Leningrado, 1938
En aquel tiempo sonreían
solo los muertos, deleitándose
en su paz, y vagaba ante las cárceles
el alma errante de Leningrado.
Partían locos de dolor los regimientos
de condenados en hilera y era
el silbido de las locomotoras
su breve canción de despedida.
Nos vigilaban estrellas de la muerte,
e, inocente y convulsa, se estremecía Rusia
bajo botas ensangrentadas, bajo
las ruedas de negros furgones.
De madrugada vinieron a buscarte.
Yo fui detrás de ti como en un duelo…
Anya se restregó los ojos con el dorso de la mano para borrar la huella de una lágrima que pugnaba por escapar mientras recitaba en voz baja aquellos versos del Réquiem de Anna Ajmátova.
Una voz masculina y rotunda interrumpió aquel instante declamando otro verso:
—«Vivimos sin percibir el país bajo nuestros pies…».
—Calla, Pyotr, o al menos no recites en voz alta o terminarás en La Casa Grande.
El hombre apretó el brazo de Anya mientras sonreía con un deje de burla.
—¿Desde cuándo tienes miedo?
—Mandelshtam es un poeta proscrito, lo mismo que lo es Anna Ajmátova; nosotros los admiramos y podemos recitar sus versos, pero no hace falta que te oiga todo Leningrado.
Pyotr soltó una carcajada al tiempo que aceleraba el paso.
—Ese poema me gusta especialmente —insistió él.
—Pero Stalin no comparte nuestros gustos literarios y por ese poema envió a Ósip Mandelshtam al exilio en Vorónezh. Y ahora… sufre una pena aún mayor condenado como está en Vladivostok en uno de esos infernales campos del Gulag, donde no quiero que termines por culpa de tus imprudencias.
—Vamos, Anya, soy tu primo mayor, no me regañes y anda más deprisa o no podremos verla.
—¿Crees que estará allí? —preguntó Anya.
—Sí, acude todos los días y se mezcla con el resto de las mujeres que aguardan como ella para ver a sus maridos o a sus hijos.
—¿Querrá hablar con nosotros? ¿Aceptará que la invitemos a una velada literaria donde pueda recitar sus poemas? —insistió Anya mientras intentaba acompasar el paso al de su primo.
—No lo sé… Anna Ajmátova ha pagado un precio oneroso por no ser ni ella ni su familia afines al Partido. Su marido fusilado, su hijo encarcelado, lo mismo que Nikolái Punin, su último amor. Puede que Ajmátova haya optado por la discreción para no enfurecer aún más al Vozhd —respondió Pyotr.
—Tiene razones para no fiarse de nadie; a su primer marido, Nikolái Stepánovich Gumiliov, le condenaron por contrarrevolucionario. Y ahora con Nikolái Punin detenido y su hijo Lev a la espera de juicio… Pero ¡cuánto la admiro! Guardo en una caja de zapatos esas dos obras que me regalaste, Anno Domini MCMXXI y La caña —recordó Anya.
—En uno de los poemas de esa época califica a los bolcheviques de «enemigos que desgarran la tierra»… Nunca tendrán piedad de ella —afirmó Pyotr.
De repente apareció ante ellos una fila silenciosa de mujeres cubiertas por ropas miserables aguardando ante la prisión de Las Cruces.
Anya sintió que el frío helado salpicado de copos blancos le empapaba el abrigo, y se reprochó haber acudido hasta allí para ver de cerca y acaso escuchar unas palabras de labios de Anna Ajmátova.
Pyotr se había sumido en el silencio mientras buscaba con la mirada a la poeta. Pero todas las mujeres le parecían iguales, iguales no solo por sus ropas oscuras y raídas con las que intentaban protegerse del frío, sino también por la angustia que se dibujaba en cada pliegue de sus rostros y en su expresión en permanente estado de alerta.
—Allí está… —escuchó murmurar a Anya, y dirigió su mirada hacia donde le indicaba su prima para descubrir a Anna Ajmátova en aquel rostro delgado de ojos sombríos y labios apretados en una línea.
Sí, allí estaba la mujer que se negaba a rendirse, que prefería no escribir a hacerlo al dictado de la Unión de Escritores. La mujer que no ocultaba su desapego y desprecio por los bolcheviques. La mujer que íntimamente se culpaba de no ser la buena madre que su hijo Lev añoraba.
Pero allí estaba, erguida y aguardando el momento en el que los carceleros le permitieran, junto a las otras mujeres, entregar a su hijo alguna prenda de abrigo con la que sobrevivir entre los muros de aquella cárcel.
Anya y Pyotr se detuvieron a unos cuantos metros de Ajmátova sin atreverse a acercarse. Era tanto el sufrimiento y la dignidad distante de la mujer que no osaban interrumpir su silencio y recogimiento.
Unos minutos después, Anya sintió de nuevo la mano de Pyotr apretándole el brazo mientras murmuraba: «No podemos, yo no puedo…». A lo que Anya respondió: «No, no debemos».
Deshicieron el camino en silencio llevando en la retina el rostro desolado de Anna Ajmátova.
Anya estaba pendiente de que el agua comenzara a hervir para servir el té. Pyotr miraba distraído por la ventana mientras Ígor, que no dejaba de toser, parecía estar ensimismado dibujando.
—Ya está listo el té y además tengo un trozo de bizcocho.
Ígor sonrió apresurándose a sentarse delante de la mesa baja donde su madre había dispuesto las tazas. Pyotr le alborotó el pelo.
—Me duele un poco la cabeza —dijo Ígor.
—No me extraña, no dejas de toser y tienes fiebre —comentó Pyotr poniendo una mano sobre la frente del niño.
—Te has empeñado en levantarte, pero donde mejor estás es acostado. En cuanto desayunes te vuelves a la cama —añadió Anya.
—Pero, mámushka, en la cama me aburro —protestó Ígor.
Ella se lo acercó y lo envolvió en un abrazo mientras le besaba el pelo y en la frente.
—Aunque te aburras, te irás a la cama.
—Pero ¿te quedarás conmigo? —preguntó el niño, preocupado.
—Desde luego. Pyotr será tan amable que llamará a la escuela y me disculpará. Hoy me quedaré contigo.
La sonrisa de oreja a oreja de Ígor llenó su rostro enrojecido por la fiebre y se dejó levantar en brazos por Pyotr, que, seguido por Anya, lo llevó hasta la habitación y lo metió en la cama.
—Dejo la puerta abierta, de manera que si necesitas cualquier cosa, me llamas —dijo la madre acariciándole la cara.
—Gracias, mámushka.
Disfrutaron el té en silencio. Ambos necesitaban recolocar sus emociones antes de emprender la conversación.
—Entonces ¿regresarás a Moscú? —preguntó Anya en un intento de despejar de las brumas de su cerebro la visión de Anna Ajmátova.
—Qué remedio. No puedo negarme; en realidad, nadie puede negarse a lo que decide el Partido, y el Partido ha dictado que donde soy útil es en una fábrica cerca de Moscú.
—Al menos tienes a Talya.
Pyotr sonrió complacido. Hacía unos meses que se había casado con Talya y era lo mejor que le había pasado en los últimos años.
No resultaba fácil compartir la pasión por la poesía «auténtica», como calificaba Talya los poemas de quienes se negaban a alabar al «hombre nuevo».
—Sí, tengo a Talya, pero te echo de menos, querida prima. Aunque agradezco poder venir a San Petersburgo de cuando en cuando.
—¡Calla! No te atrevas a llamar a esta ciudad por su antiguo nombre, es delito. Suficiente para que te acusen de ser un burgués nostálgico.
—Es que soy un burgués nostálgico —bromeó él.
—Nunca fuimos burgueses, somos judíos —le recordó ella.
—Sí… somos judíos y bien que han pagado nuestros antepasados por ello. ¿Sabes?, al principio parecía que la Revolución haría de nosotros unos ciudadanos más, pero no ha sido así.
—Bueno, somos judíos y además algunos de los líderes de la Revolución son judíos, pero… nos sentimos al margen de cuanto está sucediendo. El «hombre nuevo» se asemeja a un monstruo sin alma, y la crueldad de Stalin no tiene límites. No te diré que añoro los tiempos del zar, eso no, pero sí que abomino de todo esto —admitió Anya.
—Pienso lo mismo, prima. En fin, somos dos almas que luchan por sobrevivir, veremos si podemos conseguirlo. Al menos estoy tranquilo de saber que mi padre se encuentra bien y que, al igual que el tuyo, parece haberse acomodado a esta situación.
—No me extraña… Tu padre y el mío son bolcheviques, tienen a Lenin en su altar particular, pero nuestras madres nunca se dejaron engañar.
—Y a ellas les debemos nuestra condición de judíos… ¿Quieres que le lleve alguna carta a tu padre y a tu tía Olga?
—No… no hace falta. Nunca sé qué decirle a mi padre.
—Yo tampoco encuentro puntos en común con el mío, pero hay que comprenderlos, ocupaban los penúltimos peldaños en la sociedad y la Revolución les prometió que todos los hombres serían iguales —dijo Pyotr.
—Hermosa promesa. ¿De verdad se lo creyeron? ¿Y por qué, ahora que saben del engaño, callan?
—Esperan… esperan a que el sueño se cumpla. Pero dime, ¿qué sabes de Borís?
—Sigue en España. De cuando en cuando nos llega alguna carta. Ígor echa mucho de menos a su padre.
—Te has casado con un buen hombre, prima mía.
—Sí, Borís es un buen hombre, aunque como su familia pertenecía a la clase privilegiada y fueron desterrados al Gulag, él hace lo imposible por ser un digno ciudadano soviético. Aunque admira a Tolstói, no se atreve a defender sus libros. Discutimos por mi afición a los poetas disidentes del régimen.
—Teme por ti.
—Lo sé… Pero yo no puedo vivir sin mi música y sin la poesía.
Distancia: verstas, millas…
Nos han desunido y dispersado,
por la tierra —cada uno en un confín—
para que no incomodemos.
Distancia: verstas, lejanía…
Nos han escindido, desgraciado,
han distanciado nuestros brazos, brazos en cruz,
sin saber que así anudaban
nuestros nervios, nuestro aliento…
—¿Tsvetáieva? —preguntó Pyotr.
—Sí, Marina Tsvetáieva se lo dedicó a Borís Pasternak. Escucha, le he puesto música a este poema.
Anya se sentó ante el piano y suavemente deslizó sus dedos hasta arrancar unas notas para acompañar los versos.
Madrid, diciembre de 1938
Lloraba. No había dejado de llorar desde que salieron de la redacción de Blanco y Negro. Le dolía el llanto de su hijo, y más en aquel momento en el que le habían comprado una de sus caricaturas. Ella le había explicado que debía portarse bien mientras estaban en la revista y el niño había cumplido, pero en cuanto salieron a la calle volvió a llorar.
Insistía, sin convicción, sintiendo que traicionaba no solo a su hijo sino a sí misma, que no debía preocuparse por el viaje, que estaría bien y que pronto regresaría. Se lo prometió: «Un mes, como mucho dos, y te aseguro que volverás a casa».
Su hijo le agarraba con fuerza la mano y entre lágrimas le suplicaba: «No quiero, mamá, no quiero».
Le cogió en brazos. «Mi niño, mi niño, no llores, que yo no te voy a dejar», repitió rindiéndose ante el llanto de su hijo. Pero continuó caminando, aunque sabía que su marido no atendería a sus razones ni al pesar del niño.
Arreciaba el viento y el gris se había instalado en la ciudad. A aquella hora, las cinco de la tarde, había gente en la calle y en sus rostros se dibujaban las huellas del hambre. Todos tenían hambre, todos habían aprendido a intentar no naufragar en la miseria. La guerra era así, y no cabía quejarse. Tampoco habría servido de nada. Además, aquel mes de diciembre de 1938 no presagiaba nada bueno.
Se fijó en un cartel pegado a una farola y sonrió. Aquella caricatura era suya, la había creado con sus manos y su imaginación. Un banquero con los bolsillos rebosantes de monedas escapando. No era la primera caricatura que hacía para el Frente Cultural porque, como Agustín repetía, la guerra también se ganaba desde detrás de la trinchera. Y las caricaturas eran un arma de guerra que servía para concienciar a la buena gente. Quizá tuviera razón, pero lo único que sentía era la frustración por no poder firmar los dibujos satíricos de aquellos carteles.
Ante el llanto de Pablo desechó aquellos pensamientos y tuvo que hacer un esfuerzo por no acompañarle en sus lágrimas.
Pensó en su madre, que nunca se habría permitido llorar delante de ella, su única hija. Sin lágrimas pero con ira y desprecio, así había transcurrido la conversación que apenas unas horas antes habían mantenido.
—Agustín quiere que enviemos el niño a Rusia. Dice que allí estará mejor, que al menos comerá bien. Teme lo que pueda pasar aquí.
Su madre ni siquiera parpadeó; se limitó a mirarla con ira.
—¿Y tú qué quieres hacer? —dijo mientras deslizaba su mano por el cabello del niño.
—Yo no quiero que se vaya… ya lo sabes… No dejé que se lo llevaran en el Sontay, el carguero que en junio del 37, desde Pauillac, llevó a más de mil niños a Rusia. Entonces Pablo era muy pequeño. Pero ahora… ¿Y si le pasa algo por mi culpa? Agustín dice que soy egoísta, que pienso en mí, pero no en nuestro hijo.
—¿Y él? ¿En qué piensa él?
—Pues… no sé… en nosotros…
—¿De verdad lo crees?
—Madre, ¿tú qué harías?
—Yo no me habría casado con un hombre como Agustín, de manera que difícilmente puedo ponerme en tu piel.
—Por favor, madre… no es el momento…
—No puedo decirte qué haría puesto que a tu padre jamás se le hubiese ocurrido mandarte a Rusia y, por tanto, no me habría propuesto tamaño… tamaño desatino.
Esa fue la respuesta. Sabía que su madre no diría más. A ella le dolía el desprecio que manifestaba por Agustín. Le culpaban de haberle «metido» en la cabeza ideas comunistas. No, sus padres no simpatizaban con Agustín, pero aun así ella sabía que lo que acababa de decir su madre era verdad: su padre jamás la habría enviado a ningún país extranjero. Pero cómo iba a hacerlo si era católico como su madre, a pesar de su lealtad a la República. Se alegró de que aquella tarde su padre aún no hubiera regresado del ayuntamiento.
Llevaba toda la vida haciendo lo contrario de lo que ellos esperaban de ella. Sus padres querían que fuera maestra, pero Clotilde ni siquiera había querido pensar en esa posibilidad. Le gustaba dibujar; a decir verdad, le gustaba caricaturizar la realidad, retorcer rostros y figuras para arrancar sonrisas o denunciar la realidad, tanto daba. Había logrado que sus caricaturas se publicaran en algunos periódicos, pero, eso sí, con seudónimo: firmaba como Asteroide. En pocas ocasiones aparecía su nombre, Clotilde Sanz. Pero no le importaba, se conformaba con publicar, publicar, publicar.
Cuando tenía entre sus dedos los lápices dejaba volar la imaginación, y así iban saltando al cuaderno de dibujo caricaturas sobre cuanto sucedía a su alrededor.
Nadie entendía, tampoco sus padres, aquel empeño suyo en ser dibujante de caricaturas.
Sus padres tampoco le habían perdonado que se casara por lo civil con Agustín. A ella le hubiera gustado que Agustín hubiese cedido para casarse por la Iglesia, pero era un hombre de principios y no quiso participar en una ceremonia en la que no creía. Ella, en cambio, no había dejado de sentirse en pecado por no haber recibido el sacramento del matrimonio, pero le quería tanto… Aun así, había momentos en que se arrepentía. No comprendía la obcecación de su marido en enviar a su hijo a Rusia. Eso los había ido separando.
Aceleró el paso. Hacía frío. Mucho. Diciembre era así. Tenía las manos heladas.
Pablo no paraba de llorar. Pensó que Agustín se enfadaría y le regañaría. «Los hombres no lloran. ¿Crees que vamos a ganar la guerra llorando?», le solía repetir al niño cuando le veía llorar. Parecía olvidar que Pablo solo tenía cinco años.
Subieron los tres pisos andando. Qué remedio. En aquella casa de la Corredera de San Pablo no había ascensor. Se habían terminado acostumbrando, aunque echaba de menos la comodidad que suponía tener un ascensor como en la casa de sus padres, aunque ellos no eran ricos ni mucho menos. Su padre era funcionario del Ayuntamiento de Madrid y su madre, una buena ama de casa sin más pretensiones que la de dejar que la vida fuera pasando sin grandes sobresaltos. Los dos votaban al partido de Azaña.
Cuando llegaron a casa, Agustín se estaba aseando. Le pidió en voz baja a Pablo que se secara las lágrimas, «ya sabes que si lloras, papá se enfadará». Luego se fue a la cocina para hacer la cena. En realidad, no tenían mucho que cocinar. Si no fuera por lo que les daba su madre apenas hubieran podido comer. Sacó de la bolsa unos cuantos huevos. Cenarían tortilla de patatas, a los tres les gustaba, y después aún tendría tiempo de trabajar en unas caricaturas que pensaba llevar a El Sol. Le hubiera gustado enseñárselas a Luis Bagaría, al que tenía como referente del arte de la caricatura, pero este había regresado a Barcelona. No se conformaba con publicar en Madrid, su sueño secreto era ver alguna de sus caricaturas publicadas en La Traca. Había enviado unas cuantas hacía meses, pero la revista había cerrado. La Traca había sido sin duda la revista satírica más importante de España.
La voz de su marido la devolvió a la realidad.
—Se irá con Borís —afirmó Agustín con rotundidad mientras masticaba un trozo de tortilla.
Le odió. En aquel momento sintió que le odiaba. Aunque el odio quizá no era nuevo, sino que había ido fermentando poco a poco. Si tuviera que situarlo en una fecha, sería la de los primeros días de la guerra. Hasta entonces solo había visto por sus ojos, la realidad era lo que él decía, y ella nunca se había atrevido a replicar. Pero ahora sí. Lo tenía decidido. No permitiría que se llevaran a su hijo.
—No. El niño se queda aquí, en casa, con nosotros.
—¿Tan poco te importa tu hijo? Debería haberse ido hace tiempo junto con los otros niños.
—¿Crees que habría estado mejor en Rusia? Allí solo, sin nuestro cariño, sin entender el idioma…
—Sí, claro que lo creo; ¿qué otro interés puedo tener si no es desear lo mejor para Pablo?
—Tiene cinco años, solo cinco… —protestó ella.
—Cinco años y un porvenir que nunca tendrá aquí. Estamos perdiendo la guerra… No se puede decir porque eso desmoralizaría a los nuestros, pero la estamos perdiendo.
Clotilde le miró asustada. Agustín se había mostrado siempre seguro y confiado, y de repente confesaba que estaban perdiendo la guerra.
—Y si eso pasa, ¿qué vamos a hacer?
—Razón de más para salvar a Pablo. Borís se lo llevará con él. Es nuestra última oportunidad. No irá a ninguna de las casas infantiles para niños españoles, se quedará con él y con su familia hasta que nosotros podamos ir.
—¿Nosotros? ¿A Rusia?
—A Rusia, sí. No hay otro lugar mejor para vivir, por lo menos para un obrero, y es lo que soy, Clotilde, ¿se te ha olvidado? —El tono de voz de Agustín era seco.
—Bueno, no eres exactamente un obrero… estudiaste para aparejador —protestó ella.
—No pude terminar los estudios.
—Pero podrás hacerlo, es lo que hemos planeado.
—Te acabo de decir que estamos perdiendo la guerra.
—Aunque la perdamos, tendremos que seguir viviendo; tú podrás trabajar y terminar tus estudios, solo te falta un año para acabar. Además… ¿qué haría yo en Rusia? Precisamente ahora que se empiezan a publicar cada vez más mis caricaturas.
—Déjate de fantasías. Lo de dibujar está bien… Tienes talento, no diré que no, pero hacer caricaturas no deja de ser una diversión. Acéptalo, Clotilde, aquí no nos podemos quedar. Nos iremos a Rusia y Borís nos ayudará a encontrar trabajo.
—Pero ¿qué vamos a hacer en Rusia? Ni tú ni yo hablamos ruso. Además, yo no pienso marcharme y dejar aquí a mis padres. Y tú tampoco puedes dejar a tu madre. Desde que murió tu padre, depende de ti. Y que sepas que para mí dibujar caricaturas no es una diversión, es… es… Si no lo comprendes es que no sabes nada de mí.
—No te enfades, no quiero quitar valor a lo que haces. En cuanto a mi madre o a tus padres… no les pasará nada, pero a nosotros…
—Que no, Agustín, que no, que yo no me marcho a ninguna parte y mi hijo tampoco.
—¿Tu hijo? Vaya… qué sentido de la propiedad. Ahora resulta que Pablo te pertenece.
—No he dicho eso.
—No discutas, Clotilde. Dentro de una semana Pablo se irá con Borís. Y ahora terminemos de cenar, mañana a las siete tengo que ir a buscar a Borís.
Aquella noche durmieron espalda contra espalda. Tan lejos el uno del otro como si los separara un continente. Cada uno navegando en su propia angustia y recelos.
Estaba amaneciendo cuando Agustín se levantó. Buscó a tientas la ropa para no encender la luz. No quería despertar a Clotilde. No tanto para no molestarla, sino porque aún le pesaba la discusión de la noche anterior. Ya hablarían en otro momento, pero nada le haría cambiar de opinión. Pablo se iría con Borís. Quería que su hijo se salvara; bastantes padecimientos habían sufrido durante los años de aquella guerra que llegaba a su fin. Algunos de sus camaradas se negaban a ver la realidad. La guerra estaba perdida y más pronto que tarde Franco se haría con la capital. Él sabía que la derrota era irreversible. Borís no había querido engañarle. Se lo dijo con crudeza: «Camarada, la guerra está perdida y me han dado la orden de regresar».
Borís Petrov sabía de lo que hablaba. Llevaba dos años en España como consejero militar. Habían estado juntos en el frente y allí, entre la sangre y la muerte, habían ido cimentando su amistad. Él había sido su chófer y su guía, se habían jugado la vida yendo de un lugar a otro y había asistido a algunas de las reuniones que Borís mantenía con los jefes militares comunistas.
Compartieron cigarrillos y confidencias mientras tronaba la artillería. No, no le engañaba. Stalin daba por perdida la guerra en España y quería que sus hombres regresaran. «Aquí no tienes futuro, camarada Agustín. Ven a Rusia, será tu patria puesto que es la patria de los proletarios. Podrás trabajar y ver crecer a tu hijo. Te ayudaré. Confía en mí». Agustín aceptó de inmediato la invitación de Borís. Sabía que Franco no tendría piedad con los comunistas y, si se quedaba, lo único que le esperaba era un pelotón de fusilamiento. Clotilde tendría que ceder.
Ella se quedó muy quieta escuchando los pequeños ruidos que hacía su marido al vestirse. Sabía que antes de irse pasaría por la habitación de Pablo para darle un beso al niño con mucho cuidado de no interrumpir su sueño.
Diez minutos más tarde, oyó el sonido de la puerta al cerrarse. ¿Cuándo regresaría? No se lo había dicho. Pero ella confiaba en que no le podía pasar nada malo puesto que era el chófer de Borís y este era un consejero militar, un hombre importante al que respetaban los jefes de los batallones formados por soldados del Partido Comunista. No, nadie permitiría que al ruso le pasara nada.
Esperó unos minutos para ponerse en pie. Las baldosas del suelo estaban heladas, pero no se molestó en ponerse las zapatillas, sino que entró en el pequeño cuarto de Pablo y le cogió en brazos para llevárselo a su cama. Aún podían dormir dos o tres horas más y sabía que a su hijo le reconfortaba sentir su abrazo.
Siete días después
¿Cuántos días habían pasado desde la marcha de Agustín? Los contó. Una semana. No había tenido ninguna noticia de él, pero no quería dejarse llevar por la inquietud, pues en otras ocasiones habían transcurrido semanas sin saber si estaba vivo o muerto. Pero ahora las tropas franquistas se hallaban cerca y algunos camaradas temían que Madrid pudiera caer.
Buscó con la mirada a su hijo, que, mientras ella dibujaba, estaba sentado jugando con tres soldaditos de plomo que habían sido de su padre. Pablo se había constipado y tenía fiebre además de tos. Ella quería que se quedara en la cama, pero el niño había insistido en levantarse. Miró la caricatura que empezaba a asomar en el papel y sonrió. La tarde anterior había logrado que en el ABC le compraran tres caricaturas firmadas con el seudónimo de Asteroide.
Estaba ensimismada en sus pensamientos cuando el sonido del timbre de la casa la sobresaltó.
Abrió la puerta y allí estaba Borís Petrov.
—He venido a por Pablo —dijo por todo saludo.
Ella se apartó para dejarle pasar. Aquel hombre la intimidaba, pero aun así no iba a entregarle a su hijo.
—Pasa… Pablo está resfriado y con fiebre. ¿Quieres una taza de malta?
—No. Tenemos que marcharnos ya. Prepárale algo de ropa. Ah, y felicidades, son muy buenas las caricaturas que has hecho de los fascistas para los carteles que se han distribuido por todo Madrid.
Ella ignoró la felicitación. Quizá en otro momento se habría sentido orgullosa, pero no cuando aquel hombre quería arrebatarle a su hijo.
—Agustín tendría que haberte dicho que Pablo se queda aquí, con nosotros.
Se midieron con la mirada y ella supo que no iba a ganar esa batalla.
—Me lo llevo, es lo que Agustín quiere, lo que me ha pedido y lo mejor para el niño. Es difícil para ti, lo sé. Pero lo verás muy pronto. Vendréis a Leningrado. Es lo que tu marido quiere.
Clotilde sintió que la rabia le recorría el cuerpo entero. Ella no contaba. Se haría lo que decía Agustín. Pero aun así se resistió.
—No estoy de acuerdo. Aunque perdamos la guerra, yo no me quiero ir de España… ¿Qué vamos a hacer nosotros en tu país?
—Vivir. Si os quedáis, os matarán. Los dos sois miembros del Partido. Las guerras son así: el que gana lo gana todo, el que pierde lo pierde todo.
Clotilde lo miró fijamente haciendo un último esfuerzo por retener a Pablo.
—Pues si tenemos que irnos, lo haremos los tres juntos. No es necesario que Pablo se vaya ahora contigo.
—Tengo prisa, Clotilde. No he venido a discutir sino a hacer un favor a un camarada, a tu marido. Me llevo al niño. Estará bien. A mi esposa le gustan los niños. Anya le cuidará.
—Pablo no necesita los cuidados de nadie… Me tiene a mí, que soy su madre.
—No lo hagas más difícil, Clotilde, no querría llevarme al niño sin que te despidas de él. Mete su ropa en una maleta. No tengo tiempo que perder.
—¿Y Agustín? ¿Por qué no está contigo?
—Porque yo me marcho y él se queda; los camaradas le han enviado al frente a luchar.
—Pero ¿adónde? —preguntó nerviosa.
—Eso es secreto militar. Prepara de una vez a tu hijo. —El tono de voz de Borís se había endurecido aún más.
Ella bajó la cabeza y, llorando, entró en el cuarto de Pablo. Buscó en el armario la ropa de más abrigo y la fue doblando despacio intentando alargar un tiempo del que Borís decía no disponer. Pablo la había seguido a la habitación y la miraba con los ojos muy abiertos sin comprender qué pasaba.
—Hijo, te vas a ir con el tío Borís… ya te lo dije… pero no debes tener miedo, tu padre y yo iremos muy pronto contigo.
El niño comenzó a llorar; al principio en silencio, pero luego acompañó las lágrimas con palabras entrecortadas: «No me quiero ir, mamá»… «no me dejes», «quiero estar con papá y contigo»… «no me he portado mal»… «te prometo que seré bueno»…
La voz cargada de angustia de su hijo le dio fuerzas para regresar a la sala y enfrentarse con Borís.
—No, no te lo llevas. Ya hablaré yo con Agustín cuando vuelva del frente.
—No lo entiendes, Clotilde… Sois comunistas y Franco no os perdonará. En la guerra no hay piedad para los perdedores.
—Eso será en Rusia, aquí… ya veremos.
Borís la miró con desdén. La sabía bienintencionada, pero sin criterio para ponderar lo que pasaba.
—No voy a discutir contigo… Tengo que marcharme y cumpliré el compromiso que he adquirido con Agustín. Me llevo al niño.
Se dirigió a la habitación de Pablo y metió de forma desordenada en una maleta la ropa que Clotilde había dejado doblada sobre la cama. La cerró con un golpe seco y agarró de un brazo al niño tirando de él sin importarle sus sollozos.
—¡Que no! ¡Que no te lo llevas! ¡Deja a mi hijo! —gritó Clotilde intentando cerrarle el paso.
La empujó. Ella se tambaleó, pero logró no perder el equilibrio. El niño gritaba asustado sin que el hombre le prestara atención. Clotilde cogió una de las manos de su hijo, pero esta vez Borís Petrov la empujó con más fuerza y cayó al suelo. Cuando se puso en pie, el ruso ya estaba bajando la escalera con Pablo en brazos. Clotilde le siguió gritando hasta el portal, y casi le había alcanzado cuando Borís aceleró aún más el paso y se metió con el niño en un coche cerrando de inmediato la puerta. Clotilde quiso abrir la manija, pero el coche arrancó y se volvió a caer. Pudo ver como a través del cristal de la ventanilla asomaba el rostro de su hijo inundado por las lágrimas, moviendo las manos con desesperación. Ella se puso en pie y corrió detrás del coche sin atender a lo que sucedía a su alrededor. Ni siquiera sabía si le salían las palabras, pero en sus labios no dejaba de formarse el nombre de su hijo: «¡Pablo!», «¡Pablo!», «¡Pablo!».
Alguien la sujetó impidiéndole seguir corriendo detrás de aquel coche negro que ya se había perdido en la inmensidad de la ciudad. No era capaz de escuchar ninguna palabra, ningún ruido, nada. Quiso zafarse de quien la sujetaba para intentar correr detrás del coche, pero aquellas manos se lo impidieron. Se volvió dispuesta a defenderse dando patadas al desconocido que la retenía, hasta que recibió una bofetada. Luego alcanzó a oír algo así como: «Está loca, hay que detenerla». Volvió a forcejear y logró soltarse mordiendo la mano del desconocido que la retenía, pero fue inútil. Peleó hasta que se dio por vencida.
Una hora después…
Su madre le había puesto una compresa de agua fría sobre la frente y la había obligado a tumbarse en la cama. Escuchó la voz de su padre agradeciendo a un vecino que los hubiese avisado. «Se pondrá bien… Clotilde es fuerte… Sí, ahora vamos a llamar al médico».
Regresó a la habitación de su hija y se quedó mirándola desde la puerta.
—Te ha podido pillar un coche… Si ese hombre no te hubiese detenido, ahora podrías estar muerta —dijo su padre con un timbre de voz impregnado en tristeza.
Clotilde intentó incorporarse, pero su madre no se lo permitió.
—Tranquila, hija… Lo importante es que no te ha pasado nada. Tu padre avisará a don Andrés, te dará algo para que descanses.
—No llaméis al médico… —suplicó Clotilde.
—Es mejor que te vea. Confía en nosotros —insistió su madre.
—¡Se lo ha llevado… Borís se ha llevado a Pablo… a Rusia! —Y las lágrimas arrasaron su rostro.
—¿El ruso ese al que Agustín le hace de chófer? —preguntó su padre, alarmado.
—Sí… Borís Petrov. Dice que vamos a perder la guerra. Agustín le ha pedido que salve a Pablo… y quiere que nosotros también vayamos a Rusia… Allí habrá trabajo.
Sus padres se miraron y en ese gesto solo se percibía desolación.
—Iré a buscar a Pablo. ¿Dónde está ahora ese Borís Petrov?
—No lo sé. Agustín nunca me ha dicho dónde vive, pero la gente del Partido debe de saberlo… Tengo el número de un camarada que es el que se ha encargado de la intendencia de los consejeros militares soviéticos.
Sus padres, don Pedro y doña Dolores, cruzaron una mirada que delataba preocupación. No necesitaban palabras para saber lo que en aquel momento pensaban.
—Podríamos llamar a Matilde, la madre de Agustín, a lo mejor ella puede ayudarnos —propuso Dolores.
—Ya sabes que Agustín y su madre no se llevan muy bien, ella es muy beata —respondió Clotilde.
—Pero es su madre —insistió Dolores.
—Creo que es mejor intentarlo con alguno de los amigos de Agustín.
Fue su madre la que buscó en el bolso de Clotilde su agenda.
—Se llama Juan Rodríguez, es un buen amigo.
Su padre cogió la agenda y salió al pasillo donde se encontraba el teléfono, un privilegio que se debía al trabajo de Agustín con los soviéticos. Marcó el número y respondió la voz amable de una mujer.
—Soy Pedro Sanz, el suegro de Agustín López. ¿Puedo hablar con Juan Rodríguez?
—No está por aquí, pero no tardará en volver. ¿Qué quiere que le diga? —respondió la mujer.
—Que llame a casa de Agustín López. —Y colgó.
Cuando regresó a la habitación, madre e hija estaban discutiendo.
—Que ya estoy mejor… déjame levantarme… y nada de llamar a don Andrés… es muy amigo de papá, pero siempre que se le llama cobra la visita.
—Si está mejor, que se levante —sugirió el padre.
—Pero ¿no ves cómo está? —protestó su madre mientras obligaba a su hija a recostarse en la almohada.
—No tiene nada roto… —concluyó él—. Ese Juan Rodríguez no estaba, pero le he dejado recado de que llame aquí. Habrá que esperar.
—¿Y si no llama? —El terror asomaba en la voz de Clotilde.
—¿Y por qué no va a llamar? —Fue la respuesta de su padre.
—Pues… no sé. Juan es un hombre muy ocupado… siempre está con los rusos… se ocupa de ellos… —le explicó su hija.
Pedro Sanz contuvo un suspiro. Los soviéticos. Como evitaba discutir con su yerno y su hija, nunca les dijo que pensaba que podrían haber hecho más. Claro que ese mismo reproche se lo hacía a franceses y británicos. No habían movido un dedo por la República. Si los hubiesen ayudado… Pero no era momento de pensar en eso cuando el tal Borís Petrov se había llevado a su nieto.
—Tu marido… tu marido no debería haber pedido al ruso que se llevara al niño. —Su madre hablaba con un deje de rencor.
—Agustín cree que es lo mejor para Pablo —le defendió Clotilde.
—Ya, entonces ¿qué quieres que hagamos? ¿Buscamos a Pablo o no hacemos nada y nos parece bien la decisión de tu marido? Las dos cosas no pueden ser, hija —le reprochó su padre.
Clotilde cerró los ojos para evitar la respuesta. Sí, la culpa era de Agustín, que siempre imponía su voluntad sin tener en cuenta lo que ella pudiera pensar. Pero él era así, no atendía a más razones que a las suyas.
El timbre del teléfono rasgó el silencio que se había instalado entre ellos. Su padre salió al pasillo. Su madre y ella permanecieron atentas a los retazos de la conversación que les llegaba. Cuando regresó al cuarto, los ojos le brillaban con algo parecido a la indignación.
—Ese Juan Rodríguez es de armas tomar… Dice que no puede darme información sobre Borís Petrov y que Agustín ha tomado una buena decisión mandando a Pablo a la Unión Soviética. Incluso se ha atrevido a reprocharte que no le hubieras mandado antes —dijo mirando a su hija.
Habían perdido. A Juan Rodríguez tanto le daba la angustia de Clotilde; «cosas de mujeres», había dicho, y que lo importante era «salvar al niño. En la Unión Soviética le cuidarán y podrá crecer sin soportar la bota de los fascistas».
Clotilde reanudó el llanto con más fuerza mientras su madre, indignada por la situación, empezó a culpar a Agustín de lo sucedido y a reprochar a su hija haberse casado «con ese hombre que lo único que te ha traído son desgracias».
Ella le defendió. Estaba dividida entre la lealtad al marido y el amor al hijo. Su padre cortó la perorata de su esposa.
—Calla, Dolores, no angusties más a la niña. Lo hecho, hecho está.
—¿O sea que debemos conformarnos con que Agustín haya decidido mandar al niño a Rusia? Es nuestro nieto, Pedro, nuestro único nieto —protestó ella.
—¿Crees que no me preocupa? Pero ahora se trata de ver qué se puede hacer. Al ruso no le habrá dado tiempo de dejar Madrid, tenemos que encontrarle. Claro que si pudiéramos hablar con Agustín, le exigiría que se retractara de su decisión. —Pedro Sanz se llevó la mano a la frente frunciendo el ceño. Su angustia no era menor que la de su esposa y su hija. No sabía qué podía hacer.
—Niña, además de ese Juan Rodríguez, tiene que haber otros que sepan dar con Agustín —dijo su madre mirándola.
—Tiene muchos camaradas, pero yo no los conozco a todos. Hay uno que está en la checa de San Lorenzo… Antonio… es muy amigo de Agustín, alguna vez ha venido a casa —respondió Clotilde.
Su padre se estremeció al tiempo que apretaba los labios en un rictus de amargura. Él era azañista y maldecía cada día a los sublevados contra la República, pero ningún hombre de bien podía aceptar lo que sucedía en las checas. Sus amigos le pedían que fuera cauto y no se manifestara en contra, porque cualquier comentario sobre las checas podía provocar la ruina de quien se atreviera a criticar lo que ahí hacían.
—Pedro, ¿por qué no te acercas a San Lorenzo? —le sugirió su esposa.
—¡Que vaya a ese lugar! No sabes lo que estás diciendo, Dolores. De ninguna de las maneras. ¿Cómo voy a entrar en una checa?
—¡Pero a ti no te van a hacer nada! Tú eres republicano, te has mantenido fiel a la República —protestó ella.
—Eso, soy republicano y azañista. ¿Y quién hace caso a don Manuel? ¿No ves, mujer, que cada día pinta menos, que no le hacen caso ni los suyos?
—Tú no eres un fascista; por tanto, nada te puede pasar si vas a la checa —le interrumpió su hija.
—Niña, yo… no me fío de tus camaradas… Ya sabes lo que pasa en las checas.
—A los fascistas… pero a ti… padre, por favor, inténtalo —le suplicó Clotilde.
—No, no voy a ir a la checa de San Lorenzo. Podemos llamar y preguntar por ese Antonio y pedirle que nos diga cómo avisar a tu marido.
Tenía miedo. No quería admitirlo ante su esposa y su hija. No cabía engañarse sobre lo que pasaba en las checas, donde se practicaba la tortura y el terror. Precisamente porque no era fascista, no compartía los métodos brutales de algunos de los que decían actuar en nombre del pueblo.
Pedro Sanz bajó la cabeza. Sentía como una losa sobre el alma las miradas suplicantes de su esposa y su hija.
No era un cobarde, pero no podía evitar tener miedo. Sabía que muchos de los que estaban detenidos en las checas no salían de allí con vida. Pensar en lo que ocurría allí dentro le hacía temblar. No, no iría a la checa de San Lorenzo a preguntar por el tal Antonio. Por muy azañista que fuera, la gente de las izquierdas desconfiaba de los hombres de traje y corbata como él.
—¿Tienes el teléfono de ese Antonio? —preguntó a su hija.
—No… yo no lo tengo… Agustín lo tiene apuntado en su agenda, pero siempre la lleva encima.
—Pedro… —Su esposa iba a insistir, pero la mirada de su marido la obligó a callar.
El viaje de Pablo
El coche negro se había adentrado en la llanura que aparecía envuelta por un manto de lluvia. El conductor mantenía la mirada atenta en la carretera, aunque de vez en cuando echaba un vistazo al ruso y al niño por el retrovisor. Llevaban tres horas de camino y el pequeño no había dejado de llorar, sin embargo, desde hacía un buen rato sus sollozos se habían ido apagando convirtiéndose en suspiros.
—Camarada, va a ser complicado que podamos llegar —dijo sin esperar que el ruso le respondiera.
—Llegaremos, Paco. —Fue todo lo que dijo Borís Petrov mientras aspiraba el humo de un cigarrillo.
—Pues yo no creo que vaya a ser fácil —insistió el conductor—. Por esta zona hay mucho fascista.
Borís Petrov no contestó. Los informes de inteligencia afirmaban que podrían llegar hasta el sur, hasta un puerto del Levante almeriense desde donde un barco los llevaría a Orán, en Argelia. Era más seguro que intentar salir desde Alicante o Cartagena. Pero sobre todo más discreto. Llevaba documentos para el Kremlin en los que uno de los miembros del consejo militar, el camarada Kuzma Kachanov, explicaba con todo detalle el devenir de la guerra en España. Sus previsiones no eran optimistas, aunque el lenguaje empleado disimulaba esta conclusión por temor a que el informe terminara en el despacho de Stalin, provocando la ira del todopoderoso secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética.
Una hora más tarde pararon a repostar en un pueblo que sabían leal a la República. Unos camaradas les dieron algo de beber, alertándolos de que se desviaran de la carretera porque unos kilómetros más adelante «hay lío», dijo uno de ellos. No se entretuvieron por más que a Paco, el chófer, le habría gustado disponer de más tiempo para estirar las piernas y echar un trago de la bota de vino que le ofrecía una mujer. Pero una mirada de Petrov fue suficiente para que Paco no se atreviera a beber, aunque aceptó el trozo de pan con tocino que la mujer le acercó diciéndole que era «para el chaval».