento mostrarme tan negativo.
—Estoy convencida de que en parte te causa una gran tristeza.
Estaban de pie, a un medio metro el uno del otro. Kit hundió las manos en los bolsillos de sus pantalones y se aproximó a ella.
—A decir verdad, personalmente no. Solo pasaba aquí mis vacaciones de verano cuando era niño, de manera que no me une un gran vínculo emocional a este lugar. Y el papel de dueño y señor de la casa no va conmigo. No obstante, he de reconocer que el hecho de haber tenido que tomar la decisión de vender trescientos años de historia de mi familia me ha quitado el sueño más de una noche. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? La propiedad está seriamente endeudada y no me queda más remedio que desprenderme de ella para poder hacer frente a los acreedores.
—¿Lo vas a vender todo? —inquirió Julia.
Kit se atusó el pelo y exhaló un suspiro.
—He logrado salvar los edificios que rodeaban el viejo establo, donde vivían algunos de los trabajadores, y unos cuantos acres. Hay un sendero separado del camino que puedo utilizar, así no tendré que usar la entrada principal. Mi nueva casa es un chalet bastante pobre que carece de calefacción central y que tiene un grave problema de humedad —le explicó risueño—. Pero siempre es mejor que nada y lo estoy arreglando. Creo que al final quedará bien.
—Mis abuelos vivían en ese chalet, y mi madre nació allí —dijo Julia—. Esas casas nunca me parecieron ni míseras ni húmedas, pero imagino que lo eran.
—¡Tienes razón! —Kit se sonrojó—. Dios mío, debo de haberte parecido un arrogante. Siento haber hablado de ese lugar con tanta ligereza. Lo cierto es que luché para no perderlo porque me parece un rincón encantador —añadió con énfasis—. Estoy deseando vivir en él. Y confío en que cuando acabe de restaurar el resto de los establos y de las casas podré alquilarlos para procurarme una renta.
—¿No tienes otro sitio donde vivir?
—Al igual que tú, he pasado mucho tiempo en el extranjero. Nunca he pensado en tener un hogar, de alguna manera… —La voz de Kit se fue apagando mientras desviaba la mirada hacia la ventana—. Y no tengo muy buenos recuerdos de este sitio. Los veranos que pasé aquí durante mi infancia fueron bastante tristes.
—En cambio a mí me encantaba estar en Wharton Park.
—Bueno, es una casa bonita, y la posición es magnífica —reconoció Kit con cierta reticencia.
Julia lo observó. Pese a que estaba muy bronceado, tenía mal aspecto y parecía exhausto.
—Espero que seas feliz en tu nuevo hogar —le deseó al final sin saber muy bien qué decir—. Ahora será mejor que me vaya.
—Y yo supongo que tendría que ir a ver qué sucede en la parte posterior del salón de ventas.
Atravesaron juntos las habitaciones en penumbra en dirección al vestíbulo.
—¿Dónde vives ahora? —le preguntó Kit en tono amistoso—. Seguramente en un ático con vistas a Central Park.
—De eso nada. Vivo en Blakeney, en un chalet pequeño y húmedo que compré hace varios años cuando todos me decían que debía invertir dinero en alguna propiedad. Durante los últimos ocho años lo he alquilado a gente que quería pasar allí sus vacaciones.
—Estoy convencido de que debes tener otra casa. —Kit frunció el ceño—. Las celebridades no suelen aparecer en las páginas de las revistas ilustradas sentadas en un chalet lleno de humedades de North Norfolk.
—Yo no salgo en las «revistas ilustradas» —replicó Julia— y, además, es… una larga historia —añadió dándose cuenta de que estaban llegando a la entrada principal. Tenía que preguntarle a Kit algo urgente—. ¿Los invernaderos siguen en pie?
—No lo sé —le respondió él encogiéndose de hombros—. Si he de ser sincero todavía no he pasado por el huerto. Hay mucho que hacer en todas partes.
Al entrar en el vestíbulo Julia vio a su hermana de pie junto a la puerta con la jarra en las manos. Parecía impaciente.
—¡Ah, Kit, estás aquí! —Una gruesa mujer de pelo castaño y largas pestañas, idénticos a los de él, se aproximó a ellos—. ¿Dónde te habías metido? El subastador quiere hablar contigo cuanto antes sobre un jarrón. Piensa que es de la dinastía Ming o algo por el estilo, y que deberías retirarlo de los objetos en venta para pedir una valoración a Sotheby’s.
Julia notó un gesto de irritación en la cara de Kit.
—Julia, te presento a Bella Harper, mi hermana.
Bella miró de arriba abajo a Julia con indiferencia.
—Hola —dijo distraída mientras rodeaba a Kit con sus brazos—. Tienes que hablar con el subastador ahora —le dijo con firmeza y tiró de él para cruzar el vestíbulo.
Kit se volvió y sonrió a Julia fugazmente.
—Me alegro de haberte visto —le dijo antes de marcharse.
Julia lo contempló mientras se alejaba y se acercó a su hermana, que no quitaba ojo a la pareja que acababa de despedirse de Julia.
—¿La conoces? —preguntó Alicia intrigada.
—¿A quién? —dijo Julia mientras cogía la jarra por el otro lado y ayudaba a su hermana a bajarla por las escaleras y a llevarla hasta el coche.
—A la espantosa Bella Harper, ¿a quién si no? He visto que hablabas con ella.
—No. Solo conozco a su hermano Kit.
Habían llegado al coche. Alicia abrió el maletero para meter la jarra.
—¿Te refieres a lord Christopher Crawford, el heredero de todo esto?
—Sí, supongo que ahora se le puede llamar así —asintió Julia—. Solo que yo lo conocí hace muchos años en esta misma casa y hoy nos hemos vuelto a ver.
—Tú y tus misterios, Julia; nunca me contaste que lo habías conocido cuando éramos niñas —dijo Alicia enfurruñada en tanto cogía una gabardina para envolver la jarra y la colocaba lo mejor posible en un lado—. Esperemos que así no se rompa —dijo cerrando el maletero. Las dos hermanas subieron al coche y Alicia arrancó—. ¿Te apetece que bebamos algo rápido y nos comamos un sándwich en el pub? —preguntó a continuación—. Así podrás contarme cómo conociste al encantador lord Kit. Espero que sea más agradable que su hermana. He coincidido con ella en un par de cenas locales y siempre me ha tratado como si todavía fuera la nieta del jardinero. Gracias a Dios la herencia corresponde a los hombres de la familia. ¡Si Bella hubiera sido uno de ellos nadie habría podido pararle los pies!
—No… no creo que Kit sea así —dijo Julia dulcemente volviéndose hacia su hermana—. Gracias por el ofrecimiento, pero, si no te importa, preferiría volver a casa.
Alicia notó la mirada de agotamiento de su hermana.
—Está bien —accedió—, pero de camino me detendré un momento en la tienda para comprar varias cosas.
Julia no replicó, se sentía demasiado débil para discutir.
Alicia insistió para que Julia se sentase en el sofá mientras ella encendía la chimenea y guardaba la comida que acababa de comprar en el supermercado de la localidad. Por una vez a Julia no le importó que se ocuparan de ella. El viaje —el primero en varias semanas— la había agotado. Y el hecho de volver a Wharton Park y de ver a Kit le había causado cierta turbación.
Alicia salió de la cocina con una bandeja, que colocó delante de Julia.
—Te he preparado un poco de sopa. Te ruego que te la tomes —Acto seguido cogió el sobre marrón que Julia había dejado sobre la mesita de café—. ¿Puedo? —preguntó.
—Por supuesto.
Alicia sacó las acuarelas del sobre, las puso sobre la mesa y las examinó.
—Son adorables —dijo—, un regalo perfecto para papá. ¿Piensas enmarcarlas?
—Si me da tiempo, sí.
—Espero que el domingo vengas con nosotros a comer para celebrar el cumpleaños —dijo Alicia.
Julia, reticente, asintió con la cabeza mientras cogía la cuchara.
—Querida, entiendo que será duro, ese tipo de reuniones familiares no es lo que más te conviene en este momento, pero todos están deseando verte. Y papá se llevará un buen disgusto si no vienes.
—Iré. Por supuesto que lo haré.
—Estupendo. —Alicia miró el reloj—. Ahora tengo que volver a esa casa de locos. —Puso los ojos en blanco y, a continuación, se acercó a Julia y le apretó un hombro—. ¿Puedo hacer algo más por ti?
—No, gracias.
—De acuerdo. —Alicia le plantó un beso en lo alto de la cabeza—. Te ruego que nos llames y que te acuerdes de dejar el móvil encendido. Estoy preocupada por ti.
—Aquí no hay casi cobertura —le respondió su hermana—, pero lo haré. —Contempló a Alicia mientras esta se encaminaba hacia la puerta—. Ah, y gracias. Gracias por llevarme de nuevo a Wharton Park.
—Ha sido un verdadero placer. Llámame si me necesitas. Y cuídate, Julia. —La puerta se cerró detrás de Alicia.
Julia se sentía agotada y con sueño. Tras dejar la sopa a medio comer, subió cansinamente las escaleras y se sentó en la cama con las manos dobladas en el regazo.
No quiero ponerme mejor. Quiero sufrir como ellos sufrieron. Dondequiera que estén ahora, al menos están juntos, a diferencia de mí, que estoy sola. Quisiera saber por qué no me llevaron con ellos, porque ahora no estoy ni aquí ni allí. No puedo vivir. Tampoco puedo morir. Todos me dicen que opte por la vida, mas, si lo hago, debo dejar que se alejen. Y no soy capaz de hacerlo. Todavía no…
3
Ala una menos dos minutos del domingo siguiente Alicia organizaba a su familia en el salón.
—Lissy, sírvete algo de vino, querida. —Su marido, Max, le puso una copa en la mano y la besó en la mejilla.
—¡Apaga ahora mismo el iPod, Rose! —dijo bruscamente Alicia a su hija mayor de trece años que se había acurrucado taciturna en el sofá—. Y en cuanto a los demás, tratad de comportaros. —Alicia se sentó junto a la chimenea y dio un largo sorbo a su vino.
Kate, su hija, una belleza rubia de ocho años, se acercó sigilosamente a ella.
—¿Te gusta mi conjunto, mami? —preguntó.
Alicia se percató en ese momento de la espantosa mezcla que formaban el top rosa fucsia, la falda amarilla de lunares y las medias de color turquesa. Kate estaba espantosa, pero ya era demasiado tarde. El coche de su padre se acercaba por el camino.
—¡Ha llegado el abuelo! —gritó James, su hijo de seis años, excitado.
—¡Vamos a saludarlo! —aulló Fred, de cuatro años, precipitándose hacia la puerta.
Alicia vio que el resto de sus hijos lo seguían y sonrió al ver su entusiasmo. Los niños abrieron la puerta y salieron a toda prisa y rodearon el coche.
Unos segundos más tarde, George Forrester entraba en el salón arrastrado por sus nietos. A sus sesenta y cinco años era todavía un hombre atractivo —delgado, con una abundante cabellera que empezaba a encanecer en las sienes. Tenía una apariencia autoritaria y firme, fruto de los años que había transcurrido dirigiéndose al público.
George era un célebre botánico —profesor de esta materia en la Universidad de East Anglia— que solía dar clases en la Real Sociedad de Horticultura y en Kew. Cuando no se dedicaba a compartir sus conocimientos viajaba por todo el mundo buscando nuevas especies de plantas. Estos eran los momentos, según reconocía él mismo, en que se sentía más feliz.
George siempre les había contado a sus hijas que había entrado en los invernaderos de Wharton Park con la esperanza de quedarse impresionado por la famosa colección de orquídeas que crecía en ellos, pero que, en lugar de eso, se había enamorado a primera vista de la hermosa joven —su futura esposa y madre de sus dos hijas— que se encontraba allí dentro con ellas. Se habían casado apenas unos meses más tarde.
George se acercó a Alicia.
—Hola, querida, veo que sigues tan guapa como siempre. ¿Cómo estás?
—Bien, gracias. Feliz cumpleaños, papá —dijo mientras él la abrazaba—. ¿Te apetece beber algo? Tenemos un poco de champán en la nevera.
—¿Por qué no? —Sus ojos se arrugaron al sonreír—. La verdad es que resulta extraño celebrar el hecho de que me encuentre a un paso de la tumba.
—¡Papá! —lo reprendió Alicia—. No seas bobo. Todas mis amigas están enamoradas de ti.
—En fin, siempre es bueno saberlo, pero eso no cambia las cosas. Hoy vuestro abuelo se convierte en un jubilado —dijo mientras se volvía hacia sus nietos.
—¿Qué es un jubilado? —preguntó Fred.
James, dos años mayor y también más sabio, dio un codazo a su hermano pequeño en las costillas.
—Es un viejo, tonto.
—Voy a por el champán —dijo Max guiñándole un ojo a Alicia.
—Bueno —George se apoyó en la rejilla que rodeaba la chimenea, en el lado opuesto al de su hija y estiró sus largas piernas—, ¿cómo va todo?
—Agotador, como de costumbre —suspiró Alicia—. ¿Y tú?
—Lo mismo —asintió George—. Pero estoy muy animado. La semana pasada me llamó un colega americano que enseña en Yale. Está organizando un viaje de investigación a las islas Galápagos para el mes de mayo y quiere que vaya con ellos. Es un sitio en el que nunca he estado y al que siempre he deseado ir, El origen de las especies de Darwin y todo eso, ya sabes. Implica pasar fuera casi más de tres meses, eso sí, y además me han pedido que dé un par de conferencias mientras estoy en Estados Unidos.
—Veo que no tienes intención de parar, pese a que ahora eres un jubilado —comentó Alicia risueña.
Fred saltó sobre una pierna de su abuelo.
—Te hemos comprado un regalo estupendo, abuelo. Es un…
—Cállate, Fred. Es una sorpresa —dijo Rose, la quinceañera desdeñosa, desde el sofá.
Max regresó con la botella de champán descorchada y llen