En salvaje compañía

Manuel Rivas

Fragmento



Índice

 

Portadilla

Índice

Cita

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Notas

Sobre el autor

Créditos

Fieros cuervos de Xallas

que vagantes andáis,

en salvaje compañía,

sin hoy ni mañana;

¡quién pudiera ser vuestro compañero

por la inmensa gándara!

EDUARDO PONDAL

Capitulo 1

1.

Había trescientos cuervos peinados por el viento.

Y había una niña y una iglesia.

Un día, la niña, que siempre jugaba alrededor, notó que los animales todos y los árboles callaban. Más aún, escuchaban muy quietos, suspensos los cuervos como pinceladas de polen de grafito en un resplandor enrarecido.

Palideció de repente la luz y de la nada del Mar de Fora embistió una tormenta que hizo estallar en polvo de vidrio el cielo entero de Nemancos.

La niña, apretando contra el pecho un hijito, que era perro con lunares de arlequín, fue a buscar refugio en el atrio cubierto, donde sabía de la compañía de la orquesta de los viejos músicos y de un profeta de piedra que sonreía. Pero había también rudamente labrada una calavera que ese día la horadaba con el vacío oscuro de los ojos. Así que la niña empujó la puerta, que chirriaba, y entró en la iglesia, que era de tres naves con altos pilares, y que aquel día, sin gente, le parecía la sala de un inmenso palacio, fondo de penumbra, largo tiempo preservado de intrusos.

Y se persignó en la pila, también al perro, y se sentó encogida en un banco de los de atrás, cerca de una virgen con el gesto dolorido y manto de negro luto, atravesado el desnudo corazón por siete espadas.

Niña y virgen se miraron angustiadas porque ahora los truenos resonaban tremendos, rodando furiosos por las tejas. Y a la pequeña se le ocurrió pensar que el carro de las tormentas justo allí había hecho un alto, en la cima de la iglesia, y que iba a por ella, que tenía un algo dentro, un pozo sin fondo, que a veces le carcomía el vientre y gemía por la boca del perro. Y decidió ir a ver si en la sacristía había alguien, ojalá la madre, que era la que colocaba las flores y encendía los cirios, y también les daba el inri con el matacandelas. Pero, ya de camino, un relámpago restalló en el campanario y centelleó en las partes de metal. Tal fue el tañido del trueno que se revolvieron las vísceras de la piedra. A la niña, con el espanto, no le andaban las piernas y apoyó la espalda contra el muro enjalbegado, los ojos cerrados por ver si así pasaba.

Lejano el estruendo, un trote ya por la estrada celeste que lleva a Compostela, la niña salió de su concha a la búsqueda de aire y luz y, al hacerlo, notó un polvo en las pestañas y en los labios, y vio luego a su alrededor, por losas y bancadas, un derrumbe de cal esparcido en costras grandes y en menudos copos como de nieve.

Se oyó entonces un barullo de gente, y risitas y frufrús de faldas, y algún ruido como de tramoya. Volvió la niña hacia el muro y, viendo lo que vio, el cuerpo, por el abdomen, quiso otra vez encogerse en la concha, huir del hechizo y volver a la oscuridad, pero no fue obedecido por los ojos, que se le abrían más por su cuenta e iban en vértigo de un extremo al otro, como en raíl, o hacían punto de cruz con las hebras de las pestañas, y luego giraban en redondo, como en danza de ochos. Y la niña consiguió apartarlos por un momento por ver lo que las vírgenes decían, pero las imágenes pasmaban, no como siempre sino de maravilla.

El viejo muro era ahora una cascada de colores. Y cuando pudo dominar el extravío de los ojos, la niña vio que los colores eran también formas y las formas, gente, personas y animales que atraían la luz y ensombrecían todo el resto. Como cegada por lo que era en demasía, retrocedió dos pasos y subió a un banco. Y desde allí, a la altura de la vista, por ir por lo menudo, reparó en una rapiña que tenía cabeza de mujer, que más que meter miedo le pareció un chiste. Pero el mayor deleite lo vivió con las damas, que eran, las más

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