El amante lesbiano

José Luis Sampedro

Fragmento

cap-1

LA VIVENCIA

¿Qué es esto? ¿Dónde estoy?… No conozco este lugar. ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Qué dirección le habré dado al taxista? Pues sin duda tomé un taxi al salir de la consulta, como siempre. Estaba contento, después de acudir tan preocupado por mi dolor del pecho, más frecuente estos últimos días. Sí, entré temiendo que me hospitalizaran, pero fue lo contrario. El electro resultó como siempre. El doctor Navarro me dejó tranquilo; me acompañó hasta la puerta, me despidió sonriente: «Hasta el día 21.» Bajé en el ascensor. El pavimento del vestíbulo siempre resbaladizo; menos mal que el portero estaba allí… Pero después, nada: un vacío y verme en este lugar… ¡Qué grande! Me recuerda el museo de Orsay o una gran estación central, con gente yendo y viniendo. ¿Será ese parque inaugurado hace poco? Centro de congresos, exposiciones y todo eso… ¡Qué altura de techo! Ni lo veo; lo oculta como una nube luminosa. El estilo de ahora, deslumbrar, pero es agradable, parece dar la bienvenida. Sin duda el taxista me entendió mal, ahora traerá aquí a mucho curioso… ¿Qué más da? No tengo nada que hacer, mi tiempo es mío, y me siento bien, el doctor Navarro me ha dado ánimo. Además tengo el mejor síntoma: mi bienestar como nunca, una levedad del cuerpo, libre de peso, da gusto. Influye también el buen tiempo, este aire y esta luz; invitan a pasear. Acacias ¡gran idea plantarlas!, estaban desapareciendo estos árboles tan madrileños, con su flor blanca en primavera. Y este suelo como una alfombra, césped artificial, seguro, inventos modernos, pero estos arbolitos como los de mi barrio, esta calle como la mía… ¡Y ese cine! ¡Esa película! Uno de arte y ensayo, claro, anunciando El ángel azul, nada menos, vendré a verla, Marlene cantando, bien plantada, brazos en jarras, imperiosa, aquella voz grave, tentadora, su fabuloso muslo en primer plano, lo imitó Silvana Mangano en Arroz amargo, pero no llegó a tanto, ¿o sería mi adolescencia deslumbrada por la carne de Marlene?… ¡Qué suerte equivocarme con el taxista! Así he descubierto este cine, hay que bajar escaleras, como en la sala Pleyel a la entrada de la calle Mayor. Volveré a este nuevo parque, cada vez me siento más a gusto, ni siquiera me roza ya la dentadura, me molestaba estos días… Lo sorprendente es la luz, antes no veía el techo, ahora no veo las nubes, la luminosidad lo cubre todo, color gaseoso y variable, más bien azul cuando llegué, ahora virando al verde, tan suave, todo sosiego, y este oportuno banco, sentarme y respirar. ¡Esto es vida!… La inolvidable Marlene, aquella imagen suya para siempre, sentada en su alto escenario, una pierna extendida, la otra replegada y abarcada por los brazos desnudos, la media negra y el tirante del liguero, contraste con el muslo blanquísimo, tierno y poderoso, esclavizando al profesor Unrat, haciéndole cacarear grotescamente. Sus alumnos acudiendo a reírse de él, a despreciarle, yo entonces también me reía, ahora envidio a aquel viejo, bebiendo hasta su final la copa de la vida, en deliciosa degradación… La Vida… ¡Tantos mueren sin probarla! Esa gente que veo pasar, incluso los ufanos en su coche, no digamos los viajeros del tranvía… ¡Dudo de mis ojos: ha pasado uno sobre sus raíles! Amarillo, tintineando, el conductor hace sonar el timbre pisando una palanquita. ¡Increíble, yo creía que los habían suprimido! Me vuelve a mi juventud, otra alegría en este lugar. Y un espectáculo esa bóveda luminosa, ahora verde con estrías doradas, mechas en hermosa cabellera, como en las discotecas de luces psicodélicas, aquí en mayor escala y más suave armonía. ¿Acaso un techo colosal cubre todo este recinto? No imaginé algo tan extraordinario cuando la noticia de su inauguración…

¿Cuánto tiempo llevo aquí? Imposible saberlo: mi reloj se ha parado. Inexplicable, venía funcionando bien, lo llevaré a componer, pero llegué hace rato, ¡cómo han pasado las horas! Seguro es más de mediodía, ¿cómo no siento hambre? Sólo viva curiosidad, y sensación creciente de haber estado antes aquí, de conocer ya este lugar, ¡imposible!… Sin embargo no me siento ajeno, acepto tanta técnica sin rechazo, la sorprendente luz, el tranvía inesperado, hasta la calle y los transeúntes me resultan casi familiares… Lo extraño no me inquieta, ¿por qué habría de inquietarme sintiéndome tan bien, tan seguro? No importa que me atraviesen ráfagas de recuerdos imprecisos, como las rayas doradas en la luz. ¿Invento ahora memorias difusas? ¿Acaso cabe crear recuerdos? ¡Sería como inventar hoy el ayer: un tiempo reversible! Pero claro que se inventa, a veces nos convencemos de haber sucedido lo que no pasó o, al revés, de que no ocurrió lo que vivimos, pero eso es el olvido, aunque hay varios olvidos como hay memorias diversas. Ahora mismo me asedian dos distintas: una obsesionada con El ángel azul, el que me deslumbró hace medio siglo, la otra con algo más oscuro pero acuciante… ¿De dónde ha surgido ésta? ¿Qué quiere recordarme? ¿Acaso algún quehacer pendiente? ¿Entonces no me equivoqué con el taxista? ¿Vine aquí a sabiendas? ¿A qué? No, no lo sé, me esfuerzo en vano por recordar mejor, hasta la luz arriba se ha vuelto más oscura, pero esa incertidumbre no me altera, mi bienestar no declina, tan anclado como el tiempo en mi reloj inmóvil.

Ha pasado otro tranvía, ha variado el color de la luz y sigo en mi paz, acomodado en el aire que me envuelve, sin más. El sol no ha aparecido, tampoco hay nubes y no puedo suponer una techumbre cubriendo la calle. ¿O sí? Me resulta curioso, difícil de explicar incluso, pero no me hace cavilar. No, tampoco perturba mi ánimo este flotar sobre lo nunca visto y sin embargo a veces recordado, como me ocurre con ese bar de enfrente, Cafetería Veracruz. El nombre no me dice nada, pero su situación en la esquina, la puerta en el chaflán, la disposición de las ventanas y, sobre todo, la lámpara colgada del techo… Todo parece encajar con una vivencia anterior. Para comprobarlo me levanto, cruzo la calle y entro en el local. Sí, recuerdo esa lámpara, pero la barra no estaba en ese lado, no me pregunto cómo lo sé sino que avanzo hacia ella y pido un café a la camarera. ¿Acaso también conocida y por eso me dirige esa mirada? Me sirve y le pregunto el importe. Me contesta extrañada:

—Nada… ¿No sabe usted que está todo incluido?

—¿Cómo que está incluido?

—En su entrada al recinto.

—No comprendo. Yo no he pagado entrada.

—Alguien habrá pagado por usted… Su familia, algún amigo…

—No imagino quién. Vivo solo.

—A veces alguien piensa en nosotros y no lo sabemos —me habla lentamente—. En todo caso yo no le puedo cobrar.

Su voz es cordial, pero concluyente. Temo llamar la atención y, tras darle las gracias, me concentro en saborear el café, desde luego excelente, mientras ella atiende a otros. Esa sorpresa de descubrirme invitado en este lugar, sin saberlo, reaviva mi impresión de haber venido aquí por algún motivo, como se me ocurrió hace poco, quizás citado con alguien. Y estimulada así mi memoria oscura me devuelve otro recuerdo: el de un bar como éste, más bien una tasca de mi tiempo, llamada Casa Velázquez, cuyo nombre me lo aclara todo: las iniciales son las mismas que las de esta Cafetería Veracruz. El local es aquél y la lámpara ha sobrevivido a otras reformas… En fin, he vuelto a donde estuve y, ya con esa c

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