La verdadera

Saul Bellow

Fragmento

Saul BellowHombre en suspensoLa víctimaLas aventuras de Augie MarchCarpe DiemHenderson, el rey de la lluvia HerzogEl planeta de Mr. SammlerEl legado de Humboldt, y al año siguiente se le otorgó el premio Nobel de Literatura.

Saul Bellow

La verdadera

Prólogo de

Rodrigo Fresán

Traducción de

José Luis López Muñoz

Título original: The Actual Primera edición con esta portada: XXXX

(Primera reimpresión: XXXXX) © 1997, Saul Bellow

© 1998, Santillana, S. A.

© 2006, de la presente edición para todo el mundo:

Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.

Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona

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ó i c c u d a r t a l r o p por Santillana Ediciones Generales, S. L.

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Printed in Spain – Impreso en España ISBN: 978-84-8346-088-7

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Compuesto en Lozano Faisano, S. L. (L’Hospitalet) Impreso en BookPrint Digital, S. A.

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No es difícil saber lo que la gente cree que está haciendo. Como tampoco es demasiado difícil descubrir qué es lo que realmente se proponen, si se usa un poco el sentido común. Los habituales repertorios de estratagemas, supercherías y chanchullos en materia de personalidad, ligados a planteamientos delictivos, están ya muy vistos. Han pasado bastantes años desde la última vez que La psicopatología de la vida cotidiana, con su historia-detrás-de-la-historia, en otro tiempo tan reveladora, despertara mi interés. Que un lapsus linguae nos lleva hasta el travieso id no necesita nuevas demostraciones. Reconozco que Freud fue uno de los hombres más ingeniosos que han existido nunca, pero su sistema me sirve ya para tan poco como el reloj de Paley, metáfora del universo, al que se dio cuerda en el principio para que siguiera haciendo tictac durante miles de millones de años. Mientras quede alguna cosa por suponer, habrá alguien (en este caso un clérigo inglés del siglo XVIII<5>) dispuesto a suponerla.

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Nunca ha sido deseo especial mío que se me conozca bien. Aunque no creo, por otra parte, que a un observador diligente le resulte demasiado complicado calarme. Cuando se me pregunta, digo que vivo en Chicago y que estoy semijubilado, pero no me tomo la molestia de aclarar a qué me dedico. Tampoco es que haya mucho que ocultar. Tengo aspecto chino. A raíz de la guerra de Corea se me envió a estudiar mandarín a un centro especializado. Tal vez mis esotéricas habilidades, mediante un proceso interiorizado de sugestión, hicieron aparecer en mi rostro una expresión del Lejano Oriente. Mis compañeros de clase nunca me llamaron «amarillo», aunque podrían haberlo hecho, dado que, por forastero y huérfano, me encontraba en una categoría sumamente ambigua. También eso, sin embargo, era engañoso. Mis progenitores vivían. Me llevaron a un orfanato porque mi madre padecía una enfermedad de las articulaciones que la llevaba de sanatorio en sanatorio, sobre todo en el extranjero. Mi padre no pasaba de carpintero. La familia de mi madre pagaba las facturas, dado que sus hermanos eran prósperos fabricantes de salchichas y estaban en condiciones de sufragar sus gastos médicos en Bad Nauheim o en Hot Springs, Arkansas.

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Cuando llegué al instituto, también se dio por sentado que, si venía del orfanato, era huérfano. Nunca tuve ocasión de explicar mi curiosa situación, y todas sus peculiaridades acabaron por inscribirse en la estructura de mi cara: cabeza redonda, pelo todo lo largo que permitían las normas de la institución, prominentes ojos negros y boca grande de labios gruesos. Estupendos materiales para la insidiosa apariencia de Fu Manchú.

El camino de vuelta de una persona a su identidad primitiva es el regreso del exilio espiritual, porque a eso se reduce su historia individual, a un exilio. No me permití sacarle demasiado partido a los labios de apariencia china. Había decidido que ocuparse demasiado de la propia imagen, que ajustarla, revisarla, manipularla, era una pérdida de tiempo.

En los días en que me dedicaba a examinar mis posibilidades, creía que tal vez —solo tal vez— pudiera integrarme en otra civilización. Los chinos nunca se fijarían en mí en China, mientras que en mi propio país, el aspecto vagamente chino no me evitaría ser descubierto…, quiero decir, probablemente, expuesto a todas las indiscreciones.

Pero solo duré cinco años en el Lejano Oriente, de los cuales pasé en Birmania los dos últimos, donde establecí importantes conexiones comerciales, y donde descubrí, inmerso en otra civilización, que estaba especialmente dotado para los negocios. Provisto ya de ingresos vitalicios gracias a la operación birmana, que contaba con una rama guatemalteca, regresé a Chicago, donde se hallaban mis raíces sentimentales.

Renuncié a ser chino. Algunos occidentales, por supuesto, prefirieron en el pasado ser orientales. No nos olvidemos del famoso ermitaño británico de Pekín, tan maravillosamente descrito por Trevor-Roper, ni tampoco de Cohen Dos-Pistolas, el gángster de Montreal contratado por Sun Yat-sen como guardaespaldas, que nunca quiso regresar a Canadá, según parece.

Pronto comprobarán ustedes que tenía razones de peso para volver a Chicago. Podría haber ido a otros sitios —Baltimore o Boston—, pero la diferencia entre ciudades no pasa de ser más de lo mismo, aunque esté superficialmente disfrazado. En Chicago tenía asuntos sentimentales inconclusos. En Boston o en Baltimore habría seguido pensando, diariamente y con regularidad, en la misma mujer: lo que le hubiera podido decir, lo que podría haberme contestado. Los objetos de amor, como da en llamarlos la psiquiatría, ni aparecen con frecuencia ni es fácil prescindir de ellos.

La distancia es una pura formalidad de la que la mente, en realidad, no se entera.

Regresé a Chicago y puse en marcha un negocio en la calle Van Buren. Formé a mis empleados para que lo llevaran sin contar conmigo, y quedé en libertad de llenar mi vida con otras actividades más interesantes. En cierto modo para sorpresa mía, me incorporé a un grupo de gente peculiar. La mayor amenaza en un sitio como Chicago es el vacío, fallas y huecos humanos, algo semejante a un ozono espiritual que huele a lejía. En los viejos tiempos, los tranvías de Chicago desprendían un olor parecido. El ozono se produce gracias a la combinación del oxígeno con los rayos ultravioleta en las capas superiores de la atmósfera.

Encontré maneras de protegerme contra aquella amenaza preliminar (la amenaza de ser absorbido por el espacio exterior). Extrañamente, empecé a recibir invitaciones en calidad de experto sobre Oriente. Al menos, las anfitrionas así lo creían. Yo no lo afirmaba nunca. No hacía falta decir gran cosa.

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