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Cita
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Notas
Sobre el autor
Créditos
Fieros cuervos de Xallas
que vagantes andáis,
en salvaje compañía,
sin hoy ni mañana;
¡quién pudiera ser vuestro compañero
por la inmensa gándara!
EDUARDO PONDAL
1.
Había trescientos cuervos peinados por el viento.
Y había una niña y una iglesia.
Un día, la niña, que siempre jugaba alrededor, notó que los animales todos y los árboles callaban. Más aún, escuchaban muy quietos, suspensos los cuervos como pinceladas de polen de grafito en un resplandor enrarecido.
Palideció de repente la luz y de la nada del Mar de Fora embistió una tormenta que hizo estallar en polvo de vidrio el cielo entero de Nemancos.
La niña, apretando contra el pecho un hijito, que era perro con lunares de arlequín, fue a buscar refugio en el atrio cubierto, donde sabía de la compañía de la orquesta de los viejos músicos y de un profeta de piedra que sonreía. Pero había también rudamente labrada una calavera que ese día la horadaba con el vacío oscuro de los ojos. Así que la niña empujó la puerta, que chirriaba, y entró en la iglesia, que era de tres naves con altos pilares, y que aquel día, sin gente, le parecía la sala de un inmenso palacio, fondo de penumbra, largo tiempo preservado de intrusos.
Y se persignó en la pila, también al perro, y se sentó encogida en un banco de los de atrás, cerca de una virgen con el gesto dolorido y manto de negro luto, atravesado el desnudo corazón por siete espadas.
Niña y virgen se miraron angustiadas porque ahora los truenos resonaban tremendos, rodando furiosos por las tejas. Y a la pequeña se le ocurrió pensar que el carro de las tormentas justo allí había hecho un alto, en la cima de la iglesia, y que iba a por ella, que tenía un algo dentro, un pozo sin fondo, que a veces le carcomía el vientre y gemía por la boca del perro. Y decidió ir a ver si en la sacristía había alguien, ojalá la madre, que era la que colocaba las flores y encendía los cirios, y también les daba el inri con el matacandelas. Pero, ya de camino, un relámpago restalló en el campanario y centelleó en las partes de metal. Tal fue el tañido del trueno que se revolvieron las vísceras de la piedra. A la niña, con el espanto, no le andaban las piernas y apoyó la espalda contra el muro enjalbegado, los ojos cerrados por ver si así pasaba.
Lejano el estruendo, un trote ya por la estrada celeste que lleva a Compostela, la niña salió de su concha a la búsqueda de aire y luz y, al hacerlo, notó un polvo en las pestañas y en los labios, y vio luego a su alrededor, por losas y bancadas, un derrumbe de cal esparcido en costras grandes y en menudos copos como de nieve.
Se oyó entonces un barullo de gente, y risitas y frufrús de faldas, y algún ruido como de tramoya. Volvió la niña hacia el muro y, viendo lo que vio, el cuerpo, por el abdomen, quiso otra vez encogerse en la concha, huir del hechizo y volver a la oscuridad, pero no fue obedecido por los ojos, que se le abrían más por su cuenta e iban en vértigo de un extremo al otro, como en raíl, o hacían punto de cruz con las hebras de las pestañas, y luego giraban en redondo, como en danza de ochos. Y la niña consiguió apartarlos por un momento por ver lo que las vírgenes decían, pero las imágenes pasmaban, no como siempre sino de maravilla.
El viejo muro era ahora una cascada de colores. Y cuando pudo dominar el extravío de los ojos, la niña vio que los colores eran también formas y las formas, gente, personas y animales que atraían la luz y ensombrecían todo el resto. Como cegada por lo que era en demasía, retrocedió dos pasos y subió a un banco. Y desde allí, a la altura de la vista, por ir por lo menudo, reparó en una rapiña que tenía cabeza de mujer, que más que meter miedo le pareció un chiste. Pero el mayor deleite lo vivió con las damas, que eran, las más