1
Casa de San Luis Gonzaga (Los Almendrales),
Hijas de la Caridad. Fuencarral (Madrid), 1960
«Sentir la vida» era la frase favorita de mi hermana Carmen. Sentir la vida intensa, vibrar con ella. Así lo hizo, a pesar de las dificultades, las sombras y las traiciones.
A veces no sé qué lugar es este ni cómo he llegado hasta aquí. Ya no están los de antes, los de siempre, hombres y mujeres que pensaban y discutían en las interminables tertulias en casa de Carmen. Ni siquiera conservo mi nombre, ya nadie me llama Ketty. Ahora soy doña Catalina, una vieja abandonada a su suerte y refugiada en un lugar donde vive de recuerdos. Fuera de estos muros, la muerte se ha adueñado de las calles. La muerte, el silencio y el olvido.
Yo guardaba su casa, la cuidaba y le ocultaba el dolor. Mientras me fue posible, escondí secretos que ella jamás supo. Deseaba salvarla. Ahora también. Debo devolverla al lugar que merece, contar quién fue para que la conozcan, para que no la olviden. ¿Cómo es posible que hasta su nombre se haya borrado? Ella, la mujer más influyente de Madrid, la más admirada, la mejor periodista, la mejor hermana.
¡Ay, Carmen! Mi luz, mi compañera. Fui la recolectora de sus palabras, su confidente, y también la de María, mi sobrina; la de sus amigos de tertulia, la que escuchaba entre las sombras. Era invisible en casa de Colombine, por eso hablaban como si no estuviera, como si no escuchase, pero yo lo oía todo, y solo le revelaba aquello que no le haría daño. Deseaba protegerla, ahuyentar a los interesados, a los envidiosos que ella no reconocía, pues acogía a cualquiera que llamase a la puerta.
Ya no deseo guardar más secretos, son puertas cerradas. Sé abrirlas todas, guardo las llaves de muchas de ellas. Ahora necesito contarlo. No es posible que su fuerza vital haya desparecido sin más. A veces siento que continúa a mi lado: oigo el vuelo de su falda, el eco lejano de su voz. Creo que seguimos en casa, y el salón resplandece en la tertulia de la atractiva Colombine. Imagino que sigo cuidándola, que me lleva de la mano por el campo de Rodalquilar, nuestro paraíso. Y la llamo: «¡Carmen!». Pero no responde.
Fui su sombra, y ahora no sé quién soy ni qué sentido tendrá esta vida mía que se agota, si nadie la recuerda. Carmen pensaba que solo la obra de arte permanece frente a lo efímero; en ese caso, debo reivindicar su arte. Estoy sembrando, como el campesino que aventa las semillas en el campo esperando que un día florezcan. Daría mi vida por ella, por su legado, igual que mi hermana se entregó por completo a luchar por los débiles. Dedicó una de sus novelas, La rampa, a toda esa multitud de mujeres desvalidas y desorientadas que acudían a ella para preguntarle qué camino tomar. Yo solo podía seguir el sendero que ella trazaba, a duras penas y tropezando, pero con la vista fija en su espalda. Siempre detrás, para admirarla, quererla y cuidarla.
Ahora la felicidad vuela como pavesa vencida por el aire. Europa se derrumbó, España se devoró a sí misma y el mundo se vino abajo. Fue mejor que Carmen no lo viera. Se ahorró un enorme sufrimiento.
Desde niña la adoré. Me gustaría volver a la infancia despreocupada, con los padres presidiendo la mesa y los niños jugando y haciendo travesuras. Carmen era la mayor, y siempre me cuidaba y protegía. Formábamos una familia numerosa y unida. Cuando yo nací, en 1878, Carmen tenía ya diez años. Éramos inseparables. Fui su muñeca, y ella, para mí, como una segunda madre, más juguetona y consentidora.
Las dos nacimos en Almería, aunque nuestro paraíso particular siempre fue la finca, donde podíamos correr a nuestras anchas. Subíamos a los árboles, nos sentíamos parte de la naturaleza, libres como los pájaros que oíamos cantar, el viento que nos acariciaba el rostro y las flores cuyo aroma perfumó nuestra infancia. Olor a jazmín en verano y a azahar en primavera, a campo húmedo y fértil en invierno, a hojas y lluvia en otoño. Decía Carmen que, en Rodalquilar, pasó la adolescencia como hija de la naturaleza, soñando con un libro en las manos a la orilla del mar y cruzando al galope las montañas, como si la envolviera una atmósfera mágica. Descubrió la libertad: allí nadie le habló de Dios ni de leyes, allí se hizo sus leyes y pasó de Dios.
Al principio me escandalizaba escuchar esas palabras, propias de una mujer atea. Mi padre nos educó en la tolerancia, en la libertad; nunca lo olvidamos ninguna de las dos. Carmen deseaba vivir todas las vidas, recorrer todos los caminos y viajar en todos los barcos. No la envidié jamás; la admiraba porque ninguna mujer se enfrentó al mundo como ella.
Conservo un recuerdo nítido de una fuerte discusión entre mi padre y mi hermana. Yo tendría unos seis o siete años; ella, menos de veinte. Siempre fue una niña indisciplinada y, con la juventud, ese talante se multiplicó. Cometió el mayor error de su vida, según sus propias palabras, un episodio de ingrato recuerdo. Su rebeldía la llevó a casarse, contra la voluntad de nuestro padre, con la persona equivocada.
Escuché voces detrás de la puerta: Carmen gritaba más que papá, que intentaba convencerla con argumentos sólidos que ella rechazaba.
—Estoy enamorada de Arturo, y nadie nos va a detener —decía ella, cargada de razones.
—Eso no es suficiente, aunque no lo creas, hija. Eres muy joven, tienes toda la vida por delante para tomar una decisión tan seria. Para una mujer, el matrimonio supone un cambio radical: los hijos, la casa…
—Nada de eso me importa. Podré con todo.
—Tiene catorce años más que tú, solo eres una niña a su lado.
—¡Soy una mujer! ¡Mamá se casó contigo a los quince! Además, Arturo es un escritor de prestigio.
—Nada más lejos de la realidad, Carmen —musitó papá con voz triste.
Lo cierto era que mi hermana estaba pletórica, feliz. Amaba a Arturo, decía que era el hombre más guapo de Almería y que la adoraba, pues le dedicaba unos versos preciosos.
Aquella joven insensata no me parece la misma persona que me encontré cuando llegué a Madrid bastantes años después. Me asombra que ella, tan resolutiva, tan fuerte, tan clarividente, cayese en esa trampa del destino. Nunca se lo confesé, pero su experiencia me sirvió para huir de una situación semejante. No deseaba sufrir como ella, ni sentirme despreciada, ni cargar con la vida y con la muerte que siguieron a ese aciago matrimonio.
Carmen y Arturo se casaron, y ella se dio cuenta enseguida de su error. Algunas tardes me escabullía para visitarla porque la echaba mucho de menos. Ella me recibía con una tristeza desconocida, suspiraba y, a ratos, dejaba escapar alguna lágrima.
Con el tiempo, cuando compartíamos casa en la capital, supe la terrible verdad que me ocultaba.
—Entonces solo eras una niña, Ketty. No podía contarte algo así. Mi matrimonio fue un fracaso desde el principio. Arturo era un señorito juerguista que me fascinó. ¡Qué ingenua! ¡Cuánto lamenté no haberle hecho caso a papá! Se pasaba la vida ocioso, alcoholizado, en tabernas y garitos. Me maltrataba, me engañaba con cualquier mujerzuela. Fue una desilusión, un infierno. Yo esperaba ternura y cariño, y solo encontré rudeza. Y empecé a sentir miedo.
—¿Miedo? —Era la primera vez que escuchaba esa palabra de sus labios.
—Un miedo atroz que me paralizaba, un miedo que se unió al pavor de la maternidad.
—Eso sí lo recuerdo —susurré.
Rememorar aquellas desgracias también me angustiaba. Lo viví de cerca, y la pesadilla me alcanzó a mí también.
Carmen perdió a tres de sus cuatro hijos, una tragedia que la persiguió y la torturó durante mucho tiempo. Quizá nunca olvidó a aquellos bebés muertos, a pesar de su afán por sobreponerse a los avatares de la vida.
Las dolorosas pérdidas de los hijos eran una constante en nuestro entorno. Almería era la primera en el cuadro negro de la mortalidad infantil. Nuestra madre perdió a cuatro de sus diez hijos. Todos se fueron muy niños: José con dieciocho meses, Nicasio con seis años, Nicasia con uno… Carmen llegó la primera y sobrevivió, ahora pienso que de milagro. Mamá era tan joven entonces que más bien parecía la hermana mayor de Carmen. El dolor por los hijos perdidos es la herida más lacerante para una madre. Las cicatrices del alma tardan más en cerrarse que las del cuerpo.
2
Mi hermana vivió su primer embarazo con ilusión, como si aquel niño fuese a reparar las desavenencias entre sus padres. Lo llamaron Arturo, y nació en 1890, pero no llegué a verlo, pues murió a las trece horas. Dos días después, me dejaron visitarla. La encontré lívida y con la mirada perdida. Me eché a llorar, pero ella, con un hilo de voz, me dijo que no me preocupara, que estaba bien, aunque en realidad no fuera así.
Un año después, perdió a una hija, M.ª del Mar, que solo vivió dos días. Tampoco llegué a conocerla. Debió de venir al mundo muy débil, y tanto mis padres como mi hermana quisieron ahorrarme la pena de verla y perderla.
Carmen jamás se rendía a pesar de las tragedias, de los desplantes de su marido, de la economía familiar precaria. Su suegro, don Mariano Álvarez, era periodista, y había legado a su hijo una imprenta en la que sacó a la luz un semanario titulado Almería cómica. Allí empezó a trabajar mi hermana como cajista y se inició en el oficio de periodista, que desarrolló el resto de su vida. Era un periodicucho satírico que, en ocasiones, rayaba lo obsceno. Mi padre, que lo compraba cada semana, no me dejaba leerlo, y le decía a mi madre que era el colmo del mal gusto y que Arturo solo lo utilizaba para meterse con la gente de Almería de manera interesada.
A veces, cuando volvía del colegio, me acercaba a la imprenta a verla. Aún recuerdo el penetrante olor a tinta que llegaba hasta la calle. Todo lo que ella hacía me fascinaba. La veía con las manos manchadas, inclinada sobre la máquina de imprimir ajustando los tipos y quejándose de que le tocaba hacer todo el trabajo porque Arturo siempre llegaba tarde. Al principio, yo la creía: su marido era un dormilón al que le costaba madrugar. Solo eso. Cuando coincidía con él en casa, solía ser amable conmigo. Era un hombre atractivo y simpático. Hasta que dejó de disimular.
Una mañana me crucé con él cuando iba para el colegio. Me extrañó verlo por la calle a esas horas tan tempranas, pues mi hermana aseguraba que no le gustaba despertarse pronto. No había madrugado; aún no se había acostado. Vendría de alguno de los garitos que frecuentaba. Se acercó a mí. Hedía a alcohol, e hice un gesto de repugnancia. Entonces me miró con los ojos vidriosos. Nunca había visto una mirada semejante, era como si despreciara al mundo entero, como si navegara en un mar cenagoso del que se negaba a salir.
No le dije nada a mi hermana. El silencio se instaló en su vida. Ella, habladora compulsiva, pasó unos años de mutismo, rumiando sola su desconsuelo. No les contó nada a mis padres, aunque mi madre suspiraba cuando venía a vernos y apenas lograba que pronunciara un monosílabo. Mamá se quedaba seria y yo no preguntaba. Pronto aprendí que, muchas veces, las respuestas encierran un dolor que no deseamos asumir.
—Me avergonzaba de no haber obedecido a nuestro padre. Él tenía razón, no debí haberme casado. El matrimonio es una cárcel para las mujeres. No te cases nunca, Ketty —me repitió muchas veces, y más tras mi llegada a Madrid. No necesitaba decírmelo, ya había escarmentado a través de su experiencia.
Carmen se quedó embarazada por tercera vez. El niño, al que llamó Arturo José, nació sano y precioso. Respiré aliviada, y sé que mis padres también. «Un hijo ayudará a que Arturo siente la cabeza y que el matrimonio se enderece», escuché decir a mamá. Pero los hijos nunca arreglan un fracaso, más bien lo acentúan.
Me pasaba las tardes en su casa, cuidando del pequeño. Era como un juguete para mí: lo veía tan frágil que rezaba para que no le pasara nada. Nunca he vuelto a rezar de esa manera. Creía que, si oraba a todos los santos y a la Virgen del Mar, patrona de Almería, el niño estaría protegido. Por las noches, me arrodillaba ante la cama y me deshacía en plegarias que aliviaban el miedo y la preocupación. Eran como un escudo ante el infortunio.
De nada sirve rezar, como aprendí en ese instante. Ocho meses después del nacimiento, una mañana calurosa de verano, una mujer del barrio llegó a casa gritando. Mis padres salieron precipitadamente y no me dejaron acompañarlos. El niño había amanecido con fiebre, pero Carmen pensó que sería algo pasajero.
—Cuando sentí que me quitaban al niño de los brazos, cerré los ojos y perdí el conocimiento. —Me lo contó muchas veces, pues el recuerdo acudía a su mente y necesitaba echarlo fuera, convertirlo en palabras confiando en que se las llevara el viento—. El dolor era tan grande, tan insoportable, que noté como una garra que me oprimía el corazón, me lo taladraba y me dejaba sin aliento.
En casa pensamos que se moriría, que no recuperaría nunca la consciencia. Mi madre y yo permanecimos en vela a su lado, con la angustia reflejada en el rostro. Su marido entraba y salía de la habitación, inquieto como un gato encerrado en una jaula. Bebía delante de nosotras, sin disimulo, y aducía que una copa le calmaba los nervios, aunque era una detrás de otra. A veces, lloriqueaba; otras, daba gritos de rabia y golpeaba la pared con los puños hasta hacerse sangre. Mis padres agradecían mi entereza: no lloré en ningún momento. El miedo era tan intenso que impedía que brotasen las lágrimas.
Cada día me escapaba para acompañar a mi hermana enferma. Una de aquellas tardes, Arturo me abrió la puerta con indiferencia. Ni siquiera me saludó, y aprovechó mi presencia para escabullirse de la casa y buscar un lugar donde emborracharse. Agradecí que se fuera y entré en silencio en la habitación donde yacía, inconsciente, mi hermana. Me senté a su lado, la tomé de la mano y la acaricié.
—Carmen, despierta, por favor —musité—. Estoy segura de que me oyes. He traído un libro para leértelo. Es de esos que te gustan tanto.
Pensé que, si escuchaba las palabras de los libros que amaba, tal vez despertaría. No sería la voz de su marido lo que le daría ganas de vivir, de eso estaba convencida, sino los poemas que la hacían vibrar y las novelas que la transportaban a otros mundos.
Le mostré el libro, como si pudiera verlo.
—Son poemas. Lo he estado mirando esta mañana y he seleccionado los que me han parecido más bonitos. Te leo este de Garcilaso de la Vega. Tú me lo recitaste una vez…
A Dafne ya los brazos le crecían,
y en luengos ramos vueltos se mostraba;
en verdes hojas vi que se tornaban
los cabellos que el oro oscurecían…
Permanecí callada, pensando en los versos. Aquel soneto hablaba de Dafne, herida con la flecha del desdén, y de cómo se convirtió en laurel para escapar del acoso del enamorado Apolo, que luego se lamentó de las consecuencias y lloró desconsolado. Las lágrimas del dios hicieron crecer el árbol: el sufrimiento del amor.
—Te pondrás bien —le repetí una y otra vez, para que se convenciera—. Te necesito a mi lado, Carmen.
El silencio de la habitación me sobrecogía. Apenas se percibía su respiración, débil y acompasada, aunque sabía que me escuchaba. No se me ocurrían palabras de consuelo para una madre que ha perdido a su hijo, al tercero, y que es víctima de un matrimonio desgraciado.
3
Tardó aún unos días más en reponerse. Mi hermana no deseaba seguir viviendo y sufriendo, así que permanecía en el lecho con los ojos cerrados e inmóvil. Hasta que una mañana oí un quejido suave; era ella, que movía levemente la cabeza y pugnaba por hablar.
—Carmen, ¿me oyes?
Me apretó la mano en señal de asentimiento. Quise gritar para avisar a los demás, a la familia, pero me encontraba sola en la casa.
—Seré como Dafne —susurró con voz apagada.
En ese momento, la puerta se abrió. Era Arturo, que regresaba de su huida.
—¡Ve a mi casa! —le grité—. Llama a mis padres. Carmen me ha hablado.
Salió de la habitación y volvió a dejarnos solas. Temí que ella se desesperase al recordar al hijo muerto, pero en su semblante no había dolor, ni siquiera resignación. Era algo distinto, una expresión parecida a la que adoptaba cuando trabajaba en la imprenta.
Enseguida llegó la familia al completo. Mis padres la abrazaron, mis hermanos la tocaban y la miraban, incrédulos. Yo seguía sin derramar una lágrima, como si se me hubieran secado de golpe. No era capaz de llorar ni de pena ni de alegría.
Fui testigo del cambio que se produjo en Carmen a partir de ese momento. Fue como si hubiera renacido una persona nueva, como si el drama vivido la hubiese trasformado, como a Dafne convertida en laurel. Si hubiera continuado siendo una mujer resignada, no habría regresado de la inconsciencia, se habría perdido en la oscuridad. Sin embargo, se convirtió ante mis ojos en una fuerza de la naturaleza, y jamás dejó de serlo. No sé si alguien más en casa se percató; quizá mi madre, aunque nunca hablamos de ello.
Un tiempo después, cuando ya se había repuesto por completo, le pregunté por el futuro, algo que me inquietaba porque no sabía cómo encarar.
—El futuro hay que labrárselo, Ketty. Nadie vendrá a ofrecerte una vida fácil. Somos mujeres, y tenemos derecho a una existencia digna. Soy otra, y sé que te has dado cuenta.
—Sí, desde el primer momento, desde que me dijiste que serías como Dafne.
—¡Ese poema! —suspiró—. Gracias por leérmelo. Soy la misma, pero resuelta, llena de insubordinación, combativa, liberada. Necesitamos un trabajo que nos permita ser independientes, no estar subordinadas a un hombre.
—¡Qué cosas dices! —Lo que contaba me parecía imposible de lograr.
—Tenemos que ser tenaces. Ahora sigo trabajando en el periódico, escribo y, además, estudio —musitó como si me estuviese contando un secreto.
—¿Qué estás estudiando? —Era la primera noticia.
—Quiero obtener el título de maestra, y tú deberías hacer lo mismo. Eso nos proporcionará independencia económica, nos permitirá emanciparnos.
—Se lo diré a nuestros padres, seguro que apoyan la decisión.
—Ellos sí. Papá es un hombre justo, bueno e ilustrado. Pero Arturo se burla, no sé qué hacer para que mejore su carácter, para que no me desprecie. Se ríe de mí porque quiero estudiar. No me entiende, pondrá obstáculos a mis esperanzas.
—Eres un laurel —le recodé—. Un árbol fuerte de tronco grueso y ramas firmes. Ni el más terrible huracán podrá contigo. Lo sé.
Me abrazó, emocionada.
Aún puedo sentir la fuerza de sus abrazos, la convicción de sus palabras, la ternura que compartíamos. Nadie me arrancará esos recuerdos, aunque otros se están borrando como arena arrastrada por el viento. Ella permanece, intacta, poderosa, anclada como un laurel en mi memoria.
4
Carmen se lanzó al mundo con la decisión de quien sabe que de ello depende su felicidad. Capaz de enfrentarse a todo y a todos, no cejó en su empeño de salir de la sima profunda en la que se hallaba. Continuaba trabajando en el periódico para mantener el sustento, y dedicaba horas al estudio, aunque tuviese que robárselas al sueño.
Seguí sus pasos. Con diecisiete años, empecé a estudiar Magisterio, aunque no con tanto empeño como mi hermana. Me costaba memorizar más que a ella, que tenía una enorme capacidad de trabajo y una memoria prodigiosa. Pasaba a verla cada día por la imprenta, y ella me hablaba sin parar de proyectos e ideas que me parecían descabellados. Solo era una mujer en un mundo de hombres, pero deseaba ir mucho más allá, adonde no había llegado nadie.
Una tarde de 1895 la encontré más seria que de costumbre y enseguida le pregunté, porque entre nosotras no había secretos.
—Estoy embarazada otra vez —me dijo, sombría.
La miré, aterrada. No deseaba que volviéramos a vivir la misma pesadilla.
—No te asustes. —Carmen vio el miedo en mi rostro—. Esta vez todo saldrá bien, lo presiento. Soy más fuerte que antes, nada me va a detener. No se lo digas a nuestros padres, se llevarán un disgusto. Cuanto más tarde se enteren, mejor.
Volví a casa con la pesadumbre pegada al cuerpo. Cuando llegué, noté un alboroto extraño. Los chicos, Francisco, Lorenzo y Manuel, seguían siendo entonces unos niños ruidosos, pero esa vez discutían entre ellos sin motivo. El nerviosismo se palpaba, y mis padres no se hallaban en casa. Intenté calmarlos, y le pregunté a Francisco, el mayor y más serio, por mamá.
—Han salido de paseo. Nos han dado una noticia preocupante.
—¿Qué ocurre? —pregunté, alarmada.
—Mamá —respiró antes de seguir—. Está embarazada otra vez.
El mundo se me vino encima. Tuve que sentarme porque me mareaba. Francisco, solícito, me ofreció un vaso de agua, que rechacé. La única mujer de la familia que no esperaba un hijo era yo, y me percaté de lo que ello suponía. Además de la muerte rondando, estaba la obligación de cuidar de las dos y de sus hijos. Las mujeres estábamos en el mundo para eso. Cuando ellas supieran que se encontraban en la misma situación, se preocuparían más la una por la otra que por sí mismas.
—Tienes que cuidar de mamá —me decía Carmen—. Los chicos dan mucho trabajo en casa, así que deberás encargarte de todo, porque está débil.
Asentí. Asumí la responsabilidad sin dudar, sin pensar en mi futuro ni en mi propia vida. Desarrollé una capacidad asombrosa para llevar una casa y una familia numerosa. Desde entonces, organizar la vida de los demás es lo que mejor he sabido hacer.
Por su parte, a mamá le angustiaba la situación de Carmen; sabía que, en su estado, poco podría ayudarla. Los niños nacerían casi al mismo tiempo, y mi hermana no contaría con la compañía atenta de su marido, eso lo augurábamos todos.
—No debemos abandonar a Carmen —sollozaba mi madre—. Así nunca levantará cabeza. Espero que esta vez su hijo sobreviva, no sé si soportaría otra desgracia…
Se refería a las dos, a mi hermana y a ella. ¿Cuánto dolor es capaz de aguantar una mujer? Es como si naciésemos con ese estigma, marcadas por la pena, por la pérdida inevitable.
Antes de que ellas dieran a luz, ya me había convertido en cuidadora, y eso le dio sentido a mi vida. Me ayudaba a no pensar, a ahuyentar el miedo que me invadía cada vez que me paraba a darle vueltas al futuro. Olvidé los estudios. Ya no deseaba ser maestra; tenía bastante con atender a mi familia. Y solo contaba con diecisiete años. En casa, me encargaba de mis hermanos y de asistir a mi madre, que no se encontró bien durante los nueve meses. Al mismo tiempo, acudía junto a mi hermana, aunque ella seguía con su frenética actividad.
Con el embarazo avanzado, Carmen se trasladó a Granada para examinarse de maestra. Me habría gustado acompañarla, pero la delicada salud de mi madre me lo impidió. Esperaba su regreso con ansiedad, sobre todo para comprobar que se encontraba bien. Los papeles se alteraron, y la hermana pequeña se convirtió en la mayor.
Recuerdo su rostro feliz cuando volvió de Granada. Dejaba de ser una joven ingenua e inadaptada y empezaba a convertirse en la mujer hermosa, rotunda y llamativa que conocieron sus admiradores. Me abrazó y, alzando un papel que traía en la mano, exclamó:
—¡Ya lo tengo, Ketty! Soy maestra. Podré empezar una vida nueva.
Me pareció una idea ingenua… ¿Qué vida nueva se podía trazar una mujer a punto de dar a luz? Únicamente le quedaba ser madre. No conocía a fondo a la nueva Carmen. A pesar de haber pasado casi toda la vida a su lado, nunca dejó de sorprenderme.
El dolor y el desengaño no la hundieron, sino que la hicieron elevarse por encima de los demás, y adquirió una clarividencia que jamás la abandonó. La cultura y la educación eran la clave del progreso de la humanidad, su convicción inquebrantable.
—En la educación de la mujer está la solución a los problemas sociales —me decía—. Todos los males vienen de la ignorancia y el oscurantismo. La salvación está en la educación y el trabajo para todos, Ketty. No lo olvides.
Tales ideas, que aireaba sin disimulo, le granjeaban problemas. Una manifiesta hostilidad hacia ella empezó a extenderse por Almería, y, al principio, le asaltaban las dudas.
—¿Crees que soy demasiado exigente y disconforme? Quizá deba cambiar y adaptarme a lo que se espera de mí para no suscitar más antipatías.
Pero nunca cejó en su empeño por defender que el papel de una mujer no era la sumisión al varón.
En 1895, mi hermano Carlos nació sano, y mi madre lo recibió como un regalo. Pensé que era un buen augurio: quizá se habían acabado las desgracias sin necesidad de rezar.
La felicidad tenía rostro. Lo descubrí poco después, cuando nació mi sobrina María. Llegó en noviembre, y el miedo, que casi había logrado anestesiar, regresó con fuerza. ¿Y si ocurría como las otras veces? Carmen se encargó de tranquilizarme.
—Soy otra, lo sabes. Todo irá bien, te lo prometo —me dijo horas antes del parto.
Y así fue. La niña llegó al mundo sin problemas. Cuando la tuve en mis brazos por primera vez, supe que una fuerza invisible me uniría a ella para siempre. Era la criatura más hermosa que había visto. Me agarró el dedo con la manita y no lo soltó nunca. Y yo me sentí atada a mi sobrina desde el primer momento.
5
Carmen deseaba huir. La relación con Arturo era insostenible, y no necesitaba que me lo contase: se veía en cada mirada, en el desprecio que él manifestaba ante los esfuerzos de ella por progresar. Las burlas, muchos artículos que la ofendían abiertamente, llegaban sin disimulo al periódico en el que él escribía. La actividad intelectual de mi hermana le desconcertaba. Sin embargo, la niña le inspiraba ternura. A todos nos conquistó, incluso al sinvergüenza de su padre.
Un día, Arturo apareció con un sonajero de plata para su hija. Carmen se lo reprochó: María no necesitaba ese regalo absurdo, sino la atención de un padre decente. Discutieron, pero lo cierto fue que la niña se agarró al objeto y rompía a llorar si alguien intentaba arrebatárselo. Mi hermana suspiraba, molesta, cada vez que oía el sonido del sonajero.
Lo he conservado siempre. Años después, mi sobrina ya no deseaba guardar aquel objeto, ennegrecido por el tiempo. «¡Qué manía de acumular reliquias! Si mi hija no lo quiere, tíralo», se quejaba Carmen.
María supuso un cambio definitivo en la vida de mi hermana. La niña llegó para alterar el universo de los que la rodeábamos y se convirtió en el eje de la existencia materna. «Es mi mejor obra», aseguraba siempre que le preguntaban. Repartía el tiempo entre su hija, la escritura y el estudio. Escribía robándole horas al sueño, desde poesía hasta ensayos, y lo hacía convencida de que su obra se publicaría más pronto que tarde. Mientras tanto, yo me ocupaba de lo doméstico y, cuando ella se ausentaba de casa, cuidaba de María.
Por fin llegó el ansiado trabajo que le proporcionaría cierta independencia: comenzó a dirigir el colegio Santa Teresa del Ayuntamiento de Almería. Los primeros días volvía sobrecogida, la realidad que se encontró superaba lo tolerable.
—Es un colegio para niñas pobres —me contó a su regreso—. La miseria se palpa, se nota que muchas no han comido… Vienen llenas de piojos y desnutridas.
Encerrada entre las cuatro paredes del hogar familiar, apenas me enteraba de lo que ocurría en el exterior. Veía mendigos por las calles, oía hablar de la subida de los precios, de la escasez de trigo por las malas cosechas y la sequía, de revueltas y manifestaciones, pero nada de ello traspasaba los muros de mi casa. Hasta que Carmen los saltó. Sus ojos se abrieron a la verdad, y también los míos.
—¡Cómo no se van a morir los niños en esta situación! La sociedad es injusta, campesinos y mineros desfallecen de hambre, sus hijos no llegan a adultos, se quedan por el camino. Les suben los impuestos para sufragar la guerra, no les pagan el salario, han privatizado los montes públicos… Así es imposible subsistir. Los que pueden emigran, cuanto más lejos, mejor. Este país es una ruina, y esta ciudad, la más miserable de todas.
El contacto con la terrible situación que sufrían otros la empujó a tomar la medida largo tiempo aplazada. Una noche de 1898, a una hora intempestiva, apareció con la niña en brazos en la puerta de casa. Mis padres se asustaron.
—¿Qué haces aquí? ¿Qué ha ocurrido? ¿Y Arturo?
—Mi marido no sabe que me he marchado. Desde ayer no tengo noticias de él. Estará bebiendo, como siempre. No aguanto más, madre. María y yo merecemos otra vida. Es por mi hija… ¿Qué porvenir le espera en esa casa, con ese padre?
Papá se puso muy serio, pero la abrazó como señal de acogida.
—Sabes que en el paseo del Malecón 12 siempre tendrás tu casa —le dijo.
Mi madre sonreía. Conocía la situación de su hija desde el principio, y sabía que no quedaba otra salida, que Arturo no cambiaría. Era consciente de que Carmen llevaba un torbellino dentro y, con su fuerza arrolladora, alcanzaría sus sueños, por complicados que fuesen. Peor sería enfrentarse a las habladurías y críticas de los almerienses, aunque toda la ciudad conocía y comentaba la relación de Arturo con una cantante de varietés que actuaba en el café España. Una mujer no abandonaba a su marido. Por muy mal que se portase con ella, esa era la norma. Carmen me enseñó que una mujer no pertenece a su esposo, que nadie es propiedad de otra persona.
Quien más se alegró de la llegada de madre e hija fui yo. Así las tendría cerca todos los días, a todas horas. Mientras mi hermana acudiese al colegio, yo cuidaría de la niña.
—Y tú, no dejes de estudiar —me dijo esa misma noche—. Debes obtener ya tu título de maestra… Quizá tengas que sustituirme.
No entendí a qué se refería con eso, pero su empeño en que yo estudiara no cejó. Me obligaba a ponerme ante los libros, me preguntaba, me instaba a repasar lo que no me sabía bien. Yo prefería disfrutar de las horas con María, jugar con ella, cuidarla, entretenerla. No quería reconocer que aquel no era el trabajo que hace libre a una mujer, como mi hermana pensaba. ¿Qué ansiaba yo, en realidad? ¿Cuáles han sido mis aspiraciones a lo largo de la vida? Durante años, mis sueños se ciñeron a las necesidades de ellas dos, mientras que Carmen deseaba vivir todas las vidas, recorrer todos los caminos, viajar en todos los barcos. Muchas veces la sorprendí mirando el mar por la ventana. Desde nuestra casa, el Mediterráneo se mostraba dócil, como una explanada por la que se pudiera caminar; rebelde y desbocado en las mañanas de tormenta. Ella se identificaba con ese mar indómito que acunó nuestras noches en vela.
—Es necesario ver una tormenta en alta mar para comprender la magnitud del universo —me contó años después, tras su regreso de un viaje a América—. Solo somos una brizna de hierba, un diminuto grano de arena en la inmensidad.
6
Lo cotidiano borra los pensamientos, te sumerge en una anestesia plácida en la que lo urgente pesa más que lo importante, donde los demás van por delante de ti. Vuelvo a los años en casa de mis padres y todos se suceden iguales; en ellos, floto como en el mar de mi infancia. Deseo retornar a ese hogar lleno de chiquillos, a las risas y la despreocupación. Nada me alteraba, la vida pasaba sin rozarme, sin herirme, mientras que a Carmen la zarandeaba porque se empeñaba en nadar contra corriente.
Terminé los estudios de maestra, pero permanecí en casa de mis padres porque no necesitaba emanciparme. Ellos cubrían mis necesidades, y mis hermanos, mi tiempo. Me convertí en la auténtica dueña del hogar: organizaba las actividades de quienes trabajaban en casa y me encargaba de las compras. Mi madre descubrió que lo hacía mejor que ella, ya que encontraba buenos productos a precios asequibles y nunca me engañaban al cobrarme. Ayudaba a preparar las comidas, que dejaron de ser aburridas y se volvieron suculentas. Hasta Lorenzo, que siempre fue flacucho y comía muy poco, engordó unos kilos y se aficionó a mis sabrosos platos. Ni siquiera pensaba en el porvenir: ¿qué podía haber mejor que seguir allí, arropada y querida?
A mi sobrina le dedicaba más tiempo. Crecía feliz, y era una niña que llamaba la atención por su belleza. Muy pronto comenzó a caminar y hablar, antes que mi hermano Carlos, y éramos inseparables. Ya entonces pensaba que me quería tanto como a su madre, porque le consentía sus caprichos y jugaba con ella más que Carmen, que solía estar ocupada estudiando, leyendo o en el colegio.
El primer nombre que pronunció María fue el mío. «Catalina» era la palabra que más se decía en aquella casa: «Catalina haz esto, Catalina trae lo otro». Sin embargo, a la niña le resultaba demasiado largo. Una mañana que fui a su cuna a despertarla, levantó los bracitos y gritó:
—¡Ketty!
Al resto de la familia le hizo tanta gracia que con Ketty me quedé. María me puso el nombre que, desde entonces, he llevado con alegría, con el que me identifiqué y el que me ha hecho sentir especial. Empecé a firmar con él, y decidí escribirlo de una forma más moderna: con ka, dos tes y una y griega. A mi madre le parecía una aberración.
—Catalina es un nombre precioso, era el nombre de tu abuela, mi madre. Ketty parece nombre de fulana y tú eres una señorita respetable.
—No hagas caso a mamá —terciaba Carmen—. Es perfecto para una joven como tú, que vive en el siglo XX.
Mamá siguió llamándome Catalina el resto de su vida. Para los demás, fui Ketty. Incluso para mi padre, que debía aguantar las malas caras de mi madre cuando lo pronunciaba.
—Así no encontrarás un novio serio —suspiraba mamá, cada vez menos convencida.
Esa observación me daba igual, porque no me fijaba en los hombres. Alguno me pareció apuesto pero, durante años, los observaba de lejos, y prefería que no se me acercasen para no tener que moverme en dirección contraria.
Marcelo, un amigo de mi hermano Francisco, frecuentaba nuestra casa y me miraba de manera distinta. Aprendí a distinguir esa mirada en los hombres, y me mantuve en guardia. El chico me saludaba con amabilidad, e incluso alguna vez me ofreció unas flores que habría cogido en un parque cercano.
—Marcelo está enamorado de ti —me soltó un día Lorenzo, el más observador de mis hermanos—. Por eso viene tanto.
—¡Qué tonterías dices! —exclamé—. Es solo para estudiar con Francisco.
—Sí, para estudiar la manera de cortejarte —bromeó.
Desde entonces, cada vez que aparecía Marcelo, Francisco me miraba y se reía. Yo, avergonzada, me retiraba a mi habitación con los pequeños hasta que mi madre me llamaba para algún asunto doméstico.
—Lleva una limonada a los estudiantes —me pidió un día—. Hace calor, y así se refrescan y descansan un rato del estudio.
Obedecí y entré con una bandeja bien dispuesta a la habitación donde estudiaban los dos jóvenes. Marcelo me miró, arrobado, y agradeció el detalle.
—Es usted una señorita encantadora —me dijo.
—No le hables de usted —saltó Francisco—. Es mi hermana favorita, igual que tú eres mi mejor amigo.
Las palabras de mi hermano iban cargadas de intención; le parecíamos la pareja ideal: la perfecta ama de casa y el joven de buena familia y con futuro. ¿Qué más se podía pedir? A la edad que yo tenía en ese momento, mi madre ya había concebido varios hijos.
No pronuncié ni un monosílabo, y salí de allí lo más deprisa que pude. Marcelo era un joven de aspecto agradable: alto, fuerte y con un rostro afilado pero armonioso; excepto sus orejas, que sobresalían demasiado del óvalo de la cara. Parecía un insecto a punto de echar a volar y, a veces, debía reprimir las ganas de tirar de ellas, sobre todo cuando decía algo fuera de lugar. No me gustaba, no deseaba pasarme la vida viendo esas orejas de soplillo, a pesar de que casi toda mi familia insistía en lo buen partido que era y esperaba que me fijase en él. Hasta mi madre me decía que ya estaba bien de cocinar para la tropa de hermanos y que el joven Marcelo apreciaría mi talento culinario.
Mi única aliada era Carmen.
—Si no te agrada ese joven, no pasa nada. No te comprometas, vendrán otros. Y si no, mejor. El matrimonio es una cárcel para las mujeres —insistía.
Sabía de lo que hablaba, la creía más que a nadie. Cada noche, antes de dormir, mi hermana me contaba sus progresos, y a veces me pasaba unas hojas con lo que iba escribiendo.
—La escritura es mi pasión. Encontraré a quien me publique, aunque no será fácil. Y así podré salir de Almería y marcharme a la capital.
—¿Quieres irte? —pregunté, alarmada.
—Aquí no soy nadie, Ketty. Una mujer que abandona a su marido no es bien vista. ¿Qué futuro me espera?
—Tienes tu escuela y tu familia…
—Quiero llegar lejos, publicar lo que escribo y que me lea mucha gente. La prensa me puede ayudar, y en esta ciudad me vetarán en los periódicos para no molestar a Arturo.
—Tu marido usa Almería cómica para insultarte, ¡qué infame!
—Está perdido, Ketty. Siento lástima por él. Solo es el fruto de un orden social que nos hace a todos infelices. La mujer no tiene otro papel que la sumisión al hombre. Ellos pueden gozar de libertad y disponer de la mujer para su servicio. No debemos seguir así. Tengo algunos relatos y bastantes coplas escritas. Buscaré un editor en Almería y a un hombre de prestigio para que me prologue el libro. Será la forma de empezar, una carta de presentación para cuando nos vayamos a Madrid.
—¿Nos? ¿Piensas llevarme contigo? —Se me alteró el pulso.
Por una parte, no deseaba separarme de ella; por otra, me aterraba salir de Almería para vivir en una ciudad gigantesca y desconocida.
—No, Ketty. Tu lugar está aquí, intentaré que te quedes con mi puesto de maestra. Debes labrarte tu futuro, no limitarte a ser mi sombra. Nos iremos María y yo. No pienso abandonar a mi hija. Vendrá donde yo vaya.
No había contemplado esa posibilidad. Separarme de mi sobrina sería como arrancarme la piel; también era mi hija, más que eso. Nos habíamos elegido mutuamente.
Rumié mi pena en soledad. El futuro, que hasta ese momento me había parecido plácido, entre esas cuatro paredes, rodeada de padres y hermanos y apegada a María como el mar a la orilla, comenzó a tambalearse. Hablé con mi madre; ella debía conocer las pretensiones de su hija mayor.
—No me extraña que desee marcharse a Madrid. Si lo desea, lo hará. No hay quien detenga a Carmen. Ella no será feliz aquí. Tú eres distinta —dijo acariciándome el rostro—. Has nacido para la familia, y formarás la tuya. Llegará el hombre adecuado. A tu edad, ya había sido madre varias veces —suspiró—, pero aún no es tarde para ti.
Veintidós años eran muchos. La mayoría de las mujeres que conocía se habían casado antes. Ese no era mi sueño.
—Ya tengo una familia, madre. Aquí soy feliz —aseguré.
—María no es tu hija, Ketty. Un día se irá con su madre y tendrás que enfrentarte a la realidad.
Me conocía bien. Las madres son capaces de leernos el pensamiento, de averiguar nuestra angustia al oírnos pronunciar un monosílabo.
—Quizá ese joven, el amigo de Francisco, Marcelo…
—Tiene un par de años menos que yo —aduje.
—Eso no importa, tú le gustas y es adecuado para ti.
—Pero a mí no, madre. Prefiero quedarme soltera que casarme con un hombre que no amo… para toda la vida.
—Tienes razón, hija. Esta es tu casa, eres tú quien debe elegir.
La vida fue decidiendo por mí. Mi hermana, las circunstancias, la historia… me fueron zarandeando y escribiendo mi biografía con tinta de sangre. Soy una cáscara de nuez a merced de las olas del destino. Añoro esos años, rodeada de gente, amor y bondad.
7
—¡Ya está! —me dijo eufórica una mañana de 1900 cuando regresó de la escuela—. Voy a publicar el libro, y ya tengo a quien me lo prologue. Nada menos que Antonio Ledesma.
—Ledesma es un poeta muy prestigioso en Almería, un intelectual de mucho peso.
—Ya lo creo. En cuanto esté el prólogo, irá a la imprenta. ¿Te das cuenta? ¡Mi primer libro!
Se tituló Ensayos literarios, y contenía relatos, poemas y un texto sobre la educación de la mujer. Llegó a casa entusiasmada con los ejemplares del libro. Lo primero que hizo fue entregarme uno a mí.
—Querida hermana, formas parte de esto —me dijo, solemne.
Me emocioné al comprobar que me había dedicado el texto «La educación de la mujer». Lo había escrito para mí, para decirme que no me detuviera, que era importante y necesario que las mujeres fuésemos cultas, que de ello dependía la civilización y el progreso de los pueblos. En esas páginas se encontraba la solución a los problemas sociales que nos afectaban.
—El Magisterio es el camino —dijo al tiempo que me abrazaba—. Lee en alto este párrafo —me indicó.
Obedecí. Toda la familia me escuchaba: mis orgullosos padres, mis hermanos y hasta la pequeña María, que por entonces contaba unos cinco años.
—«Las maestras reemplazan a la madre en la sublime misión de educar. Ellas tienen que nutrir la tierna inteligencia de las niñas, tienen que formar su carácter, desarrollar sus facultades, dirigir sus instintos y sentimientos, y enriquecer su inteligencia con los conocimientos que les transmitan».
Nos aplaudieron con fervor. Me sentía tan protagonista e ilusionada como ella. La niña corrió a abrazarme, y pensé que su madre se sentiría molesta por el gesto de su hija. Al contrario, me miró con complicidad.
—¡Cuánto te quiere! Sois mi luz y mi tesoro —aseguró.
Guardé el libro con devoción, el primero de todos los que fui conservando. La obra de mi hermana quedará para siempre, la hará inmortal, a pesar de quienes desean enterrar su legado. Lo leí hasta casi aprendérmelo de memoria: me emocioné con relatos que hablaban de amores imposibles, como los titulados Zara, Almas hermanas o La flor del valle, donde describía a la perfección nuestro paraíso de Rodalquilar:
Nada tan bello, tan poético y tan encantador como una tarde pasada en la espaciosa playa de R. contemplando las verdes ondas del Mediterráneo que, con sus olas de plata, besa la arena o, al chocar con las peñas, salta de rechazo en torbellinos de espuma.
Buscaba su reflejo en cada frase, y la reconocía en relatos como La mariposa o Las madres, donde decía: «Me casé con un hombre que me dejaba sola y abandonada para buscar fuera de casa los placeres y las diversiones. Me sentía morir del frío que había en mi alma hasta que nació mi hijo. Deposité en él toda la ternura de mi corazón». Hablaba de ella, de su amargo matrimonio, de la esperanza renacida con María.
Y en los cantares de desamor vertía el desconsuelo, el desengaño y la desilusión ante el fracaso de su matrimonio. Cada verso me emocionaba, lo sentía a flor de piel. Sabía que se había casado enamorada, que la pasión pudo más que la evidencia, hasta que se convirtió en desastre.
Amar es gloria o infierno,
es tormento o paraíso,
si se ama a un alma noble
o se quiere a un ser indigno.
En el texto sobre la enseñanza de la mujer que me dedicó, afloraban sus ideas como amapolas entre la mies. Eran sus palabras dirigidas a mí y a las mujeres que languidecían atrapadas en una vida monótona.
Las opiniones que vertía entonces resultaron ser muy moderadas en comparación con lo que escribió más adelante. Fue prudente: comenzaba a caminar, y estaba sola. Nadie habría aceptado osadías de una joven que apenas había publicado, que no gozaba del nombre ni el prestigio que consiguió años después, cuando cada palabra suya hacía saltar el mundo en pedazos. En ese momento, necesitaba justificar su deseo de independencia y entraba en el debate de si la mujer debería trabajar o no con la prudencia de quien se sabe observada y, posiblemente, censurada.
Es opinión muy debatida si la mujer debe dedicarse solo al cuidado del hogar o puede desempeñar otros oficios que los de esposa y madre. Esta última es la misión de la mujer, en ello encuentra especial gusto. Es en la vida tranquila y pacífica del hogar donde ella tiene su trono.
Yo deseaba ese futuro, la vida sosegada de la familia que había visto en mis padres. Casarme y ser feliz, aunque la experiencia de mi hermana resultaba un doloroso espejo. Carmen había dejado de creer en un destino semejante, necesitaba otra opción.
Como hay muchas mujeres que, por circunstancias especiales, se ven obligadas a buscar su sustento y el de sus familias, debe procurarse dar a la mujer una profesión con la que pueda estar en actitud de atender a sus necesidades.
A mi hermana, solo el trabajo podía salvarla, la posibilidad de ser alguien fuera de la casa de nuestros padres. La libertad era su principal objetivo, y solo lo lograría cuando tuviese un trabajo que la permitiera escapar.
Yo no me separaba del libro, y Carmen sonreía al ver mi entusiasmo ante su primera publicación. Se sentaba a mi lado y lo hojeábamos juntas.
—Mi relato favorito es El repatriado —me contó—. ¡Es tan injusta la guerra! Esos hombres abandonados a su suerte, la indiferencia ante las derrotas, ante el horror de los conflictos… Este país se desmorona, hay que regenerarlo. El mal es la ignorancia; la salvación es la educación.
—No dejes de escribir, Carmen —le rogué.
—Descuida, no hay nada que desee más, pero para ello debo salir de Almería.
—¿No estás a gusto con nosotros, en casa? —pregunté con ingenuidad.
—No es eso, Ketty. Tengo que forjarme un porvenir. Una mujer como yo, sola, que ha abandonado al marido, tiene poco futuro en esta ciudad. Por eso le he dedicado el libro al tío Agustín, que es senador en Madrid. Necesito que me abra puertas en la capital.
Me sentía orgullosa de ella, y celebraba sus triunfos como si fuesen míos. Mi sobrina cambiaba por días: aumentaban su gracia y belleza. Era una niña despierta, y yo la adoraba. Creía que solo cambiaría el aspecto de María, y que lo demás se mantendría intacto durante el resto de mi vida. Olvidaba que mi hermana era un torbellino y que yo estaba dispuesta a dejarme arrastrar por su fuerza arrolladora.
8
Carmen lanzaba en muchas direcciones hilos que le permitieran trenzar una vía de escape. Ya había publicado coplas en diversos periódicos, como España artística, donde aparecieron seis de sus letrillas junto a un texto de Clarín. En esas mismas páginas escribían figuras como Rubén Darío o Manuel Machado. Ella me explicaba quiénes eran aquellos importantes escritores, y me dejaba poemas suyos para que los leyera. Sin embargo, los versos de los demás me parecían, ingenua de mí, peores que los de mi hermana, porque comprendía la intensidad de los sentimientos de Carmen, a quien creía conocer mejor que a mí misma.
Soñaba con viajar a Madrid, y yo me negaba a reconocer la evidencia. Deseaba una vida distinta, en otro horizonte lejano, como les sucedería a las protagonistas de sus novelas. El día que anunció que había aprobado las oposiciones de maestra y que había obtenido plaza en Guadalajara, mi mundo se detuvo. Me alegré por ella: se la veía pletórica. Era lo que deseaba, pero la noticia suponía nuestra separación.
Ese verano de 1901, María tenía cinco años: la edad de la vida, de las risas, la plenitud de la infancia. Pasamos dos meses en la finca, caminado a paso lento, dormitando en las horas de sol abrasador y disfrutando de la familia. Buscábamos la sombra y la brisa marina para soportar los rigores del estío almeriense. La vida bullía en los bracitos de mi sobrina, que se aferraban a mi cuello sudoroso sin importarle el calor que desprendían nuestros cuerpos. Recuerdo aquel agosto entre la bruma del tiempo, días al abrigo de los padres, sin preocupaciones ni desvelos. Días en que la vida era apacible y la felicidad era tan simple como echarse una siesta a la sombra de un pino.
Ahora, muchas noches, cuando el miedo viene a instalarse a los pies de mi cama, evoco aquellas horas felices y me traslado con la imaginación a Rodalquilar, a la sonrisa de mi madre, a la mirada paterna, a las caricias de María, a la voz joven y confiada de Carmen. Todo crecía alrededor, y los días transcurrían con esa rapidez con la que se ven huir las horas repletas de vida. El mundo se me ofrecía lleno de promesas.
A finales de agosto, Carmen nos anunció que se marchaba a Madrid.
—De momento, el tío Agustín me acogerá en su casa.
—Mi hermano podrá ayudarte, es un senador muy reconocido. Tiene contactos e influencias que te abrirán puertas —le aseguró nuestro padre.
—¡Falta me harán! Quiero evitar mi destino de maestra en Guadalajara y quedarme en Madrid, donde pueda hacer realidad mis proyectos, disfrutar de la vida cultural, escribir en periódicos y gozar del anonimato de la gran ciudad.
—Almería se te ha quedado pequeña —me quejé—. Y nosotros, también.
—No digas eso, Ketty. Mi corazón siempre estará con la familia.
Me contuve para no llorar. Era egoísta lamentar que Carmen se abriera al futuro que deseaba, mientras que yo ignoraba aún qué hacer con mi vida. Solo quería seguir junto a ellas. La palabra «solterona» me aterraba, y ya había cumplido los veintitrés años, una edad a la que la mayoría de las jóvenes de Almería ya habían contraído matrimonio. Casarse era preciso; pero, como decía mi hermana, «el casarse ¿es ir al amor o ir al fastidio?».
Esa misma noche, Carmen, que conocía mis sentimientos sin necesidad de que yo hablara, se me acercó para compartir confidencias, como hacíamos siempre después de cenar. Nos sentábamos en el porche de la finca, cuando los jazmineros lanzaban su aroma más intenso y el resto de la familia ya se había acostado. El silencio imperaba sin las voces de los chicos ni los gritos de María reclamando la atención de las dos madres que ambas éramos para ella.
—No será fácil, lo sé —me confesó—, pero no debo preocupar a nuestros padres. Bastante duro es para ellos aguantar las maledicencias, escuchar sin responder a las calumnias que se dicen de mí. Una mujer que abandona a su marido… Y Arturo difamándome en su periodicucho. No les he traído más que disgustos.
—No digas eso, ellos te adoran —repuse.
—Con mi trabajo de maestra, el salario será modesto, pero podré abrirme camino y ser independiente. Tengo otros planes más ambiciosos y complejos. Necesitaré tu complicidad. ¿Ángela es de confianza? —me preguntó sin que yo entendiese el porqué.
Ángela era mi mejor amiga desde que habíamos sido vecinas, en la casa de la calle Mariana, donde nacimos las dos con un mes de diferencia. Siempre jugábamos juntas en la plaza y, aunque ya no vivíamos en el mismo edificio, nuestra amistad continuó incluso cuando me marché de Almería. Ángela era menuda y de aspecto frágil, casi siempre tosía o estornudaba, pero las enfermedades la respetaron en la infancia, y llegó a la juventud más lozana de lo que su fragilidad hacía presagiar. Era divertida, aunque la curiosidad la convertía en una peligrosa compañera de juegos: le gustaba colarse en casas abandonadas medio derruidas, acercarse demasiado al mar cuando había tempestad y entrometerse en las conversaciones privadas de los mayores. Ella tampoco se había casado aún porque no encontraba al hombre adecuado en aquella ciudad. Decía que debíamos irnos a Madrid, como mi hermana, pero no a escribir en periódicos, sino a buscar un marido listo y decente.
—¿Crees que ella accederá a que te escriba a su dirección? —me susurró Carmen al oído, aunque nadie más podía oírnos—. Quizá necesite hablarte de algo que no desee que los padres conozcan. Y, si las cartas llegan a casa, querrán saber qué te cuento. No tengo secretos para ti.
—Ángela es la persona perfecta. Guardará el secreto, aunque, con lo curiosa que es, también querrá saber qué me cuentas.
—Confío en vuestra discreción.
—Descuida, nadie más fiel que ella.
—No, Ketty. Nadie más fiel que tú —aseguró al tiempo que me abrazaba.
9
Despedí a mi hermana con resignación, y a la pequeña María, con el dolor de quien siente que le arrancan su bien más preciado. La partida de madre e hija sumió la casa en un silencio extraño y a mí, en una melancolía desconocida. Carmen intentó que ocupase su plaza de maestra en el colegio de niñas pobres, pero la solicitud no fue aceptada, así que yo permanecí en casa de mis padres sin más ocupación que el cuidado de mis hermanos y la cocina, que se convirtió en mi refugio. Me aconsejó que me preparase la oposición a maestra, pero no tenía su fuerza de voluntad. Prefería la seguridad del hogar y andar entre pucheros.
Enseguida llegaron noticias de Carmen, que nos escribía con asiduidad. En cada palabra suya se percibía el entusiasmo con el que encaraba esa nueva etapa de su vida. Había conseguido esquivar Guadalajara y quedarse en Madrid, con una comisión de servicios, en el Colegio Nacional de Sordomudos y Ciegos. Le autorizaron que residiese en la capital para ampliar sus estudios hasta 1905. Ya se encontraba donde quería, y sabría aprovecharlo.
Desde la primera misiva, me invadió una sensación extraña. Era como si ella siguiese avanzando y yo me hubiera detenido y no llegase a alcanzarla. Mi hermana estaba cada vez más lejos, y la niña crecía sin mí. María solo tenía seis años cuando se marcharon a Madrid y, a esa edad, cada día supone una transformación. ¿Me reconocería cuando volviésemos a vernos? Quizá fue esa sensación de estatismo la que llevó a mi hermana a huir de Almería: la Tierra giraba veloz y, con los pies anclados en la arena, no se avanza. Escapaban a la carrera, y yo quería seguirlas, pero, desde la distancia, no sabía cómo hacerlo.
Deseaba saber más, y esperaba ansiosa que llegasen a casa de Ángela las cartas en las que Carmen me contase confidencias, secretos y, quizá, amores apasionados, como los que escribía en sus coplas. Visitaba cada tarde a mi amiga, pero la correspondencia no aparecía. A cambio, disfrutaba de la complicidad de Ángela: comentábamos las novedades de la ciudad y trazábamos planes de futuro. En realidad, era ella la que soñaba…
—Dile a tu hermana que nos busque un trabajo en Madrid y nos vamos con ella —decía.
Yo me encargaba de ponerle los pies en el suelo:
—¿Un trabajo? ¿De qué?
—¡De maestras! Las dos hemos estudiado.
—Hay que opositar, y, aunque apruebes, no te enviarán a la capital, sino a un pueblo. Carmen tendría que estar en Guadalajara. ¡Vete a saber adónde nos mandarían! Para eso me quedo aquí.
Ángela permanecía un rato en silencio, rumiando mis palabras, que la devolvían a la realidad.
—Podríamos ser institutrices en casa de una familia rica —insistía—. ¿Te imaginas? Nos codearíamos con lo mejor de la sociedad madrileña.
—Pero no te invitarían a sus bailes —bromeé.
—Iríamos a otros. Y al teatro, y a pasear por esas calles tan anchas…
—Para pasear ya tenemos el malecón y el mar aquí cerca. En Madrid no hay mar —objeté.
—¿Y qué? Tampoco habrá esta humedad que se te mete en los huesos, ni este viento de levante que da dolor de cabeza.
Aunque no lo confesaba, yo también quería marcharme a la capital, pero no para trabajar como niñera ni como maestra, sino para estar cerca de Carmen y María.
Un día, por fin, llegó una carta a casa de Ángela. Era un sobre abultado, contenía algo más que un par de cuartillas. Lo abrí con urgencia. Se trataba de la segunda obra que Carmen publicó, Notas del alma, un libro de poemas al estilo de las coplas que incluyó en el primero. Acompañaba al ejemplar una escueta nota, escrita con su letra grande e inclinada.
—¡Vamos, lee! —me urgió Ángela—. A ver qué cuenta de Madrid.
El corazón me latía de emoción, aunque, cuando comprobé que apenas eran un par de párrafos, me desilusioné un poco.
Querida Ketty:
Te envío estas Notas del alma para que las guardes con el cariño que siempre lo haces. Léelo con cordura y no pienses que el amor siempre es así. Tú necesitas un amor sincero y sin estridencias, sosegado y fiel, como el de nuestros padres, y no como el de mi desgraciado matrimonio con Arturo, que con estas coplas queda olvidado y archivado.
Te echamos de menos, sobre todo María, que pregunta mucho por ti.
Madrid es una ciudad extraña, aún no me he hecho a estas dimensiones (todo está lejos) ni a este vértigo, pero sé que, por ahora, no deseo estar en otro lugar.
Te quiere, tu hermana,
CARMEN
—¿A ver el libro? —me pidió Ángela, quitándomelo de las manos.
—No seas ansiosa —le recriminé—. Vamos a verlo por orden.
Guardé la carta dentro del poemario y me detuve en el prólogo, firmado por un tal Alfonso Pérez Nieva al que no conocía. Años más tarde supe que era un influyente periodista y escritor, uno de esos contactos que Carmen necesitaba para abrirse paso en la ciudad. Lo que más me extrañó fue la dedicatoria a la infanta Isabel de Borbón, como protectora de las Artes. Quizá también era su manera de buscar apoyos en un momento vital en que necesitaba aliados.
—¿Es que tu hermana conoce a los reyes? —preguntó asombrada mi amiga.
—Quizá —dije orgullosa—. Se está relacionando con gente muy importante en Madrid. Nuestro tío es senador.
Antes de guardar ese segundo libro, lo leí entero con Ángela, que declamaba los versos con ardor y los comentaba entusiasmada. Eran todo coplillas amorosas que hablaban de una pasión desaforada que me asustaba, pero que encendía la imaginación de mi amiga:
Es tanto lo que te quiero
que, al recordar tu pasión,
todo lo que me rodea
parece que dice: «Amor».
Ángela suspiraba, pero a mí me impresionaban más las que hablaban de desengaño, porque veía en ellas los sentimientos de Carmen, su ingrata experiencia, el dolor acumulado:
Te quise, y el desengaño
que tu ingratitud me dio
ha hecho para mi imposible
volver a sentir amor.
Mientras Ángela derramaba alguna lágrima de emoción, yo recordaba los moratones y la tristeza de Carmen, los años desgraciados de su matrimonio, y los versos me dolían. Me gustaron más los que dedicaba a su hija. Solo por ellos, el libro merecía recordarse:
Quisiera que, en mis cantares,
cuando mi hija los leyera,
las letras fueran brillantes
y las consonantes, perlas.
«¿Todavía guardas eso? —Me parece escuchar la voz de Carmen hablándome desde un lugar remoto de la memoria—. Eran versos vulgares, sabía decir poco», me diría ella. Pero en ellos rompió a hablar su espíritu. Colombine también es esa: la de Almería, la que se enamoró, la que sufrió, la que se rebeló. Sin esa huida, no habría llegado a ser quien fue.
Atesoré los periódicos que llegaban a Almería con sus primeros artículos. Cuando papá ya los había leído, yo los cogía para releerlos una y otra vez.
A Ángela le fascinaba el mundo que se vislumbraba entre líneas, no tanto las noticias que daban cuenta de sucesos o acontecimientos lejanos, sino lo que tenía que ver con el espectáculo, con la vida cotidiana de la gente de la ciudad, con ese universo del que no formábamos parte. Se fijaba en la cantidad de teatros que había en la capital, en las obras que se representaban, en los artículos que hablaban de ciudades lejanas y monumentos de impresionante belleza.
Recuerdo su primera colaboración en El Globo. Cuando vi la firma, Carmen de Burgos, me sentí tan orgullosa como si hubieran puesto mi nombre. El contenido ya avanzaba lo que sería su trayectoria como periodista. En la sección «Notas femeninas», no hablaba de cuestiones banales —como quizá los lectores esperaban bajo ese título—, sino que reclamaba el puesto que le correspondía a la mujer en la sociedad. Contaba que, en Suecia, luchaban por el sufragio universal; que, en Francia e Inglaterra, las mujeres trabajaban en la industria, aunque, injustamente, cobraban menos que los hombres. Se quejaba de que en España se rechazase el feminismo, y aludía a los avances realizados en otros países donde las mujeres cultivaban el conocimiento, hacían deporte y conducían automóviles.
—¡Qué locura! —exclamó mamá al leerlo—. ¡Una mujer al volante! ¡Qué ocurrencias tiene esta hija mía!
Ángela deseaba ser una de esas mujeres conductoras, aunque pocas veces se había subido a un auto.
—¿Te imaginas? Recorrer el mapa de España deteniéndote en la ciudad que prefieras… —me decía con los ojos muy abiertos.
—No creo que en este país eso sea posible. Carmen habla de Inglaterra, de Francia…
—¡Qué poco me dejas soñar! —se quejaba mi amiga—. ¡Anda, agárrate a mi cintura, que nos vamos a París!
Entonces hacía un gesto, como si moviera un volante, y echaba a corre