Prólogo
PAREN LAS ROTATIVAS
El Hemingway reunido en las páginas de Publicado en Toronto aún no es Hemingway, pero sólo quiere ser una sola cosa: Hemingway.
Me explico: he aquí a un Hemingway primerizo, aprendiz, recién hecho; pero que ya tiene absolutamente claro por dónde pasarán las coordenadas de su inminente e inevitable leyenda. Este Hemingway es alguien que sabe que antes de escribir sobre el mundo hay que salir a conocerlo y que ya responde a ciegas al credo vitalista que ordena ser alguien antes de hacer algo. Y este Hemingway sabe también que el mundo espera ahí afuera la llegada de alguien que lo escriba para, de paso, ascender de simple persona a personaje inmortal.
Y para 1924 —año en que se incorpora a la plantilla del Toronto Star— Hemingway ya ha hecho lo suyo.
Veamos:
Hemingway había decidido muy pronto (ya en la escuela secundaria de Oak Park) que lo suyo sería la escritura. Sus notas sólo eran destacables a la hora del inglés, jamás había manifestado intención alguna de proseguir su educación en la universidad, y ya era orgulloso poseedor de una profunda desconfianza y desprecio por todo lo «intelectual».[1] En el prólogo original de Publicado en Toronto, Charles Scribner, Jr. apunta: «La idea de sí mismo como escritor ya empezó a tomar forma definida en la escuela de enseñanza secundaria. La pretensión era razonable: las palabras acudían con facilidad a su mente y poseía un sentido natural del estilo a la hora de ordenarlas. Uno de los claros resultados en los años transcurridos en Oak Park y la secundaria River Forest fue esta comprensión de su propio talento. En el último año de estudios escribió elocuentes reportajes para el semanario escolar y relatos para la revista literaria.[2] Esto no constituye una insólita combinación de géneros para un escolar, pero Hemingway ya no la abandonó hasta el final de su vida: a través de toda su larga carrera escribió narraciones y reportajes.[3] La experiencia de ver impreso su material fue tan gratificante para él como para cualquier otro escritor, pero en él se convirtió en una adicción. Nunca dejaba de buscar material para una historia; en este aspecto era como una urraca, pues almacenaba en su memoria asiduamente y casi por reflejo policromos fragmentos de la vida. Sus condiscípulos lo llamaban “Nuestro Almacenero”, el mayor cumplido que podían dedicarle».
Pero está claro que Hemingway quería y necesitaba todavía más.
Un tío suyo, Tyler Hemingway, vivía en la ciudad de Kansas, sede del Kansas City Star, periódico admirado por el joven. Hemingway sabía que tenía buenas posibilidades de iniciarse como reportero y el 15 de octubre de 1917 dejó atrás Oak Park y al poco tiempo ya era reportero subalterno con un sueldo de quince dólares semanales y un ejemplar del manual de estilo del diario, cuyas 110 reglas marcarían toda su obra futura: «decir lo que hay por encima de lo que no hay», «oraciones cortas», «primer párrafo siempre breve», «usar el lenguaje más vigoroso», «ser positivo, nunca negativo», «no dejar lugar a dudas sobre lo sucedido».[4] Y a Hemingway no le faltó buen material durante su stage de seis meses en Kansas. Robos a estancos, la historia de un muchacho que se castra por amor a Dios, mucho color local;[5] pero —poco más de seis meses después— ya sentía que la ciudad le quedaba chica y que Europa era la Tierra Prometida. Así que cuando un oficial de reclutamiento de la Cruz Roja llegó a Kansas City a principios de 1918, Hemingway no se lo pensó dos veces y el 18 de abril cobraba su último cheque del Kansas City Star y partía hacia Manhattan para, después de diez días de juergas legendarias, embarcarse en el Chicago rumbo a Milán previas escalas en Burdeos y París.
Hemingway había arribado a la Gran Guerra como conductor de ambulancia Fiat transportando heridos italianos a través de las peligrosas curvas del monte Pasuvio (su mala visión en el ojo izquierdo le había impedido enrolarse como soldado; aunque cabría pensar que para conducir una ambulancia también hace falta ver bien, ¿no?; por las dudas, se apuntó para atender una cantina de la Cruz Roja en el valle del río Piave). Se había hecho amigo de John Dos Passos. Había sido herido por fuego austríaco (cientos de esquirlas se incrustaron en una de sus piernas). Se había enamorado perdidamente de la bella enfermera Agnes Hannah von Kurowsky —quien había correspondido a sus sentimientos con cierta cautela y nunca dejando de llamarlo «Kid»— durante su convalecencia en un hospital milanés.[6] Se había fotografiado con uniforme y muletas. Y había regresado a Oak Park donde fue recibido como un héroe.
Y entonces —después de todo esto en tan poco tiempo— Hemingway se dedicó a aburrirse. Se paseaba por las calles de su pueblo cubierto por su capa militar italiana, bebía vino, cantaba canciones piamontesas en los bares, recordaba —en charlas a los alumnos de su vieja secundaria, en clubes sociales y en púlpitos de iglesias y en asociaciones de mujeres en las que a menudo se presentaba de uniforme y exhibía como si se tratara de una reliquia religiosa sus pantalones hechos pedazos por la metralla— y reescribía en voz alta su pasado reciente mientras se desesperaba por las cartas que no llegaban de su amada enfermera.[7] Y cuando por fin recibió una, el golpe fue mortal: Agnes le comunicaba la ruptura de su de por sí distante relación a la vez que su inminente matrimonio con un oficial napolitano y heredero de título nobiliario.[8] Hemingway casi enloquece de furia —o tal vez le seducía la idea de sufrir los dolores de un corazón roto— y se desquitó escribiendo ficciones: variaciones controladas y controlables de una realidad que no le causaba ninguna gracia, que estaba tan mal escrita y que «sonaba mejor» en el papel que en la vida.
En una de sus varias conferencias uniformadas, Hemingway conoce a Harriet Connable, amiga de su madre y, lo que es más importante, esposa de Harry Connable: presidente de la rama canadiense de la cadena F. W. Woolworth —una de esas tiendas por departamentos— y hombre de gran influencia en Toronto. El matrimonio tenía un hijo cojo de nacimiento, un año menor que Hemingway, y les pareció que un joven tan dinámico y vigoroso sería una compañía ideal e inspiradora para el taciturno Ralph, Jr. mientras ellos se encontraban de viaje en Palm Beach. A Hemingway el ofrecimiento le pareció ideal: necesitaba cambiar de escenario, salir del siempre dormido Oak Park, experimentar cosas nuevas, olvidar a su enfermera.
Y así el 8 de enero de 1920 sube a un tren rumbo al norte.
Hemingway se instala en la mansión familiar de los Connable —153 Lyndhurst Avenue—y lo cierto es que el lugar no está nada mal: chófer, sala de música, mesa de billar, cancha de tenis que en invierno se inundaba para usarla como pista de patinaje sobre hielo donde, a pesar de su pierna todavía resentida, no demora en unirse a bestiales partidos de hockey. De regreso, los Connable se muestran encantados con el «efecto» del invitado sobre su hijo, y Hemingway se atreve a pedirles que lo recomienden a Arthur Donaldson, conocido de la familia y redactor publicitario de The Toronto Star: quiere trabajar, necesita escribir, desea volver a ser publicado.
Los redactores lo reciben con asombro y admiración: después de todo este muchacho había sido herido en combate y había trabajado en The Kansas City Star, uno de los periódicos más respetados del momento.
A partir de entonces Hemingway se deja caer casi todos los días por las oficinas del periódico en King Street West y pronto queda claro que sabe escribir bien, que conoce los trucos del oficio, que posee un particular sentido del humor y que tiene un raro talento a la hora de recrear diálogos y declaraciones de los implicados en lo que sea. Su primer artículo se dedica a burlarse con afecto de ciertos ritos locales durante el día de San Valentín. Al editor le gusta, publica diez artículos más y le ofrece su propia columna —el gran honor del by-line personal— y un aumento: un penique la palabra.
Con sus sketches y relatos, sin embargo, la cosa no va tan bien: gustan, sí, pero no son considerados «comerciales».[9] Y Hemingway tiene que conformarse con avanzar en el terreno non-fiction: entre febrero de 1920 y diciembre de 1924 firma más de ciento cincuenta artículos para el periódico y, de paso, descubre —casi como quien se cobra una revancha— que el periodismo puede ser, también, un buen sitio para reinventarse sin por ello faltar a la verdad aunque ésta se presente indeleblemente marcada, sí, por su ya muy personal modo de ver las cosas. En este sentido, poco y nada cuesta catalogar a Hemingway como el precusor y antepasado directo de lo que con el tiempo sería conocido como new journalism y sería practicado a fondo por nombres como Tom Wolfe, Hunter S. Thompson, Truman Capote, Joan Didion, John Gregory Dunne, Terry Southern & Co.[10] Así es como, en varios de los artículos aquí recopilados, aparecen las primeras chispas del gran fuego hemigwayano que no demorará en abrasar su época. No sólo asistimos a la primera corrida de toros de quien con el tiempo las reclamaría como territorio personal sino, también, a varias de las originales postales bohemias de posguerra que muchos años después reaparecerían en esas memoirs selectivas que son las páginas de París era una fiesta.
De este modo, el joven periodista que quiere ser escritor hace carrera. Y casi coincidiendo con su matrimonio con Elizabeth Hadley Richardson —ocho años mayor que el novio, la primera de las varias Mrs. Hemingway, quien pasaría a la historia de la literatura como «la esposa que perdió la maleta conteniendo buena parte de la obra escrita hasta entonces por su marido»[11]— le encargan tareas más importantes: es enviado como corresponsal a la Conferenza Internazionale Economica di Genova Internacional de Génova y a la Conferencia de Paz de Lausana. Y, por consejo de su mentor Sherwood Anderson, Hemingway se instala en el París de la por entonces muy fácil de encontrar Generación Perdida. Y desde esta base —constantes salidas y entradas— cubrirá la guerra turco-griega o las penurias de los refugiados llegados desde Tracia o definirá a Mussolini como «el mayor bluff de Europa».
Pero en París —«el único lugar para un escritor», le había dicho Anderson— Hemingway ha conocido a Gertrude Stein,[12] a Ford Madox Ford, a Ezra Pound, ha sido deslumbrado por los estantes de la librería de Sylvia Beach y ha leído el Ulises de Joyce: «un libro jodidamente bueno». Hemingway ya no es la misma persona que salió de las oficinas de su periódico y, de regreso en Toronto, descubre que él no es el único que ha cambiado: hay un nuevo editor, Harry Hindmarsh, quien considera que el joven está demasiado satisfecho consigo mismo y que necesita de un radical recorte de sus demasiado orgullosas alas. La primera medida es quitarle su by-line; la segunda es enviarlo a cubrir sucesos fuera de la ciudad, sacarlo de la redacción, obligarlo a escribir rápido y sin tantas gracias o innovaciones formales. No es una situación agradable: Hadley, a punto de dar a luz, languidece en el Shelby hotel, una pensión familiar de la avenida Sherbourne, mientras se busca un piso con la ayuda de los Connable. Hemingway —que extraña París como si se tratara de un paraíso del que ha sido expulsado— reporta desde las afueras la fuga de un convicto o un incidente en las minas de carbón de Sudbury. Pero está claro que ni su cabeza ni su corazón ya están puestos en el oficio.[13] El tiro de gracia se lo da el hecho de no estar junto a su mujer para el nacimiento de su primogénito toreramente bautizado —guiño al matador aragonés Nicanor Villalta, a quien había conocido y admirado en Pamplona— como John Hadley Nicanor Hemingway.
La salida de las artesanales ediciones francesas de sus Three Stories and Ten Poems (1923) e In Our Time (1924)[14] acaban de decidirlo y —al llegar los ejemplares a Toronto— Hemingway ya tiene bien planeada su fuga de regreso a París y la inmortalidad. Durante una visita familiar a Oak Park, escribe y envía —el 27 de diciembre de 1923— su carta renunciando al Toronto Star. Como último gesto rebelde, no se la envía a Harry Hindmarsh sino a John R. Bone, managing editor a quien respetaba y consideraba un buen profesional.
Quienes la leyeron en la redacción el 1 de enero de 1924 —paren las rotativas— recuerdan que, sí, estaba escrita con frases cortas, lenguaje simple y vigoroso, que decía lo que había por encima de lo que no había, y que no dejaba lugar a dudas sobre lo sucedido.[15]
RODRIGO FRESÁN
INTRODUCCIÓN
A LA PRIMERA EDICIÓN INGLESA
En 1924 el colofón «Por Ernest M. Hemingway» bajo el título de un reportaje ya era familiar para los lectores del Toronto Star Weekly y su compañero el Toronto Daily Star. Desde el 14 de febrero de 1920 hasta el 13 de septiembre de 1924, artículos de Hemingway aparecieron en el Star Weekly, y a partir del 4 de febrero de 1922 hasta el 6 de octubre de 1923 colaboró también en el Daily Star. Eran periodismo, no relatos ni cuentos, pero ejercieron un papel importante en la evolución de un eximio autor norteamericano.
Cuando Hemingway empezó a escribir para el Toronto Star, era totalmente desconocido: sus escritos solo se habían publicado en periódicos escolares en Oak Park, Illinois, y en el Kansas City Star, donde era un anónimo periodista novel. Cuando se publicó su último artículo en el periódico canadiense, solo habían aparecido unos cuantos relatos y dos pequeños libros en ediciones limitadas, Tres relatos & Diez poemas (París, 1923) y En nuestro tiempo (París, 1924); sin embargo, su carrera literaria ya había comenzado. Ahora bien, antes del inicio de esta carrera, el trabajo de Hemingway en el Toronto Star Weekly y el Toronto Daily Star le brindó la oportunidad de ganarse la vida escribiendo cuando aún no tenía treinta años, la ocasión de ver más mundo, en especial Europa, mientras cubría actividades políticas, sociales y militares, y unos años muy importantes, cuando todavía era impresionable e inmaduro, para ejercitar sus músculos aún no literarios. De estos años en Toronto y de estos reportajes y artículos como corresponsal en el extranjero surgieron el escritor creativo y el autor de algunos de los mejores relatos y novelas de nuestro tiempo.
Al reeditar estos artículos identificables —la mayor parte firmados «Por Ernest M. Hemingway»— me he guiado por los textos originales publicados en las ediciones semanal y diaria del Toronto Star. De acuerdo con la habitual práctica periodística, los manuscritos fueron destruidos poco después de pasar por los talleres, por lo que nunca sabremos con exactitud qué escribió Hemingway y qué añadió, suprimió o cambió el corrector de Toronto. No he «corregido» a Hemingway como «corrigieron» la poesía de Emily Dickinson sus primeros editores, aunque he cambiado errores tipográficos cometidos por los linotipistas e inadvertidos por los correctores de galeradas, y he rectificado en silencio las notorias faltas de ortografía de Hemingway, pasadas por alto hasta ahora, como las que corresponden a topónimos alemanes. Dejar estos errores en su forma original no habría servido de nada. Aunque los correctores del Star pueden haber añadido comas en las frases de Hemingway, yo solo he cambiado la puntuación en las pocas ocasiones en que era necesario para la claridad, comprensión o identidad. En muy pocos casos he añadido una palabra entre paréntesis por las mismas razones. No he introducido ningún cambio en los raros casos de gramática dudosa. Es posible que Hemingway estuviera escribiendo idiomáticamente, pero aunque no fuera así y el error se debiera a que su técnica narrativa aún no había madurado, he valorado más su modo de decir una cosa que la corrección gramatical.
En cuanto a los títulos, eran casi siempre titulares escritos en las mesas de redacción del Toronto Daily Star o el Star Weekly de acuerdo con el lugar y el espacio de los artículos que conformaban la plana del periódico. Hemingway los escribía raramente o tal vez nunca. He dado a las crónicas títulos más cortos y cómodos en lugar de encabezamientos. He suprimido todos los subtítulos, que tampoco fueron escritos por Hemingway, sino en general por la mesa de redacción puramente por razones tipográficas para la distribución de las grandes páginas. En las fechas y lugar de origen de todas las crónicas de fuera de Toronto, he conservado los nombres de las ciudades de donde procedían, pero he suprimido las fechas, porque las más importantes fechas de publicación del Star aparecen inmediatamente debajo de los títulos.
«Por Ernest M. Hemingway» —la «M» no desapareció hasta más tarde— aparece en todas las crónicas menos en algunas, a veces con faltas y dos veces «E. M. Hemingway». Un artículo está encabezado por «Hem». En ciertas ocasiones los artículos carecen de firma; W. L. Geary, bibliotecario del Toronto Star, con quien tenemos una gran deuda de gratitud, ha usado registros de oficina y otras fuentes verificables para atribuir muchos de ellos a Hemingway. También debo agradecimiento a Randall Scott Davis de La Crescenta, California, por descubrir e identificar catorce colaboraciones sin firma de Hemingway al Toronto Star y el Star Weekly y dos colaboraciones firmadas «Por un extranjero». Además, Hemingway usó como seudónimo el nombre de su hijo entonces recién nacido, John Hadley, en general porque había otros artículos firmados por él en el mismo número del Star. Por la misma razón usó una vez el seudónimo de Peter Jackson, un nombre inventado.
Pese a la bien conocida resistencia del novelista a los esfuerzos de recopilar sus artículos periodísticos, no es necesario pedir disculpas por sus reportajes como tales. Dadas las propias reglas de Hemingway para ver lo que veía y redactar los artículos a su modo, a veces poco ortodoxo, son un material excelente del que el Toronto Daily Star y el Toronto Star Weekly estaban orgullosos. Y en su mayor parte pueden leerse, al cabo de más de sesenta años, tanto como una crónica de los comienzos de los años veinte como una evidencia del progreso hecho por Ernest Hemingway en el oficio de escribir.
WILLIAM WHITE
PUBLICADO
EN TORONTO
Artículos para el
Toronto Star 1920-1924
LAS EXTRACCIONES DENTALES
NO SON UNA PANACEA
The Toronto Star Weekly
10 de abril de 1920
En opinión del hombre de la calle, la práctica de la medicina está regida por una serie de modas. Hace pocos años todos teníamos apendicitis. En época más reciente, todos hemos sido víctimas involuntarias de amígdalas y adenoides. Y en tiempos aún más recientes, los profanos teníamos la impresión de que la tensión arterial lo controlaba todo. Actualmente parece que todos los males a que está sujeta la carne proceden de nuestra dentadura.
Esto no significa, sin embargo, que para conservar la salud tengamos que convertirnos en una raza sin apéndice, sin amígdalas y sin dientes. La extracción de cualquiera de estos centros infecciosos es el último recurso. Hemos pasado por el período de la apendicitis y la amigdalitis y ahora el lego cree que nos hallamos en el apogeo de una era de rayos X y extracciones dentales.
Es cierto que en Estados Unidos existe una organización de dentistas, conocida como el Club del Uno por Ciento, que extraen todos los dientes cuya raíz está infectada. En el extremo opuesto se encuentran los dentistas que intentan salvar todos los dientes infectados.
Según un prestigioso dentista de Toronto, el término medio, que consiste en salvar todos los dientes que sea posible conservar y extraerlos únicamente cuando no hay más remedio, es el plan más sensato.
—Todos los movimientos oscilan como un péndulo —dijo—; llegan a un extremo y vuelven al otro. El único plan seguro es emplear el sentido común y la sensatez.
De acuerdo con los hermanos Mayo, los cirujanos de Rochester mundialmente famosos, el 99 por ciento de todas las infecciones del cuerpo se localizan más arriba del cuello. En la clínica Mayo se extraen todos los dientes con raíces infectadas simplemente para eliminar la posibilidad de infección.
La infección se inicia en el exterior del diente con un pequeño glóbulo gelatinoso que puede no ser eliminado por el cepillo de dientes, el cual desplaza el núcleo de gérmenes, pero no lo arrastra consigo.
Los productos de desecho de esta colonia de gérmenes activos forman el ácido láctico, que, junto con los gérmenes, disuelve el tejido y se introduce en el diente, llegando finalmente a las raíces, donde forma una bolsa calificada por los dentistas de zona enrarecida.
Estas bolsas en la raíz de los dientes y muelas contienen millones de gérmenes portadores de enfermedades que son localizados por los dentistas mediante los rayos X.
Los rayos X no son infalibles, según los odontólogos. Demasiados dentistas aceptan la radiografía como definitiva y deciden la extracción del diente. La radiografía debería ser solo un paso en el diagnóstico. Puede revelar casi cualquier cosa, dependiendo del ángulo desde el que se tome y de la pericia del dentista que la interprete.
En cuanto descubre una bolsa en la raíz del diente, el miembro del Uno por Ciento decreta su extracción, y lo hace porque se ha descubierto que en estas bolsas hay gérmenes que pasan a la circulación y llegan a todas las partes del cuerpo. Se llaman gérmenes selectivos porque cada uno de ellos afecta a una parte determinada del organismo.
La bolsa de pus en la raíz del diente puede enviar gérmenes a la sangre que ataquen los riñones, el corazón o el bazo. El pus formado en la bolsa se oculta en los tejidos, brindando a los gérmenes una mejor oportunidad para circular, y al final llega a la encía, donde forma lo que el profano conoce como un flemón.
Para algunos dentistas, cuando la radiografía muestra una zona infectada, el único procedimiento es la extracción. El dentista minucioso, sin embargo, se cerciora antes de si la raíz del diente está muerta. Si está viva, no extrae la pieza, sino que, por un sistema de drenaje e irrigación, limpia la infección de la raíz, elimina la bolsa con una jeringa y salva el diente o la muela.
La mejor arma para combatir la infección es una buena salud general. Hubo una época de germicidas. Se fabricaron muchos elixires bucales para matar los gérmenes de la boca. Se nos aconsejaba enjuagarnos la boca con un elixir de gran renombre publicitario para dejarla como un campo de batalla después del ataque, sembrada de gérmenes muertos.
Según el dentista, es absurdo creer que podemos matar los gérmenes de nuestra boca con germicidas. No hay nada lo bastante fuerte para matar microorganismos que resisten diez minutos de hervor. Los gérmenes no nos abandonarán nunca.
Llevar una vida sana y aumentar nuestra resistencia mantiene a raya a los gérmenes, que pueden compararse a la semilla plantada en diferentes clases de tierra. Si el terreno es árido y rocoso, no prosperará, pero si es blando y favorable, será terreno abonado. Llevar una vida sana es el modo de combatir todas las enfermedades.
EL CAMPISMO
The Toronto Star Weekly
26 de junio de 1920
Miles de personas acamparán en el bosque este verano para paliar el elevado coste de la vida. El hombre que cobra el sueldo de dos semanas mientras está de vacaciones puede dedicar estas dos semanas a pescar y hacer campismo y ahorrar el sueldo de una semana entera. Puede dormir cómodamente todas las noches, comer bien todos los días y volver a la ciudad descansado y en buenas condiciones físicas.
No obstante, si va al bosque con una sartén, ignorante sobre jejenes y mosquitos y falto de conocimiento culinario, es casi seguro que su regreso sea muy diferente. Volverá tan picado por los mosquitos que su cogote parecerá un mapa en relieve del Cáucaso. Tendrá el estómago hecho polvo tras una valiente batalla para asimilar manjares medio cocidos o chamuscados y no habrá pasado una noche decente durante toda la excursión.
Levantará con solemnidad la mano derecha y asegurará que se ha unido al gran ejército de los no reincidentes. La llamada de la selva puede ser muy bonita, pero es una vida de perros. Ha oído la llamada de la civilización con las dos orejas. Camarero, tráigale una buena ración de pan con leche.
En primer lugar, se olvidó de los insectos. Los jejenes, mosquitos, cénzalos y tábanos fueron instituidos por el diablo para obligar a la gente a vivir en ciudades donde pudiera atacarlos mejor. De no ser por ellos, todo el mundo viviría al aire libre y él estaría sin trabajo. Fue un invento muy acertado.
Hay, sin embargo, muchos productos para luchar contra estos insectos. El más sencillo es tal vez el aceite de la citronela. Un poco de esta esencia comprada en cualquier farmacia será suficiente para dos semanas en el paraje más asediado por moscas y mosquitos.
Frótese con unas gotas el cogote, la frente y las muñecas antes de empezar la pesca, y tanto jejenes como mosquitos le rehuirán. El olor de la citronela no repugna a las personas; se parece al de un lubricante. En cambio, los mosquitos lo detestan.
También odian el poleo y el eucalipto, que junto con la citronela forman la base de muchos preparados para este fin. Pero es mejor y más barato comprar la citronela pura. Ponga un poco en la mosquitera que protege la entrada de su tienda o cubre su canoa por la noche y no será molestado.
Para descansar de verdad y salir beneficiado de unas vacaciones, es preciso dormir bien todas las noches. El primer requisito para ello es disponer de una buena ropa de abrigo. Cuatro de cada cinco noches son doblemente frías de lo que se esperaba, y es un buen plan llevarse el doble de mantas de las que uno creía necesarias. Un viejo edredón en que poder envolverse calienta tanto como dos mantas.
Casi todos los escritores campistas cantan las excelencias del lecho de hojarasca. Está muy bien para el hombre que sabe hacerlo y dispone de mucho tiempo, pero para una serie de acampadas de una sola noche durante una excursión en canoa, todo lo que se necesita es terreno llano para la tienda y muchas mantas como colchón. Lleve consigo todas las que crea necesarias y amontone dos terceras partes bajo su cuerpo. Dormirá caliente y descansará muy bien.
Cuando el cielo está despejado no es preciso montar la tienda si se acampa para una sola noche. Clave cuatro estacas en torno a la cabecera de su cama y coloque encima la mosquitera; dormirá como un leño y se reirá de los mosquitos.
Aparte los insectos y la cama incómoda, el obstáculo que echa a perder la mayor parte de las excursiones es hacer la comida. La idea del novato corriente es freírlo todo con aceite en abundancia. Y, en efecto, la sartén es muy necesaria en cualquier excursión, pero también se necesita una cazuela vieja y un horno portátil.
No hay nada mejor que un plato de trucha frita, y su precio no ha aumentado, pero se puede freír bien o mal.
El principiante coloca la trucha y el tocino en la sartén sobre un fuego vivo, y el tocino se riza y reseca hasta convertirse en una carbonilla insípida y la trucha se quema por fuera mientras permanece cruda por dentro. Se los come y no pasa nada si solo ha salido para un día, y por la noche degustará una buena cena en su casa, pero si ha de afrontar más trucha y tocino a la mañana siguiente y otros platos guisados del mismo modo durante el resto de dos semanas, no cabe duda de que le espera una dispepsia nerviosa.
La forma correcta de guisar es sobre brasas. Tenga a punto varias latas de grasa vegetal, que es tan buena como la manteca y excelente para toda clase de frituras. Ponga el tocino en la sartén, y cuando esté medio frito incorpore la trucha a la grasa caliente, tras haberla rebozado con harina de maíz. Coloque entonces el tocino sobre la trucha para que la vaya rociando mientras se cuece lentamente.
El café puede hacerse al mismo tiempo y también cocerse en una sartén más pequeña unas hojuelas que satisfagan a los otros campistas mientras esperan las truchas.
Llene una taza con harina especial para hojuelas y añada una taza de agua. Mezcle bien; en cuanto se hayan eliminado los grumos, la masa está lista para ser cocida. Viértala en la sartén caliente y bien engrasada, y cuando esté hecho un lado, dele la vuelta. Mermelada de manzana, almíbar o canela con azúcar son buenos con las hojuelas.
Mientras los campistas sacian su primer apetito con las tortas, las truchas con tocino ya están hechas y listas para servir, crujientes por fuera y firmes y rosadas por dentro, y el tocino bien frito… pero no demasiado. Si existe algo mejor que esta combinación, el autor aún no lo ha probado en una vida dedicada en gran parte y asiduamente a la comida.
La cazuela cocerá los albaricoques secos cuando hayan recobrado su suculencia después de una noche en remojo, servirá para hacer una sopa y hervirá macarrones. Y cuando no la use, calentará agua para fregar los platos.
Con el horno el hombre logrará un éxito merecido, porque sabrá hacer un pastel que para su apetito al aire libre tendrá un sabor igual o mejor que el de su madre. Los hombres han creído siempre que había algo misterioso y difícil en la elaboración de un pastel. Les diré un gran secreto: es muy fácil. Nos han tenido engañados durante años. Cualquier hombre con la inteligencia media de un oficinista es capaz de hacer un pastel por lo menos tan bueno como el de su esposa.
Lo único necesario para un pastel es una taza y media de harina, media cucharadita de sal, media taza de manteca y agua fría. Con solo esto conseguirá una masa que hará brotar lágrimas de deleite en los ojos de su compañera de campamento.
Mezcle la sal con la harina y trabaje esta con la manteca, añadiendo agua fría hasta formar una masa consistente. Espolvoree con un poco de harina una caja o superficie plana y amase la mezcla durante un rato. Después extiéndala con la botella redonda que más le guste. Ponga un poco más de manteca sobre la superficie de la masa, luego salpíquela de harina, enróllela y extiéndala otra vez con la botella.
Corte un trozo de la masa extendida suficiente para forrar una tartera. A mí me gustan las que tienen agujeros en el fondo. Entonces coloque encima las manzanas secas que han pasado la noche en remojo y a las que se ha añadido azúcar, o los albaricoques o moras, y a continuación corte otro trozo de masa y extiéndalo con cuidado sobre la fruta, soldando los bordes con los dedos. Practique un par de ranuras en la superficie y pínchela varias veces con un tenedor, haciendo un dibujo artístico.
Métalo en el horno a fuego muy lento durante cuarenta y cinco minutos y entonces sáquelo, y, si sus compañeros son franceses, le besarán. El castigo de saber cocinar es que los otros le obligarán a guisarlo todo.
Está muy bien hablar de vivir sin comodidades en el bosque, pero el auténtico campista es el hombre que sabe rodearse de ellas al aire libre.
LOS CANADIENSES:
SALVAJES Y DOMESTICADOS
The Toronto Star Weekly
9 de octubre de 1920
Vernos a nosotros mismos como nos ven los demás es interesante, pero a veces resulta descorazonador. ¿Recuerdan la repentina ojeada a su perfil en uno de aquellos espejos triples de su sastre?
Esto se refiere a hombres y a naciones; las mujeres se ven la cara de frente y de perfil y el pelo por detrás al menos una vez al día y, por tanto, no se descorazonan.
William Stevens McNutt contó en un número reciente del Collier’s Weekly su versión de lo que piensan los canadienses de los norteamericanos. He aquí la opinión y los puntos de vista del norteamericano medio, a quien los periodistas bisoños se deleitan en llamar hombre de la calle, sobre los canadienses.
Solo para información de los periodistas bisoños, diré que ni en Estados Unidos ni en el Dominio existe eso que se llama hombre de la calle. La frase es francesa y solo puede aplicarse al lugar donde casi todos los contactos humanos se producen en la calle. Aquí, tanto al sur como al norte de la frontera, la única ocasión en que un norteamericano se encuentra en la calle es cuando se dirige apresuradamente a alguna parte.
Debería llamarse ciudadano medio al hombre que sale hambriento del local de comidas rápidas o al que viaja de pie en el tranvía o incluso al hombre honrado que teme a la policía.
En Estados Unidos, el varón medio