El obrador de la esperanza

Fragmento

cap-1

1

JÚLIA

Hay lugares que tienen un olor especial, que te transportan a momentos del pasado y a emociones inaccesibles a través de otros sentidos.

Eso le sucedía a mi segunda casa, el lugar al que acudía a diario durante los últimos quince años: la panadería artesanal fundada por mi abuela a finales de los sesenta y más tarde reconvertida en cafetería. El obrador de la esperanza.

Todo en él eran recuerdos.

El sonido de la campanilla al entrar me transportaba a las tardes en las que, después del colegio, me instalaba en la mesa del rincón a hacer los deberes bajo la atenta mirada de mi abuela Esperanza. Allí permanecía hasta que terminaba su larga y agotadora jornada.

Tenía un aroma inconfundible a pan recién horneado, de corteza crujiente y miga esponjosa, a cruasanes artesanales y a café tostado de sabor intenso con notas frutales y especiadas.

Miré el reloj mientras cruzaba el umbral de la puerta. Eran las diez y media. El grupo de oficinistas de la consultoría de la acera de enfrente ya habrían hecho su pausa reglamentaria para desayunar. La señora Clotilde, íntima amiga de mi abuela, se estaría despidiendo de ella mientras le transmitía un nerviosismo innecesario por llegar a casa antes de las doce y tener la comida de su marido lista para cuando regresara del huerto. Y Filomena, otra de las amigas de mi abuela, estaría escogiendo el colín de pan más grande para su nieto, sin resistirse a protestar por la creciente afluencia en el establecimiento.

—Ponme dos, por si uno se le cae —añadía siempre, como si fuese la primera vez—. Esperanza, un día de estos nos quedaremos sin mesa, con tanta cara nueva por aquí —concluía mientras extendía varias monedas a lo largo de la palma de la mano.

Las amigas de mi abuela llevaban mal los cambios. No entendían la moda de bautizar los dulces en inglés y los cafés en italiano, ni la necesidad de servirlo todo como si de un libro de recetas se tratase.

—Filo, querida, ya sabes que ahora quien manda es mi nieta —le recordó mi abuela—. Mira, por ahí viene —añadió, señalándome después de que las campanillas de la puerta anunciaran mi llegada.

Fui capaz de convencer a mi abuela de hacer muchos cambios, pero para ella las campanillas no eran negociables. Fueron un regalo de mi abuelo, el primer objeto que compró para el obrador cuando firmó el contrato de compraventa del local, así que respeté su decisión.

Me acerqué al mostrador, no sin antes hacer un repaso visual de las mesas. Crucé miradas con la clientela habitual, que me saludó con una sonrisa. Para mi abuela y para mí era importante que los clientes sonrieran. «No han venido a comprar pan, ni a llenar su estómago, ni tampoco a tomar café. Han venido a ser un poco más felices», me advirtió hace ya mucho tiempo, siendo yo muy joven. Fue su primera clase magistral. Para ella, la más importante de todas. No se me olvidaría nunca.

Sí, mi abuela era de esas personas más preocupadas por la felicidad ajena que por la suya propia. Y estaba convencida de que el camino para conseguirlo precisaba de un buen avituallamiento que ella estaba dispuesta a proporcionar.

—Julieta, cariño, ¿cómo ha ido? —dijo mientras me explotaba un beso en la mejilla.

Solo a ella le permito ese estallido de besos, como hacía cuando era una mocosa de poco más de un metro, y solo a ella le permito que me llame como a la protagonista de una tragedia shakespeariana.

Respondí con la mirada, señalando la zona de obrador. No quería hablar de algo tan íntimo delante de su amiga, quien, por otro lado, hubiese estado encantada de tener acceso a información tan potencialmente jugosa.

Enseguida vino a mi encuentro mi hermana Catarina.

—¿Qué?, ¿cómo ha ido? —me preguntó a modo de saludo mientras se secaba las manos en el delantal.

Nina —solo respondía a ese nombre— era diez años menor que yo, pero siempre sentí que me llevaba ventaja en la vida. Estaba a punto de graduarse en marketing e investigación de mercados, había conseguido un contrato de prácticas en una agencia publicitaria para el próximo semestre y era altamente probable que al final de este se incorporase como parte de la plantilla. Mientras, en su tiempo libre, hacía lo que yo a su edad: echar una mano en el obrador de la familia. Salvo por una diferencia: sus aportaciones habían mantenido con vida un negocio agonizante. Durante la pandemia, tuvo la genial idea de ofrecer cursos online de elaboración de pan. «Aprende a hacer tu propio pan», lo tituló.

Tenía amistades de esas que jamás te fallan —aunque yo tampoco podía quejarme de mis amigas— y una pareja con la que planeaba irse a vivir en cuanto ahorrasen lo suficiente. Yo, en cambio, no hacía más que encadenar fracasos amorosos, tomar decisiones desde el miedo y experimentar una regresión tras otra a etapas de mi vida que supuestamente ya había dejado atrás.

—¿Es nuevo? —pregunté con curiosidad. Juraría que se había hecho otro tatuaje. Me flipaban los tatuajes, pero nunca tuvieron cabida en mi imagen de niña buena, así que me limitaba a contemplarlos en su piel.

—Júlia, ¿cómo ha ido? —recondujo la conversación en un tono serio a la par que preocupado.

Nina, a diferencia de la abuela, era poco afectuosa en el tú a tú, pero quien la conocía sabía que su presencia y su mirada tenían sabor de abrazo, aunque a veces hubiera que esforzarse por sentirlo.

—Todo lo bien que podría ir una despedida —respondí no muy animada mientras dejaba ir su brazo.

—¿Cómo estás, Julieta?, ¿cómo ha ido, cariño? —preguntó la abuela, una vez se hubo despedido de Filomena.

—Ni bien ni mal —respondí, y solté un suspiro—. Me siento como quien ha cerrado una puerta que llevaba demasiado tiempo abierta.

Fui tan sincera como pude. Por un lado, me sentía rota, pero, por otro, me encontraba sorprendentemente aliviada. Mientras me ponía el delantal reparé en esa sensación de ligereza, incluso de libertad: había sido capaz de hacer lo que en otro momento me hubiese parecido imposible. Una sonrisa de satisfacción se dibujaba en mi rostro al tiempo que caminaba con la cabeza alta y paso firme. Tan firme como la decisión que le había comunicado a Pol: «No me llames, no me escribas. Lo nuestro terminó hace mucho y no puedo avanzar si sigues en mi vida». Había querido decírselo a la cara, en un acto de valentía y respeto hacia mí misma. Sabía que refugiarme tras una pantalla haría que mis palabras sonasen con menor rotundidad. Y rotundidad y contundencia era justo lo que necesitaba.

—¿Ya está? —preguntó Nina.

—Ya está —confirmé tras coger aire y saborear mis palabras antes de dar una respuesta tan determinante como pretendía—: Pol ya no forma parte de mi vida.

En el mismo instante en que lo verbalicé en voz alta, sentí cómo se cernía sobre mí una nube oscura de tristeza y nostalgia. Y rompí a llorar.

¿Qué esperaba? Nunca me resultó fácil decir adiós. Aunque con Pol hubo muchos «adioses», ninguno fue tan definitivo como el que había tenido lugar tan solo unos minutos antes. A él le había mostrado mi cara más firme y segura. «Que vea que no tienes dudas», me había dicho a mí misma. Pero ahora, con mi abuela y con mi hermana delante, podía quitarme la coraza.

—Ay, mi niña… —Mi abuela se acercó, me abrazó y me besó en la frente varias veces con la esperanza de que, con sus besos, el dolor desapareciera—. El amor, qué bonito es cuando es bonito, y qué doloroso es cuando…

—Abuela, eso no era amor —la cortó Nina—. Lo de Pol era otra cosa: un «ni contigo ni sin ti», un sinvivir para Júlia. Si de verdad la quisiera, la hubiese dejado ir ¿hace cuánto?, ¿seis meses? Cuando ella cortó con él. —Me dio un momento para que me recuperase del golpe—. Júlia, siento ser tan clara —¡vaya si lo era!—, pero estarás mejor sin él.

«Sin él». Sus palabras se repitieron en mi mente por unos instantes al mismo tiempo que se me hacía un nudo en el estómago. Sentí vértigo.

—Sí, Júlia, sí; estarás mejor sin él —insistió Nina.

Asentí, mustia. Tenía razón. Pero aceptarlo me dolía. Me dolía escuchar cosas que, irónicamente, ya sabía.

No tenía fuerzas para rebatirla, aunque tampoco hizo falta: la abuela la calló con un codazo.

—Ahora dolerá —prosiguió mi hermana, algo más suave—. Aunque con vuestro recorrido y después de tantos meses, quizá no tanto como anticipas.

«Ojalá sea así», pensé.

—Lo sé —balbuceé entre sollozos, autoconvenciéndome.

Ahogué un suspiro. Cogí el pañuelo que mi abuela me tendía mientras Nina me apretaba la mano con fuerza. Me limpié las lágrimas, me soné la nariz, respiré hondo y traté de cambiar mi semblante. Al cabo de unos segundos, y con una serenidad impostada, pregunté:

—Y por aquí, ¿cómo ha ido?

—Todo tranquilo, como siempre —respondió mi abuela, enfrascada en despejar las mesas de trabajo para preparar una nueva remesa del sándwich especial de la casa, en previsión de la oleada de clientes del mediodía.

—Salvo por una cosa —dijo Nina con hastío—: han llamado para cancelar el pedido.

—¿Qué pedido? —pregunté temiéndome lo peor.

—El del aniversario de boda, el de la señora Ferrer —corroboró Nina.

—¡Joder! —exclamé. El enfado había reemplazado a la tristeza—. ¡Ese pedido era muy grande!

—¡Esa boca! —me riñó mi abuela. Siempre había sido una mujer muy tolerante, menos para ciertas cosas.

—¡¿Qué?! —repliqué sintiéndome fuerte en el enfado—. Será que a ti no te fastidia que nos cancelen pedidos con tan poco margen. ¿Ahora qué hacemos con todo el material? ¿Nos lo comemos? —Busqué un poco de comprensión en mi abuela, aunque en el fondo sabía que me entendía—. Además, era un pedido tan importante que tuve que decir que no a otros que nos hicieron después.

Ninguna de las dos respondió. Sabían que tenía razón, pero temían que, si me la daban, mi enfado fuese a más. Gestionar el enfado siempre había sido una de mis asignaturas pendientes. Recuerdo que, en la carrera, una profesora nos explicó que el enfado era como la energía, «ni se crea ni se destruye; se transforma». Yo había aprendido a transformarlo en un sumiso silencio, aunque, con el tiempo, supe que no era una estrategia recomendable, pues tarde o temprano se transforma en un estallido que se lo llevaba todo por delante, a mí la primera.

Suspiré y traté de fingir una calma que no sentía. Quizá así, a base de impostarla, lograba que se instaurase en mí.

—¿Qué respuesta le has dado, Nina? —le pregunté mientras cogía una bandeja llena de uno de nuestros productos estrella, el brownie vegano.

—Que no aceptamos cancelaciones con tan poco margen de tiempo —respondió con contundencia. Por un momento, di por resuelto el asunto—. Pero ha insistido tanto que le he pedido que vuelva a llamar más tarde para hablar contigo. Que tú eres la encargada.

Solté un bufido, puse los ojos en blanco y crucé el umbral de la puerta que separa el obrador del mostrador y la zona de cafetería. Pensé que, tras la pandemia, algo habría cambiado, que nos habríamos vuelto más empáticos, más considerados. Pero no.

Me detuve un segundo en busca de apoyo moral.

—Alucino con la gente. —No pude contenerme—. ¡Qué falta de consideración, cancelar con tan poco margen de tiempo! ¡¿Qué diablos se creen?! A ver qué excusa se le ocurre a la señora Ferrer… —Usé una entonación burlona cuando pronuncié el apellido y alcé el mentón como imitando el gesto soberbio de alguien altanero y presuntuoso. Enseguida me arrepentí.

—¡Chisss! —me soltó mi abuela al ver que, sin darme cuenta, había avanzado unos metros y ya me encontraba tras el mostrador. A juzgar por la cara que puso supe que, en cuanto me diese media vuelta, me encontraría a la señora Ferrer de frente.

No fue así. Respiré aliviada.

—Buenos días —dije dibujando una sonrisa de niña buena e inocente en un intento de compensar mi inapropiado comportamiento.

—Buenos días —respondió el cliente al otro lado del mostrador, impasible.

—¿En qué puedo ayudarte? —le pregunté mientras dejaba la bandeja de brownies en su sitio y me recreaba recolocando el cartelito con el nombre del producto y su precio. Estar ocupada me ofrecía la excusa perfecta para seguir esquivado su mirada.

—Soy la persona desconsiderada que quiere cancelar un pedido —respondió en un tono que no supe descifrar. Hizo una pausa larga, lo suficiente para que me muriese de vergüenza, y con una sonrisa añadió—: Traigo una buena excusa, o eso creo.

Me incorporé tan lentamente como pude e intenté ganar tiempo para inventarme una respuesta exculpatoria. Pero no tuve éxito, no era capaz de pensar con claridad.

—¿La señora Ferrer? —fue lo único que se me ocurrió.

—Soy su hijo —respondió, y dibujó una media sonrisa. Aquel rostro me resultaba familiar. «¡Bravo, Júlia! Has metido la pata hasta el fondo», me reproché. Estaba a punto de sufrir una sobredosis de ridículo y vergüenza.

—Perdona —dije cerrando los ojos y apretando los labios—, no debería haber dicho eso.

—Estoy de acuerdo —respondió esbozando una sonrisa triste. La serenidad de su expresión me desconcertó. ¿Por qué no estaba enfadado? Yo en su lugar echaría chispas—. No me reconoces, ¿verdad? —dijo al fin.

Su pregunta me forzó a dejar de esquivar sus ojos, levantar la barbilla y mirarle fijamente a la cara. De nuevo aquella sensación de familiaridad.

—¿Debería?

Parpadeé un instante y luego le escudriñé con atención mientras intentaba empaparme de tanta información como me fuese posible para entender lo que mi cuerpo y mi subconsciente ya sabían. Sorprendida, di un respingo. Agradecí haber dejado la bandeja de brownies en su sitio. Juraría que hasta se me detuvo el corazón justo antes de empezar a latir más y más rápido. «Estaba segura de que ya había pasado la edad del rubor». Las palabras de Jane Austen aparecieron en mi mente. Pero no debía de ser mi caso, pues mis mejillas comenzaron a arder como cuando estás al lado de una chimenea en invierno.

Él parecía impaciente por recibir una respuesta. La sonrisa de su rostro dejó a la vista unos inconfundibles hoyuelos. Entonces lo supe: era él, no había duda. Su aspecto de profesor universitario con gafas de montura redonda, barba de tres días y pelo estudiadamente desaliñado combinado con la elegancia de una americana me habían jugado una mala pasada.

Me cubrí la boca con las manos para no revelar el efecto que, después de tanto tiempo, había provocado en mí.

—¿Bruno? —logré articular por fin.

—Veo que te acuerdas de mí —repuso, sorprendido.

«¿Cómo no hacerlo?», pensé.

2

BRUNO

Siempre me ha sorprendido cómo, tras una pérdida, el mundo sigue funcionando con completa normalidad mientras que para ti la vida se ha detenido y tienes la sensación de que jamás podrás recuperarte de ese duro golpe, de que no volverás a ser el mismo.

«Estarás bien», me repetía mi madre cada vez que veía mis ojos vidriosos. Como si fuera un niño pequeño, me dejaba reconfortar por sus palabras, aunque fuese tan solo por unos segundos.

«Lo sé, mamá», le mentía. Quería creerla, de verdad que quería. Pero, por encima de todo, quería que no se preocupase por mí.

Los últimos meses no habían sido fáciles. Al dolor de la enfermedad y la pérdida se le sumaba un divorcio. Cuando recibes un golpe tan doloroso, te planteas muchas cosas. Entre ellas, cómo quieres que sean tus días y con quién deseas pasarlos. Así que, después de años en piloto automático, decidí divorciarme (aunque todavía no constaba oficialmente, no hasta que no firmase los papeles).

«¿Habré hecho bien?», me cuestionaba. Supongo que era inevitable preguntármelo. Romper una relación de pareja de toda la vida, con un hijo pequeño en común y muchos planes de futuro, no era fácil. El peso de la culpa de haber sido tú quien ha tomado la decisión, la sensación de fracaso, la preocupación por cómo lo llevará Llorenç, los múltiples cambios logísticos… Se me hacía cuesta arriba. Pero mi paz mental enseguida me ofrecía una respuesta difícil de eludir.

Sin embargo, siempre que veía los papeles del divorcio sobre la mesa del comedor del piso que había alquilado en mi pequeña ciudad natal, se me encogía el corazón. «Con lo práctico que siempre has sido, ¿por qué te cuesta tanto dar el paso?», me preguntaba de forma casi obsesiva en busca de una respuesta tan convincente como para replantearme mi decisión (¿sería demasiado tarde para hacerlo?) o para firmarlos de una vez por todas y avanzar.

«No, ya no quiero a Núria» y «sí, estoy mejor sin ella», me reafirmaba. Pero ahí estaban: DIVORCIO DE MUTUO ACUERDO, los papeles que era incapaz de firmar. Sin duda, algo que debía resolver, pero para lo que en ese momento no tenía ánimo. Demasiados cambios en tan poco tiempo.

Como consecuencia del divorcio, había regresado a la ciudad del Vallés que me vio nacer (un alquiler en Barcelona era imposible).

«Es lo que tiene vivir de tu sueño: corres el riesgo de no llegar a fin de mes», me decía repitiendo una de las frases lapidarias de mi padre, un hombre parco en palabras a quien parecía satisfacerle encontrar razones para recordar cuánto me había equivocado en mis decisiones, seguido de un «si me hubieras hecho caso…».

«Si te hubiera hecho caso, papá, ahora estaría amargado. Con los bolsillos llenos y el culo asegurado, sí, pero amargado», le replicaba.

Aunque estuviera experimentando una especie de crisis existencial respecto al trabajo, este seguía siendo mi refugio. No podría decir lo mismo si hubiera seguido trabajando con él, codo con codo, en la empresa familiar. Pero tenía razón, y odiaba que fuese así: trabajar de lo que te apasiona no siempre significa vivir cómodamente, y menos en mi situación, ya que debía afrontar los gastos del piso nuevo y, al mismo tiempo, contribuir a los del domicilio familiar. No queríamos que nuestro hijo sufriera más cambios en su vida, así que, durante al menos el curso que acababa de empezar, hasta que no vendiéramos el piso en común y Núria encontrase uno definitivo, Llorenç seguiría en el mismo colegio y yo me encargaría de llevarlo y traerlo de Barcelona cuando se quedase conmigo.

Durante los últimos meses vivía tanto en mi cabeza que a menudo llegaba a los sitios sin ser consciente del trayecto. Y eso mismo me acababa de suceder: iba tan ensimismado que casi me paso de largo la oficina de Correos. Hasta allí me llevaban las notas de la agenda Moleskine de color azul oscuro de mi madre y, en ese caso concreto, el aviso de llegada de un paquete que había encontrado entre sus páginas y que expiraba al día siguiente.

«Hijo, hay algunas gestiones a las que no he podido atender. Coge mi agenda y encárgate tú de ellas, por favor», me pidió.

Mi capacidad para mantenerme sereno a pesar de la adversidad me había llevado a ganarme la fama de solucionador en mi familia.

«Si quieres que me encargue de ellas, lo haré. Pero ¿por qué no se lo pides a papá?», inquirí pensando en que, si alguna de esas cuestiones precisaba de una autorización formal, era mejor que las atendiese el cónyuge y no el hijo.

«Tu padre, con ese semblante frío, imperturbable, parece fuerte, pero no te fíes: no estará para estas cosas. Además, hay cuestiones que no le puedo pedir a él. No te preocupes, son solo asuntos sin importancia».

No pude decirle que no.

«Asuntos sin importancia». Sus palabras se hicieron eco en mi mente. Cuando las pronunció, acerté a imaginar eso, asuntos sin importancia, como hacer una gestión en el banco, recoger un abrigo de la tintorería e ir a por un paquete a la oficina de Correos. Pero entre esos asuntos sin importancia se encontraba también hacerme cargo del club de lectura que ella organizaba, para el que no me sentía ni remotamente preparado.

Cuando llegué a la oficina de Correos me sorprendió su aspecto renovado. Ser testigo de los cambios que había experimentado mi pueblo natal —ahora ya ciudad— me hacía pensar en todo el tiempo que había pasado lejos de sus calles, de mi familia y de mis amigos. Me sentía como un extraño en mi propia ciudad. Pero me bastaron un par de minutos para darme cuenta de que hay cosas que nunca cambian: una cola interminable, personas perdidas que no sabían qué opción seleccionar en el dispensador de turnos y otras recién llegadas quejándose del tiempo de espera que tenían por delante.

Saqué el móvil y empecé a revisar mi correo. Ser freelance tiene muchas ventajas, como recoger a tu hijo del colegio sin que el jefe de turno te mire mal por intentar conciliar o perder la mañana de un jueves cualquiera en Correos. Pero también tiene inconvenientes: lo que no hagas hoy te esperará mañana, y pasado, y al otro, ya sea viernes, sábado o domingo.

Bip-bip. Alcé la mirada hacia la pantalla que informaba de los turnos. 086. Ese era el mío.

Me dirigí al mostrador número 3, donde un hombre con cara de pocos amigos me esperaba para atenderme. «No juzgues tan rápido», me reñí.

—Buenos días. Venía a recoger un paquete a nombre de mi madre. —Extendí el aviso de llegada que había encontrado en su agenda.

—¿Trae una autorización? —preguntó.

Negué con la cabeza. El nudo que se había formado en mi garganta me impedía hablar. Al final pude pronunciar la temida frase:

—Mi madre murió hace unos días, pero mire, traigo su DNI y el certificado de defunción —añadí mientras le presentaba los documentos.

—En ese caso, debemos notificarle al remitente la situación y solicitar un permiso por escrito para entregar el paquete a la persona que acredite su condición de heredero…

En ese punto dejé de escuchar. No tenía el ánimo para más explicaciones, y mucho menos para realizar los trámites que me proponía.

Una mujer bajita, con aspecto de bibliotecaria y expresión afligida que se encontraba a escasos metros colocando unos paquetes en grandes cajas de plástico se giró y se dirigió a mí:

—Joven —levanté la mirada—, venga conmigo. —Me indicó una puerta que quedaba escondida, a la izquierda del mostrador. Acto seguido, se dirigió a su compañero—: Ya me encargo yo.

Cuando nos encontrábamos lejos de las miradas de los demás, se presentó:

—Soy la directora de esta oficina. He oído que ha perdido a un familiar recientemente.

Asentí.

—Lamento su pérdida. —Agradecí sus palabras, pues, a pesar de no conocernos, me parecieron sinceras—. ¿Me permite?

Extendió la mano hacia el aviso de llegada. Se puso las gafas sin montura que hasta entonces llevaba suspendidas en una cadena dorada y examinó el documento.

—También traigo esto —dije yo, dándole ambos documentos de identidad, el de mi madre y el mío.

La mujer los revisó detenidamente en silencio, como pensando, y enseguida resolvió:

—Joven, quédese aquí. Ahora vuelvo.

Regresó al cabo de un par de minutos portando un paquete.

—Yo también perdí hace unos meses a un ser querido y lo último que necesitaba era que la burocracia me pusiera las cosas más difíciles —susurró mientras extendía el sobre de papel Kraft de tamaño DIN-A4.

—Gracias, muchas gracias. —Respiré aliviado mientras sostenía con firmeza el sobre en mis manos, como si del mismísimo Santo Grial se tratase.

—Por favor, que esto quede entre nosotros —se aseguró la señora.

—Por supuesto —le confirmé—. Muchas gracias, de verdad —reiteré llevándome una mano al corazón.

Salí de la oficina de Correos aliviado al saber que podía tachar una tarea más de la lista, deseando que este fuese el último obstáculo burocrático que debía sortear.

A continuación, me dirigí al obrador, que se encontraba a un par de calles. Por el camino, palpé el paquete, jugando a adivinar qué había dentro. ¿Serían documentos?, ¿una libreta?, ¿un libro? Me pudo la curiosidad y lo abrí allí mismo, en medio de la calle.

¡Ah, por supuesto! Se trataba de un libro. ¿Qué, si no, habría recibido por Correos mi madre, la mayor devoradora de libros que conozco?

Lo saqué del sobre lo justo para ver de cuál se trataba. El año del pensamiento mágico, de Joan Didion. Le di la vuelta para leer la contraportada en horizontal y di con las palabras «enfermedad», «pérdida», «resiliencia». No me hacía falta leer más para saber que lo había comprado para gestionar mejor la situación por la que estaba pasando. Siempre se había refugiado en los libros. Ahora no iba a ser distinto…

Lo que no comprendía era por qué no lo había comprado en su librería habitual, donde siempre la habían hecho sentir como en casa.

Miré el remite: un apartado de correos. «Quizá lo compró de segunda mano por internet». Parecía una respuesta poco probable, dada su animadversión por las tecnologías.

Lo que sí lamentaba era que el libro hubiese llegado demasiado tarde y que mi madre no hubiese podido disfrutar de sus páginas. Sentí el peso de la tristeza. Sorbí la nariz sintiéndome extrañamente vulnerable en medio de la calle, deseando que esas sensaciones no fuesen a más. Quería estar sereno para mi siguiente parada. Volví a meter el libro dentro del sobre y seguí mi marcha, esta vez acelerando el paso.

Calle Mayor, número 7. Allí se encontraba mi siguiente destino. Mi cometido: cancelar un pedido de mi madre para su aniversario de bodas.

Aunque se encontrase batallando contra el cáncer, se había prometido a sí misma que, mientras el cuerpo se lo permitiese, disfrutaría de cada día como si fuese el último. Y eso incluía aprovechar cualquier motivo de celebración. ¿Cómo no iba a celebrar, pues, sus bodas de oro?

Había intentado cancelarlo por teléfono sin mucho éxito. «No se pueden cancelar pedidos con tan poca antelación», fue la respuesta que me dio la persona al otro lado de la línea. Ante mi insistencia, me propuso que llamase más tarde para hablar con la encargada. Pero pensé que, ya que estaba cerca, tal vez se avendrían a hacer una excepción y accederían a cancelarlo si me personaba y les explicaba cuáles eran mis circunstancias.

EL OBRADOR DE LA ESPERANZA. Leí el rótulo que quedaba medio escondido entre las pequeñas flores trepadoras de color fucsia que cubrían parte de la fachada. Era inconfundible: años atrás, en aquel preciso lugar, se encontraba una antigua panadería de esas que horneaban el pan a leña.

Abrí la puerta y exploré visualmente el lugar. Mesas de mármol blanco, sillas de ratán y plantas de hojas grandes en las esquinas. Al fondo, el cartel original, PAN HORNEADO A LEÑA, lucía con orgullo y confirmaba mi hipótesis. Solo que ahora el viejo obrador también era una cafetería.

«¿Habrá cambiado de propietarios?», me pregunté.

Di unos pasos y, detrás de mí, se cerró la puerta. Unas campanillas anunciaron mi llegada. Tan pronto como las oí repicar, decenas de recuerdos de mi infancia y mi adolescencia me vinieron a la mente tras haber permanecido adormecidos durante años en un lugar especial de mi memoria.

Me acerqué al mostrador. Una chica de pelo naranja y brazos tatuados estaba dentro, en el obrador. La veía interactuar con una mujer mayor y con otra persona más, una mujer de pelo castaño.

—¡Joder! —Una voz femenina cruzó el cristal que separaba el obrador del mostrador. Pertenecía a la persona que estaba de espaldas.

«¡Qué mal genio se gastan aquí!», pensé.

Como si me hubiera leído el pensamiento, la mujer mayor miró en mi dirección, se giró de nuevo hacia la voz femenina y le dijo algo que no alcancé a escuchar, pero, por su gesto, diría que la reprendió. Fue en vano, pues la chica que estaba de espaldas siguió vociferando y soltando improperios. ¿Sería ella la encargada con la que debía lidiar?

Por lo que acerté a entender, no les hizo mucha gracia que anulase el pedido. Comprendía que les resultara fastidioso, pero la escena me pareció del todo inapropiada. No daba crédito.

Cogí el móvil para disimular, pero seguí afinando el oído todo lo que pude para escuchar lo que decían. No hizo falta que me esforzara demasiado, pues la persona que había permanecido de espaldas mientras se quejaba acababa de aparecer cargada con una bandeja de brownies que tenían una pinta deliciosa. Sentí la tentación de pedir un café y acompañarlo con uno de esos bizcochos de chocolate de aspecto tan apetecible, pero temí que escupiera en él cuando se enterase de que «la persona desconsiderada que pretendía cancelar un encargo con tan poco margen» era yo.

—Buenos días —dijo mientras se acercaba al mostrador, en un tono muy distinto al que había usado hacía tan solo unos segundos.

¿Estaría intentando borrar lo que había oído con un exceso de amabilidad? Su cara esbozó una sonrisa, pero en ningún momento me miró a los ojos. Supo que la había escuchado, confirmado.

Y en ese preciso instante, ya sin enfado en su voz, la reconocí.

—Buenos días —respondí.

—¿En qué puedo ayudarte? —me preguntó, todavía esquivando mi mirada.

—Soy la persona desconsiderada que quiere cancelar un pedido —respondí. Sorprendido por mi elocuencia, sonreí con picardía—. Traigo una buena excusa, o eso creo.

De repente, su cara cambió. Se quedó callada sin saber qué decir. Se incorporó lentamente. Diría que estaba buscando dónde esconderse. Eso, o procuraba ganar tiempo para pensar en una respuesta.

Entonces alzó la mirada.

Al verla de pie frente a mí, mirándome a los ojos, lo confirmé: era Júlia.

Ahí estaba, a menos de un metro de distancia. Había perdido la cuenta del tiempo que había pasado sin saber nada de ella.

—Perdona —hizo una pausa, como tratando de encontrar las palabras adecuadas—, no debería haber dicho eso.

—Estoy de acuerdo —sonreí. Nos quedamos en silencio.

No había nada en su rostro, ni sorpresa ni alegría. Más bien percibí distancia e indiferencia. Me miró desconcertada.

—No me reconoces, ¿verdad?

Hacía muchos años que no nos veíamos, cierto, pero me hubiese fastidiado que no se acordase de mí. Júlia había sido alguien importante en su momento. Esperaba haber dejado la misma huella en ella.

—¿Debería?

Había quedado como un imbécil. Tendría que haber hecho como si no nos conociéramos, cancelar el pedido, irme y no volver más. Pero enseguida puso los ojos como platos, dio un brinco y empezó a ruborizarse.

¡¿Me había reconocido?! No sabía si saldría del obrador con el pedido cancelado o no, pero al menos habría protagonizado un cómico reencuentro en aquel templo de olor a pan, cruasán y café.

Júlia se cubrió la boca con el dorso de las manos hacia dentro. Parecía gratamente sorprendida. O eso me permití pensar.

—¿Bruno? —balbuceó.

—Veo que te acuerdas de mí —sonreí, aliviado.

3

JÚLIA

Dentro de mí había una adolescente dando saltitos de alegría. No podía disimularlo. Recorrí el metro y medio de mostrador que tenía a la derecha hasta salir a la zona de cafetería e ir a su encuentro, mientras, por el camino, me quitaba la gorra y me ahuecaba los rizos con las manos, tratando de estar algo más presentable para aquel fortuito encuentro.

Bruno tenía una amplia sonrisa en la cara. Me detuve delante de él tratando de resolver la pregunta a la que parecían reducirse todos mis problemas en ese preciso momento: «¿Cómo se saluda a alguien que fue parte de tu vida veinte años atrás?». Descarté el abrazo. «Eres demasiado intensa». En mi cabeza resonaron las palabras de Pol censurando mi emocionalidad. Así que me acerqué a Bruno camino de su mejilla izquierda, pero él hizo justo lo contrario. Nos interrumpimos a tiempo de evitar lo que hubiese sido un choque fortuito de nuestros labios. Qué vergüenza. Rectificamos los dos y casi volvimos a chocar otra vez. Una sonrisilla tonta asomó en mi cara. ¡Maldita sea! ¿Por qué tenía que ser tan transparente?

—¿Cómo estás? —pregunté, animada—. ¡Cuánto tiempo! —No le di espacio para responder.

—Bien. —Su respuesta sonó poco convincente—. Digamos que podría estar mejor. ¿Y tú?

—Bien. Aunque supongo que también podría estar mejor.

Nos quedamos en silencio unos segundos. «¿Y ahora qué?», pensé. Hacía demasiado tiempo que no nos veíamos como para darle detalles de mi vida. Habíamos estado desconectados el uno del otro, convirtiéndonos, con el tiempo, en dos completos desconocidos. Pero la adrenalina que recorría mi torrente sanguíneo me impedía dejar que se marchase del obrador sin antes charlar un rato.

—¿Has desayunado? ¿Te apetece tomar algo? —fue lo primero que se me ocurrió para romper el silencio.

Me olvidé por un momento de mis obligaciones y le invité a sentarse a mi mesa, la que ocupo siempre que vienen mis amigas. Está situada en la esquina, al fondo, y desde allí puedo contemplar toda la zona de cafetería, como hacía de pequeña, y sentirme, a la vez, fuera del foco de los demás.

—Me he tomado un café esta mañana antes de salir de casa —respondió mientras se acomodaba en la silla.

—¿No has comido nada? —Y antes de que contestara, ya estaba volviendo al mostrador. Me detuve a mitad de camino—: ¿Te apetece otro café? —Él asintió—. ¿Cómo lo quieres?

—Uno solo, por favor.

Serví dos de los brownies que había sacado del horno tan solo unos minutos antes y le pedí a Nina que preparase los cafés; el mío, descafeinado. Volví a la mesa con los trozos de bizcocho como una niña que sale del colegio portando una obra de arte hecha en la clase de plástica para el día de la Madre.

—Te traigo una de nuestras recetas estrella —anuncié.

Bruno alzó la mirada, expectante.

—En realidad, he estado tentado a pedirte uno antes… —Hizo una pausa, como dudando de lo siguiente que iba a decir—. Pero he temido que me escupieses en él —añadió entre risas.

A mí no me hizo tanta gracia. No necesitaba recordar el ridículo que había hecho, pero era justo, me lo merecía.

—¡Qué vergüenza! —exclamé mientras me escurría en el asiento.

—Estabas muy enfadada. Pero mucho mucho —enfatizó Bruno, y asentí.

—Usamos materia prima de calidad. En eso no escatimamos, así que cada pedido que se cancela nos cuesta dinero —repuse, procurando plantar semillas de comprensión en él.

—No hay duda de que vuestro producto es de calidad —observó mientras se llevaba a la boca un ya muy mordisqueado brownie—. Está delicioso, te felicito.

—Gracias. La receta es de mi abuela —le expliqué con orgullo—, solo que la hemos modernizado para poder llamar brownie a su bizcocho. Así se vende más… y más caro —susurré, acercándome a él, como quien confiesa un secreto.

—Pues bien vale su precio.

Sonreí satisfecha.

Nos quedamos en silencio, pero no fue uno de esos incómodos, quizá por el sabor del bizcocho, quizá porque la compañía era agradable.

—¿Cuánto tiempo hacía que no nos veíamos?

—No sé. La última vez que nos vimos fue…

—En el concierto de… ¡En Fiesta Mayor! —recordó. ¡Sí, señor! Buena memoria.

—Verano de 2004.

—¿Qué tendríamos?, ¿diecisiete años?

—Yo quince y tú dieciséis.

—Ha llovido mucho desde entonces…

—Mucho —enfaticé.

—¿Cómo es posible que no nos hayamos vuelto a ver?

—La llegada del verano nos separó —dije, encogiéndome de hombros.

—¿No debería ser al revés? —reflexionó Bruno en voz alta, con cierta melancolía en su mirada.

Eso habría deseado yo hacía veinte años, que el verano nos hubiera unido en lugar de separarnos.

Aún recuerdo sus palabras: «No puedo quedarme, Júlia. Mis padres quieren tenerme cerca». La rebeldía de Bruno llevaba a sus padres a atarle en corto para que no se «echara a perder». Y se marchó con ellos a la Costa Brava. Siempre pensé que Bruno había vivido nuestra separación de forma distinta a como la viví yo: con fiestas en la playa, verbenas en la casa familiar, mucho sol y mucha sal. Pero la melancolía en su mirada sembró en mí la duda.

Nos quedamos en silencio otra vez.

—Al que sí qu

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