El jardín del Edén

Ernest Hemingway

Fragmento

Prólogo

Prólogo

La agonía del elefante

Se sabe que Ernest Hemingway despreciaba la idea de lo simbólico en la literatura en general y en sus ficciones en particular. Hemingway siempre sostuvo que las cosas eran como eran, y que no había mayor misterio que el que residía en las de por sí ya muy misteriosas acciones de hombres y mujeres. Metáforas y todas esas cosas eran para escritores que no estaban a la altura de las ocurrencias de la verdad y que necesitaban de muletas y muletillas para hacer caminar a lo que ni siquiera era digno de arrastrarse.

El asunto —esta compulsión de buscar significados secretos por entre las líneas de su prosa clara y precisa— le irritó especialmente cuando publicó en 1952 ese clásico instantáneo titulado El viejo y el mar y los buscadores de símbolos se abalanzaron sobre esa simple historia con la voracidad de tiburones sobre un pez espada. Hemingway —bien macho y bien lejos de todas esas mariconadas— en su momento advirtió que «No hay simbolismo. El simbolismo es pura mierda. El mar es el mar. El viejo es el viejo. El pez es el pez. Nada más. La puta mar, como dicen los cubanos».[1]

De haber publicado en vida El jardín del Edén es seguro que Hemingway se hubiera referido en iguales términos a la hora de metabolizar en metáforas al elefante perseguido que agoniza en sus páginas. Y a la Costa Azul. Y al matrimonio. Y al sexo. Y a la juventud. Y hasta al oficio de escritor.[2]

En cualquier caso —volviendo a El viejo y el mar— el mundo entero sucumbió a la universalidad de esa nouvelle localista y el escritor Anthony Burguess describió años después, con precisión y gracia, la viejomarmanía y sus porqués: «Es fácil comprender por qué la novela fue, y sigue siendo, tan universalmente popular: trata del valor mantenido frente al fracaso».[3]

Tiene razón Burguess: el hombre es un animal raro y pocas cosas le resultan más agradables y disfrutables que presenciar —de lejos y de cerca, en un libro— la épica de la derrota de otro. Y la cosa se pone mejor aún cuando la prolija narración de una caída está firmada por el inesperado vuelo de quien se pensaba tenía ya las alas rotas. Hemingway —luego de haber soportado el desprecio crítico por Al otro lado del río y entre los árboles, su involuntariamente autoparódica novela de amor otoñal publicada en 1950— volvía por sus fueros para contar la viril saga de un pescador cubano de nombre Santiago quien luego de una lucha a muerte vence a un gigantesco pez espada sólo para contemplar, impotente, cómo lo devoran los tiburones.

La trama, claro, se prestaba y se sigue prestando a múltiples interpretaciones: ¿Metáfora de un último combate? ¿Hemingway era el pescador o el pez? ¿Los críticos eran los tiburones? ¿Cuba era el paraíso perdido o el cielo recuperado?

Empiezo hablando de El viejo y el mar para hablar de El jardín del Edén por dos motivos. Uno de ellos es que El viejo y el mar es el último libro que Hemingway publicó en vida, mientras que El jardín del Edén, contemporáneo en escritura pero no en publicación, forma parte de la segunda etapa de su obra: esa fértil actividad post mortem y casi ectoplasmática que —desde 1961, fecha de su suicidio, y por ahora hasta 1999, fecha del centenario de su nacimiento— lo ha obligado a seguir publicando con admirable regularidad y disciplina.

La otra razón es que los dos libros están relacionados en más de un sentido.[4] Ambos constituyen —así como el resto de su última obra— intentos de reinvención, de volver a empezar, de reverdecer sus laureles intentando algo diferente sin por eso desdeñar las viejas virtudes de su tan reconocible y reconocida técnica. Hasta Por quién doblan las campanas (1940), se sabe que las novelas y buena parte de los relatos de Hemingway funcionaban íntimamente respaldados por su propia no-ficción. Su método consistía en un vivir para contarlo: en primero experimentar la materia bruta de sus tramas para después refinarlas en literatura y, de paso, automitificar su figura a través de novelas donde los protagonistas siempre aparecían como alternativas y variaciones del autor. De ahí su compulsión viajera, sus proezas de action-hero, su voracidad a la hora de protagonizar o inventar formidables anécdotas. Sin embargo, luego de la Segunda Guerra Mundial y de sus idas y vueltas por los frentes de batalla como corresponsal de luxe y «liberador» del Travellers Club y del Hôtel Ritz de París, Hemingway pareció haber perdido la orientación y el sentido. El escritor E. L. Doctorow describió la salud y la enfermedad con precisión clínica: «Era, sin duda, un genio, pero de esos que anuncian sus límites… La fuente de su material y el manantial que alimentaba su imaginación eran su propia vida. Las cuestiones que pertenecen al ámbito intelectual —la historia, el mito, la sociedad— no venían al caso. Era lo que veían sus ojos y su corazón sentía aquello que acrisolaba en el molde de su ficción. Por lo tanto, vivió su vida con el único objetivo de ver y sentir lo más posible… Su habilidad para elaborar rápidamente episodios de la vida real fue declinando, y con ello la justificación de sus técnicas… El público advirtió su decadencia y la atribuyó a la descomposición que comporta la fama».[5]

Otra vez Burguess: «¿Qué le pasaba a Hemingway? Posiblemente una creciente tristeza por su fracaso a la hora de ser su propio mito, posiblemente potenciada por una incapacidad sexual que, considerando sus proezas en otros terrenos de la acción viril, le desconcertaba profundamente. Siempre alardeaba de tener cojones, pero los cojones no tienen nada que ver con la habilidad para disparar con rifles. Puede ser que hubiera un cierto asco de sí mismo por no haber sido capaz de vivir a la altura de su ideal juvenil, de dedicación artística total: se había convertido en una masa de músculo público y, corrompido por el tipo incorrecto de fama, se encontró con que ya era demasiado tarde para retroceder. Con este tipo de fama —en realidad sucede con toda sensación de reconocimiento de méritos— puede esperarse la llegada de una melancolía crónica, que en ocasiones se expresa como un ansia de morir».

Más allá de estas hipótesis, las belicosas cartas del Hemingway recuperado por la historia de Santiago, el pez espada y los tiburones, muestran a un campeón súbitamente recuperado en el último round, luchando con todos, insultando a los escritores jóvenes y burlándose de los muertos. Entre líneas, resulta evidente que Hemingway sabía que El viejo y el mar había sido el último regalo de una vida que ahora empezaba a pasarle factura y a pedirle explicaciones. De ahí también el acto reflejo pero no por eso menos valiente de arriesgarse a novelas imposibles, enormes, más grandes que su propia persona y personaje.

Así, en sus últimos libros, Hemingway —cuyo cuerpo y mente ya estaban estragados por accidentes de aviación, conmociones cerebrales e innumerables combates alcoholizados— era consci

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos