El verano peligroso

Ernest Hemingway

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Sol, sombra (y oscuridad)

Está claro que el Hemingway que escribió Muerte en la tarde en 1932 no es el Hemingway que, en 1960, lucha no solo con el indomable manuscrito de El verano peligroso sino también con ese toro de cuernos afilados en que se ha convertido su propia leyenda.

El Hemingway de los años treinta es un escritor en la plenitud de sus facultades que descubre a España como inmejorable escenario para sus proezas. En cambio, este Hemingway crepuscular lidia con un encargo de la revista Life: volver a España y escribir un artículo de 10.000 palabras que se ocupara del duelo abierto por las arenas del país entre los toreros y rivales Luis María Dominguín (retirado en lo más alto desde hacía unos años y, como Hemingway, ahora dispuesto a una rentrée triunfal) y su cuñado, el más joven pero igualmente admirado Antonio Ordóñez.

En principio, la idea de Scribner’s —su editorial— era que luego todo el asunto fuera anexado a modo de coda en una inminente reedición de Muerte en la tarde y a otra cosa: porque lo que en realidad interesaba, lo que todos estaban esperando, era lo que por entonces se conocían como «sketches parisinos».[1]

Hemingway, por su parte, no estaba convencido o entusiasmado con la idea de ponerse a revisitar el ayer. Le inquietaba la idea de hacer memoria. En una carta a Charles Scribner manifestaba su preocupación —siempre disfrazada de prepotencia— porque los críticos pensaran que estaba «como Scott, pidiendo dinero prestado a cuenta de algo que no tenía intenciones ni podía terminar».[2] El libro sobre sus años jóvenes en París existía y marchaba bien, sí. Pero un Hemingway sin ningún tipo de problema financiero —más bien todo lo contrario: no dejaban de llegarle propuestas para adaptar sus obras al cine y a la televisión— no estaba en absoluto entusiasmado con la idea de mirarse en el espejo del pasado. Mejor el aquí y ahora, pensaba. Mejor demostrar que Hemingway seguía siendo Hemingway. Y así, se dijo y anunció, la idea no se le pudo haber ocurrido en mejor momento: regresar a lo grande a una tierra y un territorio que buena parte de sus compatriotas y hasta él mismo entendían ya como una virtual Hemingwaylandia donde se le brindaban toros y aplausos en toda plaza en la que entraba como si fuera él quien hubiera inventado toda esa fiesta.[3]

Y la escritura de El verano peligroso también funcionaría como una fuga de sí mismo sin que esto significara batirse en retirada. Porque lo cierto es que a Hemingway no le causaba la menor gracia el Hemingway en el que se había convertido. Años de farras sin fronteras y accidentes en todas partes (destacando la reciente caída de su avión en África y las múltiples lesiones sufridas) comenzaban a pasarle factura: dormía poco y nada, su hígado y riñones no funcionaban bien y su presión sanguínea y colesterol alcanzaban cumbres más altas que la del Kilimanjaro, tenía la aorta peligrosamente inflamada, había desarrollado una suerte de fobia a todo contacto físico (nada le disgustaba más que el que le tocasen la nuca),[4] no paraba de gruñirle a su esposa Mary, cada frase que salía de su boca estaba puntuada por insultos y obscenidades. Y para colmo de males pronto se vería obligado a dejar Cuba luego del cada vez más totalitario triunfo revolucionario de Fidel Castro (paisaje en el que la figura de un norteamericano legendario producía cierta incomodidad); y estaba convencido de ser espiado por agentes del FBI. Hemingway sentía que no encajaba en ninguno de los bandos. El presente era un sitio horrible, sí. Y el haber ganado el Premio Nobel le había producido una inesperada angustia: la sensación de haber alcanzado el fin del camino.

Pero, por suerte, ahí estaba España. Y España era el único sitio posible donde escribir sobre España. Y, de paso, cumplir allí los sesenta años de edad. Y allí fue, aquí viene, Ernest Hemingway.

Y la génesis y cronología de la última aventura es la siguiente:

Al saberse que Hemingway planeaba un triunfal retorno a España, la revista Life (quien había tenido un éxito descomunal en 1952 con la publicación de El viejo y el mar) no demoró en interesarse y le hizo una propuesta y el escritor aceptó y el rumor no demoró en extenderse.

Hemingway y Mary cruzan el Atlántico a bordo del Constitution y desembarcan el 1 de mayo de 1959 en Algeciras instalándose en La Cónsula, hacienda cercana a Málaga del acaudalado anfitrión profesional Nathan Bill Davis, quien meses atrás lo había invitado a presenciar lo que ya era considerado como el enfrentamiento de toreros más grande de la Historia: el mano a mano entre Dominguín y Ordóñez que tendría lugar ese verano.

Hemingway no dudó en aceptar a la vez que pensaba que allí había posibilidades interesantes a la hora de escribir algo importante. Cuando Hemingway viajó de Málaga a Madrid (se instaló en el recién inaugurado hotel Suecia) para presenciar el inicio de temporada durante las fiestas de San Isidro, su presencia se anunciaba casi como parte del cartel de las fiestas. Y así —cuentan los testigos— Hemingway ocupaba los mejores palcos y, al final de cada corrida, la concurrencia se volvía a buscar su barba blanca a la hora de saber si el matador había hecho bien o mal su trabajo.

Lo que no significaba necesariamente que las cosas fueran bien: Hemingway bebía sin límites, se veía obligado a trasladarse de feria en feria en un para él humillante Ford color rosa alquilado y con Davis al volante, los horarios de comidas eran irregulares, las noches se alargaban hasta el amanecer, la noticia de que su gran amigo Gary Cooper se estaba muriendo por un cáncer de próstata le entristecía profundamente, y su propia salud pronto empeoró.[5] Pero no importaba. El escritor estaba dispuesto a todo: entre el 26 y el 31 de ese mes Ordóñez tenía corridas en Córdoba, Sevilla, Aranjuez y Granada. Mary, engripada, se quedó en Madrid; pero Hemingway estaba dispuesto a no perderse nada. En Aranjuez, Ordóñez sufrió una leve cornada y allí estaba Hemingway para atenderlo y —ya con trece corridas en su haber— se hizo un alto hasta finales de junio para que el matador se recuperara. El otro matador aprovechó el alto para volver a La Cónsula y arremeter en su lidia privada. «Este es un verano maravilloso», dijo Hemingway en algún momento mientras las corridas y festejos se sucedían a velocidad de vértigo. Y agregó: «Quien no pueda escribir aquí no podrá escribir en ninguna parte».

Pero no era fácil pasar horas frente a la página en blanco. Una foto de esos días lo muestra sentado en la cama de una habitación austera, sosteniendo un papel, con el rostro ausente, como si se hubiera perdido y no se encontrase. El gran desafío de la escritura, postuló entonces, era «la lucha entre la cosa viva que es la experiencia y la mano muerta del embalsamador». De ahí que nadie fuera más feliz que él cuando en los últimos días de junio Ordóñez retomó su gira. Así, Zaragoza, Alicante, Barcelona, Burgos y Pamplona. «Mucho más divertido que pasármela sentado sobre mi culo en Cuba obligado a tomarme en serio la política cubana», rugió. Además, Hemingway —quien por entonces ve la muerte en todas partes, quien sólo habla de la muerte— se había convencido de ser el amuleto de la buena suerte de Ordóñez: una presencia imprescindible para que todo le saliera bien a su flamante gran colega. Ordóñez, para no complicarse la vida o lastimar al amigo, no dudaba en darle la razón.[6] Además, donde iba Hemingway iba la prensa.

La fiesta del cumpleaños del escritor coincidió con la de la esposa del torero (Carmen Ordóñez cumplía entonces treinta años) y Mary Hemingway pasó más de un mes planificando una celebración por todo lo alto en La Cónsula. Guitarristas y bailaores y fuegos artificiales y una galería de tiro en la que el escritor demostró su todavía impecable puntería disparándole a cigarros encendidos en la boca del torero. Hemingway se mostró encantado —aunque enseguida le reprochó a Mary haber gastado su dinero en semejantes tonterías—[7] y protagonizó un episodio desafortunado con su amigo el coronel Buck Lanham al que había conocido durante el desembarco de Normandía y quien había viajado especialmente para el magno evento. Lanham emocionó a Hemingway hasta las lágrimas con su obsequio —un ejemplar dedicado de un libro que contaba la historia del regimiento 22 de infantería—, pero cometió el gravísimo error de darle al escritor una cariñosa palmada en la nuca. Hemingway enloqueció de furia. Lanham dejó la habitación lívido e indignado y Hemingway, arrepentido, lo persiguió pidiendo disculpas y explicándole entre sollozos que se había peinado cuidadosamente para disimular su calvicie y que él, sin quererlo, había puesto en evidencia semejante maniobra o algo así. En entrevistas posteriores, Lanham declaró sentirse perturbado y entristecido «por la insalubre nostalgia de Hemingway por la hombría de su juventud y la creciente obscenidad de su lenguaje».

Cuando la aventura llegó a su fin,[8 ]Hemingway y Mary retornaron por separado a Estados Unidos. El escritor había invitado a los Ordóñez primero a Cuba y luego a Idaho, por lo que su esposa partió antes para encargarse de los preparativos. Y descansar un poco de su verano que sí había sido peligroso junto a su cada vez más intratable marido. Hemingway le envió desde París un telegrama diciéndole «Todavía te amo» luego de criticar varias de sus decisiones en cuanto a asuntos domésticos.

Ese último tramo del viaje también tuvo sus complicaciones: Hemingway cogió una fuerte gripe y —horror de horrores— fue perseguido por Andrew Turnbull quien se encontraba en la ciudad documentándose para una biografía de Francis Scott Fitzgerald.[9] El pasado otra vez. Hemingway lo recibió y respondió a sus preguntas con monosílabos. Su versión del asunto estaba en las páginas de sus memoirs parisinas en proceso y no iba a compartirla con un desconocido adorador de Scott, claro.

Agotado, viajó a Nueva York, llegó a La Habana[10] junto a los Ordoñez, y se presentó ante Mary con un broche de diamantes como ofrenda de paz y una maleta en cuyo interior venían las primeras 5.000 palabras de su segunda aproximación al mundo de los toros y los toreros.

Hemingway estaba herido y parecía a la espera, siempre, de nuevos estoques. Cuando era joven, caía en el desánimo cada vez que terminaba un libro y lo entregaba a la imprenta y no sabía con qué seguir. Ahora era diferente: eran demasiados los libros a medio escribir —El jardín del Edén, Islas a la deriva, París era una fiesta, Al romper el alba a los que ahora se sumaba El verano peligroso—; y el problema era mucho más grave: no sabía cómo terminarlos.

Las cosas no mejoraron: de regreso en Idaho, y a mitad de camino de un periplo turístico entre el Gran Cañón del Colorado y Las Vegas junto a los Ordóñez, el torero recibió un mensaje de su hermana desde México: había decidido dejar a su marido y la crisis familiar produjo la desbandada de los españoles. Enseguida, Mary sufrió una caída mientras cazaba patos y se rompió un codo. Hemingway, por supuesto, la consideró «extremadamente quejosa», «pésima paciente» y «un mal soldado».

A mediados de enero de 1969, Hemingway y Mary retornaron a Finca Vigía donde él esperaba acabar con su crónica del pasado verano taurino. El problema es que —lo que se suponía debía ser un artículo de 10.000 palabras— ahora estaba fuera de todo control: Hemingway le escribió a su editor que ya había alcanzado las 63.000 palabras y que lo mejor sería postergar el libro sobre París. Cuando Aaron Hotchner —quien cumpliría las funciones secretariales de un Boswell durante los últimos catorce años en la vida del escritor— llegó a Cuba para ayudar con la edición, el manuscrito ya sumaba más de 100.000 palabras. Hotchner sugirió varios cortes importantes, Hemingway no quería oír nada sobre cortes: «Lo que he escrito es proustiano y su efecto es acumulativo», se defendió mostrando los dientes. Finalmente, se consiguió moldear un artículo de unas 90.000 palabras y Charles Scribner, Jr. lo hizo llegar a las oficinas de Life donde el jefe de redacción, Ed Thompson, exigió nuevos cortes y acordó pagar 90.000 dólares por los derechos de publicación en la revista y 10.000 más por la traducción al español. Hemingway se mostró de acuerdo, pero exigió más tiempo para un nuevo viaje a España, chequear datos (le preocupaba especialmente la práctica del limado de los cuernos del toro), tomar fotografías

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