Sula

Toni Morrison

Fragmento

En otro tiempo, en aquel lugar donde arrancaron de raíz las matas de beleño y de zarzamora para hacerle sitio al campo de golf de Medallion City, había un barrio. Ocupaba las colinas, por encima de la ciudad de Medallion —construida en el valle—, y se extendía hasta el río. Ahora, el lugar recibe el nombre de barrio residencial pero, cuando vivían allí los negros, lo llamaban el Fondo. Un camino sombreado de hayas, robles, arces y castaños lo unía al valle. Ahora las hayas han desaparecido, y también los perales a los que trepaban los niños para lanzar gritos entre los capullos de su copa a las gentes que pasaban. Se han asignado generosas partidas para el derribo de las destartaladas y descoloridas construcciones que se apiñan a lo largo de todo el camino que conduce de Medallion hasta el campo de golf. Demolerán el salón de billar del Uno y Medio, donde en otro tiempo pies calzados con puntiagudos zapatos de ante se inclinaban hacia el suelo apoyados en los barrotes de las sillas. Una bola de acero reducirá a polvo el Palacio de la Cosmetología de Irene, donde las mujeres reclinaban la cabeza sobre las bandejas de los lavacabezas y dormitaban mientras Irene les untaba el pelo con Nu Nile. Hombres con monos caqui desmantelarán los talones del Asador de Reba donde la propietaria cocinaba, tocada con su sombrero, porque sólo así conseguía recordar los ingredientes.

Ya no quedará nada del Fondo (el puente peatonal que cruzaba el río ya ha desaparecido), aunque tal vez sea mejor así, puesto que de todos modos no era una ciudad, sino sólo un barrio donde, en los días tranquilos, las gentes de las casas del valle a veces podían escuchar cantos, a veces algún banjo y, si un hombre del valle tenía que resolver casualmente algún asunto en esas colinas —el cobro de alquileres o de las primas del seguro—, quizá divisara a una mujer de piel oscura con un vestido floreado ejecutando unos pasos de cakewalk, dándose unos meneos, «tonteando un poco» al compás de las animadas notas de una armónica. Sus pies desnudos levantarían el polvo color azafrán, que revolotearía hasta depositarse sobre el mono y los zapatos abiertos por los juanetes del hombre que inhalaba y exhalaba música a través de la armónica. Los negros y negras que la miraban se reirían y se restregarían las rodillas y al hombre del valle le resultaría fácil escuchar la risa sin notar el sufrimiento adulto depositado en algún lugar bajo los párpados, en algún lugar bajo los deshilachados pañuelos y los sombreros de fieltro blando, en algún lugar de la palma de la mano, en algún lugar debajo de las solapas ajadas, en algún lugar de la curva del tendón. Tendría que situarse en el fondo de San Mateo el Mayor y dejar que la voz del tenor le vistiera de seda, o tocar las manos de los talladores de cucharas (que llevaban ocho años sin trabajar) y dejarse besar la piel por los dedos que bailaban sobre la madera. De no ser así, se le escaparía el dolor, a pesar de que la risa era parte del dolor.

Una risa como para sacudirse, como para darse palmadas en las rodillas y en los ojos húmedos, útil incluso para describir cómo habían llegado a encontrarse donde estaban.

Un chiste. Un chiste de negros. Así empezó todo. No la ciudad, evidentemente, sino esa parte de la ciudad en la que vivían los negros, la parte que llamaban el Fondo a pesar de que se encontraba en lo alto de las colinas. Sólo un chiste de negros. De esos que se cuentan los blancos cuando cierra la fábrica y quieren encontrar algún consuelo en alguna parte. De esos que cuentan los negros a su propia costa cuando no llega la lluvia, o cuando lleva semanas cayendo, y tratan de encontrar de algún modo algún mínimo consuelo.

Un buen granjero blanco le prometió la libertad y un trozo de terreno del Fondo a su esclavo a cambio de que cumpliera algunas tareas muy difíciles. Cuando el esclavo hubo terminado el trabajo, le pidió al granjero que cumpliese su parte del trato. La libertad fue cosa sencilla: al granjero no le importaba dársela. Pero no quería renunciar a ningún trozo de terreno. De modo que fue y le dijo al esclavo que sentía mucho tener que darle un terreno del valle, que habría querido darle un trozo del Fondo. El esclavo parpadeó y dijo que él siempre había creído que las tierras del valle eran tierras del Fondo. Pero el amo replicó:

—¡Oh, no! ¿Ves esas colinas? Ésas son tierras del Fondo, ricas y fértiles.

—Pero están en lo alto de las colinas —protestó el esclavo.

—En lo alto para nosotros —dijo el amo—, pero para Dios, que las contempla desde arriba, ése es el fondo. Por eso las llamamos así. El fondo del cielo, las mejores tierras que existen.

Así, el esclavo le insistió a su amo para que intentara conseguirle un terreno en esa parte. Lo prefería al valle. Y así se hizo. El negro obtuvo su terreno montañoso, donde uno se deslomaba para labrar los campos, donde la tierra se deslizaba ladera abajo arrastrando las semillas y donde el viento no paraba de soplar en todo el invierno.

Y ésa era la razón de que en esa pequeña ciudad ribereña de Ohio, los blancos viviesen en el fértil fondo del valle, mientras los negros poblaban las colinas que se elevaban sobre ella y encontraban un pobre consuelo en el hecho de poder mirar a los blancos, cada día, literalmente desde arriba.

Aun así, se estaba muy bien allí arriba, en el Fondo. A medida que fue creciendo la población y las tierras de labranza se convirtieron en un pueblo y el pueblo en una ciudad y el progreso volvió calurosas y polvorientas las calles de Medallion, daba gusto contemplar los frondosos árboles que resguardaban las chabolas en lo alto del Fondo. Y los cazadores que a veces subían hasta allí se preguntaban para sus adentros si el granjero blanco no habría dicho después de todo la verdad. A lo mejor, ése era el fondo del cielo.

Los negros no habrían estado de acuerdo, pero no tenían tiempo de pensar en ello. Estaban terriblemente preocupados con las cuestiones terrenas... y con los demás de su grupo, y en preguntarse, ya en 1920, qué había detrás de Shadrack, qué había detrás de esa niñita, Sula, que se hizo mujer en su ciudad, y qué había detrás de todos ellos, encaramados allí, en el Fondo.

1919

A excepción de la Segunda Guerra Mundial, nada impidió nunca la celebración del Día Nacional del Suicidio.

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