El público | Así que pasen cien años (Teatro completo 2)

Federico García Lorca

Fragmento

Prólogo: El teatro «imposible» de Lorca, por Miguel García-Posada

PRÓLOGO

El teatro «imposible» de Lorca

Miguel García-Posada

Entre 1930 y 1931 escribió García Lorca su obra dramática más audaz, cifrada en El público y Así que pasen cinco años. Fue éste un teatro bloqueado, que no pudo acceder a los circuitos comerciales, pero el autor era bien consciente de su significación, que excedía el mero experimentalismo o el tránsito accidental por determinadas zonas de la vanguardia escénica:

Yo en el teatro he seguido una trayectoria definida. Mis primeras comedias son irrepresentables. [...] En estas comedias imposibles está mi verdadero propósito. Pero para demostrar una personalidad y tener derecho al respeto he dado otras cosas.

La escritura de Poeta en Nueva York y las comedias «irrepresentables» nacen por los mismos años y en virtud de similares coordenadas estéticas. La honda crisis que padece toda la literatura europea al filo de los años treinta, se tradujo en nuestro autor en una profunda renovación que se asentó sobre los supuestos temáticos y estilísticos de su obra anterior. El poeta se apropiaba de la moral subversiva del surrealismo y aceptaba su invitación a las libertades imaginativas, pero se mantenía distante del automatismo verbal, la imagen arbitraria y la destrucción del arte que postulaba el movimiento surreal. Lorca intentó sin éxito estrenar estas piezas, y sólo al final de su vida, en 1936, consiguió que un grupo de aficionados, el Club Anfistora, que dirigía Pura Ucelay, comenzara a estrenar Así que pasen. Este grupo estrenó por un solo día, en abril de 1933, Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín, obra que había prohibido la dictadura de Primo de Rivera y que, en cierto modo, por sus planteamientos y por su destino, preludió a las obras «irrepresentables». El ciclo, en puridad, se había abierto en 1925 con los Diálogos, no destinados en un principio a la representación, aunque sean escenificables y, de hecho, han subido a los escenarios. En julio de ese año están fechados los dos diálogos que agregó al Poema del cante jondo, «Escena del teniente coronel de la Guardia Civil» y «Diálogo del Amargo», más «La doncella, el marinero y el estudiante» y «El paseo de Buster Keaton», que con «Quimera», destinado a publicarse en el tercer y nonato número de la revista Gallo, de Granada, integran aquellos tres que el autor dio por buenos, aunque también escribió otros: «Diálogo mudo de los cartujos», «Diálogo de los dos caracoles», etc. Se refería a ellos en julio del veinticinco, en carta a Melchor Fernández Almagro:

Hago unos diálogos extraños, profundísimos de puro superficiales. [...] Poesía pura. Desnuda. Creo que tienen un gran interés. Son más universales que el resto de mi obra.

Estos diálogos, con los que el autor pensó en hacer un libro, se insertan como una especie de relámpago irracionalista, eco a buen seguro del primer surrealismo (el Manifiesto fundacional es del veinticuatro), en la escritura gongorina y racionalista de 1925-1926. Estamos, con la excepción de los diálogos de materia andaluza, en espacios cosmopolitas: una ciudad norteamericana («El paseo»), un puerto irreal («La doncella»), o la puerta de una casa de cualquier lugar del mundo («Quimera»). Con cinco o seis años de antelación comenzamos a gustar aquí de algunas de las audacias que poblarán las comedias «irrepresentables». «El paseo» rinde homenaje a Keaton, pero sobre todo representa de modo magistral el adverso destino de la inocencia en el mundo industrial. (Lorca amaba el cine mudo, sobre el que volvería más adelante.) «La doncella» está lleno de incitaciones dionisíacas; «Quimera» se presenta como el análisis de la pasión amorosa que se va a extinguir en medio o a causa de la trivialidad.

AMOR DE DON PERLIMPLÍN

El tema farsesco de marido viejo y mujer joven se personaliza en esta «versión de cámara», que enfrenta al «viejo» estudioso, viejo o envejecido (tiene cincuenta años: era un viejo grotesco para el joven de veintitantos años que tenía Lorca al escribir la pieza), víctima de impotencia senil, que contrasta con el ardor de su joven esposa. Decide casarse, aconsejado por su criada, para que cuando ella muera tenga alguien que cuide de él. La noche de bodas la esposa lo traiciona con los «representantes de las cinco razas de la tierra». Pero don Perlimplín experimenta entonces un amor hondo, radical, que va mucho más allá de su deseo, por la esposa jocunda; el deseo solo es insuficiente; la lujuria no es el amor. Su imaginación crea entonces un amante joven, un álter ego de edad juvenil, que pasea bajo los balcones de Belisa, quien siente por él una pasión tan nueva como intensa –es el mismo viejo, disfrazado de joven, quien hace la ronda–. Don Perlimplín decide matar al joven con el fin de que pertenezca a Belisa para siempre, convertido por ella en imagen del amor deseado y no alcanzado. Y, en efecto, lo hiere, se hiere de muerte y cuando ella se acerca a él, desesperada, y aparta la capa que lo oculta, aparece don Perlimplín con el puñal clavado.

La obra es, pues, un ritual dramático de iniciación al amor. Lorca utilizó el material folclórico de las aleluyas de origen decimonónico –de ahí el subtítulo de «Aleluya erótica»–, es decir, un pliego de papel que contenía en versillos la historia del personaje, y alojó elementos trágicos en el cuerpo de la farsa. El protagonista padece un complejo de castración desde que de niño supo del estrangulamiento de un marido por su esposa, de modo que su dedicación fáustica al estudio procede de ahí. Belisa, por su parte, es una de las criaturas más carnales del teatro lorquiano; don Perlimplín pretende, con su sabio y arduo juego, que adquiera el alma de que carece y sólo conocerá al extraño amante en la aspiración al amor imposible, aunque para eso don Perlimplín deba morir. «Belisa, ya eres otra mujer... Estás vestida por la sangre gloriosísima de mi señor», le dice Marcolfa, la criada, después del suicidio de don Perlimplín. Con todo lo cual inferimos que, en la concepción de Lorca, el amor total es imposible ilusión, ansia inalcanzable. Pero es en esta imposibilidad en la que Belisa ha sido iniciada. Perlimplín, viejo libresco, debe morir; Belisa sabe que el solo cuerpo no es sede del amor. Éste es una salvación, pero también es un castigo; es una plenitud, pero no tangible; es una llamarada fulgurante, que incendia nuestros límites de seres incompletos.

«Don Perlimplín –declararía Lorca– es el hombre menos cornudo del mundo. Su imaginación dormida se despierta con el tremendo engaño de su mujer; pero él luego hace cornudas a todas las mujeres que existen.» Exacto: el amante en que don Perlimplín se transforma es una realidad inalcanzable; un ser con el que sueñan y al que aman todas las mujeres, pero no

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