A estas horas tan tempranas el East River adquiere una fina capa traslúcida, una piel brillante y acerada que parece flotar sobre el río mismo a medida que el agua pasa del negro nocturno al profundo verde opaco del día siguiente. Las luces del puente de Brooklyn empalidecen contra el cielo. Un hombre sube la persiana metálica de su taller de reparación de calzado. Una corredora joven con coleta pasa al lado de un hombre de mediana edad que, con un vestidito negro y botas militares, vuelve por fin a casa. Las escasas ventanas iluminadas son exactamente igual de brillantes que el cuarto de luna.
Isabel, que no ha dormido, está de pie ante la ventana de su dormitorio, lleva una camiseta XXL que le llega hasta la mitad de los muslos. La mujer de la coleta pasa de largo ante el hombre del vestido, que está metiendo la llave en la cerradura de la puerta de la calle. El dueño del taller de reparación de calzado levanta la persiana de acero, preparándose para abrir la tienda. ¿Por qué abre tan pronto, quién puede necesitar que le arreglen los zapatos a las cinco de la madrugada?
Ya se aprecian los primeros signos de la primavera. El árbol de delante del edificio de Isabel (un arce plateado, que, según Google, es «desordenado y de raíces poco profundas») tiene unos capullos pequeños y duros que pronto se abrirán en hojas de cinco puntas, normales y corrientes hasta que un viento lo bastante fuerte levante su parte inferior plateada. En un alféizar al otro lado de la calle hay un ramo de narcisos en un vaso de agua. La luz invernal, que durante meses ha sido pálida e inmóvil, parece haberse avivado, como si las moléculas del aire mismo hubiesen vuelto a activarse.
Primeros de abril en Brooklyn puede que sea ya primavera en el calendario, pero la verdadera primavera —con sus indicios de verdor, el despertar de los tallos y los brotes— aún tardará semanas en llegar. Los capullos del árbol son pequeños nudos apretados, esperando para abrirse. Los narcisos en la ventana al otro lado de la calle solo significan que puedes comprarlos en la tienda de la esquina, que han empezado a llegar de dondequiera que se cultiven.
Isabel se aparta de su ventana para mirar a Dan, que sigue dormido, respirando profundamente, tan infantil mientras duerme como pueda serlo un hombre de cuarenta años, con la boca un poco abierta y el pelo rubio claro brillante en la habitación en penumbra.
Quién pudiera dormir así. A Isabel le irrita ese don que tiene Dan, pero también lo agradece. Las horas que Dan y los chicos duermen, es como si ella —para quien el sueño es apenas un intento asustadizo de dormir veteado de visiones— estuviese sola en el apartamento, inmersa en su propio duermevela de soledad nocturna, marcado solo por los números led verdes del reloj de la cocina.
Ve el búho al volverse hacia la ventana. Al principio, parece una protuberancia de la rama del árbol en la que está posado. Las plumas coinciden casi a la perfección con el marrón grisáceo oscuro y entreverado de la corteza. Isabel podría no haberlo visto de no ser por los ojos, dos discos negros y dorados algo más grandes que una moneda, cegadoramente atentos, totalmente no humanos. Por un instante, es como si el árbol mismo hubiese escogido este momento para informar a Isabel de que es un ser consciente, y vigilante. El búho, pequeño, más o menos del tamaño de un guante de jardinería, parece estar mirando a Isabel, pero, cuando Isabel se acostumbra a su mirada, es evidente que solo está mirando en esa dirección, no a ella sino a la habitación en la que se encuentra: a la mesita de noche con la lámpara apagada y su ejemplar del Atlantic del mes pasado; a la pared de detrás de la mesita con la fotografía enmarcada de los niños, una foto profesional en blanco y negro en la que parecen inquietantemente inocentes, una versión dócil de sí mismos. El búho apunta sus ojos fijos y felinos hacia todo lo que hay al otro lado del cristal de la ventana de Isabel, no parece distinguir entre Isabel, la lámpara y la fotografía, no comprende, o no le importa, que ella está viva y lo demás no. El búho y ella se quedan un rato cada uno en su sitio, sin dejar de mirarse, antes de que el búho levante el vuelo, sin esfuerzo, como si no batiera las alas y se limitase a aceptar volar. Describe un arco en el cielo y desaparece. Su marcha deja una sensación de abdicación, como si su presencia en el árbol, al otro lado de la ventana, hubiese sido un error, un desgarrón involuntario en el tejido de lo posible, rápida y eficazmente remendado. El búho ahora parece haber sido una ensoñación de Isabel, lo cual no carece de sentido, teniendo en cuenta que no ha pegado ojo en toda la noche (normalmente consigue dormir unas horas), que está a punto de comenzar un día más lleno de dificultades (Robbie sigue sin encontrar otro sitio donde vivir, Derrick se empeñará en repetir la sesión de fotos), y que pronto se verá obligada a enfrentarse a todo eso y a ofrecer la versión más convincente de sí misma, una persona capaz de hacer cuanto se exige de ella.
El búho ha desaparecido. La corredora ya está lejos. El hombre del vestido ha entrado en su edificio. Solo queda el tipo del taller de reparación de calzado, que ha encendido el fluorescente de la tienda, una luz que no irradia desde detrás del escaparate, que no añade ninguna iluminación a la calle. Isabel no tiene ni idea de si el zapatero, con quien no ha hablado nunca (lleva a arreglar los zapatos al centro), abre tan pronto para escapar de algún problema doméstico o si simplemente está deseando volver a su rectángulo de luz, porque le gusta encender el cartel de neón azul que reza HOSPITAL DE ZAPATOS (Isabel debería empezar a llevarle los zapatos, aunque solo sea porque él considera que su tienda es un hospital de zapatos) y activar el maniquí de dos metros de alto del escaparate... ¿un zorro?, ¿un mapache?, descolorido por el sol y sentado en una silla de zapatero que alza y baja un martillo en miniatura. Ahora que el hombre ha vuelto a ponerlo en marcha, ahora que el cartel de HOSPITAL DE ZAPATOS brilla con un azul gaseoso y el animal ha retomado el trabajo, servirá como anuncio del comienzo del día.
Si Wolfe fuese real, sería la esquiva figura en el centro del relato. Sería el tipo animado, siempre rodeado de amigos, a quien no consigues ver en una fiesta; el desconocido de aspecto atlético vislumbrado cuando se apea del vagón de la línea B del metro; el príncipe cuyo beso podría arreglarlo todo si pudiese encontrarte, comatoso en tu ataúd de cristal, en lo más recóndito del bosque.
Los 3.407 seguidores de Wolfe sienten todos más o menos lo mismo por él. Es uno de esos tipos que dan la impresión no solo de conseguir lo que quieren, sino de querer lo que consiguen. A los seguidores de Wolfe les gusta su crónica de su propia cotidianidad. Les gusta su belleza atípica y su barba negra de dos días. Es al mismo tiempo fabuloso y asequible, un tipo normal con el volumen un poco más alto y las luces al máximo. Es el hombre apuesto dispuesto a seguirte, que se quedará contigo, que ve en ti esa... idiosincrasia tan tuya en la que no parecen reparar los demás o por la que, a la larga, acaban perdiendo interés.
Wolfe está fascinado por tu belleza como persona. Tiene treinta y tantos. Está dispuesto a comprometerse. No necesita ser el más guapo de la habitación, aunque no puede evitar ser, la mayoría de las veces, el más magnético. Irradia algo. Y, no obstante, carece de vanidad. Ahora es atractivo —levanta doscientos kilos, no es consciente del modo en que sus rizos atrapan las gotas de agua cuando sale de la ducha, no repara en los chicos que admiran sus pectorales y sus abdominales en el vestuario— y no alimenta ningún arrepentimiento previo sobre el futuro, cuando sea corto de vista, tenga unos kilos de más y sea un buen médico que atiende fielmente a sus pacientes mientras espera a encontrarse esta noche contigo, solo contigo, que es lo único que quiere y necesita.
A sus seguidores les gusta que sea pediatra, que le falte un año para acabar la residencia y que trabaje en una clínica pública. Les gusta que viva en Brooklyn con su compañera de piso, Lyla, y con Arlette, su perro mezcla de beagle con Dios sabe qué al que han adoptado hace poco. Les gusta la insinuación, nunca expresada directamente, de que haya tenido algunos novios con los que la cosa no acabó de funcionar y que esté esperando a enamorarse, aunque no tenga demasiada prisa. Es alegremente virginal, a pesar de todas las camas por las que ha pasado. Es imposible decir cuántos de sus seguidores están enamorados de él, cuántos están convencidos de que, si llegasen a conocerse, resultarían ser la persona a quien Wolfe espera con tanta paciencia.
Es una pregunta demasiado trascendental a estas horas de la mañana, cuando Robbie aún tiene que leer una docena de redacciones de su clase de historia de sexto de primaria sobre cómo debieron de sentirse los pueblos indígenas cuando Colón llegó en sus naves.
Mientras piensa en la primera publicación de Wolfe del día, Robbie prepara el café, se toma un Seroxat y un Ritalin, hace una pausa para orientarse bajo el cuadrado de cielo gris cada vez más luminoso que se cuela por la claraboya de la cocina, una chapuza de algún inquilino anterior. Deja pasar más luz a la buhardilla, pero también gotea, a pesar de los esfuerzos que han hecho por sellarla. Incluso ahora, una gotita de agua, brillante como el cielo, tiembla en la esquina inferior izquierda. Rocío, condensación, lo que sea. Hace semanas que no llueve.
Toda la buhardilla está expuesta a las incursiones del agua: el grifo del baño no para de gotear; la marca oscura que deja el agua acumulada, por poco que llueva, en el suelo debajo de la puerta deslizante de cristal, que da acceso a la salida de incendios y que sin duda fue obra del mismo torpe, aunque bienintencionado inquilino anterior. Si Robbie fuese más proclive a las novelerías morbosas, podría pensar que todas esas imparables humedades son un vestigio del dolor padecido por los habitantes originales de la buhardilla, que debieron de ser unas muchachas irlandesas llegadas a Estados Unidos huyendo de la hambruna y que se vieron obligadas a trabajar como doncellas: unas chicas que eran casaderas en Dublín, de quienes se dijo: «En unos pocos años, escogerá a su marido». Unas muchachas de quienes se esperaba que se sintiesen agradecidas por vivir en dos habitaciones húmedas en la buhardilla de una casa adosada en Brooklyn.
Robbie es el último de una larga serie de inquilinos que, a diferencia de las jóvenes irlandesas, muertas hace tanto tiempo, han considerado que esa madriguera húmeda y estrecha es un golpe de suerte. ¿Cuál de sus predecesores más recientes fue el optimista que, en un intento por dejar pasar la luz, no previó la lluvia y la aguanieve de los inviernos de Brooklyn? ¿Qué otro (pues tuvo que ser otro) pintó la buhardilla de un sucio color marrón anaranjado? Luego la pintaron de blanco, pero ese color ha quedado, como tristísimo recuerdo, en la pared detrás del armario de debajo del fregadero de la cocina. ¿Llegaría ese habitante antes o después del que agujereó el techo para colocar la claraboya goteante?
Y ahora es Robbie quien está aquí, un maestro de escuela que gana sesenta mil al año y sobrevive en Nueva York, donde no se puede alquilar nada habitable por menos de tres mil, y donde, si eres afortunado, tu hermana compró los dos pisos de arriba de un edificio de ladrillo marrón y te ofreció la buhardilla por menos de lo que ella paga por la hipoteca.
Eres afortunado hasta que se te acaba la suerte. Eres afortunado hasta que tu hermana te dice que quiere recuperar la buhardilla.
Entonces es el momento de crear tu propia suerte.
El Ritalin está empezando a hacer efecto, lo cual es de agradecer, teniendo en cuenta que anoche Robbie vio cinco episodios de Fleabag en lugar de leer las redacciones que le faltaban y que siguen apiladas en la mesa de la cocina.
Puede aplazar la lectura de las redacciones porque esta mañana la escuela ha cerrado unas horas mientras comprueban si hay amianto en las paredes. Se supone que hace más de veinte años que lo quitaron, pero alguien ha reparado hace poco en que no consta el registro en los archivos, igual que todos los demás registros de 1998, así que un equipo de personas, que Robbie se imagina con trajes de seguridad, están perforando las paredes en busca de un amianto que probablemente no esté ahí, a no ser que en realidad no revisaran las paredes, a no ser que los registros «desaparecidos» nunca existieran y todo el mundo haya dado por sentado que el problema estaba resuelto.
Robbie coge una redacción de lo alto del montón y hace lo posible por no preocuparse de si él y sus alumnos han estado respirando invisibles anzuelos de pesca negros de lunes a viernes.
Ha cogido la de Sonia Thomas. Sonia es una chica pelirroja y contemplativa cuya historia de que fue adoptada en Rumanía a los siete años, al parecer, es ficticia, inventada como relato de su origen por motivos que nadie entiende y por los que nadie ha preguntado todavía.
La frase inicial de su redacción: «Creímos que el hombre del gran barco nos traía magia».
Robbie la deja en la mesa. Aún no está listo. Piensa si comerse un Cheeto. Repara en algo que, como la mayoría de la gente, ya sabe: que debe de haber una serie de intricadas conexiones apenas visibles, una red subterránea que conecta esos barcos que aparecieron por el horizonte con las subastas de esclavos, con Lewis y Clark contemplando por primera vez el río Misuri, con la guerra que iba a acabar con todas las guerras, con la Feria Mundial de Chicago, con la Gran Depresión y el New Deal, con otra guerra, con el cinturón de misiles que deberíamos estar desmantelando, con los tiroteos indiscriminados en sitios supuestamente no peligrosos (colegios, cines, jardines de pueblo... la lista es inacabable), mientras la gente muere intentando cruzar una frontera para llegar a un país donde esperan poder ser criados o jardineros, mientras se descubren planetas cada vez más habitables a distancias insondables, mientras a Robbie le preocupa perder el apartamento que una vez aprisionó a esas muchachas irlandesas que llevan tanto tiempo muertas.
Espera que ni en sus pulmones ni en los de Sonia haya clavados microscópicos ganchos carcinogénicos. Se pregunta si debería intentar volver con Oliver. Duda si no habrá atraído su propia desgracia por dar clases en una escuela pública con presupuesto cero, donde es más que posible que no se hayan llevado a cabo las pruebas del amianto. Duda si dejar la carrera de medicina no fue un error, después de todo. Duda si volver a pensarse lo de los apartamentos que ha visto ya. ¿Tal vez el de una sola habitación de Bushwick, que tenía techos altos, pero solo un ojo de buey? ¿No se habría precipitado un poco al rechazar el miniloft (eso decía el anuncio) porque había que compartir el baño con el miniloft de al lado?
A lo mejor Wolfe necesita embarcarse en alguna aventura. Marcharse una temporada, irse. Al fin y al cabo, vive en el extremo oriental de un vasto continente donde hay granjas que flotan sobre mares de trigo, montañas y bosques, y bares que están abiertos toda la noche en los que alguien te llamará cariño mientras te rellena la taza de café. Sus seguidores querrán que salga a ver todo eso. Algunos, al menos, querrán saber que está ahí, en marcha. Podría cruzarse contigo. Podrías ser la persona que ha estado esperando todo este tiempo.
¿Quién no espera que un mago arribe a su orilla?
Cuando Robbie baja de su piso para ir al de Isabel y Dan, se encuentra a Isabel en las escaleras, sentada, abrazándose las rodillas, como para ocupar el menor espacio posible.
—Buenos días —le dice.
Desde dos escalones más arriba, lo que mejor ve de ella es su coronilla. Su pelo sigue enredado por el sueño, y la parte más despeinada deja ver zigzags blancos de cuero cabelludo.
Robbie e Isabel no se parecen mucho. Isabel heredó de su madre los brillantes ojos grises y las cejas espesas, además de la nariz huesuda y prominente, que, en Isabel, compite de manera notoria con la mandíbula pugilística que no ha heredado de ninguno de sus padres. Aprendió muy pronto que si eso que suele llamarse belleza habitaba precariamente en ella, a cambio tenía fiereza. «Seré muy solicitada, tendré novios, seré delegada del último curso». Desde que Robbie tiene uso de memoria, su hermana ha hecho valer su singularidad sencillamente porque es como es y no se disculpa por ello.
En Robbie, los rasgos de ave de presa de su madre —su aspecto de halcón transformado en mujer, alguien vigilante con quien es difícil negociar— se suavizaron con la simetría angloirlandesa de su padre: la modestia de su nariz y su barbilla, sus ojos color chocolate con leche, su inofensiva afabilidad.
En el instituto, Isabel cortaba como una cuchilla las tonterías ajenas, de los atletas y las reinas de las fiestas. Robbie era el menos fuerte, el de corazón delicado. Empezando por las gafas, que llevó desde los cinco años (prefiere no pensar en las lentillas de color azul bebé que llevó un año, cuando tenía veinte). Robbie siempre fue pensativo y retraído (gracias, mamá, por decir que era «melancólico» como Heathcliff, aunque dieras a entender que Robbie no era Heathcliff y debería esforzarse más para integrarse). A Robbie le herían los insultos que le dirigían los demás y, sobre todo, los que imaginaba pero no podía oír. Robbie ansiaba desesperadamente que lo quisieran, lo cual, comprende ahora, era el método más eficaz de garantizar que solo lo quisiesen los miembros de su familia.
—Buenos días —dice Isabel.
—Aquí está. La mañana.
—¿Cómo van las redacciones sobre Colón?
—Hasta ahora, hay seis que piensan que era un invasor despiadado; tres que creen que inventó América, y que eso fue una buena idea. Y hay un chico que por lo visto ha entendido que la redacción era sobre la ropa que Colón llevaba puesta.
—¿Y qué llevaba?
—Una especie de túnica. Y algo parecido a una tiara en la cabeza.
—Bonito.
—Sí. Pero...
—¿Pero?
—Últimamente, me planteo cuánto tiempo más podré hacer esto. Quiero decir que estoy agotado. No tienes ni idea de lo que es estar en un aula con ellos, todos los días.
—Lo sé. Sabes que lo sé, ¿no?
—Sí, claro. Pero... Hace una semana o dos, sin ir más lejos...
Ella le interrumpe:
—Tengo que preguntártelo. ¿Estás más cansado de la cuenta por la mudanza?
—Te repito, una vez más, que no te sientas culpable por eso.
—¿Te arrepientes de haber dejado la facultad de Medicina?
—No. No me arrepiento —dice—. Y, la verdad, todos los demás profesores parecen desear haber hecho otra cosa. Todos menos Myrna.
—Que no está cualificada para dar clase. Ni, supongo, para casi nada.
—Como mínimo debería buscarse una nueva peluca.
—He estado pensando mucho en papá estos días. Da igual lo que diga el doctor Meer sobre su estado.
—Sí, bueno, es que el doctor Meer...
—¿Te ha contado papá que le sugirió un viaje a Lourdes? En plan, ¿por qué no probar con una intervención milagrosa?
—Que probablemente sería tan eficaz como el doctor Meer. ¿Te has fijado en que todas las revistas de la sala de espera tienen al menos un año de antigüedad? ¿Y que el maíz dulce del cuenco de golosinas lleva ahí desde Halloween?
—Lo que te digo es importante —replica ella—. ¿No podrías tomártelo en serio?
—¿Crees que no me lo estoy tomando en serio?
—No —responde ella—. Sé que sí. ¿De verdad hay un cuenco de maíz dulce en la sala de espera? A lo mejor es que no he querido verlo.
—Escucha.
—Te escucho. Soy toda oídos.
—No es que no estudiara medicina porque era lo que papá quería que hiciese —dice—. No sería el mejor médico para ocuparme de él ahora. ¿No es un hecho demostrado hace tiempo?
—Ya sabes lo que pienso de los hechos.
—A lo mejor, ir a Lourdes no es tan mala idea. Serviría para sacar a papá de casa.
—Esta mañana he visto un búho —dice ella—. En el árbol.
—¿En esa mierda de árbol de enfrente de la casa?
—Ajá.
—Imposible.
—En Central Park hay búhos.
—Eso es, en Central Park —replica él.
—Está bien. Esta mañana he soñado que veía un búho. ¿Has subido ya algo de Wolfe?
Wolfe es, en cierto sentido, una encarnación adulta del hermano mayor que ambos inventaron de niños: el hermano mayor que los defendía, que no temía nada ni a nadie, que conocía la lengua de los animales.
Isabel y Robbie llamaron a su hermano imaginario Wolf. Robbie nunca ha confesado que, hasta que cumplió los seis años, pensaba que se llamaba Woof.
—Aún no —dice—. Estoy demasiado metido en Cristóbal Colón.
—Me gusta la idea de Colón con tiara.
Robbie se sienta a su lado en el tercer escalón. Nota su olor matutino, de antes de la ducha. Una frescura de melón, un toque de flores viejas. Crecieron con los olores mutuos, pero Robbie llevaba mucho sin encontrársela tan pronto, sin lavar. No puede evitar respirar hondo.
—Esta tarde voy a ver un piso en Washington Heights. Al parecer tiene vistas al río.
—Estaría bien tener vistas al río. En lugar de al árbol de mierda y al Hospital de Zapatos.
—Hace tiempo que tendría que haberlo hecho.
—Anoche Violet me preguntó para qué servía el pene de Nathan —dice ella.
—¿Qué le dijiste?
—Que los chicos son diferentes.
—¿Respondió eso a la pregunta?
—No. Ella quería saber su verdadero uso.
—Esa es mi niña. Cinco años y ya está preparada para conocer los hechos.
—Digamos que fue un recordatorio de que son demasiado mayores para compartir habitación. No sé por qué Dan y yo hemos esperado tanto. Somos un desastre de padres.
—No. Sois unos padres con solo dos dormitorios.
—No paro de pensar en la casa que íbamos a comprar en el campo —dice ella.
—Éramos unos críos.
—Íbamos a tener doce habitaciones, un huerto y tres o cuatro perros.
—Fue idea de la señorita Manley —replica él—. Se la copiaste a ella, y yo a ti.
—Era la mejor maestra de quinto. Todos los niños deberían tener una maestra hippie.
—Con una relación novelesca con la realidad.
—Pero la gente se muda al campo. Hay un montón de casas, y por lo que he oído los precios son razonables.
—Y la siguiente persona gay estaría a, qué sé yo, cincuenta kilómetros.
—Siento lo de Oliver.
—Oliver jamás habría querido mudarse al campo.
—¿Por qué no le damos a Wolfe una casa en el interior?
—No sé. ¿Es eso lo que queremos para él?
—¿Por qué no? Con lo que trabaja...
—Los niños de la clínica lo necesitan.
Isabel le da un puñetazo en el hombro a Robbie jugando, como lleva haciendo desde... él no recuerda una época en que no lo hiciera. Es, siempre lo ha sido, un gesto de camaradería, pero tiene (siempre la ha tenido) la fuerza suficiente para infligirle un leve dolor, que sugiere que la camaradería va acompañada de un poco de rabia.
—No puedo creer que lo hayas puesto a cuidar de niños enfermos —dice.
—No habla mucho de eso. Casi nunca dice nada.
—Tú habrías sido un buen médico.
—¡Eh, que tampoco soy tan mal maestro! Lo que pasa es que tengo un mal día. Creo que la culpa es de Cristóbal Colón.
—Y tú no querías ir a la facultad de Medicina, ni empezaste a dar clases de primaria solo para fastidiar a papá...
—Bueno, ¿a quién no le gusta la versión más sencilla?
—¿Crees que Wolfe se lleva bien con su padre? —pregunta ella.
—Wolfe se reduce a unas cuantas publicaciones en Instagram. Lo vamos creando sobre la marcha. No es una persona. Ni siquiera se parece a la idea de una persona.
—¿Me estoy volviendo mandona?
—Tal vez un poco.
—¿Recuerdas cuando me comí tu pastel de cumpleaños?
—Tenías cuatro. Yo tenía dos. No me acuerdo de nada.
—Mamá nos contó la historia más de cien veces. Era la anécdota oficial sobre cómo éramos de niños.
—¿Por qué piensas en eso ahora?
—Supongo que soy una persona que se come los pasteles de cumpleaños de los demás. Estoy echando de casa a mi hermano. El trabajo cada día es más idiota y yo no digo nada.
—¿Cuánto de idiota es ahora mismo?
—Hoy tengo que convencer a Derrick de no repetir las fotos de Astoria, no hay presupuesto. Y circulan rumores sobre la historia de las familias no heteros. Aún no han sido desvelados.
—¿Quieres que baje a ver qué tal están Dan y los críos?
—¿Puedes? No me importaría quedarme unos minutos más aquí a solas. Sentarse en las escaleras es como no estar ni aquí ni allá.
—Todo irá bien.
—Sí. Claro. Todo irá bien.
El apartamento de Isabel y Dan estaba casi terminado cuando llegaron los niños y comenzaron a destrozarlo. Antes de que naciese Nathan —con más de un año de antelación sobre lo planeado—, Isabel y Dan habían tenido tiempo y dinero para pintar las paredes del salón de un gris opalescente, para teñir los suelos de roble brillante con un marrón caoba mate tan oscuro que casi parece negro, para comprar el sillón italiano y las estanterías impecablemente envejecidas del siglo XIX que habían viajado a Brooklyn desde Buenos Aires. Pero el nacimiento de Nathan puso fin a las reformas, y cuando Nathan iba a cumplir cinco años —cuando su capacidad destructiva pareció por fin contenible, cuando Isabel y Dan empezaron a comprar nuevas lámparas y sofás—, la concepción de Violet retrasó, al menos los años siguientes, cualquier adquisición relevante.
Y así, Isabel, Dan y los niños siguen viviendo en el apartamento demasiado pequeño que iba a ser temporal, donde empezar antes de que los precios de los pisos se volviesen estratosféricos, antes de que la idea de Dan e Isabel de adquirir el apartamento de la planta baja se viese retrasada por la vida inconcebiblemente larga de los dos ancianos gemelos que vivían en él desde antes de la Segunda Guerra Mundial, y acabara cancelándose cuando se llevaron a los gemelos a una residencia y el apartamento de la planta baja se vendió en el acto a alguien que llegó con una maleta con un millón y medio en efectivo para que su hijo tuviese un sitio do