Lo que calla tu mirada

Fragmento

Citas

Amar, yo quiero amar con libertad

porque nací mujer para querer

y hacer mi santa voluntad.

CONCHITA PIQUER,

«Se dice»

Parlez-moi d’amour

Redites-moi des choses tendres.

Votre beau discours

Mon cœur n’est pas las de l’entendre.

Pourvu que toujours

Vous répétiez ces mots suprêmes :

Je vous aime.

LUCIENNE BOYER,

«Parlez-moi d’amour»

No quiero

amar en secreto,

llorar en secreto,

cantar en secreto.

No quiero

que me tapen la boca

cuando digo NO QUIERO…

ÁNGELA FIGUERA AYMERICH,

«No quiero»

The greatest thing you’ll ever learn

is just to love and be loved in return.

EDEN AHBEZ, «Nature Boy»,

que aparece en Moulin Rouge

PRIMERA PARTE

Bilbao. Enero de 1914

1

—Aprenderás a quererle —le dijeron.

Amelia se asomó a la calle por la ventana de su habitación, en el segundo piso del palacete Eguren. Asía con fuerza el grueso cortinaje para conseguir el triángulo perfecto que le permitiera ver sin ser vista. Su corazón palpitaba acelerado mientras caía la tarde y el invierno se hacía noche, aunque apenas habían dado las seis en Bilbao. Llevaba horas preparada. Lucía un vestido cuidadosamente elegido —de terciopelo verde con brocados finísimos color oro—, el pelo recogido y decorado con horquillas del mismo tono que el traje y un maquillaje tenue, casi imperceptible, elegante. El atuendo perfecto para que él, su inminente prometido, se fijara en todas sus virtudes y olvidara cada uno de sus defectos.

Se topó con su propio reflejo en el cristal de la ventana y entrevió su cara angulosa y sus ojos oscuros, su pelo castaño y sus labios finos. «Un rostro duro para una novia», se dijo, heredado de su padre y no de su madre, que tenía las facciones dulces y la piel pálida. Suspiró con resignación y cerró la cortina, no sin antes volver a echar un vistazo a la entrada del palacete de su familia por si llegaba el señor Manheim, su futuro marido.

La nieve cubría el jardín y las escaleras de piedra que iban desde la verja hasta la galería que rodeaba la entrada principal. Aquel terrible enero había dejado la ciudad de Bilbao sumida en un mar inmaculado y silencioso, tan solo arañado de negro por las ruedas de carruajes y automóviles.

Amelia sintió un escalofrío a pesar del calor que desprendía el fuego de la chimenea. Deambuló por la habitación sin saber qué hacer. No quería sentarse para no arrugar el vestido, no quería moverse demasiado para no sudar y se había terminado las pastas y el té que Juana le había llevado horas antes para que comiera sin mancharse antes del gran encuentro, en el que apenas probaría bocado, como una buena joven de la alta sociedad.

Se acercó al tocador blanco que enmarcaba un gran espejo. En la encimera, además de botes de cristal y una bandeja de plata con diferentes cepillos para el cabello, había un retrato de sus padres. Se trataba de una imagen en blanco y negro, tomada por Eulalia Abaitua, amiga de su madre y fotógrafa aficionada, días después de contraer matrimonio. Aunque ambos aparecían hieráticos, sus ojos desprendían un brillo que Amelia nunca conoció después. No recordaba mucho de su madre, murió cuando ella tenía cuatro años. Su fallecimiento, durante el duro parto de su hermano Óliver, dejó en él unas evidentes secuelas y en toda la familia una herida imposible de sanar. Le hubiera gustado que Victoria de Zúñiga, su madre, estuviera presente en el momento en que su enlace se iba a formalizar, pero, como en tantas otras ocasiones importantes, transitaría por este día prácticamente sola.

El ronco sonido del motor del Renault de Friedrich Manheim la sacó de sus cavilaciones. Amelia hizo una mueca de disgusto por el estruendo en la, hasta ese momento, silenciosa tarde. Sin duda prefería el repiqueteo de los cascos de los caballos sobre la piedra dura a ese escándalo que ya inevitablemente empezaba a formar parte de las calles de su ciudad, pero al que costaba acostumbrarse.

Juana llamó a la puerta con delicadeza.

—Señorita, el señor Fri… —empezó a decir, una vez más sin conseguirlo—. Ya sabe, su prometido, que acaba de llegar.

—Gracias, Juana.

La criada cerró la puerta con cuidado, después de dedicarle una mirada de ternura desde la distancia. Juana era mucho más que una empleada, un ama de llaves o una niñera, y al mismo tiempo había encarnado cada una de esas facetas en la casa a lo largo de los años. Aquella mujer de edad indefinida había sido su madre, su abuela, su apoyo en la total soledad que sintió tras la muerte de Victoria de Zúñiga y ante la indiferencia que su padre, Federico Eguren, mostró hacia sus hijos desde entonces, y también el pilar fundamental después de que este falleciera al cabo de unos años de un infarto fulminante. Pero, a pesar del cariño mutuo que se tenían, romper la barrera física entre ellas, sobre todo desde que se había hecho mayor, resultaba complicado, casi antinatural; no solo vivían en plantas diferentes dentro del palacete, sino en mundos opuestos, y a ambas les habían enseñado a mantener esas distancias. Amelia tenía que conformarse con miradas de ternura, buenos consejos o tardes de confidencias y risas veladas, aunque hubiese dado media vida por un abrazo, por sentir su contacto en la piel.

Amelia cruzó los brazos sobre el pecho; nerviosa, cogió aire y lo expulsó con lentitud. Debía esperar unos minutos antes de bajar para no ser la primera ni interrumpir el recibimiento al recién llegado. Óliver atendería a Friedrich en el gran salón del palacete con una copa, la chimenea encendida y una conversación amigable. Después bajaría ella, solemne, con un halo de fingida timidez y una estudiada sonrisa, y se reuniría con ellos cuando ya todo estuviera hablado.

Era un juego de apariencias. Imaginó que Friedrich saldría del coche, cuando su chófer le hubiera abierto la puerta, y fingiría no mirar hacia arriba, oculto bajo el ala de su sombrero, y no tener la misma curiosidad que ella. Pero miraría, estaba segura. Amelia deseó que su prometido levantara la cabeza antes de desaparecer de su vista y clavara sus ojos azules como el hielo en los suyos para después esbozar una leve sonrisa de complicidad, cubierta por ligeros copos de nieve. Ella sonreiría, él también, igual que ocurría en las novelas que leía, igual que susurraban las criadas, que fantaseaban cuando creían que no las oía.

Pero la realidad era muy distinta. Friedrich y ella eran prácticamente dos desconocidos que se disponían a formalizar un negocio. El matrimonio era además la unión de dos empresas bilbaínas dedicadas a la elaboración de bebidas, La Blanca y Cervezas Manheim —la primera, pura tradición; la segunda, todo modernidad—, vecinas en Iturrigorri y competencia de Cervecera Vizcaína, una de las más importantes de Bilbao. Con el enlace, ambas familias, los Eguren y los Manheim, pretendían convertirse en las propietarias de uno de los negocios más prósperos de la ciudad y así vencer a sus competidores.

Ese era su destino, se dijo Amelia. Ella había aceptado la oferta de buena gana. Porque el trato más ventajoso para todos no se limitaba a los negocios, sino que se extendía al matrimonio: ambos dueños se aseguraban de esta manera generaciones de prosperidad. Se conocieron a través de Óliver. Apenas habían cruzado unas cuantas palabras directamente y solo habían pasado dos meses desde que tomaron la decisión. Amelia, cuando pensaba en él, no sentía absolutamente nada y, cuando pensaba en ella con él, solo una punzada en el estómago.

Miró el reloj de pared, que mecía el tiempo con su cadencia. Se dijo que ya había esperado suficiente. Había tanto silencio en aquella habitación que podía escuchar el susurro de la tela del vestido en su cuerpo mientras se acercaba a la salida y asía con fingida determinación el pomo de la puerta.

«El amor llegará», le había dicho Juana.

Miró por última vez a sus padres en la fotografía. Después apagó la luz y abrió la puerta. Ese era su destino, se repitió, se casaba con Friedrich Manheim por su empresa.

—El amor llegará —susurró sin convicción.

Después, con un golpe algo más fuerte de lo que pretendía, cerró la habitación y dejó dentro las dudas para avanzar vestida de la Amelia que ellos esperaban.

Nada más verla descender las escaleras que daban acceso al salón, Friedrich se levantó del sofá tapizado en terciopelo granate. Óliver se recolocó en su silla de ruedas con incomodidad y una fingida sonrisa. Amelia se acercó a ellos atenta a todos los detalles del encuentro: la ansiedad de Friedrich, su propia e inesperada tranquilidad, como quien asume su destino y al fin deja de luchar, y la mal disimulada falta de cariño de su hermano. No le sorprendió, estaba acostumbrada a los reproches de Óliver y a su comportamiento egoísta y cruel con ella desde niña. Sentía lástima por la nefasta relación fraternal que mantenían, pero parecía como si hubiese enmascarado su deformidad y su soledad con la rabia dirigida hacia ella, quizá porque era la única de la familia que quedaba por culpar.

Amelia se afanó con sus ademanes en mostrarse elegante, sofisticada, una mujer de mundo, a pesar de sus recién cumplidos veintidós años y del hecho de que nunca hubiera salido de su ciudad natal. Disimuló cuando sus temblorosos pies pisaron el bajo de encaje de su vestido, haciéndola tropezar, y se agarró a la barandilla con gracia y una sonrisa nerviosa. No parecieron darse cuenta.

—Querida hermana —dijo Óliver con exagerada ceremonia, alargando la mano para recibirla—, estás radiante.

Amelia le dio las gracias con una inclinación de cabeza y se acercó a la silla de ruedas, a la que estaba atado desde su nacimiento, para tenderle la mano y que él fingiera besarla. Sintió su piel fría, ligeramente sudada, y sus dedos largos y delgados. Enseguida se separaron, incómodos, poco acostumbrados al contacto mutuo.

Friedrich fue hacia ella y se dobló sobre sí mismo en una especie de reverencia demasiado protocolaria.

—Me alegro mucho de verla, señorita Eguren, está usted encantadora.

Amelia sonrió y pasó a su lado sin rozarlo. Se sentó en uno de los sofás de aquel gran salón que prácticamente nunca utilizaban, porque solo estaba destinado a las visitas. El papel pintado de pequeñas flores cubría las paredes buscando un toque acogedor y elegante, dos butacas tapizadas en terciopelo granate se situaban en el centro y una gran alfombra de tonos oscuros daba algo de calor a la suntuosa estancia. En una mesa redonda, muy cerca de la chimenea, alguien del servicio había dejado una botella de champán y unas copas en espera de la celebración. Tras los saludos iniciales, Amelia y Friedrich permanecieron en un silencio incómodo que, con una sonrisa socarrona y las manos cruzadas sobre sus piernas deformes, al fin rompió Óliver:

—Amelia, como cabeza de familia debo comunicarte lo que ya sabes: Friedrich me ha pedido oficialmente tu mano y yo he aceptado en tu nombre, de acuerdo con lo que habíamos hablado.

Ella asintió con una leve inclinación de cabeza y levantó la mirada hacia su prometido, que, esta vez sí, clavó sus ojos azules en ella. Ambos sonrieron con timidez y Óliver hizo sonar la campanilla que siempre le acompañaba. En unos segundos, su ayudante personal, José, un chico moreno, fuerte y muy discreto, apareció.

—Acércame a la mesa. Voy a servir unas copas, que tenemos mucho que celebrar.

El ayudante asintió y empujó la silla de ruedas. Óliver abrió con torpeza la botella de champán y sirvió las copas derramando una pequeña cantidad del líquido dorado. Amelia sabía del esfuerzo que su hermano estaba haciendo para no estallar en uno de sus ataques de rabia provocados por sus dificultades. Solo se contuvo porque Friedrich estaba delante. Al ver la bebida derramada, Friedrich amagó un intento de levantarse para ayudarlo, pero Amelia, con un sutil gesto de la mano, lo detuvo y evitó que aquello se convirtiera en una escena aún más incómoda. Sabía que su hermano no se tomaría bien que Friedrich interviniera —le haría sentir débil— y prefirió evitarlo.

—Como excepción, hoy no brindaremos ni con gaseosa ni con cerveza —bromeó mientras José entregaba una copa a Amelia y otra a Friedrich.

Después, el ayudante acercó a Óliver hasta ellos y se colocó en un segundo plano, desviando la mirada de la escena como una estatua inerte, un adorno más de aquel elegante salón.

—Por el futuro —dijo su hermano alzando la copa.

—Por Amelia —intervino Friedrich.

Sintió que se sonrojaba por el comentario de su futuro marido, pero levantó la bebida a modo de agradecimiento y los tres bebieron para celebrar aquella unión tan provechosa para todos.

—Si no las acercas al fuego, no se secarán nunca.

Irune miró con recelo a la viuda de Ortiz mientras colgaba su falda y sus medias de una cuerda, frente a la chimenea de la salita. Se había pasado toda la tarde buscando trabajo sin éxito y con la nevada que asolaba la ciudad había terminado empapada y aterida.

—Me da miedo que se queme. Es mi mejor falda y mañana quiero ir a los almacenes Amann por si necesitan a alguien para la limpieza —contestó aproximando solo un milímetro la ropa al fuego.

—Mañana estará cerrado, niña, que es el día de Reyes… —advirtió su casera, sentada en el sofá diminuto y ajado de aquella sala de estar que solo ella veía elegante.

Sus anchos dedos se movían con extrema velocidad remendando la ropa que tenía amontonada a un costado del asiento, esperando el turno. Remiendos sobre remiendos en telas que, de tanto usarlas, parecían estar a punto de desaparecer.

Irune reprimió un exabrupto al darse cuenta de que tenía razón. Llevaba tantos días dando vueltas por la ciudad, aceptando pequeños empleos, buscando lugares en los que limpiar por poco dinero que entre trabajar y buscar trabajo había olvidado que estaban en plena Navidad. Se dejó caer al suelo junto al fuego, acurrucada sobre sí misma para intentar entrar en calor. Perdida en el crepitar de las llamas, se rodeó las piernas con los brazos, mecida por el silencio de la nieve que caía en la calle La Casilla.

Sentía los pies doloridos dentro de sus gruesos calcetines de lana, después de haber caminado durante horas sobre la nieve. Tenía que encontrar un trabajo si quería seguir viviendo bajo un techo decente, como era la casa de la viuda de Ortiz. Era una vivienda humilde, sencilla, pero acogedora y respetable; además, convivía con otra chica de su edad que trabajaba en los almacenes Amann de Bilbao y que ya se había convertido en su amiga, Gloria. Por supuesto, la entrada de hombres estaba completamente prohibida.

—Me voy a la cama —anunció la viuda mientras colocaba la ropa por remendar, la aguja y el hilo en el costurero, junto al sofá—. No olvides recoger tus cosas antes de irte a dormir.

Irune asintió.

—Buenas noches.

Sonrió, a lo que la mujer respondió con un ligero gesto de la cabeza antes de desaparecer tras la puerta.

Pudo escuchar sus pasos cansados subiendo las empinadas escaleras hasta el dormitorio. La viuda se detuvo a medio camino para recuperar el aliento e Irune sintió lástima por ella. Estaba a punto de cumplir los setenta y llevaba viuda y utilizando su domicilio como casa de huéspedes para mujeres desde hacía más de veinte años. Su marido falleció repentinamente de un infarto y esa fue la única manera que tuvo de salir adelante. Era una mujer seria, algo distante, pero a su manera cuidaba de las muchachas alojadas bajo su techo como si se tratara de sus hijas, con mano firme y disciplina férrea aunque con un cariño contenido. Nada de hombres, nada de escándalos; «seremos pobres, pero decentes», solía decir. Irune llevaba ya un tiempo residiendo allí, desde que salió del orfanato.

No sabía dónde había nacido, no sabía quiénes eran sus padres ni cuál había sido su historia antes de aparecer en la puerta de la Casa Asilo de Huérfanos de La Casilla, donde vivió hasta los siete años. Entonces la trasladaron a la Casa de la Misericordia y de allí, gracias a sor Matilde, la madre superiora que dirigía el orfanato de La Casilla y con la que mantenía una estrecha relación, fue a vivir con la viuda de Ortiz.

Irune alargó la mano para tocar la ropa colgada y comprobó que estaba algo más seca gracias al calor del fuego. Lo había olvidado por un momento, pero sonrió al acordarse de que al día siguiente, la mañana de Reyes, volvería al lugar que la vio nacer, aunque no fuera físicamente, y al que más cariño tenía, y lo celebraría con los niños que eran como ella. Bostezó con fuerza y en ese gesto obtuvo la respuesta de por qué no había recordado uno de los días que más ilusión le hacía. Estaba agotada de andar, de recorrer las calles de Bilbao sin tregua y no encontrar nada, o encontrar poca cosa, harta de ganar una miseria y de estar sola, sobre todo de estar sola.

Desde el suelo cogió la gruesa manta que la viuda, como la llamaban, había dejado sobre el respaldo de su asiento. Se envolvió en ella y se recostó, absorta en el crepitar de la madera, que se deshacía entre las llamas de la chimenea. Al cabo de pocos minutos, se quedó dormida.

Horas más tarde, Amelia permanecía despierta en la cama, cubierta hasta la barbilla por el edredón relleno de plumas y con una sensación indefinida en el estómago. En la oscuridad, observaba la nieve caer al otro lado de la ventana por el pequeño hueco que dejaban las pesadas cortinas. Liberada del incómodo corsé y de aquel vestido de noche con el que se había estado tropezando a cada rato, seguía demasiado alterada para cerrar los ojos. Pensaba en Friedrich, ese desconocido con el que pronto compartiría su vida y su negocio. ¿Cómo iba a explicarle a ese hombre quién era? Huérfana desde hacía más de dieciocho años, a sus veintidós recién cumplidos había vivido casi toda la vida sin una figura de referencia a la que emular. Su hermano era el director y dueño de la fábrica de gaseosas de la familia, al menos sobre el papel, pero aún era demasiado joven e inconstante, de modo que había sido ella, desde la adolescencia, cuando estudiaba lo que su hermano todavía no era capaz de apreciar, quien había aprendido a dirigir, a hacer pedidos, a opinar y a comportarse como un hombre tras la barrera de una puerta cerrada. Óliver daba la cara oficialmente, pero su frágil salud lo tenía muchas veces postrado, aquejado de dolores y días grises; además, debido a su juventud, dieciocho años recién cumplidos, aún no mostraba interés por el negocio familiar y sí por las fiestas y la vida social de Bilbao. Por todas estas razones, era ella quien se encargaba de la rutina del negocio. Pero en la sombra, siempre en la sombra.

Y ahora ese hombre delgado, serio y con los ojos del azul más transparente que había visto nunca esperaría encontrar una dama educada y sin opiniones, una mujer como debía ser: callada y amante de su esposo, que supiera comportarse en eventos y reuniones de la alta sociedad colgada de su brazo. Era lo que le habían vendido, era lo que se esperaba de ella y de cualquier otra mujer joven de su posición. Pero nadie la preparó para eso, para las otras damas, para las conversaciones insulsas y las medias sonrisas. Amelia era callada porque temía decir algo inapropiado, era seria porque casi siempre se sentía fuera de lugar, era distante porque nada de lo que ocurría en los salones y encuentros sociales le interesaba lo más mínimo. Y, al mismo tiempo, tampoco en la fábrica se sentía plenamente realizada, porque debía fingir ser quien no era, fingir que era su hermano sin que nadie se diera cuenta. Ni siquiera tenía firma propia, pero conocía a la perfección cada uno de los trazos de la de Óliver.

Se colocó de costado en la cama. Si al menos alguien le hubiera hablado de todo aquello, de lo que era el amor, de lo que era la intimidad entre dos cuerpos, de lo que iba a suponer el matrimonio para ella… Pero nadie lo había hecho porque no había nadie que pudiera hacerlo. Sentía miedo ante la perspectiva de su futuro. Cómo iba a fingir ser otra mujer todas las horas del día, cómo iba a querer a alguien que no conocía y que no la conocía a ella. Dejó que las lágrimas se deslizaran por su rostro, silenciosa y sola, como había hecho siempre.

—Irune, despierta.

La voz de Gloria le llegó como salida de un sueño. La escuchó convertida en un susurro a lo lejos y, solo cuando sintió el contacto de su mano sobre el hombro, abrió los ojos desconcertada.

—Te has quedado dormida en el suelo.

La miraba su compañera de cuarto.

—Es que me he pasado el día de un lado para otro y ahora, con el fuego y el silencio…

—El silencio será aquí, porque los vecinos de al lado ya están otra vez —le dijo Gloria con cara divertida.

Sonrió al pensar en los recién casados del portal de al lado, que hacían crujir los muelles de su cama de matrimonio noche sí y día también, provocando las risas nerviosas de las dos jóvenes. Gloria agitó la mano en silencio para que la acompañara. Irune asintió, recogió la ropa colgada, que ya se había secado, y, con sigilo, subió tras su amiga las empinadas escaleras de madera hasta la habitación que compartían. Una vez dentro, dejó las prendas sobre la silla, que hacía las veces de mesilla de noche, y juntas se acercaron a la pared, ahogando las risas que les provocaba escuchar los jadeos en la habitación contigua. Al cabo de pocos minutos, el ruido cesó y ellas se miraron en la oscuridad de la habitación.

—Jaime quiere…, ya sabes…, antes de casarnos —susurró Gloria.

—¿Y qué vas a hacer?

—Es muy guapo…

Su amiga se encogió de hombros y sonrió con timidez.

Irune hizo una mueca de disgusto al pensar en aquel hombre pequeño, con tendencia a la gordura y siempre con la piel roja que tanto agradaba a su amiga.

—Pues a mí me gusta —insistió Gloria un poco ofendida.

—¿Crees que habrá trabajo para mí en los almacenes? —cambió de tema Irune para no terminar enfadadas.

Conocía la respuesta: no había vacantes y seguramente, si las hubiera, no serían para una huérfana sin experiencia ni credenciales y que solo sabía limpiar y cantar.

—Si alguna vez escucho algo te lo digo… —aseguró Gloria—. Aunque tú deberías estar en uno de esos teatros, con esa voz…

Irune resopló y se puso de pie dando por terminada esa conversación llena de sueños que jamás se harían realidad.

—Vamos a la cama o no vendrán los Reyes —dijo con cierta tristeza, sabiendo que ninguna de las dos tendría un solo regalo la mañana siguiente.

—Voy a por el calentador de la cama, ¿vale? —dijo su amiga.

—Estaba junto al fuego.

Cuando Irune se quedó sola, comenzó a cambiarse, muerta de frío y de resignación.

El alboroto de aquel lugar era un bálsamo para los nervios y la incertidumbre de Amelia aquel 6 de enero, día de Reyes. Se acercó al Asilo de Huérfanos de La Casilla para pasar un tiempo con los niños y con su tía, sor Matilde, hermana de su madre y madre superiora del lugar. Era la única familia que le quedaba, y no era suficiente, porque siempre estaba enfrascada en el cuidado de las demás hermanas de la orden, así como de los pequeños a su cargo, y pocas veces le sobraba tiempo para sus dos sobrinos. Con Óliver ni siquiera tenía relación desde hacía años. Pero Amelia no quería romper el vínculo que las unía, aunque fuera imperfecto, porque era el único que mantenía con alguien parecido a un familiar. En algunas ocasiones, acudía al orfanato dispuesta a ayudar, para ver a su tía y también para huir de su propia vida llena de silencios y dejarse envolver por la locura, los gritos, las risas y los llantos, que le impedían pensar. En el palacete de Indauchu, la vida era tranquila, ordenada, muy distinta; podría escuchar cada uno de los pasos de los criados si no tuviera siempre el gramófono puesto en su habitación.

Eran las seis de la mañana y el temporal arreciaba con fuerza, por lo que llegar hasta el orfanato había sido complicado. Los caballos que arrastraban por la nieve el carruaje resbalaron varias veces, pero no hubo que lamentar ningún accidente gracias a la pericia del cochero. Amelia llegó al asilo dispuesta a colaborar con las monjas y ayudarlas a colocar los regalos en el comedor antes de que se despertaran todos los niños. Ella misma había costeado buena parte de ellos y también traía caramelos y dulces para el desayuno. Estaba deseando ver sus caritas emocionadas.

Tras golpear levemente con la aldaba la puerta de entrada del asilo, miró a su alrededor, a la plaza desierta y al quiosco cubierto de nieve en un amanecer precioso. El frío le lastimaba el rostro, a pesar del amplio sombrero y la bufanda de visón. Sentía los labios cuarteados y tiritaba bajo el abrigo. Miró atrás, a su criada más joven, cuyo nombre no recordaba, que la acompañaba para cargar las bolsas con los dulces y los regalos.

—Una mañana heladora, ¿verdad? —susurró para llenar el silencio.

—Sí, señorita —contestó la muchacha agachando la mirada con timidez.

Observó su uniforme bajo el abrigo de lana gruesa que había mandado hacer para todos los integrantes del servicio. Pensó que quizá debería añadir algún tipo de bufanda y gorro a juego para los días tan fríos como aquel. Hablaría con Juana para encargarlos. La llave de la puerta del asilo comenzó a girar y, tras una serie de crujidos que hizo temer a Amelia que despertaría a todos los niños, la recibió la hermana Enriqueta, una monja muy mayor que le pidió, llevándose un dedo a los labios, que guardara silencio. Ella asintió y las tres mujeres se dirigieron al grande y frío salón donde otras hermanas de la congregación retiraban algunos muebles austeros para colocar los regalos de los más pequeños.

Sor Matilde, su tía, le hizo un gesto con la mano para que se acercara y la ayudara a sujetar una guirnalda con bolas de Navidad que se había soltado de su enganche en la parte más alta de la pared. Amelia, gracias a su altura, tenía fácil solucionar esos pequeños problemas, cosa que las monjas, menudas en su mayoría, menguadas por la edad y las duras condiciones de aquel lugar, lograban con dificultad. Se retiró el sombrero —el abrigo se lo dejó puesto porque hacía mucho frío y la chimenea estaba recién encendida—, se lo dio a su criada y se dispuso a ayudar a su tía. Cuando logró enganchar de nuevo la guirnalda, terminaron de colocar los regalos y los dulces bajo el ajado misterio de cerámica que presidía la estancia. Al fin las mujeres tomaron distancia para examinar la decoración con perspectiva.

—Está precioso —susurró Amelia al ver las figuras de la Virgen, el Niño Jesús y san José colocadas junto a los regalos.

Sor Matilde asintió con emoción.

—Gracias por todo lo que has traído, hija, Dios te lo agradecerá y estos niños también.

—Es lo menos que puedo hacer… Me encanta ver cómo reaccionan.

Se encogió de hombros.

—Es la hora —interrumpió la hermana Mariela, la más joven de la congregación, asomando la cabeza—. Algunos ya se están despertando.

Sigilosas, se encaminaron hacia las habitaciones de los niños y de las niñas. Al grito de «¡han llegado los Reyes Magos!», las monjas y Amelia los fueron despertando uno a uno. Los pequeños de diversas edades, hasta los ocho años, cuando eran trasladados a la Casa de la Misericordia, reaccionaban con gritos, saltos en la cama y algún que otro llanto debido a los nervios. Al cuello de Amelia se subió una pequeña niña llamada Sara, de cinco años, que lloraba desconsoladamente.

—¿Te dan miedo los Reyes Magos? —le preguntó en un susurro tranquilizador.

La pequeña asintió sin soltar el cabello negro de Amelia, recogido en un moño bajo la nuca.

—No te preocupes, que yo voy a estar contigo todo el tiempo, ¿de acuerdo?

La colocó sobre su cadera izquierda mientras otro niño se agarraba de su mano libre para bajar las escaleras que conducían al salón. Cuando llegaron y vieron los regalos, estallaron en gritos de alegría. El ruido de paquetes abriéndose, de risas y de exclamaciones hizo que Sara sonriera por primera vez. Sor Matilde se acercó hasta ellas con un paquete envuelto en papel marrón.

—Ábrelo, a ver qué te han traído los Reyes —susurró Amelia.

La dejó en el suelo y se acuclilló a su lado. La pequeña, con una gran sonrisa, rompió el papel que envolvía el regalo y sacó una muñeca de trapo con el pelo de lana sujeto en dos coletas. Se le iluminó el rostro.

—¿Te gusta?

Sara asintió y salió corriendo hacia los demás compañeros para enseñarles su juguete.

—Viéndolos ahora merece la pena la paliza que nos hemos pegado toda la noche —dijo sor Matilde observando a los niños disfrutar.

—Siento no haber podido venir ayer, pero estuvo Friedrich en casa y…

—¡Niña! ¿Estás prometida ya? —preguntó la monja con los ojos empequeñecidos por una gran sonrisa.

Amelia asintió con timidez mientras su tía la felicitaba con grandes aspavientos. Pero la conversación quedó interrumpida por el sonido de un grupo de jóvenes recién llegados que cantaban Campana sobre campana, acompañados de panderetas y zambombas. Eran dos hombres y dos mujeres y enseguida consiguieron que los niños y las monjas se reunieran a su alrededor para entonar la melodía a pleno pulmón. Amelia también se acercó, pero se mantuvo algo distante. Estaba sorprendida de lo bien que cantaba una de las chicas, la que agitaba la pandereta y bailaba en el centro. Era bajita y rubia, y su voz era algo fuera de lo corriente. La recién llegada se acercó a uno de los niños y le tendió el instrumento para que lo tocara mientras ella seguía cantando, coreada por todos. El pequeño lo intentó entre risas, con la ayuda de aquella chica que parecía emanar alegría.

—Es Irune, una antigua huérfana del asilo —susurró su tía al ver que le había llamado la atención—. ¿No la recuerdas? Es de tu edad, yo creo, o algo más joven, seguro que habréis coincidido por aquí alguna vez.

Amelia hizo memoria, pero no recordaba haberla visto nunca.

La hermana Mariela susurró algo al oído de Irune justo cuando terminó el villancico, y ella inmediatamente exclamó:

—¡Hay chocolate y bizcochos en el comedor!

Los niños corrieron en aquella dirección, empujándose los unos a los otros.

—Irune, ven, quiero presentarte a Amelia, mi sobrina.

La chica se acercó mientras recuperaba el aliento. Saludó con una leve inclinación de cabeza. Amelia, aunque llevaba un vestido sencillo aquella mañana, seguía luciendo una silueta dibujada por el corsé y un aspecto mucho más cuidado que cualquiera de las presentes. Irune, por su parte, vestía una falda amplia de tela gruesa, un chal de lana cruzado sobre el pecho que le cubría los hombros y un pañuelo que le ocultaba a medias el cabello rubio y la protegía seguramente de aquel tiempo infernal que estaban sufriendo.

—Encantada —dijo Amelia.

—Estaba pensando, hija, que quizá podrías darle trabajo en la fábrica como limpiadora. Es muy responsable y muy inteligente, y seguro que podría encajar bien allí. Yo respondo por ella —sugirió sor Matilde, haciendo que Irune se sonrojara levemente.

—Por supuesto, seguro que algo tendremos para ella —contestó Amelia—. Por cierto, me ha encantado el villancico, cantas muy bien.

—Muchas gracias —contestó Irune.

—Ven a la fábrica mañana y te presento a Sabina, la señora Mendibil, que se encarga de la limpieza. Seguro que agradece un poco de ayuda.

—Gracias de verdad, señorita —repitió Irune sonriendo abiertamente ante la perspectiva.

—Pues ya está todo dicho —intervino sor Matilde dando una efusiva palmada—. Ve al comedor, hija, y atiende a los niños, que estarán deseando seguir cantando —se dirigió a Irune.

La chica asintió y deslizó una última mirada de soslayo sobre Amelia que la hizo sonreír.

Cuando se quedaron solas, sor Matilde cogió a su sobrina del brazo con cariño.

—¿Y tu prometido? ¿Cuándo lo voy a conocer? Espero que sea un buen católico y no uno de esos protestantes alemanes… —dijo con rechazo mientras avanzaban para reunirse con los demás.

—Toda su familia es católica, la boda también lo será. Pero no sé, creo que primero tendré que conocerlo yo —se quejó con un suspiro.

—Bueno, tienes toda la vida para hacerlo…

—¿Y si no me gusta? —preguntó de repente.

Amelia se detuvo en mitad del pasillo, entre las monjas y los niños que transitaban a su alrededor ajenos a sus dudas. Su tía la miró a los ojos, la besó en la frente y se encogió de hombros mientras contestaba:

—Aprenderás.

—¿Y si no es así? —insistió angustiada.

La monja no respondió, esbozó una leve sonrisa y entró en el comedor para unirse al alboroto que creaban los niños tomando el chocolate con bizcochos. Amelia se quedó allí quieta, con el miedo anclado en el límite de los labios.

Irune atendía las peticiones de los pequeños sentados a la larga mesa del comedor, pero no podía quitar ojo de Amelia. Lo primero que le llamó la atención de ella fue su estatura, bastante superior a la media, pero después observó su cálida sonrisa y su forma de tratar a los pequeños, sobre todo a Sara, una de las niñas más sensibles del orfanato. Continuamente estaba pendiente de ella: le servía más leche, le acariciaba el pelo con ternura y prestaba atención a las historias que le quería contar sobre cualquier cosa relacionada con su nueva muñeca. Irune pensó que la frialdad de los azulejos blancos y gastados del lugar se volvía menos austera con la calidez de los ojos oscuros de aquella mujer. Nunca había estado en presencia de alguien tan elegante.

En innumerables ocasiones había ido con su amiga Gloria al paseo del Arenal para mirar a aquellas mujeres adineradas del brazo de sus maridos, con su andar lento y su forma pausada de reír, de mover las manos, de estar en el mundo, muy alejada de ellas, que siempre estaban de aquí para allá, siempre con prisas por cumplir horarios y buscar una oportunidad para seguir adelante.

Al día siguiente, se presentaría en la fábrica dispuesta a agarrarse a aquel trabajo con uñas y dientes. Lo necesitaba, lo quería, y no pensaba dejar escapar el regalo que los Reyes Magos le habían traído sin esperarlo.

Alzó la mirada una vez más hacia ella y se dio cuenta de que Amelia, desde el otro lado de la habitación, también la estaba observando. La elegante mujer la sonrió desde la distancia e Irune se sintió intimidada por la naturalidad que demostraba hacia ella. No sabía cómo comportarse, si debía mostrarse más educada, más silenciosa, más cuidadosa; al fin y al cabo, trabajaría en la fábrica de su familia y quería causarle una buena impresión. La voz de uno de los niños mayores la salvó de su desconcierto.

—¡Ahora Noche de paz! —pidió sin reparo.

Todos aplaudieron, uniéndose así a la petición. Irune,

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