Oriente, Occidente

Salman Rushdie

Fragmento

EL PELO DEL PROFETA

A principios del año 19…, cuando Srinagar estaba bajo el embrujo de un invierno tan violento que podía romper los huesos humanos como si fueran de cristal, un joven, cuya piel rosada por el frío tenía, como si fuera escarcha, el lustre inconfundible de la riqueza, fue visto entrando en la parte más miserable y de peor fama de la ciudad, donde las casuchas de madera y chapa ondulada parecían perpetuamente a punto de perder el equilibrio, y preguntando con voz baja y grave dónde podría contratar los servicios de un ladrón profesional de confianza. El nombre del joven era Atta, y los vagabundos de aquella parte de la ciudad lo dirigieron alegremente hacia callejones aún más oscuros y menos transitados, hasta que en un patio, húmedo de la sangre de un pollo sacrificado, fue agredido por dos hombres cuyos rostros no llegó a ver, despojado del considerable fajo de billetes que insensatamente había llevado en su solitaria excursión, y golpeado hasta quedar casi muerto.

Cayó la noche. Manos anónimas llevaron su cuerpo a la orilla de un lago, desde donde fue transportado en shikara al otro lado y depositado, desgarrado y sangrante, en el desierto talud del canal que lleva a los jardines de Shalimar. Al amanecer del siguiente día, un vendedor de flores que remaba con su bote por un agua a la que el frío de la noche había dado la nebulosa consistencia de la miel salvaje, vio el cuerpo de bruces del joven Atta, que empezaba a agitarse y gemir, y sobre cuya piel ahora mortalmente pálida podía distinguirse aún débilmente el lustre de la riqueza, bajo una capa de escarcha real.

El vendedor de flores ató su embarcación e, inclinándose sobre la boca del hombre herido, pudo saber la dirección de aquel desgraciado, murmurada por unos labios que apenas se podían mover; y entonces, confiando en una buena propina, el vendedor llevó a Atta en el bote a una gran casa de las orillas del lago, en donde una joven bella, pero inexplicablemente magullada, y su mentalmente ausente pero igualmente hermosa madre —ninguna de las dos, como podía verse por sus ojos, había dormido lo más mínimo por la preocupación—, chillaron al ver a Atta —que era el hermano mayor de la bella joven— yaciendo inmóvil en medio de las flores, funeralmente empequeñecidas por el invierno, del esperanzado florista.

El vendedor de flores fue pagado efectivamente con esplendidez, en gran parte para asegurar su silencio, y no desempeña otro papel en nuestra historia. Atta mismo, padeciendo terriblemente por su exposición a la intemperie y por una fractura de cráneo, cayó en un coma que hizo que los mejores médicos de la ciudad, impotentes, se encogieran de hombros. Por eso fue tanto más sorprendente que, a la tarde siguiente, el barrio más miserable y de peor fama de la ciudad recibiera un segundo e inesperado visitante. Era Huma, la hermana del desgraciado joven, y su pregunta fue la misma de su hermano y formulada con la misma voz baja y grave:

—¿Dónde puedo contratar un ladrón?

La historia del rico idiota que había venido a buscar un ladrón era ya de público conocimiento en aquellas callejas insalubres, pero aquella vez la joven añadió:

—Tengo que decir que no llevo dinero ni me he puesto ninguna joya. Mi padre me ha desheredado y no pagará rescate si me raptan; y he entregado una carta a mi tío, subcomisario de policía, para que sea abierta si mañana no estoy en casa, sana y salva. En la carta encontrará detalles de mi venida aquí y removerá Cielo y Tierra para castigar a mis agresores.

Su excepcional belleza, visible incluso a través de los cardenales y magulladuras que le desfiguraban brazos y frente, unida a lo extraño de sus preguntas, había atraído a un grupo considerable de mirones curiosos y, como su pequeño discurso parecía haberlo previsto todo, nadie intentó hacerle daño, aunque hubo algunos broncos comentarios en el sentido de que era muy curioso que quien trataba de contratar a un granuja invocase la protección de un tío policía bien situado.

La llevaron por callejones todavía más oscuros y menos transitados y, finalmente, por una calleja tan negra como la pez. Una anciana de ojos que miraban tan penetrantemente que Huma comprendió enseguida que era ciega la hizo pasar por una puerta de la que parecía brotar la oscuridad como si fuera humo. Apretando los puños y ordenando furiosamente a su corazón que se comportase con normalidad, Huma siguió a la anciana al interior de la casa envuelta en tinieblas.

El riachuelo más débil de luz de velas goteaba a través de la oscuridad; siguiendo aquel hilo amarillo e inseguro (porque no podía ver ya a la anciana), Huma recibió un golpe repentino y seco en la espinilla y gritó involuntariamente, después de lo cual se mordió los labios, furiosa por haber revelado su terror creciente a quienquiera o lo que quiera que, envuelto en negrura, la aguardase.

En realidad, había tropezado con una mesita baja en la que ardía una sola vela y más allá de la cual podía distinguirse una figura como una montaña, sentada en el suelo con las piernas cruzadas.

—Siéntese, siéntese —dijo la voz tranquila y profunda de un hombre, y las piernas de ella, que no necesitaban una invitación más retórica, se le doblaron ante la orden escueta. Agarrándose la mano izquierda con la derecha, obligó a su voz a responder sin temblar:

—Usted, señor, debe de ser el ladrón que ando buscando.

Desplazando muy ligeramente su peso, la montaña en la sombra informó a Huma de que todas las actividades delictivas de aquella zona estaban bien organizadas y controladas también centralmente, de forma que cualquier solicitud de lo que pudiera llamarse un trabajo independiente tenían que canalizarse por aquella habitación.

Le pidió amplios detalles del delito que había que perpetrar, incluido un inventario exacto de los objetos que había que obtener y una exposición clara de todos los incentivos ofrecidos, sin excluir las primas, y además, sólo a efectos informativos, un resumen de los motivos de su solicitud.

Entonces Huma, como si recordase algo, se puso rígida de cuerpo y talante y replicó en voz alta que sus motivos eran exclusivamente suyos; que no discutiría los detalles más que con el ladrón mismo; pero que las recompensas que ofrecía sólo podían describirse como fastuosas.

—Todo lo que estoy dispuesta a revelarle, señor, ya que al parecer estoy en la sede de una especie de oficina de empleo, es que, a cambio de esas recompensas fastuosas, debo tener al delincuente más desesperado de que disponga, a un hombre que no tema a nada, ni siquiera a Dios.

—El peor que tenga, se lo aseguro… ¡Ningún otro valdrá!

Entonces se encendió una lámpara de queroseno, y Huma vio frente a ella a un gigante de cabello gris cuya mejilla izquierda recorría la más siniestra de las cicatrices, un chirlo en forma de letra sín de la escritura nastaliq. Ella se sintió presa de la insufrible idea nostálgica de que el coco del cuarto de su infancia se alzaba para enfrentarse con ella, porque su ayah había prevenido siempre todo acto incipiente de desobediencia amenazando a Huma y a Atta:

—Si no os andáis con ojo enviaré a buscar para que se os lleve… ¡al jeque Sín, el Ladrón de los Ladrones!

Allí, con el pelo cano pero indudablemente con su cicatriz, estaba el tristemente célebre criminal en persona… Y ¿se estaba volviendo loca, la engañaban sus sentidos, o acababa él de anunciar realmente que, dadas las circunstancias que había expuesto, él mismo era el único hombre apropiado para la tarea?

Luchando con fuerza contra los recién nacidos goblins de la nostalgia, Huma advirtió al terrorífico v

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