Los vivos

Emiliano Monge

Fragmento

Los vivos

I

Hincapié sonríe observando la boca del grifo.

No hay manera, piensa apretando la llave con todas sus fuerzas.

Antes de comerse la rebanada de papaya que Vestigia le dejó encima de un plato, Hincapié recoge la taza que ella debió usar y vuelve a encender la cafetera.

Además de ese pedazo de fruta, Hincapié desayunará un par de huevos estrellados, medio aguacate y una concha, que compartirá con el perro. Cuando el café está listo, llena la taza que antes usara Vestigia y piensa en ella: igual tendría que haberse levantado.

Sobre el plato, los restos de pulpa que dejara la fruta dibujan un par de siluetas. Hincapié sonríe pensando que una de éstas se parece a Vestigia y que la otra bien podría ser la silueta de un niño pequeño. Sí, tendría que haberla acompañado esta mañana, estar con ella antes de que se fuera, decirle que, sobre todo, importa lo que ella decida.

Vestigia, que hace cosa de media hora dejó el departamento en donde vive con Hincapié y con el perro, mientras tanto, camina por la calle acompañada de Lucía, que habla de sapos y ranas, al tiempo que ella piensa en que debió besar a Hincapié antes de salir.

Sabía, sin embargo, que despedirse de él esa mañana no sería nada fácil. Y no quería llegar tarde otra vez al punto de encuentro: “Ándale, Lucía, apúrate”.

Por eso sólo le gritó desde la puerta, cuando él gritó desde la cama.

“En serio, Lucía, que otra vez llegamos tarde”.

II

Dos cuadras después, ellas tienen que detenerse.

“Tampoco pasa nada si otra vez somos las últimas, amiga”, dice Lucía.

“Claro, porque contigo no se enoja, porque a ti Justo nunca te reclama”, responde Vestigia, contemplando las patrullas y ambulancias que les cortan el paso.

A seis o siete cuadras de ahí, Justo duda si escucha o imagina esas sirenas. Luego se sienta en el arriate que cincha el tronco del laurel ante el que aún no llega ninguna buscadora y asevera: “Ni fresco ni caliente… será un día de clima falso”.

“Debí traer algo más ligero”, se recrimina Justo tras un instante, quitándose la sudadera. Entonces lo arrolla el sonido de las sirenas que interrumpieron el andar de Lucía y Vestigia y piensa: son de verdad, debió pasar de nuevo. Apretando la quijada y los puños, deja que su nariz busque en el aire, pero lo sorprende un aroma que no reconoce.

En la esquina donde están, cuando al fin pueden echar otra vez a andar, Lucía dice: “Hubiéramos seguido ese convoy… igual es una aparición”. Molesta, Vestigia responde: “Síguelo tú, si tanto quieres”, al tiempo que piensa: debí besarlo antes de salir.

“No, obvio que no vas a seguirlo”, añade Vestigia, tronándole los dedos a su amiga: “mejor apúrate, que Justo va a estar furioso”. Justo, sin embargo, está en otra cosa: ¿por qué no me dijo nada el aroma ese?, se pregunta.

Poco después, Justo se responde: igual por eso, porque apenas fue un aroma. O porque hoy va a llover. Cuando el aire se carga los olores se esconden y se huelen cosas que no son.

“Es como cuando uno no sabe si hace frío o calor”, murmura después, pero el sonido de su nombre, que de pronto se oye fuerte, lo desconcentra.

Son Endometria y Cienvenida, llamándolo desde la acera de enfrente.

“Ándale, Justo, ven a echarnos una mano”.

III

“No podíamos más”, dicen Endometria y Cienvenida.

“Me hubieran avisado”, responde Justo antes de descargar, a un lado del laurel, el par de bultos que venían arrastrando.

“Debieron decirme que no pasaban taxis”, insiste Justo, viendo cómo esas dos mujeres se sientan encima del arriate, al tiempo que el olor de las herramientas que guardan los bultos le recuerda un millar de ausencias y lo hace pensar, de nuevo, en Lucía.

Ella, Lucía, mientras tanto, cambiándose de hombro su propio saco de herramientas, aprieta el paso para aguantar el de Vestigia, que casi corre. Varios metros después, le pregunta por qué sigue molesta, pues tiene claro que por eso también avanza así, en silencio. “¿En serio tengo que explicarte?”, responde Vestigia, sin volver la cabeza.

“No puedo creer que deba repetirte que para mí no es sencillo… como si no supieras que no es lo mismo para todos, que las apariciones nos cuestan más a unas que a otras”, asevera Vestigia media cuadra después, dejando sin palabras a Lucía. “Como si no me conocieras ni conocieras mi historia”, remata cambiando su fardo, ella también y en un segundo, de un hombro a otro. Luego ambas aceleran sus piernas, anhelando llegar al laurel.

Ahí, ante ese árbol, por su parte, Justo sigue pensando en Lucía, en todo lo que ella sabe sobre restos, entierros y estelas. En eso está, cuando Cienvenida asevera: “Raro que el chofer no haya llegado”. “¿Crees que aún ande lejos?”, pregunta Endometria viendo a Justo, que alejándose dice: “Igual donde vive empezó a llover temprano”.

“O se topó con un convoy igual al de hace rato y tuvo que cambiar su camino, dar una vuelta”, añade Justo girando el cuerpo para encaminarse a la calle, atravesarla una vez más y ayudar a esas otras tres buscadoras que vienen llegando.

Si todo sigue como va, Vestigia y Lucía, que a tres o cuatro cuadras del laurel no dejan de apurarse y que aún siguen avanzando en silencio, serán, una vez más, como cada sábado y contra sus deseos, las últimas en llegar.

“No me dijiste qué les traemos”, escucha Justo que Cienvenida le dice a Endometria cuando vuelve al arriate y mira su reloj: no le preocupa que el chofer venga retrasado, lo inquieta que Lucía aún no haya llegado.

“Sus regalos”, asevera Endometria. “Eso ya lo sé, babosa”, le responde Cienvenida: “quiero saber qué vamos a darles”. “Esto”, dice Endometria abriendo la bolsa a la que Cienvenida y Justo se asoman.

¿Y si yo lo encuentro qué?, leen Justo y Cienvenida, tras ver las figuras de las cuatro mujeres que, en torno de esa pregunta, parecen estar rastrillando.

“¿Somos nosotras y ellas?”, pregunta Cienvenida. “¿Quiénes si no?”, contesta Endometria.

“¿Te gustan?”, le preguntan a Justo, pero él vuelve a estar en otra cosa.

El aroma de hace rato volvió, un instante, pero volvió.

Y él creyó que olía a advertencia.

IV

“Igual no quiere decir nada”, se contradice Justo.

“Con tu nariz, eso nunca es una posibilidad”, asevera Cienvenida.

“Hablo en serio… no me hagan caso”, insiste Justo tras un instante: “será que va a llover, que la tensión eléctrica revuelve los olores”.

No es lo mismo, aunque sí es el mismo tema que Lucía toca a un par de cuadras del laurel, cuando le dice a Vestigia: “Creo que lloverá”. “Sí, estoy segura, lloverá”, se corrige un instante después, más por hablar que otra cosa, pues su amiga sigue molesta.

La verdad, sin embargo, es que Vestigia no está molesta. Si sigue en silencio es porque viene pensando, ella también, en las posibilidades del agua. En las palabras, en realidad, que Hincapié le lanzó desde la cama: “Llévate paraguas que hoy va a llover”. Por eso tarda en responder, aunque finalmente lo hace: “Que llueva, prefiero el lodo al polvo”.

“Mentira”, dice Lucía. “Preferimos el polvo”, añade cuando finalmente ve, en la distancia, el laurel, además de la silueta de Justo, que de golpe le despierta el sentimiento ese que no entiende. Por un segundo, piensa en lo que ese hombre le genera. Al instante, sin embargo, como de golpe, cae en cuenta de que su amiga no debería estar cargando y, señalándole la panza, le reclama: “Ya casi llegamos y no hablamos de eso”.

“Cuando se intuye algo, Justo, no hay que callar ni hacerse pendejo”, afirma Cienvenida, mientras tanto, sentada todavía bajo el laurel que Vestigia también alcanzó a ver hace un momento: “qué si tuviéramos que buscar en otro sitio y tú no te atreves a entenderlo”. “Eso mismo digo… qué si por tu culpa no encontramos nada, si volvemos sin haber dado con ellos porque Justo no escuchó su instinto”, remata Endometria.

“Hablando de instinto, ahí vienen ellas dos”, exclama Cienvenida, señalando la calle y, más allá, las siluetas de Lucía y Vestigia, que por fin están llegando. “Ellas sí son puro instinto”, dice Endometria al tiempo que Vestigia, asumiendo que las miran, acerca la boca al oído de Lucía y susurra: “Y ya no vamos a hablarlo… vaya a ser que ellas nos oigan”.

“Ya saben que estás embarazada”, confiesa Lucía cruzando la última calle: “así que mejor estate lista”. “No deberías haberles dicho nada”, dice Vestigia bajando aún más la voz. Y un par de segundos después, Endometria y Cienvenida la abrazan.

A Lucía, el que la abraza es Justo: “No sé por qué sentí, no, por qué pensé que hoy no llegabas”. “¿Lo sentiste o lo pensaste?”, inquiere ella, sorprendida por esas palabras, pero también por ese abrazo que ya dura demasiado.

“Lo intuí… ni lo sentí ni lo pensé, lo intuí, no sé por qué… igual porque me hacía ilusión verte”, dice Justo, soltándola. Y, arrepintiéndose de sus palabras, se vuelve y abraza a Vestigia.

Tan nerviosa como Justo y viendo, también ella, a su amiga, Lucía dice: “Seguro no lo sabes, pero hay animales que se abrazan… los bonobos, por ejemplo”.

“¿Cómo?”, pregunta Justo. “Cuando se asusta, un bonobo salta encima de otro y lo abraza… bien fuerte, sin soltarlo”, responde Lucía.

Justo entonces, Justo ve la camioneta que viene a recogerlos: “¡Ahí está!”, grita girándose hacia los bultos.

Parece, Justo, haber olvidado el aroma que lo sorprendiera hace un momento.

“Pueden quedarse así, abrazados, dos o tres horas”, dice Lucía.

Ojalá no les hubiera dicho nada, piensa Vestigia.

El chofer, mientras tanto, sonríe.

V

Sonríe, el chofer, porque está viendo a Vestigia.

Entonces, detenido ante el último semáforo, de golpe, piensa en su sonrisa y la revisa en el retrovisor: teme encontrar restos de comida entre sus dientes.

Si Hincapié atestiguara esta escena, se removerían sus temores. Por suerte, Hincapié, mientras hace algo parecido a lo del chofer —escupe un buche de agua con espuma de pasta de dientes—, está en lo suyo: acaban de llamarlo del trabajo.

Tiene que presentarse sin demora, le dijeron. Todo parece indicar que ésta es una de esas mañanas realmente complicadas, en las que el escuadrón de apariciones no se da abasto y necesitan del apoyo de todo el personal de desapariciones, también le dijeron.

Debe alcanzar al convoy en el lugar que le indicaron y debe hacerlo cuanto antes, remataron, mientras él, Hincapié, pensaba que aún tendría que sacar al perro y que, ojalá, su auto no fuera a dejarlo tirado de nuevo, pues encontrar un taxi, con todo lo que estaba pasando, seguro que sería difícil, por no decir imposible.

Donde sí hay un taxi es detrás de la camioneta: toca el claxon porque la luz cambió y el chofer no se ha dado cuenta. Cuando la camioneta arranca, amenaza cambiar sola de carril y el chofer lo acepta: debe estar baja una llanta. Si no pasó antes a inflarla fue porque le urgía ver a Vestigia, por eso ignoró esto que ahora, a media cuadra del laurel, lo hace soltar el volante: ahí está, debió perder aire en la noche.

Tocará pasar a una gasolinera, piensa el chofer estacionándose y buscando a Vestigia, pero viendo a Lucía, quien, junto a Justo, sigue en lo suyo: “Los monos araña, una vez huérfanos, caminan abrazados durante días”. Así no saldré a carretera, insiste el chofer brincando al asfalto, devolviendo saludos, ubicando a Vestigia en el centro del círculo que forman varias mujeres y abriendo la puerta trasera, para que Justo eche ahí los bultos.

Aunque está seguro de cuál es el problema, mientras las mujeres abordan, el chofer se mete debajo de su camioneta: vaya a ser la de malas, se dice. Luego, revisando la suspensión y el eje, escucha varios retazos de conversaciones: está acostumbrado al enjambre de voces de estas buscadoras de los sábados, tanto como al de las anticipadoras o videntes con las que él trabaja todos los domingos.

No está acostumbrado, en cambio, a lo que pasa segundos después, cuando sale de debajo de su vehículo, abre su puerta nuevamente, vuelve a sentarse en su asiento, enciende el motor y mira caer, sobre el parabrisas, las primeras gotas del día: que las conversaciones de esas mujeres, desde esta hora, confluyan en una.

Tampoco está acostumbrado a que una conversación lo incomode como lo incomodó cambiar de ruta por culpa de los cortes que impusieron las apariciones de esta mañana, una mañana en la que Hincapié, por cierto, ya va camino al sitio que le dijeron.

¿Cómo puede ser que Vestigia esté embarazada y él no se hubiera dado cuenta, que haya tenido que escucharlo? “¿Todo bien?”, le pregunta Justo, sentándose a su lado.

“Con la camioneta, quiero decir”, añade Justo, guiñándole un ojo y sonriendo.

En ese instante, la lluvia arrecia y se oye un trueno.

VI

“Listo, ya quedó inflada”, asevera el chofer.

“Ni siquiera están bien entre ellos”, continúa Justo, por su parte y como si la conversación que sostenían él y el chofer no hubiera sido interrumpida al llegar a la gasolinera.

“Además, la refacción está nueva”, añade el chofer incorporándose a la calle e ignorando a Justo, que sigue: “El embarazo le llegó en el peor momento a Vestigia”. Desde su asiento, Vestigia escucha su nombre pronunciado ahí adelante y cierra los ojos.

“Igual, no creo que vaya a pasar nada”, asegura el chofer soltando el volante y constatando así que todo esté bien, que la camioneta no se jale. “No debe ser fácil”, insiste Justo, ignorando, él también, las palabras de su interlocutor: “con Vestigia, quiero decir, con nadie que sea uno de ellos… a saber cómo hace Hincapié”.

“¿Qué quieres decir?”, pregunta entonces el chofer, olvidándose, de golpe, de la llanta, la camioneta, la lluvia y el mundo: “¿Ella no es de aquí? ¿También llegó?”. “¿No sabías?”, inquiere Justo: “¿no lo habías notado… ni en su mirada ni en su voz?”. Suplicando no ser descubierto, el chofer busca a Vestigia en el retrovisor.

Lo que ve, sin embargo, en esa mujer que finge dormir, es una tristeza común, una tristeza que no calza, eso sí, con la alegría que las demás buscadoras dan por sentada en ella, quien, indiferente a la conversación, se aferra a la oscuridad bajo sus párpados.

Los gritos de Justo, que en ese instante por fin parece entender lo que quería comunicarle el aroma de hace rato, devuelven la atención del chofer a la calle.

No hay, sin embargo, nada que él pueda hacer para evitar el golpe; en realidad, ni de pensar en hacer algo le da tiempo.

Sobre el asfalto yacen los dos cuerpos que Justo vio aparecer ahí, de repente.

Tras golpear contra un poste, la camioneta derrapa y vuelca.

El estruendo se escucha en varias cuadras.

VII

En donde está, Hincapié escucha el estruendo.

Lo sobresalta, sin embargo, el silencio posterior. Y eso que no imagina que Vestigia pueda ser parte de aquello.

Vestigia, mientras tanto, luchando por no perder la consciencia, al tiempo que sus ojos buscan a Lucía, piensa, no en el accidente que acaban de vivir, sino en aquello que también creyó ver un instante antes, cuando abrió los ojos, tras oír el grito de Justo.

Aunque todavía no lo sabe, eso que Vestigia tampoco sabe si pasó o no pasó, eso que de pronto vio o no vio ahí, junto a los cuerpos que también cree que alcanzó a ver un breve instante, ese como agujero al que sus ojos se asomaron y en el que parecía haber algo más, lo cambiará todo para ella o, más bien, lo precipitará.

Al final, cuando al interior de la camioneta no queda nadie más consciente, Vestigia no puede sino entregarse al sueño que la embarga, aferrándose al rostro de un niño que no sabe si vio o no en ese agujero y que olvidará en cuanto vuelva a abrir los ojos.

Ahora bien, como aquí no queda nadie consciente, vayamos con Hincapié. Pero no vayamos con él en este instante, sino en uno posterior, una mañana que tendrá lugar dentro de varias semanas y que será el inicio de esta historia.

Es la misma mañana en la que el niño que aún no vemos es sorprendido por el hombre que lo ha estado siguiendo desde hace varios días.

La misma mañana, además, en la que Lucía despierta con la quijada dolorida, a consecuencia de una muela picada.

La penúltima mañana, pues, de Vestigia e Hincapié.

Primera parte


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