Furia

Salman Rushdie

Fragmento

1

E l profesor Malik Solanka, historiador de ideas retirado, irascible fabricante de muñecas y, desde su reciente quincuagésimo quinto cumpleaños, célibe y solitario por su propia (y muy criticada) elección, se encontró viviendo en sus años plateados en una edad dorada. Al otro lado de la ventana, un verano largo y húmedo, la primera estación cálida del tercer milenio, se cocía y sudaba. La ciudad hervía de dinero. Los alquileres y los precios de los inmuebles nunca habían sido tan altos, y en la industria de la confección se decía comúnmente que la moda nunca había estado tan de moda. A cada hora abría un nuevo restaurante. Grandes almacenes, representaciones y galerías luchaban por satisfacer la disparada demanda de productos cada vez más rebuscados: aceite de oliva de edición limitada, sacacorchos de trescientos dólares, 4 X 4 personalizados, los últimos programas antivirus, servicios de compañía que ofrecían contorsionistas y mellizas, instalaciones de vídeo, arte outsider y chales del peso de una pluma, hechos con perillas de cabras montesas extinguidas. Había tanta gente arreglando su apartamento que los artefactos y accesorios de calidad se cotizaban mucho. Había listas de espera para baños, picaportes, maderas duras importadas, chimeneas falsamente antiguas, bidés y lápidas de mármol. A pesar de las recientes caídas del índice Nasdaq y de las acciones de Amazon, la nueva tecnología traía a la ciudad de cabeza: todavía se hablaba de puestas en marcha, ofertas públicas iniciales, interactividad, del inimaginable futuro que acababa de empezar a empezar. El futuro era un casino, y todo el mundo jugaba y todo el mundo esperaba ganar.

En la calle del profesor Solanka, jóvenes blancos de mucha pasta holgazaneaban con prendas holgadas en porches rosados, simulando, con estilo, indigencia mientras aguardaban la herencia multimillonaria que sin duda llegaría muy pronto en cualquier momento. Había una joven alta, de ojos verdes, con pómulos centroeuropeos abruptamente inclinados que captaron especialmente su vista sexualmente abstinente pero todavía mujeriega. El pelo de ella, de punta y rubio rojizo, sobresalía a estilo payaso por debajo de una gorra de béisbol negra Voodoo de D’Angelo; ella tenía los labios llenos y sardónicos y se reía tonta y desconsideradamente tras una mano rutinaria, mientras el pequeño Solly Solanka, a la antigua usanza, dandy y dando vueltas a un bastón, con jipijapa y traje de lino crema, daba su paseo de la tarde. Solly: la identidad universitaria que nunca le había preocupado pero de la que no había conseguido desprenderse por completo.

—¿Señor? ¿Me disculpa, señor? —La rubia lo estaba llamando, con un tono imperioso que insistía en recibir respuesta. Sus sátrapas se pusieron en alerta, como una guardia pretoriana. Ella estaba infringiendo una norma de la vida de la gran ciudad, infringiéndola descaradamente, segura de su poder, confiada en su territorio y su pandilla, sin miedo a nada. Era solo frescura de chica bonita; no gran cosa. El profesor Solanka se detuvo y volvió el rostro para mirar a la ociosa diosa del umbral, que, desconcertantemente, procedió a interrogarlo—: Usted anda mucho. Quiero decir que, cinco o seis veces al día, lo veo andando por alguna parte. Yo estoy aquí, lo veo llegar, lo veo irse, pero no hay perro, y no es lo mismo que si volviera con amiguitas o productos. Además, las horas son raras: no es posible que vaya a un trabajo. Por eso me pregunto: ¿por qué está siempre fuera, andando solo? Hay un tipo que golpea a las mujeres con un trozo de hormigón por toda la ciudad, quizá lo haya oído, pero si yo creyera que es usted un bicho raro, no le estaría hablando. Y tiene usted acento británico, lo que lo hace también interesante, es verdad. Algunas veces hasta lo hemos seguido, pero usted no iba a ningún lado, solo vagaba, solo cubría terreno. Tenía la impresión de que buscaba algo y se me ha pasado por la cabeza preguntarle qué puede ser. Solo estoy siendo amable, señor, solo relaciones de buena vecindad. Usted es una especie de misterio. En cualquier caso, para mí lo es.

Una ira súbita se alzó en él.

—Lo que quiero —gritó bruscamente— es que me dejen en paz.

Su voz temblaba con una rabia mucho mayor de lo que merecía la intromisión, la rabia que lo asustaba siempre que le corría por el sistema nervioso como una inundación. Al oír su vehemencia, la joven retrocedió, retirándose al silencio.

—Hombre —dijo el más corpulento y más protector de la guardia pretoriana de ella, su amante sin duda y su centurión rubio oxigenado—, para ser un apóstol de la paz, le sobran ganas de guerra.

Ella le recordaba a él a alguien, pero no podía acordarse de quién, y ese pequeño fallo de memoria, ese «instante de senectud» lo sacaba de quicio. Por fortuna ella no estaba ya allí, nadie estaba cuando volvió del Carnaval del Caribe con el sombrero mojado, y empapado hasta los huesos, después de haber sido sorprendido de improviso por un aguacero de lluvia dura y caliente. Pasando junto a la Congregation Shearith Israel en Central Park West (una ballena blanca de edificio con un frontón triangular soportado por cuatro macizas columnas corintias, cuatro), el profesor Solanka, correteando bajo el aguacero, recordó a la chica de trece años recientemente bat-mizvahada que había visto fugazmente por la puerta lateral, aguardando con el cuchillo en la mano la ceremonia de la bendición del pan. Ninguna religión ofrece una ceremonia del Recuento de las Bendiciones, reflexionó el profesor Solanka: se hubiera podido pensar que los anglicanos, al menos, se les hubiera ocurrido una. El rostro de la chica resplandecía a través de la oscuridad acumulada, con sus rasgos jóvenes y redondos totalmente seguros de lograr las más altas esperanzas. Sí, una época de bendiciones, si querías utilizar palabras como «bendiciones»; lo que a Solanka, escéptico, no le interesaba.

En la cercana Amsterdam Avenue había una veraniega fiesta al aire libre de barrio, un mercado callejero que hacía buen negocio a pesar de los chaparrones. El profesor Solanka pensó que en la mayor parte del planeta los géneros apilados en aquellos montones de rebajas hubieran llenado los estantes y escaparates de las boutiques más exclusivas y los almacenes de más alta categoría. En toda la India, China, África y una gran parte del continente de América del Sur, quienes tenían tiempo y billetera para la moda —o, más sencillamente, en las latitudes más pobres, para la simple adquisición de cosas— hubieran matado por aquella mercancía callejera de Manhattan, lo mismo que por la ropa desechada y las telas de adorno que podían encontrarse en las opulentas tiendas de segunda mano, la porcelana defectuosa y las gangas de diseño que se podía encontrar en los centros comerciales del centro. América insultaba al resto del planeta, pensó Malik Solanka a su estilo anticuado, al tratar esa prodigalidad con el indiferente encogimiento de hombros de los injustamente acaudalados. Pero Nueva York se había convertido en esa época de abundancia en objeto y meta de la concupiscencia y las ansias del mund

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