Prólogo
La vertiente secreta del escritor
En su novela Montevideo (Seix Barral, 2022), Enrique Vila-Matas advierte seriamente sobre el peligro de extinción que corren los llamados «escritores de antes», una categoría profesional creada por Fabián Casas para referirse a los autores que, como Albert Camus o como Julio Cortázar en sus respectivos momentos, no son vistos por sus coetáneos como simples literatos, sino como modelos de vida, como ejemplos de conducta moral, como faros de largo alcance con los que guiarse en momentos de zozobra existencial. Muchas personas echan de menos a este tipo de referentes sociales y, al no encontrarlos en el actual panorama literario, se conforman con el recuerdo de un tiempo ya pasado. El crítico y semiólogo Roland Barthes ya percibió este fenómeno en su momento germinal y acuñó el término «fantasma del escritor» para referirse a la evocación que todos hacemos de aquella época en la que, cuando descubríamos a un intelectual sentado en la terraza de una cafetería (preferiblemente parisina), nos lo quedábamos mirando con el deseo de llegar a ser algún día como él no sólo en lo tocante al bagaje cultural y a la capacidad creativa, sino también a la actitud ante la vida. Los escritores causaban en aquel entonces admiración y propiciaban deseo de imitación, mientras que hoy son vistos, de alguna manera, como creadores de contenidos llamados a entretener las horas muertas de la población. En su novela El amigo (Anagrama, 2019), por cierto, la narradora de Sigrid Nunez lamenta que los alumnos del taller de escritura creativa que ella misma imparte en la universidad se mofen de la similitud que Rainer Maria Rilke estableció entre religión y literatura; pero lo que realmente le entristece no es que los aspirantes a escritor no coincidan con esa opinión, sino que el mundo haya cambiado tanto como para que ya ni siquiera se tomen en serio a un poeta de esa magnitud.
Con todo, el cambio de actitud no se ha producido sólo en los lectores, puesto que los propios escritores tampoco quieren ya comportarse como sus colegas de antes. Hace algún tiempo, durante un congreso de literatura celebrado ahora no recuerdo dónde, Agustín Fernández Mallo me comentó que una de las cosas que más le sorprendieron cuando accedió al mundillo literario fue que, entrado ya el siglo XXI, todavía hubiera autores, algunos de ellos tremendamente jóvenes, que relacionaran su profesión con el alcohol y las drogas, con la ropa negra y los abrigos largos, con la depresión y un poco con el suicidio. Y una idea similar expresa Marta Sanz en este mismo libro cuando asegura que el oficio de escritor no se diferencia, o no debería diferenciarse, del de albañil, comercial o informático, básicamente porque el modelo de creador que la sociedad demanda en estos días no es el del bohemio apoyado en un bastón que contempla el oleaje desde el borde de un acantilado, sino el del obrero que se desloma de ocho de la mañana a ocho de la tarde y que, al término de la jornada laboral, se repanchinga en el sofá con la misma actitud de abandono que cualquier otro jornalero aplastado por el capitalismo. Esta concepción del oficio, sumada a la expresada por Fernández Mallo en su momento y a la de otros autores compilados en el presente volumen, revela que la imagen romantizada del poeta que pasea su tristeza entre las lápidas de un cementerio no sólo cautiva cada vez a menos gente, sino que provoca rechazo entre quienes, de alguna manera, podrían aprovecharse de ella.
Sin embargo, por más cambios que los escritores hayan introducido en su forma de presentarse ante la sociedad, hay un ámbito en el que siguen comportándose como antes. Y, paradójicamente, ese ámbito es el menos accesible para los lectores. Me refiero, cómo no, a la intimidad. Roald Dahl lo explicaba perfectamente en su relato «Racha de suerte (Cómo me hice escritor)», presente en Historias extraordinarias (Anagrama, 2006):
Y fue entonces cuando por primera vez empecé a darme cuenta de que en un escritor que cultive la ficción hay dos vertientes claramente diferenciadas entre sí. En primer lugar, está la cara que muestra al público, la de una persona corriente como cualquier otra, una persona que hace cosas corrientes y habla un lenguaje corriente. En segundo lugar, está la vertiente secreta que aflora a la superficie sólo cuando ha cerrado la puerta de su estudio y se encuentra completamente solo. Es entonces cuando entra en un mundo totalmente distinto, un mundo en el que su imaginación se impone a todo lo demás y él se encuentra viviendo realmente en los lugares sobre los que escribe en aquel momento. Yo mismo, si quieren saberlo, caigo en una especie de trance y todo cuanto me rodea desaparece. Sólo veo la punta de mi lápiz moviéndose sobre el papel y muy a menudo pasan dos horas como si fueran un par de segundos.
La «vertiente secreta» que Roald Dahl mencionaba en este relato de corte autobiográfico, la faceta del oficio que sólo se pone de manifiesto cuando el escritor cierra la puerta de su estudio y empieza a trabajar, la forma de ser que permanece oculta a los ojos siempre curiosos del lector, es precisamente el objeto de análisis de este libro. En un mundo en el que los autores prefieren no publicitar sus excentricidades, el único ambiente en el que se permiten el lujo de actuar como lo hacían los escritores de antes es la soledad del despacho. Es allí donde teatralizan su comportamiento, a veces hasta la exageración, y donde despliegan esa batería de rituales, vicios y manías, además de trucos, técnicas y recursos, que conforman lo que Daniel Cassany bautizó, siguiendo la tradición anglosajona, como La cocina de la escritura (Anagrama, 1995). La intimidad es, según veremos en las páginas que siguen, el lugar en el que Arturo Pérez-Reverte aporrea un teclado que reproduce el sonido de las antiguas máquinas de escribir, en el que Irene Vallejo empapela las paredes de pósits con el argumento de su siguiente novela y en el que, por poner un tercer ejemplo, Élmer Mendoza pide perdón a Dios por los asesinatos que hoy cometerá… en la ficción.
La revista The Paris Review fue pionera en el asalto al domicilio de los escritores. El éxito de sus entrevistas demostró que existía un público tremendamente interesado en las técnicas de trabajo de los creadores, así como un tipo de estudioso del hecho literario que no buscaba tanto analizar las obras en sí como el modo en que fueron creadas. Por supuesto, muchos letraheridos se han acercado a esas páginas con la esperanza de encontrar una fórmula mágica que convierta los manuscritos en best sellers y más de uno se ha llevado una decepción al ratificar que la excelencia sólo se alcanza haciendo lo que Leonardo Padura llama «horas nalgas». A este respecto, viene a cuento recordar otra escena de la novela de Sigrid Nunez en la que un alumno acusa a la profesora, y en general a todos los «escritores como usted», de engañar a la gente haciéndole creer que eso de escribir es mucho más difícil de lo que en realidad es. Cuando la narradora pregunta que por qué iban los autores a hacer algo así, el estudiante responde: «Venga […], ¿no le parece obvio? No hay pan para todos». Esta idea conspiranoica sobre las escuelas de escritura puede parecer divertida, pero pone sobre la mesa un tema de enorme importancia: no es que no se pueda enseñar a escribir —en Estados Unidos hay universidades que lo hacen de un modo tremendamente eficaz—, sino que la mayoría de los escritores no saben explicar cómo consiguen que sus novelas se conviertan en artefactos de interés universal. De ahí que, cuando se ven interpelados a desvelar el secreto de sus éxitos, se limiten a repetir los tópicos del oficio, como, por ejemplo, la teoría del iceberg de Ernest Hemingway, los seis meses de descanso que Stephen King recomienda dar a los manuscritos o la recomendación de Graham Greene de no escribir más de quinientas palabras al día.
El pensamiento mágico que domina a muchos principiantes, y que en gran medida los empuja a deducir que la imitación de un maestro los conducirá necesariamente a la maestría, suele acabar en decepción, lo cual no significa que no existan ciertos consejos de carácter práctico que ayudan a mejorar la calidad de los textos. De hecho, las siguientes páginas abundan en ese tipo de trucos: Martín Caparrós endereza las oraciones convirtiéndolas en octosílabos o endecasílabos, Fernando Aramburu elige a tres tipos de lectores cero antes de dar por concluido un manuscrito, Eduardo Halfon divide el proceso creativo en tres fases… Pero, más que mostrar un listado de recursos narrativos, lo que aquí se intenta recalcar es la importancia de tener un método. No importa cuál, todos sirven. Porque, en realidad, el método hace tangible la disciplina. Y la disciplina, ¡ah!, la disciplina es la clave de bóveda del oficio de escribir.
Por otra parte, Aprende a escribir pretende dejar constancia documental de la forma de trabajar que tenían los escritores hispanohablantes —y un lusófono añadido por puro capricho del autor— en el primer tercio del siglo XXI. Las entrevistas que dieron pie a los textos originariamente publicados en la revista Zenda fueron realizadas entre octubre de 2020 y noviembre de 2023, y las que dieron como resultado las piezas inéditas añadidas a este volumen están datadas en el primer tercio de 2024. Es bastante probable que algunos de los autores radiografiados no escriban en la actualidad como lo hacían cuando accedieron a desvelar sus secretos de despacho, entre otros motivos porque la metodología de trabajo de un escritor depende en gran medida del tipo de libro en el que ande metido, así como de las circunstancias vitales que le rodeen en el momento de la redacción, pero de lo que no cabe ninguna duda es de que, en un determinado instante de sus vidas, siguieron a pies juntillas los sistemas aquí referenciados.
También conviene destacar que el libro recoge testimonios que abarcan casi un siglo, ya que el arco de edades arranca con los cien años de Ida Vitale y concluye con los veinte de Mario Obrero. Es cierto que los textos podrían haber sido ordenados atendiendo a la fecha de nacimiento de las personalidades compiladas, lo cual habría permitido que el lector analizara la evolución de la metodología laboral de los escritores a lo largo de varias generaciones, pero al final se ha optado por una estructura de cuatro grandes bloques correspondientes a los pasos habituales en todo proceso creativo (inspiración, escritura, corrección y publicación), y se ha situado a cada autor en el apartado por el que más interés mostró durante la entrevista. Dentro de cada sección, eso sí, los personajes están indexados según la edad.
Por último, un apunte: es evidente que hay algo de voyerismo en eso de inmiscuirse en los despachos ajenos. Soy cotilla, no lo niego; siempre lo he sido. Hace casi treinta años, en mis inicios profesionales, telefoneé a Francisco Umbral para preguntarle qué objetos decoraban su escritorio y la respuesta fue tan contundente como la prosa de sus columnas: «¿Cree usted que puedo permitirme el lujo de perder el tiempo con este tipo de chorradas?». Y yo, que en aquel entonces era un joven y tímido aspirante a periodista cultural, esperé a que hubiera colgado para, todavía con el auricular en la oreja, responder: «No, usted no. Pero yo sí». Treinta años después, continúo metiendo las narices en los dominios de los demás. Y lo hago porque, pese a mi propia condición de novelista, sigo emocionándome cuando descubro a un escritor tomando café en una terraza.
I
La inspiración
Luis Mateo Díez
En un pasillo oscuro
Luis Mateo Díez concibe la escritura como la iluminación de una zona oscura. Dice que la primera frase de una novela es como la bombilla que alumbra el recibidor de casa: una vez encendida, sólo hay que recorrer las distintas estancias mientras se acciona el resto de los interruptores. Así de sencillo… y así de complejo al mismo tiempo.
Ahora bien, si las frases son como lámparas dispuestas a lo largo de un pasadizo en sombra, el título es la farola que indica el lugar donde se encuentra la casa, que muestra la fachada del edificio y que anticipa las características arquitectónicas del mismo. Es, en definitiva, el resumen de la obra. Mateo Díez no empieza a escribir hasta que no lo ha encontrado, y si no lo hace es porque sabe que no se puede construir sin haber comprobado primero la calidad del suelo y porque, además, quiere que la mansión tenga un portal tan hermoso que todos los transeúntes se paren a mirarlo.
Poca cosa más se puede decir en lo tocante a las técnicas narrativas del autor leonés. Vive con tanta naturalidad el oficio que, cuando le preguntan por sus secretos y trucos, se encoge de hombros y responde que el único consejo que puede dar a los alevines es el de sentarse a la mesa y escribir a diario. Así lo hace él, aunque recuerda que, en sus épocas mozas, cuando trabajaba como funcionario, rascaba horas de donde podía y componía sus novelas de un modo fragmentado. Por suerte, eso quedó en el pasado. Ahora es un hombre de setenta y ocho años que sólo se dedica a lo suyo y que trabaja, cómo no, de una manera disciplinada.
Atrás quedaron los tiempos de sufrimientos, temores e inseguridades, y el único rastro de aquellas turbulencias son las libretas en las que, a lo largo de su vida, ha ido anotando las ideas que lo asaltan de golpe. En su juventud, apuntaba todo lo que se le pasaba por la cabeza, no desperdiciaba ni una sola ocurrencia, temía que pudieran olvidársele y las guardaba como oro en paño. Nada de eso ocurre ya. Sigue volcando sus pensamientos en una libreta, por supuesto, pero hoy le basta con un garabato para luego, al llegar a casa y tomar asiento, sacar un puñado de párrafos. Antes era al revés: tomaba montones de notas de las que después apenas salían tres frases, mientras que en la actualidad sus apuntes son lo que él mismo llama «hojas volanderas», es decir, anotaciones sin importancia de las que, no obstante, luego extrae novelas enteras.
Pero hay otra cosa que diferencia al Luis Mateo Díez de antaño del de ahora: la capacidad de concentración. La edad no ha hecho mella en su intelecto; antes bien, lo ha fortalecido. Y esto se debe a que, con el paso del tiempo, se ha convencido de que su oficio es, además de solitario, solipsista, es decir, algo únicamente apto para quienes creen, con firmeza y sin fisura alguna, que sólo existe cuanto ocurre dentro de su cabeza. Esta certeza, la de que su mundo interior es más rico que el exterior, le permite meterse en sus novelas con una facilidad asombrosa, llegando a sentirse tan identificado con sus personajes que, cuando a uno le duele la cabeza, él mismo ha de abandonar el escritorio, entrar en la cocina y tomarse una aspirina.
Mateo Díez no tiene ni manías ni fetiches ni rituales porque siempre ha vivido el oficio con naturalidad. Nunca ha dado importancia a las apariencias, ni ha ido por la vida contando las penurias del escritor, ni tampoco ha dado la tabarra con los problemas de estructura de su última novela. Él no hace esas cosas y, de hecho, considera a quienes las hacen unos maleducados. Los autores que lloran por las esquinas o que alardean de sus cambios de humor durante el proceso creativo no son del agrado del leonés, quien considera que los únicos hombres que merecen tal nombre son aquellos que van bien vestidos tanto por fuera como por dentro.
El creador del reino de Celama da tanta importancia a las buenas maneras que sólo se codea con quienes también las practican. Su grupo de amigos de profesión tiene la discreción por bandera y ninguno alardea de sus éxitos y ventas. Son escritores, y también ejemplos de conducta, que se manejan en la literatura con el mismo arte que en la vida: con elegancia y discreción. Y Mateo Díez se siente tan orgulloso de ellos que remata esta charla con una frase de las que hacen historia: «Es que los mejores amigos del mundo los he tenido yo». Nada se puede objetar a eso.
16 de diciembre de 2020
Pere Gimferrer
El destello inspirador
La poesía también es un tipo de mnemotecnia. De hecho, pocas cosas hay tan fáciles de recordar como unos versos elevados. A veces, ni siquiera hace falta esforzarse en memorizarlos; basta con leerlos en una sola ocasión para que se adhieran a nuestro cerebro. Un ejemplo: Pere Gimferrer puede recitar de corrido la Divina comedia, por supuesto en versión original, y a lo largo de su vida sólo ha conocido a dos personas que hicieran lo mismo: una era Jaume Vallcorba, mítico editor de Acantilado y Quaderns Crema; la otra fue toda una sorpresa.
Ocurrió una vez que se encontraba en Turín y tenía que regresar de inmediato a Barcelona. Una huelga ferroviaria en Francia le impedía coger el tren y, no habiendo otra opción, contrató un taxista para que condujera durante toda la noche. Salieron a las nueve de la noche y llegaron a las siete de la mañana. A mitad del camino, y por aquello de matar el tiempo, Gimferrer recitó en voz alta una de las estrofas de Dante Alighieri, recibiendo como respuesta por parte del conductor los versos que venían a continuación. Así se entretuvieron aquellos dos hombres el resto del viaje, el uno abriendo cantos y el otro cerrándolos. Cuando llegaron a destino, el autor de Arde el mar y Tristissima noctis imago preguntó al taxista por la educación que había recibido, a lo que el otro contestó que había estudiado en la misma escuela municipal, la Baretti, en la que se basó Edmondo de Amicis para escribir su best seller Corazón: diario de un niño, novela en la que, por cierto, y aunque no venga a cuento, se inspiraron los creadores de la serie de anime Marco, de los Apeninos a los Andes.
Con esta anécdota quiere ejemplificar Pere Gimferrer la importancia para la formación de un poeta no sólo de leer a los clásicos, sino de interiorizarlos. A fin de cuentas, la poesía nace para ser recordada y, en consecuencia, la meta de todo autor debe ser escribir versos que queden por siempre grabados. El otro consejo para quienes quieran dedicarse al género más noble de todos es sin duda más concreto: aprender métrica. Aunque luego no vayan a usarla. Es la misma recomendación que le dio J. V. Foix a Joan Brossa cuando éste le enseñó sus primeras piezas, y vaya si causó efecto.
Dice Pere Gimferrer que, para saber si tenemos alma de poeta, basta con que leamos nuestros propios poemas. Porque son ellos los que nos dirán si habita en nosotros el genio o si estamos perdiendo el tiempo. Pero, si no conseguimos que sean nuestras propias creaciones las que nos abran los ojos, podemos acudir a terceras personas, preferiblemente autoridades en la materia, para que opinen sobre nuestro trabajo. Al mismo Gimferrer le dieron el espaldarazo definitivo primero Vicente Aleixandre, después Octavio Paz y luego ya Josep Maria Castellet y aquello de los novísimos. Todas esas personas ratificaron la calidad de su obra y el chico que quería ser director de cine —aunque no se veía con el carácter necesario como para coordinar a tanta gente— dio un volantazo a su destino y se convirtió en el poeta a quien muchos consideran que merece el Nobel.
Desde aquel entonces, Gimferrer ha escrito cientos de poemas, pero nunca se ha sentado a una mesa para hacerlo. A él las ideas le vienen de golpe, cuando menos se lo espera, así, como si cayeran del cielo. Está caminando por la calle o bebiendo un poco de agua en su despacho de la editorial Seix Barral, a la que lleva vinculado más de medio siglo, cuando de pronto le sobreviene una unidad rítmica. Es como un destello que inunda su mente con un grupo de palabras que, además de formar una cadencia, constituyen un verso cuyo significado todavía no entiende quien las ha recibido, pero que potencialmente pueden abrir un poema. Ahora bien, Gimferrer nunca se esfuerza en buscar un sentido a esos sonidos, porque, en su opinión, éste ha de ser suscitado por el mismo destello. Si lo hace, continúa trabajando en la pieza, ya sea mental, ya materialmente; si no, a la papelera y a seguir con lo que estaba haciendo. De hecho, el mismo día en que se realizó la entrevista de la cual surge este texto, Gimferrer había experimentado dos iluminaciones de esas, de las que estallan en su mente sin saber ni por qué ni cómo, pero ambas fueron descartadas porque, pese a parecer hermosas, no apuntaban ningún destino.
Jorge Luis Borges dijo en cierta ocasión que «al otro, a Borges, es al que se le ocurren las cosas», y Pere Gimferrer suscribe la cita. Considera que el poeta es siempre alguien diferente y, sobre todo, superior a la persona cuyo cuerpo habita. No somos nosotros quienes componemos poemas y tampoco es nuestra voz la que se escucha cuando un lector los lee en silencio. Porque, cuando escribimos, somos otro, alguien más conectado con el mundo, más elevado del suelo, más preocupado por el mensaje oculto en las diferentes entradas del diccionario. Que ya dijo Mallarmé que la función del poeta es «dotar de un sentido más puro a las palabras de la tribu». Y eso es lo que hace Gimferrer cada vez que le sobreviene una idea: convertir algo tan instrumental como pueda ser el lenguaje en un objeto de culto.
16 de noviembre de 2022
Gustavo Martín Garzo
El sentimiento de un libro
A Gustavo Martín Garzo siempre lo acompaña un libro que no puede leer. Se trata de una edición en miniatura —apenas diez centímetros de alto— de los mejores poemas de Emily Dickinson en lengua original. Y, como resulta que él no habla inglés, pues nunca ha entendido lo que pone en su interior. Evidentemente, en una de las estanterías de su despacho reposan las obras completas de la estadounidense traducidas al español, pero eso no quita que el vallisoletano siempre tenga ese ejemplar a mano, como una presencia necesaria para escribir, como un objeto al que acudir a la búsqueda de inspiración, como un fetiche del que no se puede desprender.
Martín Garzo escribe de nueve y media de la mañana a dos de la tarde, y lo hace en «la cueva». Así llama a su despacho, una habitación cuya puerta se vislumbra al fondo de un pasillo tan forrado de estanterías que sólo admite el paso de una persona. Allí, custodiado por todos esos libros y atestado de fotografías vinculadas al mundo del cine y de la literatura, se encuentra el estudio en el que se encierra durante cuatro horas y media al día, sábados y domingos incluidos. Antes, cuando trabajaba como funcionario en la Junta de Castilla y León, se levantaba a las cinco y media y, aprovechando la conexión que todavía tenía con el mundo de los sueños, escribía durante un par de horas. Pero desde el año 2000, que fue cuando pidió una excedencia y se volcó en la literatura, tiene un horario más racional. Dejó la Administración pública porque en aquella época los escritores podían vivir de los festivales que montaban las cajas de ahorros, de las charlas que les solicitaban por doquier y, en definitiva, de los bolos que se organizaban cada dos por tres en una España de vacas gordas que ahora resulta difícil de imaginar. Nada queda hoy de aquella época dorada. Nada, salvo las ganas de seguir escribiendo y el ejemplar de Emily Dickinson sobre la mesa.
Gustavo Martín Garzo arranca sus novelas sin saber de qué van. Un día se sienta ante el ordenador y empieza a teclear sin siquiera intuir hacia dónde se dirige. Desconoce el argumento, no ha perfilado a los personajes, tampoco ha definido al narrador. En este sentido, podríamos decir que es un escritor sin método. Pero estaríamos mintiendo. Porque tiene algo mucho más valioso que todo lo anterior; tiene el «sentimiento de un libro». Este autor decide que ha llegado la hora de empezar una nueva ficción cuando, de repente, percibe una emoción en su interior. Normalmente, se trata de un estremecimiento vinculado a una imagen o a una situación que lo ha removido por dentro y que debe compartir con los demás. Por eso se encierra en su despacho: para buscar la manera de expresar algo tan abstracto como puede ser un escalofrío. Y la manera de hacerlo, cómo no, es levantando una novela.
Por ejemplo, su ficción La ofrenda (Galaxia Gutenberg, 2018) nació por un sentimiento que lo asaltó durante la infancia y que tardó décadas en liberar. El germen de aquella emoción fue una escena de la película La mujer y el monstruo (Jack Arnold, 1954), cinta que Guillermo del Toro versionó en su oscarizada La forma del agua (2017). La actriz Julie Adams nadaba en un lago mientras una especie de hombre-pez se deslizaba en decúbito supino justo por debajo de ella, mirándola fijamente, casi rozando su vientre. Aquella secuencia impresionó tanto a Martín Garzo que, durante gran parte de su vida, buscó la forma de recrear el sentimiento que le produjo. Hasta que un día tomó asiento, se hizo crujir los dedos y se puso a escribir.
Así que las novelas de Martín Garzo no son más que sentimientos convertidos en letras y puntos. Y si luego devienen literatura es por lo que él mismo llama «los hallazgos»: momentos de deslumbramiento que le sobrevienen cuando, durante la búsqueda de la palabra exacta, de la frase armónica o del párrafo redondo, aparece una idea que el propio autor no creía ser capaz de generar. Porque la literatura, queridos lectores, nunca es el resultado de una planificación, sino de la lucha continua con eso que todos llevamos dentro y que sólo algunos consiguen sacar.
17 de noviembre de 2021
Raúl Zurita
La fuerza de la primera frase
Durante muchos años, el párkinson impidió a Raúl Zurita acertar a las letras de su teclado. Pero en 2019 se sometió a una estimulación cerebral profunda en el Hospital Universitario de Milán, de cuyos avances pudo beneficiarse por poseer la nacionalidad italiana, y desde entonces trabaja con cierta normalidad. A veces sus dedos se equivocan —quiere escribir el artículo el y le sale el pronombre le, o la contracción al y aparece el artículo la—, pero al final siempre acaba venciendo a la enfermedad y pulsando la tecla apropiada. Sin embargo, para conseguirlo, primero tiene que templar sus nervios. Es lo que llama la «espera fructífera», esto es, el tiempo que su cuerpo necesita para serenarse y que su cerebro aprovecha para pensar aquello que luego se materializará en la pantalla. Lógicamente, de escribir a mano, nada de nada.
A este hombre siempre le han costado los inicios. Puede pasarse horas calibrando la sonoridad de la primera frase. La escribe, la borra, la vuelve a escribir y la vuelve a borrar. Todo como si fuera un proceso de alejamiento y acercamiento al texto que se prolonga durante horas, cuando no días, y que le lleva a empezar de nuevo infinidad de veces. Pero hay un momento en que su mente se activa, en que al fin se siente seguro, en que todo se clarifica, y entonces ya no hay quien lo detenga. Es más, cuando está en racha, ni siquiera duerme. En la actualidad, puede estar hasta cuarenta y ocho horas escribiendo sin parar; hace unos años, incluso más. De hecho, su capacidad de concentración ha aumentado con la edad. Cuando era joven, sólo podía crear si se encontraba en un lugar silencioso y disponía de mucho tiempo; ahora sus nietos pueden saltar sobre sus rodillas sin que pierda el hilo.
Zurita no tiene establecido un rango de producción diario porque dice que esas cosas no sirven en poesía. En su opinión, el tiempo se mueve de un modo distinto cuando uno construye oraciones. Tiene otro ritmo, otra flexibilidad, otro desplazamiento. De ahí que los clásicos de la literatura universal caigan de pronto en el olvido y cincuenta años después recuperen el prestigio. Porque el tiempo es en este oficio una alquimia. Pero que nadie se engañe: la perseverancia sí ha de ser una constante. Dice el maestro que la poesía es la respuesta a las preguntas mal formuladas y que, para encontrar dichas respuestas, hay que meterle días, semanas y meses enteros. Afirma también que la novelística es el arte de rellenar los huecos existentes entre una situación A, una situación B y una situación C, mientras que la poesía es el arte de exponer únicamente A, B y C.
A los aspirantes les aconseja que sean sinceros consigo mismos. Les sugiere que se hagan la siguiente pregunta: si no les dejaran escribir, ¿qué harían? Si la respuesta es jugar al tenis, ver series en Netflix o salir de copeo, entonces es mejor que se dediquen a otra cosa. Si la respuesta es suicidarse, ya pueden considerarse poetas. También les insta a que tengan fe en su trabajo, a no asustarse ante la magnitud de un proyecto, a recordar que no existen las malas ideas sino las ideas abandonadas. Zurita es el ejemplo perfecto de esa constancia: consiguió que cinco aviones escribieran uno de sus poemas en el cielo de Manhattan, plasmó sus versos con grandes letras en el desierto de Atacama, se quemó la mejilla con un formón al rojo vivo y hasta quiso hacer poesía visual echándose un chorro de amoniaco en los ojos. Acabó en el hospital, claro, y por poco no se queda ciego.
Hubo un tiempo en que también él fue joven y, en consecuencia, en que estuvo dominado por las inseguridades. Ahora recuerda aquella época y le vienen a la mente los amigos que, de tanto como dudaron de su propio talento, acabaron deprimidos o incluso muertos. Por eso recomienda a los jóvenes que crean en ellos mismos, que se alejen de cuantos no los animen a cumplir sus sueños, de cuantos no les ayuden a mejorar sus textos, de cuantos no muestren un interés auténtico por su futuro. Y, si eso no es posible, les aconseja que pidan abiertamente a quienes los desprecian que dejen de ser tan crueles. Pero también quiere abrir los ojos a los aspirantes haciéndoles ver que, aunque no lo parezca, siempre hay belleza en el odio. Cuando por un momento cierra los ojos y echa la vista atrás, dice algo que tal vez no entiendan los recién llegados, pero que ya comprenderán con el tiempo: «Los grupos de poetas jóvenes, con sus envidias, sus rencillas y sus traiciones, son lo más bello del mundo». Y añade: «Incluso la maldad que habita en ellos es de una pureza infinita».
12 de enero de 2022