Los cuadernos de don Rigoberto

Mario Vargas Llosa

Fragmento

I. EL REGRESO DE FONCHITO

I. EL REGRESO DE FONCHITO

Llamaron a la puerta, doña Lucrecia fue a abrir y, retratada en el vano, con el fondo de los retorcidos y canosos árboles del Olivar de San Isidro, vio la cabeza de bucles dorados y los ojos azules de Fonchito. Todo empezó a girar.

—Te extraño mucho, madrastra —cantó la voz que recordaba tan bien—. ¿Sigues molesta conmigo? Vine a pedirte perdón. ¿Me perdonas?

—¿Tú, tú? —cogida de la empuñadura de la puerta, doña Lucrecia buscaba apoyo en la pared—. ¿No te da vergüenza presentarte aquí?

—Me escapé de la academia —insistió el niño, mostrándole su cuaderno de dibujo, sus lápices de colores—. Te extrañaba mucho, de veras. ¿Por qué te pones tan pálida?

—Dios mío, Dios mío —doña Lucrecia trastabilleó y se dejó caer en la banca imitación colonial, contigua a la puerta. Se cubría los ojos, blanca como un papel.

—¡No te mueras! —gritó el niño, asustado.

Y doña Lucrecia —sentía que se iba— vio a la figurita infantil cruzar el umbral, cerrar la puerta, caer de rodillas a sus pies, cogerle las manos y sobárselas, atolondrado: «No te mueras, no te desmayes, por favor». Hizo un esfuerzo para sobreponerse y recobrar el control. Respiró hondo, antes de hablar. Lo hizo despacio, sintiendo que en cualquier momento se le quebraría la voz:

—No me pasa nada, ya estoy bien. Verte aquí era lo último que me esperaba. ¿Cómo te has atrevido? ¿No tienes cargos de conciencia?

Siempre de rodillas, Fonchito trataba de besarle la mano.

—Dime que me perdonas, madrastra —imploró—. Dímelo, dímelo. La casa no es la misma desde que te fuiste. Vine a espiarte un montón de veces, a la salida de clases. Quería tocar, pero no me atrevía. ¿Nunca me vas a perdonar?

—Nunca —dijo ella, con firmeza—. No te perdonaré nunca lo que hiciste, malvado.

Pero, contradiciendo sus palabras, sus grandes ojos oscuros reconocían con curiosidad y cierta complacencia, acaso hasta ternura, el enrulado desorden de esa cabellera, las venitas azules del cuello, los bordes de las orejas asomando entre las mechas rubias y el cuerpecillo airoso, embutido en el saco azul y el pantalón gris del uniforme. Sus narices aspiraban ese olor adolescente a partidos de fútbol, frunas y helados d’Onofrio, y sus oídos reconocían aquellos chillidos agudos y los cambios de voz, que resonaban también en su memoria. Las manos de doña Lucrecia se resignaron a ser humedecidas por los besos de pajarillo de esa boquita:

—Yo te quiero mucho, madrastra —hizo pucheros Fonchito—. Y, aunque no te lo creas, también mi papá.

En eso apareció Justiniana, ágil silueta de color canela envuelta en un guardapolvo floreado, un pañuelo en la cabeza y un plumero en la mano. Quedó petrificada en el pasillo que conducía a la cocina.

—Niño Alfonso —murmuró, incrédula—. ¡Fonchito! ¡No me lo creo!

—¡Figúrate, figúrate! —exclamó doña Lucrecia, empeñada en mostrar más indignación de la que sentía—. Se atreve a venir a esta casa. Después de arruinar mi vida, de darle esa puñalada a Rigoberto. A pedir que lo perdone, a derramar lágrimas de cocodrilo. ¿Has visto desfachatez igual, Justiniana?

Pero ni siquiera ahora arrebató al niño los afilados dedos que Fonchito, estremecido por los sollozos, seguía besando.

—Váyase, niño Alfonso —dijo la muchacha, tan confusa que, sin advertirlo, cambió el usted por el tú—: ¿No ves el colerón que estás dando a la señora? Anda vete, Fonchito.

—Me voy si me dice que me perdona —rogó el niño, entre suspiros, la cara en las manos de doña Lucrecia—. ¿Ni siquiera me saludas y comienzas a insultarme, Justita? ¿Qué te he hecho yo a ti? Si también te quiero mucho, si el día que te fuiste de la casa lloré toda la noche.

—Calla, mentiroso, no te creo ni lo que comes —Justiniana alisaba los cabellos de doña Lucrecia—. ¿Le traigo un pañito con alcohol, señora?

—Un vaso de agua, más bien. No te preocupes, ya estoy mejor. Ver aquí a este mocoso me ha revuelto toda.

Y, por fin, sin brusquedad, retiró sus manos de las de Fonchito. El niño seguía a sus pies, ya sin llorar, conteniendo a duras penas nuevos pucheros. Tenía los ojos enrojecidos y las lágrimas le habían marcado surcos en las mejillas. Una hebra de saliva colgaba de su boca. A través de la neblina que le velaba los ojos, doña Lucrecia espió la delineada nariz, los labios dibujados, el pequeño mentón altivo y su hendidura, lo blancos que eran sus dientes. Sintió ganas de abofetear, de rasguñar esa carita de Niño Jesús. ¡Hipócrita! ¡Judas! Y hasta de morderlo en el cuello y chuparle la sangre como un vampiro.

—¿Sabe tu padre que has venido?

—Cómo se te ocurre, madrastra —respondió el niño en el acto, con un tonito confidencial—. Quién sabe qué me haría. Aunque nunca habla de ti, yo sé muy bien que te extraña. No piensa en otra cosa, día y noche, te lo juro. Vine a escondidas, me escapé de la academia. Voy tres veces por semana, después del colegio. ¿Quieres que te enseñe mis dibujos? Dime que me perdonas, madrastra.

—No se lo diga y bótelo, señora —Justiniana regresaba con un vaso de agua; doña Lucrecia bebió varios sorbos—. No se deje engatusar por su cara bonita. Es Lucifer en persona, usted lo sabe. Volverá a hacerle otra maldad peor que la primera.

—No digas eso, Justita —Pareció que Fonchito rompería de nuevo en llanto—. Te juro que estoy arrepentido, madrastra. No me di cuenta de lo que hacía, por lo más santo. Yo no quise que pasara nada. ¿Iba a querer que te fueras de la casa? ¿Que yo y mi papá nos quedáramos solos?

—No me fui de la casa —lo reprendió doña Lucrecia, entre dientes—. Rigoberto me largó como a una puta. ¡Por tu culpa!

—No digas lisuras, madrastra —El niño alzó ambas manos, escandalizado—. No las digas, no te sienta.

A pesar de la pena y la cólera, doña Lucrecia estuvo a punto de sonreír. ¡No le sentaba decir palabrotas! ¿Niñito perspicaz, sensible? Justiniana tenía razón: una víbora con cara de ángel, un Belcebú.

El niño tuvo una explosión de júbilo:

—¡Te estás riendo, madrastra! Entonces, ¿me has perdonado? Dime, dime que me has, pues, madrastra.

Palmoteaba y en sus ojos azules se había disipado la tristeza y relampagueaba una lucecita salvaje. Doña Lucrecia advirtió que en sus dedos había manchas de tinta. A pesar de ella misma, se emocionó. ¿Se iba a desmayar de nuevo? Qué ocurrencia. Se vio en el espejo de la entrada: había compuesto su expresión, un ligero rubor coloreaba sus mejillas y la agitación subía y bajaba su pecho. En un movimiento maquinal, se cubrió el escote de la bata de entrecasa. ¿Cómo podía ser tan descarado, tan cínico, tan retorcido, siendo tan chiquito? Justiniana leía sus pensamientos. La miraba como diciendo: «No sea débil, señora, no lo vaya a perdonar

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos