La oscuridad exterior

Cormac McCarthy

Fragmento

Ella le despertó a sacudidas devolviéndolo a la callada oscuridad. Vamos, dijo. Deja ya de gritar.

Él se incorporó. ¿Qué?, dijo. ¿Qué pasa?

Le despertó a sacudidas de una oscuridad a otra, rescatado de la vociferante turbamulta bajo un sol negro para penetrar en una noche más dolorosa, incorporándose y maldiciendo por lo bajo en la cama que compartía con ella y con la cosa sin nombre que ella llevaba en su vientre.

Despertó del siguiente sueño:

En la plaza había un profeta que exhortaba con los brazos abiertos a la multitud indigente allí congregada; una delegación de la miseria humana que le prestaba atención con ojos ciegos vueltos hacia arriba y muñones arrugados y llagas purulentas. El sol estaba en la cúspide del eclipse y el profeta les dirigió la palabra. Dentro de nada el sol se oscurecería y toda aquella gente sanaría de sus males antes de que el astro reapareciera. Y el que esto soñaba se encontraba también entre los suplicantes y cuando una vez bendecidos el sol empezó a ennegrecer, se abrió paso entre los demás y levantó la mano y tomó la palabra: Yo, exclamó en voz alta. ¿Me curaré también? El profeta le miró como si le sorprendiera verle en medio de aquellos parias. El sol se detuvo. Dijo el profeta: Sí, es posible que te cures. El sol se desplomó de pronto y la noche cayó como un grito. El último borde, fino como un alambre, fue arrastrado hasta desaparecer. Aguardaron. Nada se movía. Esperaron mucho tiempo y empezaba a hacer frío. Encima de ellos las estrellas de otra estación. Empezaron a inquietarse, a murmurar. El sol no volvía. El frío aumentó y también la negrura y el silencio y unos empezaron a gritar y otros a desesperar pero el sol no aparecía. El propio soñador sintió miedo. Sonaron reproches contra él. Estaba atrapado por la muchedumbre y el hedor que despedían sus harapos le asfixiaba. Estaban cada vez más furiosos y soliviantados y trató de escabullirse pero ellos le reconocieron incluso en medio de aquel pozo negro de oscuridad y cayeron sobre él profiriendo alaridos de indignación.

Por la mañana oyó sonar en el bosque el falso carillón del hojalatero. Se levantó y fue tambaleándose hasta la puerta para ver de qué nueva desgracia podía tratarse. No había ido nadie a la cabaña desde hacía unos tres meses y él mismo corría como un poseso hasta el claro umbrío para saludar con el brazo a quienquiera que por azar u oscuro propósito visitara tan remoto paraje, recorriendo él mismo ida y vuelta una vez a la semana los seis kilómetros de fango primaveral reciente que distaban del almacén para comprar las pocas cosas que necesitaban. Harina de maíz y petróleo de carbón. Y caramelos para ella. Cuando el hojalatero irrumpió en el claro con su carreta en medio de una ebria cencerrada, él ya estaba allí agitando los brazos como si tratara de repeler un mal de ojo. El hojalatero le miró entonces, criatura gnómica y menuda laureada por un laberinto de cabellos entrecanos, con sus dulces ojos grises.

Ojo, gritó. Hay enfermos.

El hojalatero dio unos cuantos pasitos más, retrocediendo a la inercia del carro como un mulo repropio, se detuvo y dejó las lanzas en el suelo y se pasó por la frente la manga de su raída chaqueta azul. ¿De qué clase?, dijo.

El hombre se le acercó sin dejar de agitar la mano, mudos sus zapatones claveteados en aquella alfombra de borrajo y como único sonido los cubos del hojalatero en pendulante y sonoro vaivén hacia su gradual reposo.

Fiebre y escalofríos, dijo el hombre. Será mejor que no se acerque. El hojalatero ladeó la cabeza. ¿No será la viruela?

No. El médico dijo que no se acercara nadie.
¿Quién es el enfermo? ¿Uno de los pequeños?

No. Mi hermana. Aquí sólo vivimos ella y yo.

Pues espero que se ponga bien. ¿Necesitan alguna cosa? Traigo de todo para la casa desde hilo hasta sartenes. Tengo unos cuchillos buenísimos. Tengo pólvora de Dupont y cartuchos de casi todas clases. Tengo té y café para cuando viene el predicador. Tengo —el hojalatero bajó la voz y miró en derredor con aire de conjurado—, tengo el mejor whisky de maíz que haya probado nunca. Una botella me queda, le advirtió con un dedo en alto.

No tengo dinero, dijo el hombre.

Vaya, dijo el hojalatero, rumiando. Mire. Me gusta ayudar al prójimo de vez en cuando. ¿Hay algo en la casa que esté dispuesto a cambiar? Podríamos llegar a un acuerdo. Algo nuevo y bonito a lo mejor ayudaría a su hermana de usted a ponerse buena. Tengo unas tocas que no están nada mal…

No, dijo el hombre, removiendo el polvo con la punta del pie. No necesito nada. De todos modos, gracias.

¿Nada para la señorita?

No. Se apaña bastante bien, gracias.

El hojalatero dirigió la vista hacia la mísera choza. Escuchó el silencio reinante. Venga a ver, dijo.

El qué, dijo el hombre.

Hizo un gesto encorvando un dedo. Se lo voy a enseñar, dijo. Acérquese.

¿Qué es?

El hojalatero rebuscó entre sus trastos, metiendo la mano en un saco de dril. Extrajo un librito y se lo entregó al hombre con gesto furtivo.

El hombre lo miró, lo abrió al azar, pasó rápidamente sus hojas de papel malo y tosca impresión.

¿Sabe de letra?

No mucho.

Es igual, dijo el hojalatero. Tiene imágenes. Deme. Le cogió el librito y situándose junto a él en actitud confiada lo abrió por una página que contenía un lastimoso dibujo de una pareja en grotesco coito.

¿Qué le parece?, dijo el hojalatero.

El hombre apartó el libro. No, dijo. No quiero nada. Discúlpeme, he de ir a ver a mi hermana.

Oh, pues claro, dijo el hojalatero. Sólo pensaba que le gustaría echar un vistazo. No hacemos daño a nadie, ¿verdad?

No. He de volver. Quizá necesite algo la próxima vez que pase usted por aquí… Estaba retrocediendo mientras el hojalatero permanecía allí sosteniendo el librito en la mano y su expresión concupiscente convertida en un primer gesto de ira.

De acuerdo. No pretendía nada más. Que les vaya bien. Sobre todo a su hermana.

Gracias, dijo el hombre. Dio media vuelta, levantó apenas un brazo a guisa de despedida y hundió ambas manos en su pantalón de peto y echó a andar hacia la cabaña.

Aún estaré unos días por aquí, le gritó el hojalatero. El hombre siguió caminando. El hojalatero escupió y volvió a situarse entre las varas caídas y levantó la carreta y giró con ella entre crujidos y tintineos y se encaminó hacia el bosque de donde había venido.

El hombre estaba a un paso de la puerta y se quedó con un pie apoyado en el umbral hasta que el otro se perdió de vista. Estuvo oyendo un rato el ruidoso avance de la carreta por los baches y roderas del camino, y luego el ruido se fue fundiendo poco a poco hasta sucumbir al tenue fragor de los pinos y el zumbar de los insectos. Después entró en la cabaña.

Culla, dijo ella.

Qué.
¿Traía cacao, ese buhonero?
No.

Lo que me gustaría tomar una taza de cacao.

Estaba envuelta en una colcha andrajosa, sentada con los pies apoyados en el barrote inferior de la silla, contemplando el hogar estéril donde la luz del mediodía reposaba entre las pavesas y donde su voz le retornaba temblorosa.

Ya se ha ido, dijo el hombre. No traía nada.

Ella se movió un poco. ¿Crees que esta noche podríamos encender fuego?

No hace frío.

Anoche hizo un poco. Tú mismo dijiste que hacía frío. No sabes cómo me gusta tener un buen fuego por la noche. ¿Tú crees que si hiciera frío de verdad podríamos encender un fuego?

Él estaba apoyado en la jamba y rebanaba finas espirales de madera con su navaja. Quizá, dijo sin escuchar, como no escuchaba nunca.

Tres días después de la visita del hojalatero ella sintió un espasmo en el vientre. He tenido un dolor, dijo.

¿Es eso?, dijo él, levantándose rápidamente de la cama en donde había estado contemplando el ininterrumpido pinar por el único y pequeño cristal de la habitación.

No sé, dijo ella. Creo.
Él blasfemó en voz baja.
¿Vas a ir a buscarla?

La miró y desvió la vista. No, dijo él.

Ella se incorporó en la silla, mirando hacia el otro lado de la habitación con los ojos inmensos en su rostro enjuto. Dijiste que la irías a buscar cuando llegara el momento.

No señor, dijo él. Dije que quizá.

Ve a buscarla, dijo ella. Vamos.
No puedo. Hablará.
¿Con quién quieres que hable?
Yo qué sé.

Podrías pagarle un dólar. ¿Por qué no le das un dólar para que no hable y así no hablará?

No. Además es una bruja negra inútil y sólo habla en dialecto. Ha hecho de comadrona un montón de veces. Tú mismo dijiste que era comadrona y que ayudaba en los partos.

Lo dijo ella. Yo no.

La oyó llorar, un sollozo ahogado bajo mientras se mecía de atrás adelante. Al poco rato ella dijo: He tenido otro. ¿Es que no piensas ir a buscarla?

No.

Llovía otra vez. El sol se puso triste y pálido hacia el bosque. Salió al claro y contempló el cielo incoloro. Pareció que iba a decir algo. Al poco rato lamió la gota de agua que tenía encima del labio y volvió a entrar.

Oscureció, y esta vez sí encendió lumbre, saliendo de vez en cuando con el hacha gastada para partir leña y después a la luz de un farol purgar la parte más cercana del bosque en busca de tocones viejos que partió en dos y despojó de sus corazones podridos, llevando a casa las duras cortezas gastadas por la intemperie y apilándolas en el suelo junto al hogar.

Ella estaba ahora en la cama envuelta aún en la colcha raída y mohosa. Periódicamente se agarraba al delgado cabezal de hierro que tenía detrás, combándose lentamente hacia arriba con la respiración que resonaba en la estancia y hundiéndose después entre las sábanas como un pájaro herido.

Él había dejado de preguntarle. Solamente esperaba, sentado en la silla y atendiendo el fuego.

Ojalá se callaran. Dijo ella.
¿Quiénes?

Esos bichos.

Retiró el atizador con el que había estado hurgando distraído las brasas. En medio del gemir del viento y el constante repicar de la lluvia sobre el tejado de cartón alquitranado oyó aullar a un perro. No te molestan, dijo.

Oyó el ruido de sus dedos contra el hierro de la cama y el ruido de los muelles al arquearse su cuerpo. Al cabo de unos minutos ella dijo:

Pues preferiría que se callaran.

Ella no quería comer. Dejó una fuente de pan de maíz frente a la lumbre sobre un ladrillo y la calentó y comió pan con lo poco que quedaba de la carne fría que había traído del almacén. Sacó el hacha de bajo la cama y salió una vez más a por leña. Seguía lloviendo pero ya no hacía viento y pudo oír el suave gemido de un gavial allá en el río. Cuando volvió dejó el hacha apoyada en un rincón y se agachó una vez más frente a la lumbre. Estuvo así un rato hasta que ella pronunció su nombre.

Qué, dijo él.
¿No podrías dejarla debajo de la cama? Creo que así estoy más tranquila. Y además da buena suerte.

Y de madrugada le llamó otra vez.

Sí, dijo él.
¿Qué es eso? Acércate.

No oigo nada.

Aquí. Es por aquí.

Fue hacia ella. Puso la mano sobre la funda basta.

Has roto aguas, dijo.

Había dejado de llover y una luz grisácea bañaba el cristal de la ventana. No había más sonido que el golpeteo de unas gotas aisladas en el tejado ni más movimiento que el lento avance de la niebla sobre el claro, más allá del cual se erguían negros los árboles.

Ya clarea, dijo él.

No he pegado ojo en toda la noche.

Vigilaba junto a la ventana, también él demacrado e insomne. Creo que va a despejar, dijo.

No sé si quedará fuego debajo de esas ascuas.

Volvió al hogar y hurgó entre las brasas apagadas y sopló un poco. Dudo de que esta mañana haya un solo pedazo de madera seca por ahí, dijo.

El sol subió hasta situarse en un incandescente punto céntrico del cielo. La sombra del hombre en el patio se amalgamó a sus pies, como si estuviera derecho sobre una mancha oscura. Como si en ella se moviera. Llevando en la mano un balde de esmalte desportillado, se encaminó hacia la fuente, penetrando en el bosque por un sendero que corría entre helechos que le llegaban a la rodilla, cruzando una ciénaga de un verde pálido por pasarelas de tablas podridas hasta un bosquecillo de pinos y arbustos frondosos, el suelo blando de líquenes y mantillo, para salir finalmente a un hito de piedras cubiertas de musgo bajo las cuales el agua manaba límpida y fresca por su lecho de arena color de sol. Se inclinó con el balde, vio escabullirse una rana leopardo con sus ojos inyectados en sangre.

Al llegar de nuevo al claro la oyó gritar. Se apresuró hacia la cabaña con el agua sobresaliendo del borde del cubo y mojando la pernera de su pantalón. Ya va, dijo. Ya va.

Pero todavía no era el momento.

Me duele mucho, dijo ella.

Entonces, manos a la obra.

Pero la cosa no empezó hasta media tarde. Él estaba de pie junto a la cama donde ella yacía arqueada y jadeante y los ojos desorbitados y las manos de él parecían enormes. Calla, le decía.

¿No puedes ir a buscarla?

No. Calla.

Los espasmos con que ella se retorcía le hicieron pensar más en la muerte, pero no era la muerte lo que ella estaba alumbrando a medida que el día se extinguía.

Más tarde se levantó y la dejó a solas y caminó por el claro. Unas palomas pasaron hacia el río. Las oyó chillar. Cuando entró de nuevo ella había saltado o caído de la cama y yacía en el suelo agarrada al armazón. Pensó que estaba muerta al verla allí tendida con ojos que no reflejaban nada. Luego una convulsión la hizo sacudirse y lanzar un grito. La ayudó como pudo a subirse a la cama. Se había partido la cabeza, que despedía una confusión de sangre. Apoyó una rodilla en la cama, sosteniéndola. Con su propia mano extrajo la criatura, su cuerpo larguirucho arrastrando el cordón en aneloideas contorsiones por las sábanas sucias de sangre. Le limpió la cara de moco con los dedos. El bebé no se movió. Se inclinó hacia ella.

Rinthy.

Ella volvió la cabeza. Mirada perdida y un leve aleteo de sus pálidas pestañas. Ya está, ¿verdad?, dijo ella. ¿He terminado?

Sí.

Dios mío, dijo ella.

Cuando lo cogió se puso a chillar. Agarró el cordón como si fuera una madeja de extraño hilo y lo cortó con la navaja sin mango que llevaba consigo e hizo sendos nudos en los extremos. Una intensa penumbra se había adueñado de la cabaña. Sus brazos estaban sucios de cuajarones hasta los codos. Bajó unas toallas de arpillera ablandada a fuerza de lavarla y humedeció una en el agua del cubo. Limpió al niño y lo envolvió en una toalla seca. No había dejado de llorar.

¿Qué es?, dijo ella.
¿El qué?

Eso. Qué es.

Un varón.

Bueno, dijo ella.

Es canijo.

Por la voz, no lo parece.

No creo que vaya a vivir.

Pues yo lo encuentro muy vivaracho.

Será mejor que duermas un poco.

Ojalá pudiera, dijo ella. Nunca he estado tan cansada.
Él se levantó y fue hacia la puerta, quedándose un instante en la alargada luz cuadrangular del crepúsculo, el codo apoyado en la jamba y la cabeza en el brazo. Abrió la mano y se la miró. Las líneas de la palma expulsaron un fino polvo de sangre seca. Al poco rato volvió a entrar y echó agua en la jofaina y empezó a lavarse las manos y los brazos, lentamente y con esmero. Cuando pasó junto a la cama secándose la cara, ella estaba dormida.

El niño dormía también, roja y arrugada su cara de viejo, los deditos apretados. Alargó la mano para arroparlo en la toalla y lo tomó en brazos y mirando una vez más a la mujer fue hacia la puerta y salió.

La arena del camino estaba rayada y listada de sombras, oscura bajo los pinos y cedros o veteada con la umbría más esbelta de las cañas. Sombras que se amoldaban a todos los recodos del camino. De vez en cuando se detenía a escuchar, sosteniendo el niño con precaución.

Cuando llegó al puente se desvió por un sendero paralelo al río, cuyas aguas crecidas bajaban espumeando rojas como la sangre por entre los puntales de madera y abriéndose en abanico en la poza de más abajo con un siseo constante y arisco. Siguió río abajo llevando el niño ante él delicadamente, casi a un trote corto y con un ojo pendiente del cielo como para cotejar su avance por el avance del sol, la intensidad de la sombra. Medio kilómetro río abajo llegó a un arroyo, un reguero de agua ambarina y pantanosa que el río succionaba de unas riberas herbosas y que formaba una breve mancha no miscible de oscura diafanidad. En este punto dejó el río y tomó un rumbo nuevo bosque adentro.

La región era baja y cenagosa, masiegas y tules, montecillos copetudos entre los arbustos. Se desvió del arroyo en busca de un suelo más seco, casi corriendo ahora, atravesando unos alisos para salir a una poza pequeña de la cual brotó lentamente una garza alzando el vuelo con formidable y laborioso aleteo.

No era de noche cuando reencontró el arroyo, más pequeño y transparente ahora, atascado de mastuerzos y lentejas de agua, y por todas partes un suelo verde y llano bajo la rala cubierta de árboles y una bruma cobriza que tremolaba como un polvo raro en aquella penumbra. El niño estaba otra vez despierto y había empezado a chillar. Llegó a un pequeño grupo de álamos donde el suelo era una alfombra de musgo de un verde nítrico furioso y ese suelo tanteó con el pie antes de depositar en él al niño, que chilló, rojo de encías, a la noche inminente. Se apartó un poco de él y lo contempló aturdido. La criatura se liberó a patadas de la toalla y quedó desnudo y pedaleando. Se arrodilló en la tierra húmeda y lo tapó de nuevo y luego se puso de pie y avanzó pesadamente por la maleza sin volver la vista atrás.

No regresó siguiendo el arroyo sino que se orientó por la escasa luz que aún quedaba en el oeste y marchó decidido a campo traviesa. El aire era malsano, presagiaba tormenta. La noche cayó larga y fresca sobre el bosque que le rodeaba y una quietud espectral se apoderó de todo. Como si se avecinara algo que los grillos y las lechuzas temían especialmente. Apresuró el paso. Con noche ya cerrada se encontró en una foresta pantanosa, atravesando tremedales a duras penas y a medio correr. No encontró el río sino nuevamente el arroyo. O un arroyo distinto. Lo siguió corriente abajo, picando ya de soleta, sintiéndose cercado por los árboles, formas malévolas y funestas que se erguían como androides colosales irritados por la extraña insustancialidad de aquella carne que embestía contra ellos. Hacía mucho que debería haber llegado al río, pero seguía atravesando el bosque a la carrera con las manos al fre

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