La Rey

Reynaldo Sietecase

Fragmento

La Rey

1

La primera vez que el marido de su abuela la obligó a meterse en su cama, Blanca Rosa tenía trece años. Fue a los pocos meses de su llegada a Ciudad del Este, un sábado de verano, a la hora de la siesta. Su abuela había ido a visitar a la hija de una comadre que acababa de parir mellizos y no regresaría hasta la hora de la cena.

El recuerdo vuelve a su memoria, aunque haga esfuerzos por repelerlo.

—Blanquita, eju apé —la llamó el Recio desde la habitación. Y ella fue, sorprendida y con temor; solo había entrado allí unas pocas veces para ayudar a su abuela a limpiar. Él estaba sentado en la cama y con un gesto le indicó que se ubicara a su lado. Vestía una camiseta blanca y un pantalón piyama gris, algo desteñido. El pelo canoso, abundante y algo revuelto, como si recién se hubiese despertado.

—Quiero que te acuestes, che rajy —le dijo.

Ella se acercó despacio y se quedó parada frente a él. Pensó que iba a reprenderla por algo que había hecho mal. Quizás un error en las compras de la mañana, pero no. El Recio la tomó de los hombros, la atrajo hacia él y empezó a besarla, primero en las mejillas y en el cuello. Blanca quiso zafar, pero el viejo la agarró de la ropa y la acostó violentamente, luego giró y se colocó sobre ella, quitándole toda posibilidad de movimiento.

Ani ekyhyjeti, edisfruta katu —le dijo al oído en un susurro. Que no tenga miedo, que disfrute. Le hablaba como se les habla a los animales del campo antes de matarlos. Su aliento era insoportable y la barba de días le raspaba la piel. Sin decir más, le metió la lengua en la boca hasta la garganta.

Blanca casi se ahoga. En su desesperación intentó salir de abajo de ese cuerpo que la tenía apresada. Hizo un movimiento brusco hacia un costado, pero apenas logró tocar el piso con uno de sus pies. El Recio le apretó el cuello con una mano y con la otra le jaló el cabello con fuerza, como si fuese a arrancarlo.

Rojukáta, Blanquita —le dijo. Una amenaza convertida en promesa, que en guaraní solo requiere de una palabra. Te voy a matar. Ella quedó paralizada.

La desvistió mientras la besaba por toda la cara. Cada tanto le decía “tranquila, que te gusta ko”. La lamió en la panza y en los muslos. Cuando llegó a su entrepierna Blanca quiso incorporarse pero él, que la tenía aferrada de las muñecas, apretó más fuerte y le ordenó: “quietita”. Solo eso, dijo: “quietita” y Blanca ya no se movió. Fijó la vista en la vieja lámpara de bronce que colgaba justo sobre la cama matrimonial. Tenía cuatro brazos que remataban en tulipanes de alabastro. Su abuela le había enseñado cómo limpiarlos sin tener que sacarlos de su lugar. Se subía a una escalera de madera de seis peldaños y con una franela naranja y un líquido negro los frotaba con fuerza para restituir al metal su antiguo brillo.

Recuperó la conciencia plena de su cuerpo recién cuando escuchó que el viejo le ordenó que saliera de la habitación. Después de tantos años, no sabe por qué no lloró. Recuerda que llegó al baño y se lavó frotándose el pan de jabón sobre la piel con toda la fuerza que le quedaba. A través de la puerta, el Recio la amenazó: si contaba lo que había pasado, la mataría a ella y a su abuela. Y no tenía motivos para no creer en sus amenazas. Por eso calló.

Ahora, cuando ya nadie la llama Blanca Rosa ni Blanquita, ahora, cuando todos le dicen “la Rey” con respeto y hasta con temor, todavía puede sentir el calor agobiante, la piel húmeda por el sudor, los restos de baba y la sensación de asco. Quisiera arrancar de su cabeza ese recuerdo como se arranca una espina, de un tirón, pero no puede.

Desde esa vez Blanca Rosa pasó muchas otras tardes en esa cama. Inmóvil, siempre con la atención puesta en la antigua araña de bronce, lograba dejar su cuerpo allí, olvidado. Como dormida con los ojos abiertos. Mientras el Recio disponía de ella, su mente viajaba al ritmo del único ventilador de pie que había en la casa. Un tac tac tac monótono que todavía la perturba y la hizo aborrecer esos aparatos para siempre.

Blanca no podía entender cómo su abuela no sabía con quién estaba conviviendo. O peor aún, lo sabía y por miedo soportaba en silencio su extrema brutalidad.

Raúl “el Recio” Méndez era un hombre peligroso. A pesar de sus setenta años, imponía temor y respeto con su sola presencia. No le hacía falta levantar el tono de voz para que lo obedecieran. Era alto y estaba excedido de peso, pero su cuerpo lucía musculoso. “Che macizo, no gordo”, decía, y nadie cuestionaba esa definición. Se vanagloriaba de su pasado de boxeador y exhibía su nariz rota como una bandera de virilidad. Había entrado al mercado de Ciudad del Este como matón y, en poco tiempo, terminó controlando una veintena de puestos en el predio comercial más grande de Sudamérica, justo en el corazón de la Triple Frontera, ese territorio donde se tocan Paraguay, Brasil y Argentina a pocos kilómetros de las Cataratas del Iguazú. Gracias a sus arreglos con la policía, el Recio gozaba de protección e impunidad para sus actividades clandestinas: el contrabando de productos electrónicos y la venta de drogas.

Era hábil, y más de una vez su astucia había resultado beneficiosa para sus pares, por lo que se había ganado la confianza de todos. Muchos recordaban cómo había manejado la situación cuando, por las versiones de que la Triple Frontera era una zona de grupos fundamentalistas islámicos, todos temían que el gobierno paraguayo enviara más fuerzas de seguridad poniendo en peligro sus negocios. El Recio propuso salir al cruce de esa información. Convenció a sus colegas de lanzar una campaña de afiches callejeros donde se veía al líder de Al-Qaeda con el fondo imponente de las cataratas del Iguazú y una leyenda que decía: “Si Bin Laden se arriesgó a venir, es porque vale la pena visitar Cataratas”. La ironía cayó muy bien entre los vecinos, especialmente en la poderosa comunidad árabe, que difundieron la imagen por todos lados.

Al poco tiempo los partidos políticos paraguayos le ofrecieron ser candidato a intendente, pero a todos los rechazó. No le hacía falta ningún cargo político. El Recio se movía por Ciudad del Este como si fuese un alcalde sin oficina.

2

Hay tres cosas que la Rey sabe hacer bien: limpiar, coger y matar. Aprendió tempranamente y ahora es una experta en las habilidades que le salvaron la vida en más de una ocasión. Son sus tres saberes. Sus armas para defenderse en la selva. Tal vez sea una manera muy brutal de definir a una persona, pero conocer en qué cosas una se destaca es de vital importancia cuando no se tiene nada. Hace la diferencia.

La primera destreza se la debe a su abuela Cándida. Ella le enseñó a limpiar una casa de manera perfecta. Le explicó que todas las niñas pobres tienen que aprender a limpiar para convertirse en “kuña guapa” (mujer trabajadora), por si les toca un “arriero pitúva” (un compañero inútil o vago).

Cándida era una mujer pequeña, de rasgos duros y piel morena. Tenía el cabello entrecano, lacio y largo, habitualmente lo llevaba trenzado hasta la cintura. Vestía de manera llamativa y elegante, con faldas y camisas de colores. Su abuela nunca pasaba inadvertida a pesar de su metro cincuenta y cinco de estatura. Se destacaba por su simpatía y generosidad. Ninguna noticia, por triste que fuese, lograba hacer mella en su buen ánimo. Solo tenía una debilidad: no soportaba estar sola, y eso la llevaba a hacer concesiones.

Cuando fue a vivir con su abuela, Blanca Rosa era una chinita que acababa de perder a su madre a causa del dengue. “Una enfermedad tropical transmitida por el mosquito. El animal más letal del planeta”, según contó su maestra de escuela. La señorita Mabel aprovechó “el lamentable deceso” para dictar una clase especial sobre el tema. Tratando de mitigar la conmoción que la arrasaba, se lo explicó a su manera: “Che memby, tenés que ser fuerte, a cualquiera le puede pasar una cosa así, en este país la vida es una lotería”. Con el tiempo, llegó a comprender que son los pobres quienes compran la mayoría de los boletos en esos sorteos del destino.

Por esos años todavía no era la Rey y todos la conocían por su nombre de bautismo: Blanca Rosa González Miszkowski. Su apellido paterno no encierra ningún misterio: es el más popular del Paraguay, “González donde te vas te sale”, dice el refrán. El apellido polaco de su madre, Miszkowski, tiene una historia más glamorosa. Eran descendientes del primer inmigrante polaco que llegó al Paraguay, un ingeniero llamado Luis Federico Miszkowski, que se convirtió en héroe nacional y en el gran protagonista de los relatos familiares.

Los inmigrantes europeos siempre fueron una rareza en Paraguay, incluso los conquistadores españoles transitaban el territorio guaraní solo si era necesario. La región no tenía las reservas de plata que abundaban en las minas de Potosí, ni el oro que se escondía en las montañas del Perú, ni las piedras preciosas que relucían en Colombia. ¿Por qué razón, entonces, iban a sumergirse en ese paisaje exuberante y peligroso? Sin embargo, hasta allí llegó un grupo de polacos.

El viaje al sur del mundo, desde el centro de Europa, no fue la única aventura ni la más arriesgada de Miszkowski. Con el grado de coronel, su antepasado había tenido una activa participación en la llamada Guerra Grande. En ese enfrentamiento de los paraguayos contra la Triple Alianza, integrada por Argentina, Brasil y Uruguay, fue el responsable de diseñar las defensas del Fuerte de Curupayty, la batalla más cruenta de ese largo conflicto. “Tengo sangre de héroe”, decía Blanca Rosa, con orgullo patriótico, cada vez que le preguntaban por el origen de su apellido materno.

Con la muerte de su mamá no quedaron muchas opciones para la niña. Su padre era hachero y no estaba en condiciones económicas ni personales de cuidarla. La quería, pero no sabía bien qué hacer con ella. Decidió entonces sacarla de Caazapá, la pequeña localidad donde vivían, y llevarla a Ciudad del Este con la abuela Cándida, que había enviudado dos veces, y por esos años convivía con el Recio.

En Ciudad del Este, Blanca Rosa podría ir a la escuela y comería todos los días. El padre se decidió por esa seguridad. Tenía la triste experiencia de haber perdido a su otro hijo, de apenas cinco años, por inadecuada atención sanitaria después de un sarampión. Cualquier hogar sería mejor que el suyo. Así que decidió la mudanza de un día para el otro. Además, él tenía que seguir trabajando, ¿quién iba a cuidarla cuando no estuviese en la casa? Tampoco podía llevarla: el monte no era lugar para una niña. No le quedaba otra opción, derribar árboles era su modo de vida y los árboles estaban allí, muy cerca. El hombre no podía imaginar a qué clase de vida la estaba condenando cuando la despidió con un abrazo.

Un año después, el oficio que le había dado de comer se convirtió en su pasaje a la muerte. Blanca Rosa no volvió a ver a su padre. Unos troncos de lapacho se soltaron de un remolque y lo aplastaron. La abuela Cándida le comunicó la noticia una noche, antes de dormir y mientras la arropaba. La abrazó y dijo una frase en guaraní que la acompañaría para siempre: hi ára g̃uahẽ (le llegó su hora). Esa era la fórmula popular con la que muchos paraguayos se sometían al destino y se resignaban ante las peores tragedias por considerarlas inevitables, por más injustas que fueran. Esa noche lloraron juntas. Luego con su abuela estuvieron un mes con luto riguroso.

En las noches tristes de Ciudad del Este, cuando la invadía la nostalgia, Blanca Rosa recuperaba algunas imágenes de sus padres y de su pueblo natal. Sabía que Caazapá venía del guaraní ka’aguy jehasapa, que significa “más allá del monte”. En la escuela había aprendido que los antiguos dueños de la tierra creían realmente que más allá de la selva estaba Dios y que los franciscanos que estuvieron en la zona, en la época de la colonización española, fundaron el poblado con la ayuda divina. Para el 1600, el asentamiento era una pequeña reducción de caciques e indios derrotados y en proceso de conversión al cristianismo. Los sacerdotes nunca combatieron esa leyenda de un Dios cercano que los guaraníes repetían con un fervor inexplicable: “Ñandejára oĩ umi yvyramáta kakuaite riremínte”. Creían que “el gran hacedor” estaba oculto detrás de esos grandes árboles, y eso no se discutía. Dados los resultados en miseria y hambrunas, era evidente que si Dios estaba por allí se había desentendido de la suerte de los indios. Por otro lado, los grandes árboles habían sido talados en un proceso de deforestación carente de orden o racionalidad.

Toda su familia había nacido y muerto “más allá del monte”. A pesar de la angustia que le provocaba recordar esos años, cada tanto Blanca Rosa soñaba con los grandes árboles que rozaban el cielo con sus ramas y con las zambullidas en el río. Cuando se lo proponía, también lograba recuperar el sabor de la miel silvestre y los juegos compartidos con sus amigas.

No solo conservaba esos momentos, también podía sentir el haku korócho, cuando el calor era agobiante, y la amarga sensación de vare’a, cuando no tenían qué comer. Recuerda la tristeza que abrumaba a su madre antes de morir: la certeza de partir dejándola sola en la tierra roja. En su cabeza suena una canción que le cantaba para que se durmiera, habla de un pequeño coatí perdido. Hasta puede sentir las manos ásperas acariciando suavemente su cabeza, invitándola al sueño.

3

La piedra negra cabía en una mano, tenía forma de media luna y un brillo perturbador. En la casa de Ciudad del Este estaba exhibida en una vitrina que ocupaba casi toda una pared del amplio living, detrás de un vidrio biselado, a la vista de todos los visitantes que quisieran asomarse a ese rincón repleto de recuerdos familiares. Estaba apoyada en un pequeño estuche, como los que se usan para guardar relojes. Desde su llegada, Blanca Rosa la miraba unos minutos todos los días.

Kóa ndaha’éi ita, che memby —dijo su abuela Cándida cuando al fin Blanca Rosa se animó a preguntarle qué era esa cosa oscura que emanaba reflejos desde su interior.

—Y si no es una piedra ¿qué es?

La atracción que ejercía sobre ella el pedazo de cristal negro era tan potente que no podía pasar cerca sin mirar hacia su magnética oscuridad.

Peteĩ espejo hũ overáva nderesáicha —respondió Cándida con una sonrisa, y le dio un sorbo profundo al tereré helado servido por su nieta. “Un espejo negro que brilla como tus ojos”, Blanca se quedó pensando en la linda y misteriosa frase que le había regalado su abuela.

Era una tarde de mucho calor, y mientras Cándida se hamacaba suavemente en una mecedora de mimbre, ella se paró frente a la vitrina intentando encontrar algún reflejo de su imagen en la piedra y continuó preguntando.

—No mires tanto, che memby. Es paje, mitãkuña’i —dijo la abuela como para dar por terminada la charla—. E paje.

“Es magia”. Esa fue la primera referencia directa al poder del pequeño espejo. Blanca Rosa se quedó con la idea de que se trataba de un amuleto de la suerte. Cándida le había contado, además, que el objeto respondía a un nombre de mujer: obsidiana. Pero entendido como se concebía a la mujer en algunos lugares del Paraguay rural y que parecía reflejarse en el lenguaje: Kuña está formado por (lengua) y Aña (diablo). Para Blanca, en realidad, la piedra se parecía a un relicario, en especial porque en el mueble estaba escoltada por una estampa de la Virgen de los Milagros de Caacupé, hermosa bajo su manto celeste, y por un retrato de su tatarabuelo, el coronel ingeniero Luis Federico Miszkowski, que miraba con la mirada profunda de los elegidos.

Con el correr de los días, Blanca Rosa percibió que la superficie de la piedra se agitaba levemente como si fuese de agua, y luego empezó a vislumbrar, dentro de la profunda negritud, algunas figuras que no alcanzaba a distinguir con precisión. Lo primero que hizo fue averiguar todo lo que pudo sobre la obsidiana, así supo que se trataba de una roca de origen volcánico que se partía en lajas y era fácil de pulir o afilar. En la escuela, su maestro le contó que algunos pueblos de América Central llegaron a tallar cuchillos y puntas de flechas con ella, y hasta crearon una espada de madera dura con hojas de obsidiana incrustada.

Era un arma que, utilizada con destreza, podía provocar heridas tremendas. Fue conocida como hadzab entre los mayas y macuahuitl entre los aztecas. Los guerreros confiaban en ellas más que en sus propias manos. Claro que los filos de obsidiana nada pudieron hacer frente a las espadas de acero forjadas en Toledo. En los enfrentamientos iniciales, las hadzab estallaron contra el metal como si fuesen de vidrio. Tal vez ese sonido en el aire haya configurado en la mente de los defensores la primera señal de la derrota. El coraje no alcanza para ganar una guerra.

Había algo más en la obsidiana que los europeos no pudieron someter ni capturar. Durante el sistemático saqueo que sobrevino a la sucesión de triunfos, los conquistadores no solo encontraron armas, joyas y herramientas confeccionadas con ese mineral plebeyo. En los templos se toparon con extraños espejos negros de distinto tamaño que, como no estaban acompañados de oro, fueron subvalorados. ¿Qué utilidad podría tener un espejo que no reflejaba, un espejo que no cumplía con su función esencial?

Los fieros soldados europeos no alcanzaron a entender nunca la funcionalidad de esos objetos. No se trataba de ver, sino de lo contrario. Más que encontrar una imagen, los espejos negros permitían perderla o percibir otras. Quizás era ese deslumbramiento original lo que llevaba a Blanca Rosa a quedarse por largos minutos mirando fijamente hacia la piedra.

Para su abuela, el fragmento de obsidiana pulido era un tesoro que había llegado a sus manos luego de pasar de generación en generación. Originalmente le había pertenecido a su mítico antepasado. La leyenda familiar indicaba que había sido el regalo de un chamán guaraní que, a su vez, lo había recibido de un brujo mexicano. Según su diario de campaña, el coronel ingeniero Miszkowski la llevaba consigo cuando diagramó las defensas de Curupayty. La portaba cosida en una bolsa de cuero del lado de adentro de su casaca rojiblanca, cerca del corazón.

Según la narración que viajaba a través de los relatos familiares y que Cándida repetía a pedido de Blanca Rosa en las noches agobiantes de Ciudad del Este, la piedra fue decisiva para cambiar el curso de la batalla de Curupayty, la más grande y cruenta de la historia de América del Sur. El militar había organizado la defensa del Fuerte con obsesiva precisión, pero sabía perfectamente que no era suficiente ante el poderío de las fuerzas combinadas de Argentina, Brasil y Uruguay. Al igual que todo el alto mando paraguayo, esperaba un feroz ataque de los aliados, que los superaban en número de hombres y armamentos. Consideraba que resistir el mayor tiempo posible era la única opción digna ante una segura derrota.

Cándida relataba con entusiasmo. Lo hacía en jopara, un guaraní cruzado con oraciones en español y expresiones a veces inentendibles que no le hacían perder al relato intensidad ni ritmo. Sus palabras eran una música cautivante que atravesaba la noche. Se detenía en pequeños detalles que diferían de una versión a otra, aun cuando explicaban el mismo episodio. Blanca Rosa navegaba sobre esa historia como en un sueño real viendo cada una de las escenas. Desde aquellos relatos, contar bien se convertiría en una de las cualidades que más valoraría en una persona.

Según su abuela, durante tres semanas Miszkowski realizó una tarea titánica o, como ella misma lo definía: peteĩ misión tuicháva. Organizó a cientos de soldados para que trabajaran en cuadrillas cavando trincheras, cortando árboles para hacer estacas y construyendo túneles y pasadizos. Consolidó un ancho foso e hizo levantar plataformas para los cañones. Luego ordenó más excavaciones que se cubrieron con el follaje de los árboles, muchos de ramas espinosas. En los pozos interiores ordenó que se apostaran los mejores tiradores del ejército.

Aun así, no estaba conforme. Sabía que las defensas podrían ser rebasadas. Dos noches antes del combate decisivo, después de caminar por los alrededores del Fuerte y pensarlo mucho, el abuelo de Cándida recurrió a la piedra negra. Necesitaba ayuda del cielo y de la tierra o todo el esfuerzo realizado sería en vano. Precisaba de las sombras y los elementos. Requería la ayuda de los espíritus. Cándida aquí hacía una pausa y luego decía con naturalidad: “Ellos lo ayudaron”.

En el amanecer de la gran batalla comenzó a llover de manera torrencial. Un pequeño diluvio a pedido. A las ocho de la mañana del 22 de septiembre de 1886 la flota imperial de Brasil comenzó un bombardeo incesante que hizo estragos entre los defensores. Cuando la comandancia aliada consideró que las baterías locales estaban destruidas, se pasó a la fase final del combate. El general argentino Bartolomé Mitre ordenó un ataque frontal por tierra. Cerca de veinte mil soldados comenzaron a avanzar lentamente con el objetivo de tomar la posición paraguaya. El terreno era un lodazal. Ante el avance de tan imponente infantería, el general paraguayo José Eduvigis Díaz ordenó el repliegue de sus tropas.

Recién cuando los soldados enemigos estuvieron cerca, ordenó abrir fuego. Milagrosamente, a pesar del intenso bombardeo naval, la artillería paraguaya estaba casi intacta y causó enorme cantidad de bajas entre las tropas que se aproximaban en formaciones abigarradas y chapaleando en el barro. Los que lograron avanzar se encontraron con zanjas cubiertas con espinas y estacas afiladas. A cada paso los soldados caían en verdaderas trampas mortales y, cuando querían retroceder, se topaban con nuevas oleadas de refuerzos que llegaban decididos bajo la indicación de ataque frontal. Los que huían, entonces, se veían obligados a volver a la zona de tiro, donde eran literalmente fusilados.

Más de cuatro mil atacantes murieron ese día. Algunos sobrevivientes argentinos hablaron de “fantasmas” a los que no podían doblegar con sus armas. Un capitán escribió en un parte de guerra la frase “ejército de sombras”. Nadie les dio demasiada importancia a esos testimonios, eran los horrores propios de una guerra despiadada.

Cuando la victoria estaba asegurada, el general Díaz pidió que llamaran a Miszkowski, el gran estratega de la gloriosa jornada, para felicitarlo por sus trampas y artilugios defensivos, que habían resultado fundamentales. Pero cuando lo fueron a buscar descubrieron que su antepasado era uno de los muertos en combate. Sin embargo, hubo un hecho sorprendente: el cuerpo no tenía ninguna herida, como si hubiese sido atravesado por un rayo invisible. Muchos atribuyeron ese misterio a la piedra negra que hallaron en su mano.

Orahaíte vera chupe —contaba Cándida con tono grave. Se lo habían llevado al otro lado

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