La dama del cisne

Carmen Torres Ripa

Fragmento

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Índice

La dama del cisne

Amarillo

El hombre alto y fuerte pidió…

Florencia estaba desierta…

La noticia de «la madonna descuartizada»…

Los gritos se oyeron…

Cuando Bernard llegó a Florencia…

El jefe de seguridad de la National Gallery…

Aquella mañana Florencia…

Un anzuelo en un mar tormentoso…

Las hojas bailaban…

Naranja

Siguiendo el consejo de Aslan Abadi…

Leonardo estaba obsesionado…

Le apetecía conocer a un hombre así…

Me gustaba mucho observar a Leonardo…

El despacho de Antoine Sorel…

Leonardo tuvo que esperar un tiempo…

La última vuelta fue lenta…

Andrea Verrocchio, en sus dependencias particulares…

Bernard estuvo paseando sin rumbo fijo…

Leonardo me miraba con intensidad, casi con deseo…

Para Erik un libro era…

Rojo

Cuando Leonardo dibujaba y coloreaba sus obras…

Para que Bernard Mistral llegara a Viena…

Leonardo me regaló un minucioso dibujo…

Siete millones de dólares por un libro…

Leonardo vivía su peor momento…

Maurice descorrió la cortina de la ventana…

Cuando mi padre me dijo…

A Maurice el timbre…

No hubo posibilidad de que…

Con un albornoz ceñido…

Leonardo se encontraba en Milán…

Violeta

El archivo tenía un aspecto especial…

Estaba aterrada…

Bernard pudo contactar…

Bernard hizo un viaje relámpago…

Leonardo no quería mostrar…

Turquesa

Cuando Bernard regresó…

La noche de Carnaval…

Bernard volvió a París…

Puso un ramo de rosas blancas…

Bernard abrió la puerta…

Azul

A media tarde…

Cuando Leonardo se fue…

El verano llenaba París de sol…

Empezaba el día…

Verde

Cuando Bernard Mistral…

Después del aperitivo…

Blanco

Era un día de septiembre…

Agradecimientos

Biografía

Créditos

cap

 

De los seiscientos otoños de mi existencia, el de Florencia permaneció en mí como un presente continuo, porque me enamoré eternamente.

Esa permanencia empezó a intrigarme. Aquella luz que llevaba colgada al pecho regía mi vida. Pero ¿era la luz o era yo misma quien aumentaba su intensidad? No lo sabía.

Después de dormir con Leonardo, los días transcurrieron más lentos y más vertiginosos a la vez. No tenía prisa, pero el tiempo, como si de un hermano gemelo se tratara, atenazaba mi interior.

El espejo se quedó inmóvil y siempre me devolvía la misma imagen, el mismo rostro; sólo cambiaba la ropa que me ponía, los pendientes, los collares… Pero esos ojos seguían mirándome con la claridad de mi adolescencia retardada.

Primero pensé que eran los espejos que embadurnan el tiempo. Mienten, engañan a los que se miran, retuercen la realidad.

cap-1

Amarillo

cap-2

 

El hombre alto y fuerte pidió al taxista que le llevara al aeropuerto Charles de Gaulle para coger el último avión a Londres. Cuando llegó al hotel Corinthia, cerca del embarcadero, en Northumberland Avenue, eran las doce de la noche. Cogió de la nevera una botella de agua mineral, se dio una ducha y se quedó dormido.

Despertó tarde, había pasado la hora del desayuno. Salió de la habitación vestido con una gabardina y un sombrero liviano para no mojarse, y en la puerta del hotel, al bajar los escalones de la entrada, una oleada de hojas secas impactó en su cara. Amarillas, marrones, rojas y ocres. Bailaban en el aire y parecía que se resistieran a caer definitivamente al suelo. Pisó algunas con tristeza, al compás de la música que producían las que aplastaban por la calle los transeúntes. Hacía viento, y una fina lluvia salpicaba en su pelo, dejando gotas diseminadas sin orden.

Caminó unos cientos de metros y se encontró con el típico pub inglés. Curiosamente, se llamaba Sherlock Holmes. Pidió un café, y mientras le servían, echó un vistazo a los objetos que le rodeaban, memoria viva del famoso detective británico: libros, un monóculo, relojes, la figura de un perro, películas…

«Qué inglés», pensó.

Siempre que entraba en un pub a esas horas de la mañana le entristecía no tomarse una cerveza. Poder elegir entre tantas marcas y texturas para una sola bebida suponía un gran placer. Le llamó la atención la camarera. Era muy joven y llevaba unos pantalones cortísimos con unas medias negras y un delantal que dejaba abierta cualquier puerta a la imaginación. El café amargo ayudó a despejarle.

Al salir del pub, cogió un taxi para ir a la National Gallery. Su nerviosismo era tal que no se percató de que ya habían llegado hasta que el taxista le dijo:

—Son ocho libras.

—Disculpe, estaba distraído.

Cuando bajó del coche ya no llovía. Delante del museo había una larga cola de gente esperando para entrar. Afortunadamente, había comprado el tíquet por internet. El corazón empezó a palpitarle muy fuerte cuando vio un cartel gigante de La bella fornarina que anunciaba la exposición. Intentó serenarse y se sentó en un banco de piedra de Trafalgar Square debajo de un monumento cuyo pedestal sostenía un barco dentro de una botella. Se aflojó la bufanda y tosió; se sentía algo avergonzado. La emoción le impidió moverse del sitio. Pero cuando consultó el reloj decidió levantarse. A las doce era su turno de entrada. Sólo podían pasar sesenta personas cada media hora. La exposición «Leonardo da Vinci: pintor de la corte de Milán» se había montado en un anexo de la National Gallery, a la izquierda del gran edificio.

A medida que bajaba las escaleras que conducían a la exposición, sentía un agobio cada vez más intenso. Le costaba respirar. La bella fornarina volvía a aparecer ante él, esta vez ampliada con La dama del armiño al mismo tamaño. Estuvo unos segundos, que le parecieron eternos, mirando sucesivamente a los ojos de aquellas dos mujeres.

La luz de las salas contiguas creaba, con gran acierto, una atmósfera de misterio y recogimiento. Tuvo la impresión de que entraba en un santuario. Estaban expuestas nueve obras d

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