Manual de Pintura y Caligrafía

José Saramago

Fragmento

Contents
Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Notas
Sobre el autor
Créditos
Dedicatoria

On revient de loin. La formation bourgeoise, l’orgueil intellectuel.

La nécessité de se réviser à tout moment. Les liens qui subsistent.

La sentimentalité.

L’empiosonnement de la culture orientée.

PAUL VAILLANT-COUTURIER

01

Seguiré pintando el segundo cuadro, pero sé que no voy a acabarlo nunca. La tentativa ha fracasado, y no hay mejor prueba de esta derrota, o fallo, o imposibilidad, que la hoja de papel en la que empiezo a escribir: hasta un día, tarde o temprano, en que iré del primer cuadro al segundo y vendré luego a este texto, o saltaré la etapa intermedia, o interrumpiré una palabra para acercarme a poner una pincelada en la tela del retrato que S. me encargó, o en aquel otro, paralelo, que S. no verá. No sabré más en ese día de lo que hoy sé (que ambos retratos son inútiles), pero podré decidir si ha valido la pena dejarme tentar por una forma de expresión que no es la mía, aunque esa misma tentación signifique, en definitiva, que tampoco era mía la forma de expresión que he venido usando tan aplicadamente como si siguiese las reglas fijas de cualquier manual. No quiero pensar, por ahora, en lo que voy a hacer si hasta esta escritura me falla, si, en adelante, las telas blancas y las hojas blancas fuesen para mí un mundo que gira a millones de años luz y donde no podré trazar el menor signo. Si, en suma, fuese un acto carente de honestidad el simple gesto de coger un pincel o una pluma, si, una vez más en suma (la primera vez no llegó a serlo), tengo que negarme a mí mismo el derecho de comunicar o comunicarme, porque habiéndolo intentado fracasé y no habrá más oportunidades.

Me aprecian como pintor mis clientes. Pero nadie más. Decían los críticos (cuando hablaban de mí, poco y hace muchos años) que llevo al menos medio siglo de retraso, cosa que, en rigor, significa que me encuentro en aquel estado larval que va de la concepción al nacimiento: frágil, precaria hipótesis humana, ácida, irónica interrogante sobre lo que haré cuando sea. «Aún por nacer.» Algunas veces me he entretenido reflexionando sobre esta situación, que, transitoria para el común de las gentes, se ha hecho en mí definitiva, y noto en ella, contra lo que se podría esperar, cierta arista estimulante, dolorosa sí, pero agradable, filo de cuchillo que uno tantea con prudencia mientras el vértigo de un reto nos hace apretar la pulpa viva de los dedos contra la certidumbre del corte. Es esto lo que siento (o de manera confusa, sin filos ni pulpas vivas) cuando empiezo un nuevo cuadro: la tela blanca, lisa, todavía sin preparar, es un certificado de nacimiento por rellenar, donde yo creo (amanuense de registro civil sin archivos) que podré escribir fechas nuevas y filiaciones diferentes que me saquen, de una vez, o al menos por una hora, de esta incongruencia de no nacer. Mojo el pincel y lo aproximo a la tela, dividido entre la seguridad de las reglas aprendidas en el manual y la vacilación de lo que voy a elegir para ser. Después, sin duda confundido, firmemente atado a la condición de ser quien soy (no siendo) desde hace tantos años, hago correr la primera pincelada y en el mismo instante me denuncio ante mis propios ojos. Como en aquel dibujo célebre de Bruegel (Pieter), aparece tras de mí un perfil tallado a gubia, y oigo que me dice la voz, una vez más, que no he nacido aún. Pensándolo bien, tengo honradez bastante para prescindir de voces de crítico, de perito, de conocedor. Mientras transporto minuciosamente las proporciones del modelo a la tela, oigo cierto murmullo en mi interior insistiendo en que nada de lo que estoy haciendo es pintura. Cuando cambio el pincel y doy los dos pasos hacia atrás que me permiten encuadrar mejor y clarificar el embrollo que siempre es un rostro «para retrato», respondo callado: «Lo sé» y sigo reconstruyendo un azul necesario, una tierra cualquiera, un blanco que hará las veces de la luz que nunca podré captar. Hago todo esto sin alegría, porque está en los preceptos, protegido por la indiferencia de que al fin la crítica me ha rodeado como si fuera un cordón sanitario, protegido también por el olvido en que poco a poco fui cayendo, y porque sé que el cuadro no irá a exposiciones ni a galerías. Pasará directamente del caballete a las manos del comprador, porque éste es mi negocio, jugar seguro, con dinero a la vista. Me sobra trabajo. Hago retratos para gente que se estima lo suficiente para encargarlos y colgarlos en vestíbulos, despachos, salas de estar o salas del consejo. Garantizo la duración, no garantizo el arte, ni me pedirían que lo hiciera aunque pudiese darles esta garantía. Un parecido mejorado es lo que desean. Y como en eso podem

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