Novelas (2001-2015)

Julián Rodríguez

Fragmento

cap-1

PRÓLOGO

(FICCIONES Y DOCUMENTOS)

Este volumen reúne cuatro libros diferentes (Lo improbable, La sombra y la penumbra, Ninguna necesidad, Santos que yo te pinte*), un texto inédito con título lorquiano (Las formas que buscan el cristal) y más de quince años de escritura y reescritura.

La reescritura es para mí tan importante como la escritura. Y no sólo «volver a escribir lo ya escrito introduciendo cambios», sino también «volver a escribir sobre algo dándole una nueva interpretación». Una interpretación afectada por el tiempo, es decir, en evolución debido al paso del tiempo.

Primero creemos que escribimos una novela autobiográfica (como un exorcismo). Luego suponemos que la novela es también generacional. Finalmente, comprendemos que la novela se ha vuelto, de repente, histórica. (Porque el tiempo ha hecho de ella un documento, otro documento más.)

Tiempo. «En realidad, todas las historias suceden a la vez en pasado, presente y futuro. Podría decirse que resulta inevitable. Cada personaje, al ser "representado", carga ya con la consumación de su pasado, la realidad de su presente y la incertidumbre de su futuro.» Esto dice la cita de Leonardo Sciascia que abre Ninguna necesidad, y que podría haberlo hecho en cualquiera de los otros libros. En todos ellos las historias suceden en pasado, en presente y (muchas veces) en futuro. Y las protagonizan personajes casi siempre sin nombre.

¿Las protagonizan o, más bien, las viven como vidas comunes nada distintas de otras vidas también comunes? El autor quisiera esto último. Aunque parezcan crípticas, las palabras de Günther Guben en una de las novelas cortas de La sombra y la penumbra tratan sobre este asunto: «Me esfuerzo por dejar algo al descubierto donde aparentemente todo está al descubierto».

Fue entonces, hace casi quince años. Quería (debía) escribir un libro. El libro se titularía Lo improbable. Y trataría de un yo plural que sería, con atrevimiento, toda mi generación, en apariencia ajena a los compromisos. (Publiqué ese libro en 2001.)

«¿De qué hablamos cuando hablamos de nosotros mismos?» anoté entonces, con un guiño pseudoliterario, en una libreta. La exposición de la artista Jana Sterbak en la Fundación Tàpies de Barcelona me proporcionó algunas respuestas: en obras como la Casa del dolor, en Actitudes, en Golem: Objetos como sensaciones, en estas palabras de Richard Noble: «Nuestra subjetividad, que implica como mínimo un sentido de la propia vida y de la propia identidad, nos exige dos cosas: que nos individualicemos respecto a la naturaleza física, y que nuestra identidad sea discriminada de la de los demás».

La primera exigencia conlleva, según Noble, la capacidad de formular intenciones «no inmediatamente determinadas» por el impulso natural; la segunda, sin embargo, es mucho más compleja, ya que significa que «el hecho de que cada cual se construya una identidad, una versión del tipo de persona que es, implica necesariamente representar esta versión ante los demás. La exigencia de ser reconocidos [la cursiva es mía] implica, por tanto, una capacidad de autocreación; conocernos a nosotros mismos conlleva la necesidad de autocrearnos para los demás».

El cuerpo es el lugar, el escenario, donde tiene lugar ese proceso. Así también en las obras de Sterbak.

David Le Breton, el autor de Antropología del dolor, escribe: «Las personas se disfrazan, esconden y metamorfosean, se sirven de artificios, ocultamientos y máscaras para cuestionar su identidad, reinventarla y dar una imagen plural de su existencia».

La felicidad del hombre depende en buena medida de cuánto ha sufrido antes. He sufrido un ataque de risa (amarga) al traducir de este modo una de las «consignas» de Le Breton.

Año 2004. Me encontraba en Milán, en un taxi que se detuvo a las puertas de un hotel en el que habían cancelado mi reserva. Salí enfadado, dando un portazo, y subí de nuevo al taxi: Vayamos a otro hotel, por favor.

El taxista me dijo que su hija se había ido de casa con un hombre mucho mayor que ella, que su mujer estaba enferma. Que él soportaba todo aquello, su dolor, dijo, «cristianamente». Luego, para mi sorpresa, me habló de Juan Pablo II, al que solía rezar. Y al poco citó varias frases que, no sé cómo pero recordé, pertenecían a la Salvifici Doloris, la famosa carta sobre el sentido cristiano del sufrimiento que ese papa había dictado veinte años atrás: separación, o diferenciación, entre el dolor físico y el dolor moral, dolor del cuerpo/dolor del alma, y lo que el dolor representa para configurarnos, para hacernos humanos.

Le Breton y Wojtyla coincidían en esto. Ya es sabido.

Al taxista le dije que yo era ateo, aunque (perdón por el mal juego de palabras) no me creyó.

Pero ¿qué tiene que ver el dolor con la identidad? «Nos reconocemos en el dolor», dice un verso de Cesare Pavese. «Nosotros, quienes nos mentimos, quienes nos inventamos, nos reconocemos en el dolor.» Quiere decir: nos reconocemos en nuestro dolor y nos reconocemos en el dolor de los otros. Los demás, entretanto, apenas «hemos aprendido a soportarnos», como dice un personaje de una película de Truffaut, citando quizá a Camus.

El dolor que nos produce lo que no comprendemos de nuestra identidad en vías de constitución, incompleta hasta nuestra muerte, es (y en esto estoy de acuerdo con Le Breton) «pain», un dolor, diríamos, colectivo, y no «suffering», esto es, sufrimiento individual... Y nos defendemos de ese dolor universal, vuelvo a Sterbak, «autocreándonos». Y escribimos sobre nosotros mismos para, al fin lo sé, fingirnos perfectos.

Mi padre está enfermo y sueño cada noche que él y yo somos un padre y un hijo distintos, diferentes a lo que somos hoy. No puedo explicárselo al día siguiente, cuando lo llamo por teléfono, cuando me anuncia que no han podido regresar al pueblo porque hay nuevas manchas en la cara, nuevos análisis, nueva medicación.

No puedo explicárselo, porque, estoy seguro, no lo entendería.

Cada día, desde que el médico diagnosticó su enfermedad, he escrito sobre ese padre y ese hijo que no somos él y yo. He «inventado» una historia que sólo en ocasiones coincide con nuestra propia historia. A pesar de todo ello, el relato es autobiográfico. Pero en vez de fingirme perfecto, he escrito desde la ira.

La muerte me da asco.

Para aplacar esa ira, para sobreponerme al asco, escribí la Narración del Hombre de Cuarenta Años. Porque la noticia de la enfermedad de mi padre llegó con otras noticias, con otras voces, del pasado, llegó desde los agujeros negros que son esas fotografías que no quiero volver a ver, y que quemé metafóricamente en un libro: Ninguna necesidad. Llegó desde el fin de todo amor, desde el fin de toda posibilidad de amor.

O eso creí.

Lo que nos degrada también puede atraernos, he vuelto a decirme.

Escribir como una decisión ajena a razón: conocernos junto al asco, explicarnos en medio de basura.

JULIÁN RODRÍGUEZ

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