Monte Sinaí

José Luis Sampedro

Fragmento

cap

«¿Todo esto para mí solo?»

Se me ocurrió de golpe al detenerse mi silla de ruedas a la entrada de la habitación y comprender que había llegado a mi destino. A la vista de cuanto me esperaba recordé esas palabras y a quien las pronunció hace dos siglos: la marquesa de Bainvilliers, dama de la reina María Antonieta de Francia, comprometida en el escándalo del Collar de la Reina. ¡Pobre marquesa! De todos los complicados en el asunto fue la única aristócrata a quien los esbirros aplicaron el tormento del agua, valiéndose de un gran embudo ajustable a la boca de los reos para hacerles tragar grandes cubos de líquido. Fue al verlos, desde la puerta de la sala de torturas, cuando a la infeliz le salió del alma aquel grito, tanto de asombro como de terror.

Lo que a mí me aguardaba no eran tales cubos, ni la tabla inclinada a la que ataban a los reos, pero sí una formidable acumulación de aparatos y pantallas rodeando a una cama articulada y enlazados entre sí por una embrollada red de tubos y cables. Las pantallas se alineaban en la pared, suspendidas por encima de la cabecera de la cama, quedando invisibles para la persona yacente, que tampoco tenía acceso a una consolita metálica con mandos y diales. Todo un complejo técnico a la espera de capturarme, como una araña en su tela o los pétalos de una flor carnívora. Se esfumó la marquesa, con su rudimentaria tortura y me vino a la imaginación el laboratorio de Metrópolis, la antigua película de Fritz Lang, donde el muñeco mecánico —entonces no se decía «robot»— era convertido en la hermosa Brigitte Helm, protagonista del filme. Esa evocación transformó mi asombro en una curiosidad comparable a la vivida cuando presencié ávidamente la película en el cine Alkazar de Tánger, aquel gran barracón de chapa ondulada donde los chicos nos embriagábamos con sueños de celuloide. Ahora, veinte días después de mi ingreso en la Unidad de Vigilancia Intensiva de Cardiología del neoyorquino hospital Mount Sinaï recuerdo con claridad y extrañeza mi despreocupación ante lo que pudiera sucederme. Asombro y curiosidad sí, pero ninguna inquietud, como si el seriamente enfermo no fuese yo. Y eso a pesar de que previamente mi recorrido hospitalario en la silla de ruedas que me recogió del taxi había sido un laberíntico recorrido a lo largo de sucesivos corredores, bajando varios pisos en un ascensor para ascender luego en otro, cruzándome con camillas ocupadas, atravesando recintos con enfermos en espera de atención médica y leyendo letreros alusivos a terapias o enfermedades. Si hubieran querido desorientarme tras haberme capturado no hubieran hallado mejor escondite que aquel dédalo de pasillos, salas y galerías entrevistas por donde era absorbido, cada vez más adentro, mi corazón enfermo hacia el secreto de la pirámide, hacia la más escondida cripta de los faraones embalsamados. Mi enfermo corazón, cuyas arritmias, soplos y desaforadas distonías habían alarmado a nuestro médico de cabecera hasta el punto de apresurar mi hospitalización. Mi hija, caminando al lado de mi vehículo, compartía esos temores, pero en cambio mi estado de ánimo durante la travesía, bajo las luces subterráneas de neón, era ajeno a toda inquietud y se remansaba en una sosegada curiosidad. Ni siquiera la idea de que a ella le costaba trabajo disimular —se me ocurrió alguna vez, lo recuerdo muy bien— despertó en mí el menor desasosiego. «Debo de estar muy débil», recuerdo haber pensado, mientras seguía dejándome llevar: «Dejándome llevar», ésa es la más cabal expresión de mi indiferente desasimiento en aquellos instantes.

Ahora, devuelto a la casa de mi hija, aunque todavía con un catéter permanente inserto en mi vena subclavia derecha, sigo sin comprender aquella actitud mía, pues la debilidad tras varios días con fiebre no es una explicación suficiente. Mi distanciamiento no era incompatible —de ahí mi asombro ahora— con la certeza de que al adentrarme en la pirámide traspasaba una frontera, avanzando hacia un mundo desconocido, sombrío y lleno de riesgos. «¿Saldré de él con vida?», me pregunté alguna vez, pero como si la cosa no fuera conmigo, y a la curiosidad por mi futuro inmediato se añadía la sorpresa ante mi insensibilidad y mi falta de reacción. Más aún, en muchos trances anteriores de mi vida procuré siempre interpretarlos y comprenderlos, analizando sus efectos en mí para hacerlos míos e integrarme mejor en ellos. En cambio durante aquel extraño viaje, tan súbitamente emprendido, yo mismo me resultaba ajeno y luego, una vez instalado en la UVI, tampoco me dediqué a mis acostumbradas anotaciones, pese a no sufrir dolores ni pérdidas de conciencia. Era como si ese otro yo, con quien a veces siento vivir emparejado, el escritor, se hubiese disociado de mi ser enfermo.

Fue en la otra habitación, ya fuera de la UVI, a la que me trasladaron tres días más tarde, cuando comencé a usar mi libretita habitual para algunas anotaciones pour mémoire. Y es ahora, cada día más próximo a mi normalidad (o a una nueva normalidad, un nuevo estado, aún no lo sé) cuando empiezo sistemáticamente a narrarme a mí mismo lo vivido: la ascensión y descenso del sagrado Monte Sinaí en Nueva York. No quiero haber vivido esas semanas extramuros de mí sin averiguar qué han sido y dónde han sido, qué me han dado y quitado, qué han hecho de mí y adónde me han llevado. El «entremos más adentro en la espesura» de san Juan de la Cruz, que estampé como lema al frente de mi novela Octubre, Octubre, ha sido constante regla de mi vida y a estas alturas no voy a traicionarla. Estoy desconcertado, confuso entre ideas contradictorias, enredado en ellas como lo estuve allí entre tubos y cables y, como entonces, sin poder ver las pantallas reveladoras del tumulto en mi corazón. Sólo me aclararé y reconstruiré como lo hice siempre: escribiendo al impulso de la necesidad. No tanto la de mostrar mi mundo a los demás cuanto la de descubrírmelo a mí mismo, para vivir en total plenitud lo que voy viviendo. Y empiezo ahora mismo, ya instalado hogareñamente en la casa de mis hijos y nieto, porque mi memoria cada vez graba menos lo reciente aunque siga recordando tenaz lo muy pasado. Como sólo cuento con dispersas notas de los últimos días en el Sinaí, descendiendo ya su ladera, he de recuperar lo no escrito con la evocación cuanto antes de aquellas horas, adentrándome por mis galerías en busca de quien soy ahora y de la nueva región en donde estoy desembocando tras pasar la frontera. Lo mismo que durante el rococó francés se diseñaron mapas del pays de la tendresse para guiar a las damas (incluso a mi recordada Bainvilliers) en sus emociones y amoríos, así también quiero situarme y comprender el sentido profundo del penoso viaje monte a través.

Pues sin duda es un tránsito; es decir, una frontera. Eso sí lo tengo claro y así lo tuve siempre—superada mi primera indiferencia— durante todo mi continuo desconcierto. El norte de mi brújula interior me ha llevado a vivir en lo fronterizo y por eso identifiqué el Monte Sinaí como una divisoria, un hito en mi existencia, un golpe de timón en mi rumbo. Así como hay fronteras espaciales y conceptuales también las hay temporales y yo las he cruzado más de una vez a lo largo de mis andanzas hasta sentirme, después de cada una, en otra etapa de ese «hacerme lo que soy que es el vivir». Y, como en anteriores tránsit

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