La campana de cristal (Edición limitada)

Sylvia Plath

Fragmento

cap-0

UNA TERAPIA DE CHOQUE

El 19 de junio de 1953 es una fecha marcada en los anales de la crónica negra estadounidense, la Guerra Fría y el macarthismo. Poco después de las ocho de la tarde, la prisión neoyorquina de Sing Sing —pionera en el uso de la silla eléctrica, que, en agosto de 1890, vivió su estreno mundial como método de ajusticiamiento en dichas instalaciones— cumplió la orden de electrocutar al matrimonio de los Rosenberg, acusado de haber revelado secretos sobre la bomba atómica a los servicios soviéticos. El juicio se había iniciado dos años antes y, desde el principio, estuvo rodeado de polémica. Los datos que podían haber filtrado no eran de gran valor y las pruebas, en todo caso, nunca fueron muy sólidas —sobre todo en lo que se refería a la complicidad de la mujer, cuya imputación se dio por hecho que buscaba forzar delaciones—, pero había sed de venganza por las bajas en la guerra de Corea y nada pudo hacer la defensa para salvar a Julius e Ethel de la muerte que más aterra a Esther, la protagonista y alter-ego de Sylvia Plath en La campana de Cristal, que comienza con las siguientes líneas:

Fue un verano raro, tórrido, el verano en que electrocutaron a los Rosenberg, y yo no sabía qué había ido a hacer a Nueva York. Soy estúpida con esto de las ejecuciones. La idea de que te puedan electrocutar me asquea, y en los periódicos no se leía otra cosa: los titulares desencajados me acechaban desde todas las esquinas por la calle y en todas las bocas del metro hediondas, con un tufo rancio a cacahuetes. No tenía nada que ver conmigo, pero no me quitaba de la cabeza qué se sentiría, cuando te queman viva por dentro.

Creía que debía de ser lo peor del mundo.

El arranque de la novela nos sitúa en un lugar, un tiempo y un clima opresivo muy concretos a través de sus alusiones al caso de los Rosenberg. La narradora se recuerda obsesionada con los titulares que monopolizaron los periódicos de aquel verano del 53, incapaz de quitarse de la cabeza «qué se sentiría, cuando te queman viva por dentro», y esta fijación es prácticamente una profecía, porque, durante su internamiento psiquiátrico en la segunda mitad del libro, Esther vivirá una experiencia asimilable a la de Ethel Rosenberg. Después de todo, como cualquier paciente que se haya sometido a una terapia de electroshocks, la presunta espía supo lo que se siente al ser quemada por dentro en repetidas ocasiones. Julius murió a la primera descarga, pero, según atestiguan las crónicas de la época, ella soportó los altos voltajes en al menos tres ocasiones. Tan menuda, parecía fácil de matar, pero la colocación de los electrodos no fue la correcta.> A pesar de que hubo un experto en electroterapia, es decir, un experto en histéricas, en el comité que diseñó el prototipo de la silla eléctrica a finales del siglo XIX, esta, como tantas otras cosas, no estaba hecha a la medida de una mujer y falló en su cometido de proveer a Ethel de una muerte «más humana» que la de los métodos que la precedieron. Por no poder, ni siquiera pudo asegurarle un trato igual de justo que el que recibió su marido. Fue condenada con menos pruebas y ejecutada con mayor violencia.

A poco que nos adentremos en sus posibles significados, el caso de los Rosenberg se revela como un punto de partida excelente para descifrar La campana de cristal y, teniendo en cuenta el carácter autobiográfico de la novela, las batallas internas que marcaron la vida de Sylvia Plath y gran parte de su obra. Para empezar, nos ofrece un ejemplo de lo más foucaultiano sobre las conexiones que se dan entre el sistema médico-psiquiátrico y el jurídico-punitivo. Al contraponer las historias de Ethel y Esther, la silla eléctrica y la máquina de electroshocks, La campana de cristal sitúa a la condenada a muerte y a la maniacodepresiva en los dos extremos de una misma línea continua e insinúa paralelismos entre las torturas a las que ambas fueron sometidas. Sin querer adelantar acontecimientos, los médicos masculinos no salen bien parados en esta novela. Se subraya el trato frío y deshumanizante al que someten a sus pacientes, ya sea en el paritorio o en el psiquiátrico, donde los cuerpos de las mujeres son exhibidos e invadidos como si el objetivo fuera subrayar su falta de autonomía, recordarles que no se pertenecen a sí mismas. Por otro lado, la mención al caso de los Rosenberg introduce una dimensión política en esta historia de marcado carácter autobiográfico, obligándonos a leer este relato sobre la depresión de Sylvia Plath, tantas veces narrada y espectacularizada como el drama individual de la poeta maldita, como la manifestación de algo que no se puede reducir a lo anecdótico porque es estructural y es colectivo. A estas alturas, resulta difícil, si no imposible, pensar en nuestra autora sin pensar en su suicidio —el abandono de Ted Hughes, el frío londinense, los niños encerrados en su cuarto, la cabeza metida en el horno…—, pero no es lo mismo aproximarse a la obra de una autora a través de su biografía porque esta se ha vuelto un fetiche que hacerlo porque su biografía se revela como el marco epistemológico ideal para entender todo un contexto histórico.

Si algo deja claro La campana de cristal es que la crisis mental que sufre su protagonista obedece a presiones sociales y culturales muy precisas. Esther enferma porque es mujer, o porque la quieren mujer, solo mujer, cuando ella quiere ser muchas más cosas. Envidia y busca la feminidad llena de glamur que encarnan sus colegas de la revista para señoritas donde la han becado, pero sus planes de futuro no pasan por la academia de secretarias sino por el taller literario. Sueña con el matrimonio y la maternidad, pero teme que sean el final del trayecto, el pozo oscuro que ya engulló a su madre, quien encarna un modelo que le resulta tan insatisfactorio como el de las académicas solteronas que pululan por el campus de su universidad de élite. ¿Acaso han de ser incompatibles el amor y el éxito profesional? Caracterizándola con cierta malicia, nuestra protagonista parece querer hornear bizcochos con una mano y escribir versos con la otra, sin renunciar a nada, pero es que, ¿por qué tendría que hacerlo? A su alrededor, los hombres se comen su tarta y la conservan, tienen fama y familia, carrera e hijos. Ella solo pide un trato equitativo. Lo da por hecho, más bien. Hasta que la realidad la confronta con la diferencia —con su diferencia— a través de la doble vara de medir que esgrimen su madre y su novio en lo que respecta a la sexualidad, y es entonces cuando llegan el desencanto y la caída en los infiernos.

Como novela de formación que es, La campana de cristal relata el paso de la adolescencia a la juventud de su protagonista, su pérdida de la inocencia y, en este caso, dicha pérdida está muy ligada al descubrimiento de que, como insinuaba el desigual destino de los Rosenberg, la democracia se asienta sobre un doble rasero que se esfuerza en pasar desapercibido. A medida que avanzan las páginas, Esther comprende que no es solo la silla eléctrica la que no está hecha a su medida, que hay correas que siempre le quedarán más holgadas o estrechas —sobre todo más estrechas— que a un hombre, y es aquí, en esta equivalencia que traza Sylvia Plath entre adquirir conciencia sobre el patriarcado y acceder a la edad adulta, donde el texto trasciende los exotismos estéticos de los años cinc

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