Las tres chicas guardan silencio, de pie, junto a la inmensa cristalera. La espera las inquieta. El nerviosismo que tratan de controlar se vuelve cada vez más intenso, más grumoso y palpable. Intentan templar sus miedos apoyándose en una complicidad invisible. Se miran con ternura, regalándose los últimos ápices de cariño, tejidos en la desgracia, engranados en el temor y la amargura. Amanece y todo está a punto de acabar. O quizá no haya empezado.
Miran al mar sumidas en sus pensamientos. Contemplan cómo las olas rompen con brío, cubriendo de espuma gran parte de la orilla. Esta visión repetitiva no consigue calmarlas.
Un ruido en el exterior las sobresalta. Reconocen en sus amigas la misma sensación de angustia, de asfixia, el mismo terror adherido a las entrañas. Intuyen que están siendo rodeadas. Saben que la policía ha llegado. Un golpe seco. Dos. El tercero se acompaña de gritos que resuenan en toda la casa.
Han abierto la puerta.
Unos segundos después, la estancia se llena de gente que gira en torno a ellas, de palabras amables que las arropan, de seguridad en forma de atención personalizada. Se sienten envueltas en preguntas sin respuesta, en incógnitas que no podrán resolver. Las examinan con cuidado, asegurándose de que están bien, de que no han sufrido daños. Los protocolos se extienden por toda la casa, con un incesante revuelo de personas uniformadas que salen y entran en el resto de las estancias. Gritan consignas que ellas han oído cientos de veces en series de televisión y nunca imaginaron tan cercanas. Alguien les echa una sábana por los hombros, con suavidad, con miedo a quebrar su fragilidad. Las animan a caminar al exterior, donde un equipo médico las espera. Se separan sin dejar de mirarse. Contienen las lágrimas con serenidad, aferradas a la entereza que contemplan en sus compañeras, al apoyo que se brindan en silencio, sin que nadie sea testigo. Intentan que hablen, les formulan preguntas respetando el espacio interpersonal, dejando un tiempo prudencial para la reacción. Las respuestas se les estancan en la garganta.
Las chicas no emiten ningún sonido.
Ninguna dice nada.
Ni una sola palabra.
Varias unidades policiales se quedan registrando la casa. No hay objetos personales, ni ropa, ni enseres que justifiquen los días de cautiverio. Tan solo encuentran varias toallas sucias, tres trajes de baño similares a los que llevan puestos y un peine de púas anchas. La inspectora a cargo de la investigación se da cuenta de que todas las cámaras están rotas. Se asombra por la cantidad y por la colocación estratégica de estas, sin dejar ni un solo ángulo muerto. Sobre la mesita de la entrada, visible, dentro de un cenicero, hay un juego de llaves. Comprueba que con ellas se pueden abrir todas las puertas de la casa; la de la entrada, la del garaje y la de la casa de invitados. La inspectora sabe que allí nada es lo que parece.
PRIMERA PARTE
Ellas
1
La historia de Tamo
A la primera que escogieron fue a Tamo.
Tamo no era consciente de su belleza, de su encanto genuino y de lo que este provocaba a su alrededor. Para ella, la sonrisa era una mera expresión de simpatía, un ademán gratuito que regalaba sin reparo. Desconocía que el resto del mundo lo recibía como un gesto seductor, atrayente, con un halo de ingenuidad que desconcertaba. Sus rasgos, casi perfectos, se difuminaban en una inocencia llena de inseguridades. Su atractivo era innato, pero, cuando ella se miraba al espejo, solo era capaz de atender a la tristeza que irradiaban sus ojos negros. Estudiaba en un instituto a orillas del mar, a escasos metros de distancia del hogar que compartía con sus padres y sus dos hermanos pequeños. Vivían en Torremolinos, un pequeño pueblo de pescadores que creció hasta perder su esencia primitiva y convertirse en una ciudad invadida por el turismo.
Era una estudiante que sobresalía no solo por sus extraordinarias calificaciones, también por la creatividad de sus respuestas y la vehemencia con la que defendía sus ideas.
—Algún día seré una policía científica importante —bromeaba con su madre cuando le mostraba sus excelentes notas.
Sus logros eran más llamativos cuando te detenías a analizar su pasado, que arrastraba complicaciones hasta su presente y le dibujaba en los pies una realidad injusta, inmersa en una sociedad que prefería mirar hacia otro lado.
En aquellos días, su situación económica rozaba la pobreza más extrema, la crueldad más inhumana. Le habían cortado la luz, en venganza por los meses de impago del alquiler que se acumulaban en un cajón y que habían agotado la paciencia y el bolsillo del arrendador. El desafortunado casero no encontraba trabajo y tampoco podía hacerse cargo de los gastos de la casa si no recibía remuneración por su ocupación. Su situación también se estaba agravando hasta tal punto que vivía en la misma precariedad que sus inquilinos.
La familia de Tamo no era capaz de sobrevivir con los ingresos que proporcionaba el viejo taller mecánico del padre. Allí arreglaba coches y pequeños electrodomésticos, dándoles una nueva vida. No es que a su padre le faltara trabajo para llenar la cesta de la compra, de lo que carecía era de habilidad para que el dinero que generaba llegara a su hogar con puntualidad. La mayoría de las veces, el sueldo se esparcía en alguna mesa de juego cercana.
Aquella mañana, Tamo cogió su mochila para ir al instituto. En ella solo iban sus cuadernos, una botella llena de agua del grifo y el hueco vacío que debió ocupar su bocadillo. También cargaba con la impotencia de saber que sus hermanos no llevarían nada para desayunar al colegio. Había sido su culpa, por ser tan tonta y confiada.
La noche anterior, su madre estaba preocupada, sabía de sobra que, una vez más, él no cumpliría su palabra y no acercaría algo de dinero antes de que los niños se marcharan a clase.
—No te preocupes, mamá —la calmó Tamo, aproximándose a ella—. Tengo dos paquetes de galletas que guardé para alguna emergencia. Te las dejo en la encimera de la cocina.
Tamo no barajó la posibilidad de que su padre llegara de madrugada, en el mismo estado lamentable de las noches anteriores, y que se comiera los dos paquetes de galletas.
Al levantarse, agarró con rabia el plástico de los envoltorios tirados en la encimera y sintió unas ganas tremendas de entrar a su habitación y gritarle que se había comido lo único que sus hijos pequeños tenían para desayunar aquel día. Pero el miedo relegó a un segundo plano su rabia, dejando a la impotencia el papel protagonista de la escena que acababa de vivir.
Cerró la puerta despacio, con la pesadumbre de saber que su familia lo iba a pasar mal. Su madre sentiría vergüenza y sus hermanos, una pena inmensa por no tener nada que llevarse a la boca.
Al salir del portal, la brisa del mar le recordó que había olvidado su chaqueta. Tampoco le preocupó demasiado, en unas horas el invierno se templaría y pasaría a disfrazarse de una primavera cálida que seducía tanto a turistas como a residentes.
Aunque el día había comenzado con amargura y sentía que llevaba consigo una sensación de aflicción, le consoló recordar que tenía clase con Inés antes del recreo.
Inés era su profesora de informática y una de sus personas favoritas. Pero no siempre había sido así. Se habían acercado el año anterior, después de un episodio desagradable. Tamo se enfrentó con dureza a una compañera que la había insultado. La profesora intervino en el conflicto y la sacó de clase con decisión, casi arrastrándola detrás de ella. A solas, en la biblioteca, la miró a los ojos y se conmovió con la frialdad que encontró en ellos, inusual en una persona tan joven. Su alumna contenía las lágrimas con rabia. Tamo nunca había sentido una mirada tan entrañable, tan cercana y llena de intención. Se derrumbó, llorando desconsoladamente en los brazos de su profesora.
—Llora —le dijo Inés mientras la abrazaba con fuerza—. Saca fuera todo eso que tienes dentro y que te está haciendo tanto daño.
—Si saco todo lo que me hace daño, me quedo sin nada —bromeó la chica, con la respiración entrecortada.
—, a veces es bueno quedarse sin nada para volver a llenarse de cosas bonitas —añadió Inés mientras le acariciaba el cabello con suavidad.
—No sabía que hablabas árabe —dijo la muchacha al escuchar a su maestra susurrar palabras de consuelo en su idioma materno.
—Me crie en Casablanca, tuve que aprender para tener amigas. Y no te creas, aún las conservo —le contó sonriendo.
Desde ese día estuvo pendiente de ella, acercándose poco a poco hasta ganarse su confianza. En sus conversaciones diarias, Inés emitía alguna pregunta amable que le permitía ir tejiendo, con las respuestas, la realidad de la chica. Sintió una pena profunda al descubrir su dureza.
Intentaba ayudarla, cuidando de no herir su orgullo, sin poner en evidencia sus necesidades. Esta cautela conmovía a Tamo, que la percibía con cariño y se dejaba contagiar de una ternura desconocida, de una empatía poco común en su vida.
Inés llevaba el coche al taller de su padre para revisiones que no necesitaba, la invitaba a desayunar con frecuencia y le regalaba libros que Tamo releía decenas de veces, atesorándolos en una vieja estantería de su habitación.
En cuanto sus compañeros salían de clase en estampida al escuchar el timbre que indicaba el final de la clase, ella se acercaba a su profesora y mantenían una conversación que la llenaba de vida, de amabilidad, de la única atención que recibía en el día.
—Tienes muy mala cara, Tamo, vamos a desayunar —propuso Inés, firme pero con cariño.
—Ya he comido —mintió la muchacha—, pero te acompaño a la cafetería y charlamos.
Inés sabía lo que solía desayunar Tamo y, sin consultarle, pidió un bocadillo de tortilla francesa con mayonesa, un café y un zumo de piña para llevar. Intuía que Tamo le había mentido y que no había probado bocado. Caminaron despacio hacia al paseo marítimo, como solían hacer cuando la clase finalizaba antes del recreo. A Inés le encantaba tomarse el café allí, sentada frente a ella, cabalgando sobre el pequeño muro que separaba la arena de la acera. La cercanía del mar y el sol entibiándole la piel la reconfortaban.
Desde que se había prejubilado, impartía solo cinco horas de clase y ya no tenía una tutoría que atender. Apreciaba el nuevo ritmo de vida sosegado, sin prisas, disfrutando de los pequeños momentos del día.
—Toma, cómetelo, es tu favorito —ordenó Inés mientras le ofrecía el bocadillo—. Estás muy delgada. Como sigas perdiendo peso vas a desaparecer.
—A veces me gustaría. —Tamo se arrepintió enseguida de sus palabras—. Si no te importa, voy a guardarlo para después, ahora no tengo hambre.
—¿Cómo va la orden de desahucio?
—Estamos esperando, no sabemos nada más. Buscamos otro alquiler, pero no hemos tenido suerte. Entre que no tenemos nómina y que nos piden tres meses de fianza y un certificado de estar exentos de deudas, es una misión imposible.
—Y los precios, que los alquileres vacacionales se lo han comido todo. —Inés conocía la situación por otras madres del instituto.
—Ya casi que me he acostumbrado a vivir así, no me importa. A mis hermanos les descargo los últimos vídeos de sus streamers favoritos y se los pongo en el móvil. Al menos así los veo sonreír, que, con lo que tenemos encima, no es fácil. Pero si nos echan, no sé a dónde vamos a ir. Yo me adapto a todo, pero no quiero que ellos tengan que dormir en un coche.
Inés sacó dos baterías portátiles de su bolso.
—Casi se me olvida. Toma, están cargadas, así tendrás también para ti. Son de mis hijos, pero, como tienen tantas, no las van a echar de menos.
Tamo miró lo que le ofrecía y tuvo la seguridad de que Inés se las había comprado.
—No hacía falta, ya me diste dos la semana pasada, pero te lo agradezco. Rawan me las cargará cuando se acaben y podré ver alguna serie yo también.
—¿Y tu tía? ¿No puede ayudaros?
—No podemos pedirle más. Nos prestó el dinero para pagar los atrasos del alquiler. Mi madre se muere de vergüenza; al fin y al cabo, fue su culpa. No pudo ser más imprudente. En vez de ir ella o mandarme a mí a saldar la deuda, se lo dio a él, no sé en qué estaba pensando. Se lo fundió todo en una sola noche.
Inés recordó a la madre de Tamo. Cuando la citó a una tutoría, sintió que los papeles estaban intercambiados, que la hija ejercía de madre en la familia. Era una mujer bonita, que, al contrario de Tamo, tenía un carácter tímido y recatado. No hablaba español, pero notó que tampoco tenía iniciativa ni expresaba su opinión ante lo que le estaba explicando. Se limitó a sonreír o emitir monosílabos durante toda la entrevista.
A su padre lo había visto un par de veces en el taller. Con ella siempre había sido amable y correcto, pero no le agradaba la forma en la que hablaba a su mujer y a su hija. Su autoridad impregnaba cada palabra, infundiendo mucho más miedo que respeto.
Tamo murmuró una disculpa y se marchó. Inés se quedó preguntándose por qué se había ido tan rápido. Permaneció unos minutos más mirando al mar, saboreando ese nuevo estado que le permitía disfrutar de la tranquilidad de no tener prisa. Había deseado tanto que llegara ese momento que se sorprendía de no saber gestionar su tiempo libre con la eficacia que había imaginado. Sus hijos ya eran mayores, ambos tenían su trabajo y vivían su propia vida. Y su marido, al contrario que ella, disfrutaba ahora de un momento profesional de éxito que lo mantenía ocupado más tiempo del que a ella le gustaría. Decidió dar un paseo por la orilla, sin quitarse a Tamo de la cabeza. Debía buscar la forma de ayudarla un poco más. Ella tenía dinero, tiempo y recursos para hacerlo con sensibilidad.
Mientras, Tamo había conseguido llegar puntual al recreo de sus hermanos. Cuando calculó que su profesora no podía verla, echó a correr.
En cuanto los pequeños se percataron de que su hermana tenía algo para darles, se acercaron a la verja gritando su nombre. Los dos habían desayunado; sus maestras, acostumbradas a los olvidos de algunas madres que siempre iban con prisas, contaban en clase con galletas y zumos para cubrir esos despistes. Aun así, los dos cogieron el trozo de bocadillo con ganas, le dieron las gracias a su hermana y salieron corriendo para mostrárselo orgullosos a sus maestras y compañeros de juego.
Tamo miró su móvil y se dio cuenta de que había perdido la clase de después del recreo. Valoró que no era importante, ya que tenía tutoría y llegaría a la próxima, a educación física. Ella misma se justificaría la falta en el móvil de su madre.
Se dirigía al instituto cuando recibió una llamada de su padre, pidiéndole que se pasara por el taller. Necesitaba un presupuesto para un camión de una empresa local. Tamo era la única en su casa que sabía escribir en español, así que caminó desganada en su dirección, a un par de kilómetros de allí. Ojalá ese trabajo les proporcionara un poco de dinero para hacer una compra en el supermercado. Se planteó quedarse con su padre el resto del día; así, si entraba algo de efectivo, podría llevárselo y comprar algo para el almuerzo o la cena. Se animó con esa idea, quizá el día no terminaría tan mal.
Al llegar, vio a su padre en la puerta hablando con Karim, un viejo amigo de la familia. A ella nunca le había gustado ese hombre que le dedicaba una mirada amable cuando estaba con su padre, pero que la observaba con un aire lascivo si se encontraban a solas. Le daba miedo la forma con la que clavaba los ojos en los suyos, y cómo después le recorría el cuerpo de arriba abajo. Su intuición la alertaba de que no se quedara a solas con él, que intentara huir de cualquier situación en la que no hubiera más personas.
Hassan, el padre de Tamo, entró al pequeño habitáculo que utilizaba de oficina. Tamo siguió sintiendo la mirada de Karim clavada en la espalda.
—Tienes que hacerme un presupuesto por esta cantidad. —Le señaló unos números que parecían escritos por un niño de educación infantil—. Y estos son los datos, los que están escritos en este papel.
—¿Para cuándo lo necesitas? —tanteó Tamo—. Tengo que volver al instituto, pero si te urge, puedo hacerlo ahora.
—Sí, lo necesito ya —rogó Hassan—. Y también quiero pedirte otra cosa. Tienes que acompañarme al final de la semana a Tánger. Debo llevar unas cosas a la tienda de Mohamed y quiero que vengas conmigo.
Sabía perfectamente por qué se lo pedía. Era la única forma de asegurarse de que no se gastaría el dinero de la venta. Se lo daría a Tamo en cuanto lo cobrara y esta no se lo devolvería por nada del mundo, aunque en la noche volviera suplicándole por él. Lo acompañaba a menudo, cuando reconocía que la situación era insostenible y que su familia no tenía para comer. Además, ella era una negociadora implacable y conseguía más dinero que su padre por los objetos que arreglaba.
Hassan desconocía que Farah, su cuñada, las ayudaba a escondidas. Tamo recurría a ella cuando necesitaban ropa o material escolar. Farah era generosa con su familia, pero no soportaba la vida que su cuñado le daba a su hermana. Sabía que era un hombre trabajador, que trataba bien a los pequeños, pero no le perdonaba su adicción al juego y que hubiera arrastrado a toda la familia a un estado de penuria que no merecían. Tamo ignoraba que detrás de esta rencilla familiar había mucho más de lo que parecía.
Nunca nadie le contó esa parte de su historia.
2
La historia de Estefanía
Estefanía fue la segunda en ser escogida.
Con una belleza mucho más exótica y voluptuosa, la joven escondía sus sinuosas curvas en camisetas deportivas, vistiendo con varias tallas por encima de la suya. No se sentía cómoda ni con su cuerpo ni con su rostro. Detestaba que sus ojos claros le acentuaran el moreno perenne de la piel, herencia de su padre. Los pequeños tirabuzones y el cobrizo del pelo fueron la de su madre. Estefanía no dedicaba tiempo a cuidar de su apariencia. Desenredar la larga melena rizada era un suplicio por el que solo estaba dispuesta a pasar una vez a la semana. Ese día se dejaba el cabello suelto, pero el resto de la semana se lo recogía en una cola alta que disimulaba su pereza para perder tiempo definiendo los rizos.
Estefanía vivía con su madre en Fuengirola, un pueblo costero que en pocos años se había convertido en la segunda residencia de muchos extranjeros que buscaban un buen clima y tranquilidad. Sus calles humildes, antes repletas de comercios locales, se habían trasformado en senderos de franquiciados que proliferaban a una velocidad de vértigo, condenando a los lugareños a vivir con la sensación de fracaso, y a algunos, con suerte, de la renta del alquiler de sus locales.
Nunca conoció a su padre, un uruguayo que desapareció un día dejando sobre la mesa la promesa de volver a por ellas. Pero jamás lo hizo. Sí que había mantenido un contacto discreto, en forma de mensajes de texto llenos de palabras bonitas que nunca calmaron la ausencia.
Estefanía tenía una hermana mayor, Almudena, que ya no vivía con ellas. Su madre y su hermana no habían tenido nunca buena relación, y Almudena se marchó de casa el mismo día en que cumplió los dieciocho, con doscientos euros y la necesidad de salir de un hogar que la asfixiaba. No había vuelto nunca, algo que Estefanía no superaba. La echaba de menos a todas horas. Echaba de menos los gritos, las peleas que la despertaban a medianoche, las zapatillas que su madre lanzaba con ira. Su hermana y su madre se parecían mucho. Las dos tenían una baja tolerancia a la frustración, una necesidad imperiosa de llevar siempre la razón y unos esquemas mentales extremadamente rígidos.
Recordaba la noche en que se había marchado y cómo la había mirado a los ojos. La tristeza que se impuso desde ese momento en su vida no se evaporaba, no desaparecía con el paso de las semanas.
«Volveré a por ti y te llevaré conmigo», le dijo Almudena con convicción. Esa fue la última vez que la vio. Estuvo durante un par de meses mandándole mensajes todos los días, hasta que, sin avisar, dejaron de llegar. No volvió a saber más de su paradero. Estefanía la había buscado durante meses, había preguntado a sus amigas, y todas le decían que estaba bien, que se había marchado al extranjero y que trabajaba en una tienda de ropa.
Nunca se lo creyó. Las caras de las amigas transmitían lo contrario. Era inteligente y pudo intuir que algo le ocultaban. Temía que su novio, un chico del pueblo que siempre se estaba metiendo en líos, tuviera algo que ver. Nunca le había gustado cómo la trataba. Una de sus amigas le daba una carta de Almudena cada cierto tiempo. En ella le contaba cosas triviales y mantenía viva la esperanza de que se encontraba bien.
Aquella mañana, Estefanía se había quedado dormida y se presentó tarde en la panadería. Eso suponía que, si quería llegar puntual al instituto, tenía que correr para hacer sus tareas. Si no las terminaba, no podría evitar que su madre perdiera los nervios.
Con un poco de suerte y premura le daría tiempo. Tenía dos horas para meter la bollería en el horno, formar los panes cuya masa su madre ya había puesto a levar a primera hora y ordenar los mostradores. Realizaba las mismas tareas desde que era pequeña, cuando solía acompañar a su abuelo al obrador. Al entrar en la preadolescencia, no le perdonó por haberles dejado en herencia ese ruinoso negocio en el que siempre había agujeros que tapar y mercancía que comprar. Con el tiempo comprendió que sin él hubiesen estado perdidas.
Sacó la masa de pan y la cortó en trozos pequeños que iba pesando en la báscula. Antes de darles forma, metió en el horno los cruasanes y las napolitanas. Roció la bollería del día anterior con un jarabe suave y le dio un golpe de calor. Eso la volvió tierna y jugosa, lista para ser vendida.
Cuando sacó el pan del horno, su madre levantó la pesada persiana para abrir la panadería. Pudo oírla maldiciendo a los niñatos que se habían orinado en ella la noche anterior.
—Ya he terminado la bollería, me falta hacer la crema pastelera y meter el hojaldre de las palmeras —contó Estefanía.
—¿En serio? —cuestionó Graciela—. No puedo creer que no hayas terminado todavía. Dispones de dos horas para hacer cuatro cosas y solo te da tiempo a dos. ¿Es que no te das cuenta de que tú te vas al instituto y yo me quedo aquí sola? Y hoy tenemos tres locas gigantes, que debes hacer antes de irte.
—Voy a llegar tarde. No me va a dar tiempo a hacer las locas —protestó subiendo el tono.
—Estefanía, me parece muy bien que desees seguir estudiando y que quieras ser una mujer de provecho. Pero resulta que para eso necesitas comer. Y para comer necesitas que vendamos más porque no llegamos. Y fue a ti a la que se le ocurrió la genial idea de hacer las locas gigantes de distintos sabores para los cumpleaños. Así que deja de perder el tiempo y hornea los hojaldres. Son dos de avellanas, una de chocolate blanco y otra de dulce de leche.
—Pero, mamá, eso son cuatro, no tres. Me va a llevar más de una hora.
—Sí —confirmó Graciela—. Va a ser más porque hay que preparar una bandeja de chajá para Sergio, que es su cumpleaños y olvidé decírtelo.
Estefanía supo que no pisaría el instituto en toda la mañana, cosa que le pasaba últimamente con mucha frecuencia.
La elaboración de dulces gigantes para cumpleaños había sido todo un acierto. Hornear napolitanas de gran tamaño o el dulce típico de Málaga por excelencia, las locas, para quince comensales le había proporcionado un incentivo extra muy necesario. Se sentía orgullosa de haber defendido su idea, aunque a veces le robara horas de estudio. Al menos podrían pagar todas las facturas sin que se acumularan.
Se sintió frustrada al pensar en el trabajo que le quedaba.
Lo único que la reconfortó fue que adoraba a Sergio, un uruguayo que trabajaba de administrativo en una escuela de idiomas cercana. Era uno de los clientes que más apreciaba. Sergio siempre la miraba a los ojos, con franqueza, y era el único que parecía sentir compasión cuando su madre la trataba con desdén, interviniendo con diplomacia para que dulcificara su carácter. Lo hacía con bromas y chascarrillos que no funcionaban siempre con el mismo éxito, pero que Estefanía valoraba.
Sergio solía venir a comprar el pan a diario, con sus hijos, a última hora de la tarde. Los pequeños eran unos niños alegres y educados a los que les encantaba pasar al obrador y llenarse las manos de harina. El padre conversaba con Graciela, mientras Estefanía les regalaba los recortes de hojaldre o bizcocho que habían sobrado ese día. Algunas veces se los mojaba en chocolate y otros en dulce de leche. Los niños salían contentos de la tienda, mostrándole a su padre la bolsita con sus tesoros. En ocasiones especiales, por su cumpleaños o Navidad, los invitaba a hacer galletas de mantequilla. Estefanía disfrutaba con los pequeños, que se esforzaban por cumplir con las normas de higiene y seguridad que les marcaba con rigurosidad.
Sabía que esa familia se deleitaba en su panadería por tener elaboraciones de su tierra, herencia del tiempo que su padre pasó allí. Encontraban frailes rellenos de dulce de leche, cruasanes de azúcar y los mejores chajás, un pastelillo típico uruguayo que combinaba merengue y bizcocho con trozos de melocotón en almíbar.
Estefanía los consideraba sus amigos. No contaba con amigas íntimas. Aunque tampoco hubiese tenido tiempo para compartir con ellas momentos especiales. Sus relaciones sociales se limitaban a las excursiones con el instituto o al cumpleaños de alguna compañera en el que se sentía una extraña. Se levantaba demasiado temprano para acostarse tarde y terminaba el día convencida de que no tenía nada emocionante que compartir con nadie. Todas las noches, antes de dormir, envidiaba en silencio la vida de sus compañeras. Revisaba sus cuentas en redes sociales una a una, sintiendo de alguna manera que formaba parte de esos ratos de risas, de esa complicidad que se compartía en cada fotografía. Le hubiese encantado tener un grupo de amigas, una pandilla con la que reír y divertirse.
Aun así, era muy activa en redes. Colgaba fotos triviales de su día a día, de sus elaboraciones, de lo que comía o soñaba. Le encantaba consultar sus cuentas y encontrarse con likes de desconocidos que le alegraban el día de manera desmesurada.
—Ya he terminado las locas y lo de Sergio. Si me doy prisa, llego a las dos últimas horas.
—Va a llegar la harina y mira cómo tengo la tienda, tienes que quedarte a ayudarme.
Estefanía suspiró en el mismo instante en que escuchó el pitido con el que saludaba el camión de reparto. Se encontró sin escapatoria, se volvió a poner el delantal y abrió por la puerta lateral para dejar pasar al repartidor. Tardarían un buen rato en colocar la mercancía, en rellenar los recipientes donde se guardaba la harina y limpiar el rastro blanquecino que dejaba en el suelo.
Le encantaba el olor que desprendían los sacos al abrirlos, el aire empolvado que tardaba un rato en desaparecer. Compraban materia prima de primera calidad, invirtiendo en ella gran parte de los beneficios. El resultado final era un pan denso, con miga apretada y un sabor único. Esta diferencia era la que les había hecho sobrevivir frente a los productos de panadería de bajo coste que ofertaban las grandes superficies. Realizaban pocas unidades, todas con masa madre que ellas mismas elaboraban.
Graciela se levantaba a las cinco para amasar y preparar el levado de todas las piezas que vendían en el día. No tenían capacidad para hacer grandes cantidades. Sus hornos no eran modernos, de gran potencia. Pero ofrecían el pan de siempre, de calidad, el que podías guardar en una panera una semana entera sin temor a comerte un trozo de corcho.
Su clientela se dividía entre los lugareños que llevaban toda la vida comprando allí y los extranjeros que adquirían el pan como una exquisitez del país que visitaban.
Rafa, el repartidor, vivía una realidad muy parecida a la de Estefanía. Su padre andaba desde muy joven empolvado, repartiendo harinas por toda la costa. Ahora vendían menos y trabajaban más, porque tenían que recorrer el doble de kilómetros que antaño. La mayoría de las panaderías compraban sus elaboraciones congeladas.
—Buenos días, cosa bonita. Te traigo diez de candeal, cinco de fuerza, dos de integral y uno de centeno. También te traigo una bolsa llena de especias y dos tarros que no tengo ni idea de lo que son; serán para tus experimentos. Te lo pongo donde siempre si me das un pastelito, que estoy enmallao —soltó de corrido Rafa, casi sin respirar, metiendo la mano en la bandeja que había preparado para Sergio.
—¡Ni se te ocurra tocarme esos! —gritó Estefanía—. Si me falta uno, voy a tener que preparar otra vez el bizcocho, que son para un encargo. Anda, coge un xuxo de chocolate, que los acabo de freír.
—Y uno de crema, ¿no? Mira este cuerpo, muchacha. —Se levantó la camiseta para mostrarle los músculos marcados de su estómago—. Necesito combustible para mantenerlo en forma.
—Ni loca, que cualquiera escucha a mi madre —replicó mientras le daba un cruasán y un empujón para que se marchara a descargar la mercancía.
Él se resistió entre risas e hizo el amago de coger un pastelito de otra bandeja. Estefanía se movió con rapidez, interponiéndose en su camino. Quedaron tan cerca que su mejilla le rozó el hombro.
—Algún día deberías soltarte el pelo, y no digo solo quitarte ese moño rancio que llevas. Vente conmigo un sábado a Puerto Marina y verás qué bien te lo pasas. Te presento a mis amigas, que son las mejores, o, si no, nos vamos los dos solos, que no te vas a aburrir ni mijita.
—Yo no voy contigo ni a la vuelta de la esquina; anda, termina, que hoy vas a llegar a comer a las cinco de la tarde.
—No importa, ya voy lleno con el xuxo que me has dado, el cruasán y el otro que te he birlado. —Abrió la mano y le enseñó un pastelillo aplastado—. No te has dado ni cuenta… Como no puedes dejar de mirarme, es lo que hay.
Estefanía sonrió y se apoyó en la puerta. Se quedó observando cómo el chico cargaba los pesados sacos, con qué facilidad los levantaba y los apilaba.
—Si esto hago con los sacos, imagínate lo que puedo hacer contigo —le susurró al acercarse.
Estefanía se sonrojó y abrió mucho los ojos. El muchacho se rio a carcajadas de su expresión, lo que provocó que las mejillas se le ruborizaran aún más.
—Anda, fírmame el albarán, que si se lo doy a tu madre se escuchan los gritos hasta en Marbella. Y eso que no le subimos el precio desde hace tres años.
—Es que sois muy careros —protestó recuperando la compostura—. Es normal que mi madre se queje.
—Muchacha, en tu madre nada es normal. Tú tienes un chalet en el cielo al que le están poniendo la piscina y la pista de tenis. Soportarla tiene que darte algún premio en la otra vida.
Rafa cogió el albarán firmado y se marchó guiñándole un ojo. Por primera vez en su vida, Estefanía se había sentido dueña de un halago, de la atención de un chico. Fue una sensación nueva que le gustó más de lo que podía reconocer.
Una sensación que muy pronto cambiaría el rumbo de su vida.
3
La historia de Arabia
Arabia fue la última de las tres en ser seleccionada.
Le faltaban cuatro meses para cumplir diecisiete años, pero su cara aniñada y su delgadez la hacían parecer mucho menor. Era un torbellino que contagiaba de alegría a todos los que tenía a su alrededor. Cuando hablaba, movía las manos con gracia, con salero, utilizando una verborrea que, si te pillaba desconcentrado, no eras capaz de descifrar. Cuidaba con detalle de su aspecto, intentando armonizar los tonos del maquillaje con la ropa barata a la que conseguía dar glamour. Su rostro era armonioso, de ojos grandes y labios perfectos, siempre iluminados por una sonrisa franca difícil de ignorar.
Arabia vivía con sus padres y sus tres hermanos pequeños en las afueras de Benalmádena, en una modesta casa que, en cuanto abría sus puertas, dejaba a los invitados con la boca abierta. Nadie esperaba que en ese barrio humilde hubiese una casa tan imperfecta y tosca por fuera, pero con una decoración tan cuidada y exquisita en su interior. Ni el mejor decorador de la costa del Sol hubiese hecho un trabajo más equilibrado y perfecto.
Arabia y su madre, Lucía, trabajaban limpiando chalets de lujo de turismo vacacional. Cuando entraban en esas mansiones, observaban, se fijaban en los pequeños detalles que embellecían cada habitación. Las dos tenían muy claro que el concepto de lujo y glamour no tenía nada que ver con los muebles caros, sino con la combinación de los pequeños detalles. Y habían creado en su hogar una réplica de todo lo que las impresionó en el camino.
Aquella mañana, Lucía tenía que limpiar un chalet, un apartamento y un estudio. La noche anterior, Arabia se había ofrecido a acompañarla. Si no lo hacía, su madre no terminaría hasta bien entrada la madrugada.
Cuando despertó, la mujer ya tenía el cubo preparado con todos los trapos y líquidos espumosos que ella misma elaboraba para limpiar, con vinagre, bicarbonato y detergente.
—Ya lo tengo todo —susurró a su hija—. No hagas ruido al cerrar o tu padre se despertará, y acaba de llegar de pescar.
El padre de Arabia había sido albañil desde su adolescencia, pero un accidente laboral lo retiró de manera forzosa. Se había caído de un andamio a gran altura con tan mala suerte que los hierros de la estructura le habían cortado la pierna de mala manera. Cuando llegó al hospital, los médicos decidieron amputársela. Pero los gritos y lamentos del hombre, que se negó de todas las formas posibles, hicieron que los médicos se plantearan otra solución.
Tras varias operaciones y varios injertos, pudieron salvar la pierna, pero nunca volvió a caminar con normalidad. Una pronunciada cojera lo dejó fuera del sistema laboral, que lo castigó con una jubilación parcial, argumentando que era un hombre joven que podía desempeñar un trabajo acorde a su nueva condición física.
La realidad fue que se sumió en el pesar más profundo, sintiendo que había fracasado como marido y como padre por no poder traer el sustento a casa. Por su culpa, su mujer debía salir a trabajar. Lucía no lo había tenido fácil; sin los estudios más básicos, el mundo laboral estaba muy restringido. Comenzó a echar horas fregando escaleras y limpiando portales hasta que encontró trabajo en una empresa de limpieza.
Aunque al principio les costó un poco adaptarse a las nuevas formas de acceso a las casas, abriendo los portones con códigos y candados colgados en sitios cada vez más inverosímiles, ya se habían acostumbrado. La sorpresa, en todo caso, las aguardaba en el interior. Comenzaban la tarea con el pensamiento de «no saber lo que iban a encontrarse dentro».
En cuanto abrieron la puerta supieron que necesitarían más tiempo del que habían calculado. No tenían claro qué había ocurrido allí, si había sido una fiesta o una batalla campal. Las sillas estaban volcadas en el jardín y había restos de bebida y comida en todas las superficies de la casa, incluidas las paredes. Cientos de vasos y copas de cristal se esparcían por el césped.
—Antes de tocar nada, grábalo, mama, que la pechá de horas que vamos a emplear para restaurar esta pocilga no va a ser chica. Y no nos van a creer.
—Sí, hija, buena idea, y voy a llamar a la agencia para que envíen a alguien al apartamento y al estudio. Aquí vamos a echar el día y parte de la noche —sentenció Lucía, apesadumbrada.
—Ve tú limpiando dentro y yo voy recogiendo las copas del jardín. ¿Sabes dónde hay una bandeja? —preguntó Arabia.
Lucía ya la tenía preparada en la mano, lo que hizo que su hija sonriera. Las dos comenzaron a limpiar, maldiciendo e insultando a las personas que tenían esa forma tan peculiar de divertirse.
Cuando Arabia hubo llenado la bandeja de copas, entró en el salón para colocarlas en el lavavajillas. No se dio cuenta de que un pequeño escalón separaba las dos estancias, tropezó y cayó al suelo rompiendo todas las copas. Lucía, que se encontraba cerca, intentó coger la bandeja, pero lo único que consiguió fue que una de ellas le estallase en la frente.
—¡Ay, mama, que la he liado! ¡Treinta copas por lo menos he tirado!
—Válgame Dios, acabas de cargarte el sueldo de cinco semanas —decretó con una inmensa pena.
—No me digas eso, mama, no me digas eso que me muero.
—Si es que esas eran copas de las que suenan, hija.
—¡Qué van a sonar ni van a sonar! ¿Qué me estás diciendo? Encima te he dejado tonta con el golpe. No se puede tener más bajío.
—Que son del cristal del bueno, de esas que, cuando están llenas, pasas el dedo y suenan. Que no me has dejado tonta, que ya vengo así de serie. No sé cómo vamos a arreglar esto, si es que no tenías que haber cargado tanto la bandeja.
—Pero es que no sabía que la iba a tirar. Si lo llego a saber, no la cargo, mala puñalá me den. Podemos ir al bazar a ver si encontramos unas parecidas.
—O podemos decir que lo han hecho ellos. Estos estaban tan borrachos que ni se acuerdan —propuso Lucía.
—Pues no es mala idea, mama, podemos decir eso.
—Ten cuidado no te vayas a cortar con los cristales. Acércame una bolsa de basura de allí. —Lucía señaló la alacena.
—Mama, que no podemos.
—¿Que no podemos qué? —preguntó Lucía, muy alterada.
—¡El vídeo! Que en el vídeo se ven las copas bien, y ya se lo hemos mandado a tu jefe y él se lo habrá enviado al dueño del casoplón este.
—Pues vamos al chino. Compramos las que veamos. Algunas parecidas habrá.
—¿Pero tú sabes lo que nos van a costar la ristra de copas que me he cargado? Tenemos que poner dinero encima hoy.
—Y si descubren que hemos dado el cambiazo, me despiden y a ver qué comemos, que ni a ti ni a tu padre os gusta la sopa de sobre.
Lucía estalló en carcajadas y su hija se contagió. Cuanto más reían, menos podían parar. Con un ataque de risa, las dos fueron incapaces de encontrar una solución.
—Pues vamos a tener que decir la verdad, no nos queda otra —sentenció Lucía cuando se hubo calmado.
—Pues le coceré huevo duro a la sopa, para mejorar una mijilla el sabor. Y le echaré trocitos de jamón serrano. ¿Ves? No puedes perder el trabajo, que tengo gustos caros.
Arabia se levantó de golpe. Corriendo abrió los muebles. Y se dio cuenta de que en uno había al menos cincuenta copas como las que había roto. Suspiró aliviada.
—Ya tengo la solución. Tráete los cristales, mételos en el cubo de la basura —pidió Arabia, decidida.
—A ver si ahora nos vamos a cortar y va a ser peor el remedio que la enfermedad.
—No, mama, mira, aquí hay copas para dar y regalar. —Señaló el mueble inferior—. Cogemos los cristales y, como no hemos grabado en la parte de arriba, le decimos que estas estaban allí rotas. Y nos ahorramos hasta de lavarlas.
—Niña, si al final nos has hecho un favor —anunció Lucía, contenta.
Subieron a la planta de arriba. No sabían muy bien cómo poner las copas para que pareciera que se habían roto allí.
—Ya lo tengo —afirmó Arabia.
Corrió a buscar el recogedor y el escobón y volcó todos los cristales en el suelo.
—Ahora los amontonas así y le grabas un vídeo a tu jefe que diga que estas son todas las copas rotas que has encontrado en la planta de arriba, como si ya las hubieses barrido.
—Torpe eres un rato, pero lista también.
Lucía siguió el consejo de su hija y mandó el vídeo a su jefe. Cuando este le devolvió un emoticono con una cara de sorpresa como respuesta, supieron que el plan había funcionado.
Bajaron y siguieron con la faena. Estaban tan acostumbradas a trabajar juntas que no necesitaban repartir las tareas. Arabia siempre realizaba las que necesitaban de más esfuerzo físico, intentando que la espalda de su madre no se resintiera más de lo que ya estaba. Lucía siempre limpiaba los baños, porque sabía que a su hija le desagradaba.
Cuando solo les quedaba el salón, Lucía se armó de valor y decidió sacar un tema que le preocupaba.
—¿Vas mañana con tus primas a dar una vuelta por el mercadillo? —interrogó con tiento.
—No puedo, tengo que estudiar.
—Un ratillo, hija.
—Va a venir Laura a estudiar conmigo a casa.
—De eso se trata, Arabia, que solo estás con Laura y que tus primas te echan de menos.
—Ya sé que Laura no te gusta, pero es la única de mi clase que se preocupa por mí; me presta los apuntes de los días que no voy y me explica las cosas que no entiendo. Pero, vaya, yo sé por qué no te gusta.
—No te equivoques, ¿eh?, que si piensas que no me gusta porque es lesbriana, estás equivocada.
Arabia estalló en risas.
—¿Qué has dicho que es? ¿Lesbriana? ¿Eso qué es? —preguntó muerta de la risa.
—Sí, eso, ríete de tu madre y su ignorancia. Que yo no tuve la suerte que tienes tú, guapa, de poder estudiar. Que con catorce años ya estaba fuera del colegio. Qué feo está eso de reírse de una madre. He dicho «lesbiana», lo que pasa es que me he trabao, pero sé cómo se dice. Y puede que sea una ignorante, pero para otras cosas soy muy avanzá; si tú estás roneando con la niña esa, pues tira. Yo se lo digo a tu padre y él no va a poner ninguna pega. Que uno quiere a quien el corazón le dice. Eso sí, lo que no me gustaría es ser la última en enterarme.
—Que Laura tiene su pareja y es muy feliz con ella, que solo somos amigas. Que a mí no me gustan las mujeres, que te lo he dicho ya muchas veces. Qué cansina eres…
—Cansina no, sé que estas cosas suelen ser dificilillas de soltar. Y mira lo guapa que eres y sin pretendientes, Arabia, eso tampoco muy normal no es. Con tu edad, yo ya te tenía a ti en el mundo.
—Pero si me has dicho cientos de veces que no corra, que no cometa tus errores. ¿En qué quedamos? Lo mismo me vas a dibujar un croquis con la edad indicada para hacer cada cosa.
—Aligera con la encimera y vámonos a limpiar el bar de fuera, anda, que allí he visto unos vómitos verdes que, como se sequen, no hay Dios que los quite.
Arabia puso cara de asco, sin caer en la cuenta de que su madre le estaba tomando el pelo.
—Vas a ser la primera en saber quién me gusta y con quién salgo —prometió Arabia.
No sospechaban ninguna de las dos que ese momento llegaría muy pronto.
4
Los pasos de Tamo
Le hizo el presupuesto a su padre deseando con todas sus fuerzas que fuera aceptado y que la situación mejorara. Estaba a punto de salir cuando vio que un chico se paró en la puerta. Era alto, atractivo, con unos ojos azules que llamaban la atención por su tonalidad clara. Empujaba una moto de gran cilindrada. No tendría más de veinte años.
La miró dedicándole una bonita sonrisa.
—Hola, ¿está abierto? La moto no me arranca.
—Buenos días —habló Tamo—. Dame un segundo, que llamo a mi padre para que le eche un vistazo.
—Muchas gracias, me salvas la vida. Tengo que ir a trabajar y sin la moto estoy perdido.
Tamo llamó a su padre por teléfono, pero no le localizó. Se sintió incómoda por la espera del chico.
—No me lo coge, pero no debe de andar muy lejos. ¿Has notado algo raro antes de que se te parara? —preguntó para ganar tiempo.
—No, que va, esta mañana vine desde Estepona sin ningún ruido extraño, pero ahora he ido a arrancarla y no he conseguido que me lleve de regreso —contó con una sonrisa.
—Mi padre es especialista en ese modelo que tienes. Se las conoce como la palma de la mano, no tardará en dar con lo que le pasa. Es más, a veces solo mirándolas sabe qué les ocurre. Yo no puedo entender cómo lo hace.
—Perdona, no me he presentado, he llegado tan apurado… Me llamo Adrián.
—Yo s