La tos

Fragmento

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Desde este sillón que huele tan bien, que aguanta mi peso y me acompaña, voy a contarlo todo. Aunque nadie me haya preguntado. Ojalá llamaran a la puerta y me dijeran ¿Podemos hacerte unas preguntas? Yo contestaría a lo que fuera. Si me preguntaran, por ejemplo, si me dio pena que mi padre muriera, contestaría que no. Pero eso no significa que me alegrara. Que nadie se confunda. Una cosa no significa la otra. Que muriera mi padre es lo peor que me ha pasado en la vida. Lo mejor es que ya no me puede pasar nada peor. Pero lo entendí y no me dio pena. Aunque no me gustara, aunque no estuviera de acuerdo, aunque no fuera justo. No es verdad eso que he oído tantas veces. La primera, cuando el camión mató a aquella niña del colegio. Después en la cola de la panadería, en la cola del ambulatorio, en la cola de la comisaría. Eso de que los hijos no deberían morirse antes que los padres porque no es ley de vida, porque no es justo. No estoy de acuerdo. Los hijos deberían morirse siempre antes que los padres, aunque solo sea un poquito antes, unos días antes. Pero entiendo que el mundo es así y me aguanto. Yo, una vez que entiendo algo, digamos que lo asumo y ya no me hace daño. Que mi padre muriera como murió lo entendí al instante y por eso no me dio pena. Ni pena, ni espanto, ni vergüenza. Solo había que enterrarle para que descansara en paz, como dijo aquel vecino junto a nuestra puerta. Dijo Que descanse en paz, con la voz con la que se dicen las cosas que de verdad se desean, y yo asentí fuerte con la cabeza. Con esa frase en la cabeza fui al entierro. Yo esa mañana no quería otra cosa que dejar a mi padre allí metido, bien hondo, para que descansara, de verdad, en paz. Lo que no me esperaba era que pasara aquello. No lo sabe nadie. No lo he contado nunca. Pero hoy, no sé por qué, es el día.

La gente que vino al entierro tampoco lo sabe. Ellos, si siguen vivos, creen que fueron a un entierro más, el entierro de un señor al que no conocían. Yo, claro, tampoco los conocía a ellos. Los vi desde la ventanilla del taxi cuando aún estábamos muy lejos. Tardé en darme cuenta de quiénes eran. Al principio, al verlos así en grupo, todos juntitos frente a la puerta del cementerio, pensé que eran una manifestación. Una manifestación contra los cementerios o contra la muerte. Pero al llegar, cuando el taxi se paró en la puerta y ellos, todos ellos, se dieron la vuelta, comprendí que venían a nuestro entierro, quiero decir, al entierro de mi padre. No me sorprendí. Yo no me podía esperar a nadie en el entierro de mi padre, pero no me sorprendí. Estaban allí por la abuela. No sé cuántos eran. No se me da bien calcular cantidades. Me giré hacia la puerta para ayudar a la abuela a salir. Yo no iba a preguntarle por ellos. Ella no me lo iba a explicar. Todavía sentada, hundida en el asiento, soltó el asa de la puerta y agarró mi mano con su fuerza insoportable. Tirando de mi brazo para hacer palanca, la abuela salió del coche y me dio un pequeño empujón para que avanzara. Dijo Venga, no te preocupes por ellos, están aquí para acompañarnos.

En medio de esa gente había un coche negro, uno de esos coches alargados que se parecen a las limusinas pero que están hechos solo para llevar a los muertos al cementerio. Tenía la puerta trasera abierta hacia arriba, como todos los coches cuando se van de viaje. Allí dentro, en lo que en un coche normal sería el maletero, estaba el ataúd. Era muy grande para mi padre. Solo había que mirarlo para saberlo, no hacía falta medirlo. Yo no sé medir, pero no hacía falta medir para saber que ese ataúd le quedaba enorme. Debía de medir dos metros. A lo mejor no, a lo mejor un metro y ochenta centímetros. A lo mejor menos. No lo sé. Era muy grande. Tendrían que haberle puesto un ataúd de niño. O, al menos, de adolescente. Los ataúdes de niño, además de más pequeños, son blancos y suaves. Los de adolescente ya son negros o del color de la madera, pero un poco más cortos. Mi padre y yo habíamos visto muchos ataúdes. Nos parábamos a veces en el escaparate de la funeraria. Mirábamos los ataúdes sin hablar, solo mirábamos, con las manos atrás, y mi padre asentía con la cabeza. Una tarde, después de un rato mirando el escaparate, me dijo Cuando me muera, no me metáis en un nicho, yo quiero ir al fondo, y yo dije Vale, como si lo que había dicho me pareciera normal, como si no me importara. Querría haber contestado No quiero que te mueras antes que yo. Pero, como siempre, solo contesté Vale. No sé si a la abuela le había dicho lo mismo. No sé si ella lo tenía preparado desde hacía años, pero nada más morir, al día siguiente, había para mi padre un agujero en el cementerio y un ataúd enorme. Fue en lo único que pensé al verlo. Entonces no me pregunté cómo sería mi padre muerto ahí dentro, si le habrían arreglado bien el cuerpo, si le habrían peinado bien. Lo único en lo que pensé al ver el ataúd fue en el hueco que quedaba a sus pies. En que no podían enterrarlo así. Para rellenar ese hueco, por una vez en la vida, utilicé la imaginación. Imaginé un gato blanco, pero no un gato normal de los de la calle, otro tipo de gato, un gato de las profundidades, más grande, con un pelo duro como el de las ratas, pero aún más fiel y más caliente que los gatos de las casas. Imaginé que ese gato se filtraba, no sé cómo, adentro del ataúd y allí se quedaba, ronroneando a los pies de mi padre para siempre.

Mientras miraba el ataúd, metiendo dentro el gato antes de que fuera tarde, aparecieron hombres de mi edad dispuestos a cargar con él. Llegaron como si llevaran dispuestos toda la vida. Di un paso muy pequeño hacia atrás. Recuerdo ese paso porque no era un paso cualquiera. Era un paso de vergüenza. La abuela lo notó, me enganchó del brazo de nuevo y no me dejó retroceder. Dimos tres pasos hacia delante. Los estoy viendo. Mi zapato y el suyo al mismo tiempo en el aire y luego al mismo tiempo sobre la arenilla, dejando dos huellas muy distintas. Las mías enormes, las suyas normales. Empezamos a seguir el ataúd. Sonaban detrás los pasos de aquella gente. No sé si nos acompañaban. Yo diría, más bien, que seguían a la abuela como era su obligación. Ella era la única que sabía a dónde íbamos. La abuela nos iba llevando por los pasillos del cementerio. Recuerdo el camino paso por paso. Guardo el recuerdo como si fuera a necesitarlo, como si yo fuera a volver a la tumba de mi padre. No voy a ir nunca, pero tengo el recuerdo del camino bien memorizado. Desde la puerta hay que andar hasta el muro del fondo, luego torcer a la derecha, luego a la izquierda, luego a la derecha, luego izquierda y luego derecha otra vez. De pronto ya estábamos allí, frente al agujero. Un cuadrado abierto en el suelo. El cura nos esperaba con las manos cruzadas delante del pecho. Eran unas manos duras y carnosas. Pensé que me gustaría que me hiciera una caricia en la frente. La abuela me señaló el agujero con la barbilla. Nos asomamos sin mover los pies, estirando el cuello. Los hombres dispuestos colocaron el ataúd sobre unas tablas que había encima del hueco. Las flores que cubrían el ataúd se movieron, se agitaron, como si quieran escaparse antes de que las enterraran.

Fueron ellos, aquella gente, quienes trajeron las coronas de flores. Llevaban escritas frases preciosas. Descanse en paz. Los que te quieren no te olvidarán nunca. Siempre estarás con nosotros. Eran frases que no estaban escritas para mi padre, pero se las merecía. Las fui leyendo mientras los hombres dispuestos apoyaban las coronas en torno a la tumba. Estaban todos muy serios. Más serios de lo necesario, diría yo. Hubo un momento de espera antes de que empezara a hablar el cura. Un momento de silencio sucio, un silencio con murmullos, carraspeos, suspiros, mocos, algún bostezo y pies rascando la arena. El cura fue dejando que el silencio se ensuciara y por fin habló. Dijo algo sobre los afligidos. Yo no conocía esa palabra, pero la memoricé. La busqué años después en el diccionario de la biblioteca y se me llenaron los ojos de lágrimas. Con el tiempo entendí cada palabra de las que había dicho el cura. Una por una. Pero allí, esa mañana, yo no entendí nada. No entendí porque no conocía las palabras y porque no las escuchaba. Mientras el cura hablaba yo solo me preguntaba cuándo se callaría y llegaría el momento de meter a mi padre bien profundo en la tierra de una vez. Yo no quería nada más aquel día. No esperaba otra cosa.

Cuando por fin se calló, hizo una cruz en al aire y vertió sobre el ataúd unas gotas de agua con un instrumento como de cocina. Los hombres dispuestos desmontaron las tablas y bajaron con sogas el ataúd, igual que en las mudanzas. Me encantan las mudanzas. Cuando el ataúd tocó la tierra, un hombre dijo Ya ha llegado. Y se retiraron. Alguien nos empujó suave a la abuela y a mí para que nos acercáramos. Todavía siento esa mano en la espalda. Nos acercamos y echamos unas flores dentro. La abuela lo hizo primero, yo lo hice después. Yo lo hice porque lo hizo ella. Ella sabía lo que había que hacer. Yo solo quería dejar allí dentro a mi padre y volver a casa. Después de echar la flor, me quedé un rato mirando el ataúd muy bien encajado en la tierra y, antes de darme la vuelta y que toda esa gente se echara encima para darnos dos besos, para repetir eso del sentimiento y de la compañía, antes de darme la vuelta, pasó aquello. Detrás del último invitado, donde ya no había nadie, oí la tos.

Pero esto no está bien, esto no se cuenta así. Perdón. Tengo que contar primero lo que pasó primero y luego lo que pasó después. Si no, nadie me va a entender. Aunque nadie me esté escuchando, voy a contarlo todo desde el principio y a mantener el orden. Tengo todavía mucha tarde. Son las cuatro y cuarto. Por tener, tengo toda la vida para contar esta historia. Es a la vez una historia muy especial y una historia cualquiera. Y el principio es mi primer recuerdo. Hay quienes no saben cuál es su primer recuerdo. Si alguien les pregunta, como he oído en los bares, cuál es su primer recuerdo, contestan que no saben y se quedan tan tranquilos. Si alguien me preguntara a mí cuál es mi primer recuerdo, yo contestaría al instante Mi primer recuerdo es el del túnel. Nadie me va a preguntar nada, así que no tengo que contestar, pero yo prefiero tener respuestas. Sobre todo esa. Recordar es lo que más me gusta. Lo que mejor se me da. Es mi habilidad. Yo no sé cantar, ni reparar cosas, ni hablar con los perros, ni conocer el futuro. Yo no sé hacer casi nada y no me importa. Porque sé recordar. Mucho mejor que la mayoría de la gente. Tengo casi todos los momentos de mi vida a mi alcance. No todos, pero muchísimos, siempre a mano y con una claridad que a veces me asusta. Están aquí, ordenados en un lugar hacia dentro. Solo tengo que querer irme a un recuerdo para que los ojos, la parte de atrás de los ojos, que yo no sé si sigue siendo blanca, empiece a ver aquel momento, mientras la parte de delante sigue viendo lo que tengo enfrente. Ahora, cuando me vaya al recuerdo del túnel, es lo que va a pasar. Y me volveré a asombrar. No dejo de asombrarme. Tengo esa suerte. Todavía, cuando escojo un recuerdo, antes de seguir recordando y quedarme allí todo lo que haga falta, todo lo que yo quiera, pienso en cómo sería una vida sin poder recordar. Sería una vida sin tener a dónde ir. Una vida tristísima. Poder recordar es como tener una vida que no se agota. Una vida hacia atrás que es infinita.

Mi vida, por desgracia, empieza antes de lo que recuerdo. Empieza cuando nací. Nadie es capaz de recordar tan atrás, pero a mí me gustaría ser capaz. Me gustaría tener recuerdos antes del túnel. No tengo ninguno. Lo intento, pero no encuentro nada. Aprieto, aprieto, aprieto, pero nada. Aunque sé, por lo que he entendido de aquí y de allá, lo que pasó. Ojalá, además de saberlo, lo recordara. Sé que mi padre me cogió en brazos en cuanto me sacaron de mi madre y a ella se la llevaron en una camilla y no volvió. Reconozco que he intentado ser la primera persona del mundo que consigue recordar el día que nació. En este mismo sillón o en ratos muertos en la biblioteca, he intentado con fuerza llegar hasta aquel recuerdo, forzando los músculos de la memoria, que creo que están aquí, en estos huecos que tiene la cabeza en los laterales, junto a los ojos. Me he hincado los dedos para ver si lo consigo y he llegado a pensar que estaba a punto, muy cerca. Creo, incluso, que he llegado a ver algo. Pero no me atrevo a asegurarlo. Solo sé que mi madre murió unos días después de que yo naciera. Me lo contó la abuela una mañana en la cocina. Luego, aquella tarde que la abuela y yo estuvimos en este mismo salón esperando a que mi padre volviera, me contó una cosa más sobre ella. El resto lo sé sin que me lo hayan contado. Yo sé que mi padre miró en silencio cómo se llevaban a mi madre y me cogió en brazos como pudo y una enfermera le tuvo que explicar cómo se coge un bebé. Le dijo que lo aprendiera bien, porque las madres ya están enseñadas sin que nadie se lo explique, pero los padres no, y él era a partir de entonces quien tendría que cogerme todas las veces que fuera necesario. No lo recuerdo, pero sé que él me sujetaba a su manera mientras la abuela le miraba sentada en este sillón. En aquellos meses la abuela tuvo que estar mucho con nosotros

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