Estuche de muerte

Susan Sontag

Fragmento

«¿Cuál es, muerte, tu victoria?»
«E dietro le veniá sí lunga tratta
di gente ch’io non averei credutto
che morte tanta n’avesse disfatta.»
«Ojos que no ven, corazón que no siente.»
«Et in Arcadia ego.»
«Lo que hay que preguntar es si hay vida antes de la muerte.» (Adagio húngaro.)

«...el que revolcó al perro
que persiguió al gato
que mató al ratón.»
«La muerte y los impuestos: lo único inevitable.» «Enkidu, mi viejo amigo,
a quien yo tanto quería;
el que conmigo sufriera
mil trabajos y fatigas,
al destino le ha pagado
el tributo de su vida.

He velado su cadáver
siete noches y seis días;
de entre sus párpados brotan
dos lombrices amarillas.»
«Uno se muere cuando le llega la hora.»
«Como yo no podía esperar a la Muerte, la Muerte, amablemente, se detuvo por mí.»

«El polvo vuelve al polvo.»
«Lo único que siento es tener una sola vida que ofrendarle a mi patria.»

«Wir Geretteten

Aus deren hohlem Gebein der Tod schon seine Flöten schnitt

An deren Sehnen der Tod schon seinen Bogen strich.» «Lo que no mata engorda.»
«Soy lo que fue, lo que es, lo que será. Nadie ha alzado mi velo.»

«Más vale ser comunista que estar muerto.» «No tendrá la muerte dominio sobre mí.» «Oú sont les neiges d’antan?»

«Los muertos no hablan.»
«Esto es como una muerte, que no puede escoger, sino llorar aquello que al fin ha de perder.»
«I went clown to the Saint James Infirmary.» «Or discendiamo omai a maggior piéta;
giá ogni stella cale che saliva
Quand’io mi mossi, e’l troppo star si cieta.»
«La muerte acaba con todo.»
«En el palacio del Rey de las Montañas.»

Y así, de inscripción en inscripción. Una hartura de sabiduría: sabiduría torpe, inofensiva, anticuada, grosera. Sabiduría intercambiable. Sabiduría de carroña. Los letreros van escaseando. Junto a uno de los últimos, sacado de un sermón de John Donne, Diddy se detiene: está cansado. Apoya un momento su mejilla ardorosa en la piedra fría del muro. Pronto le vuelven las fuerzas y puede seguir su marcha. Percibe un olor extraño, a lava volcánica y a espuma de mar. Por debajo, otro olor desagradable, como de vómito. Al andar, Diddy arrastra suavemente las yemas de los dedos por las sucias paredes. El eco amortiguado de sus pasos resuena en su cráneo vacío.

De pronto Diddy vio un inmenso arco abovedado. Por él entró en una cámara cuatro veces más amplia, aunque menos larga, que la galería. Más que cámara, antecámara del recinto al que (ahora) se acerca. ¿Habrá otra portalada al extremo de este otro salón? Quizá. Diddy no tiene un campo visual muy despejado desde donde se encuentra. Pero se le ha ocurrido que tanto la galería como la habitación en que va a penetrar son el principio de una larga serie de estancias subterráneas, que se comunican entre sí.

La estancia en la que Diddy se encuentra (ahora) es cuadrada, alta de techo: una especie de sótano. Si tuviera ventanas, podría ser una iglesia: la iglesia de algún pobre y piadoso país balcánico. Pero evidentemente este lugar no se destina al culto; más bien parece una ancha y descuidada cripta funeral.

El pasillo por el cual Diddy camina está bastante despejado: a ambos lados se apilan los ataúdes en confusión caótica. Cientos de ataúdes, hasta mil quizá. Torcidos, de punta, tendidos de costado, amontonados uno sobre otro como leños para la chimenea. Como si hubieran rodado al azar hacia esta cámara, o como si alguien los hubiera arrojado a ella en un rabioso, exasperado trance. Nada da la impresión de orden, plan, estructura. En la caprichosa disposición de tantos ataúdes (demasiados, hasta para un lugar tan amplio) se han desdeñado todas las reglas de la economía espacial; si se hubieran respetado, tal vez parecería menor la cantidad de féretros.

Puede que no sea esta una cripta funeraria común y corriente, en la que se depositan con reverencia los cadáveres para que los visiten los amigos y deudos, sino un mero almacén de cuerpos sobrantes. Así se explica la falta absoluta de cuidados, la ausencia de flores naturales o artificiales, la carencia de tributos y recuerdos que suelen adornar el sitio de reposo de los difuntos. En muchos de los ataúdes ni siquiera hay placa que señale el nombre y fechas del desaparecido. Imposible imaginarse que alguien visite esta cripta. Cualquier pariente o amigo sufriría lo indecible al ver los restos de la persona amada en tan sucio alojamiento y tan desastrosas condiciones.

Porque no solo están mal colocadas las cajas mortuorias, sino que también se encuentran en pésimo estado de conservación. Diddy observa que muchas de ellas son de madera excelente, pero sea cual sea la madera, caoba, roble, pino, se ha rayado, astillado o resquebrajado. Es más: hay una extraña cicatriz que aparece en numerosos ataúdes: un vaciado circular del tamaño de un dólar de plata. En otros, los rayones de los costados son profundos y continuos, como de letra cursiva. Diddy trata de descifrarla: imposible. Donde los ataúdes se pintaron, en lugar de barnizarse o dejarse al natural, la pintura se destiñe y descascarilla, y a veces es el propio cajón el que se desintegra: los tablones se separan, las tapas se comban.

Diddy, que lleva al aire su tierna humanidad, va pendiente de los clavos herrumbrados que sobresalen, de las esquinas y filos de madera que se erizan al borde del pasillo. También debe cuidarse de las tapas arrancadas a muchos de los féretros y puestas de través, o de las que han rodado por el suelo. Sobre todo cuando Diddy abandona el corredor y se abre paso entre el denso bosque de ataúdes: un clavo puede herirle el pie descalzo; una astilla puede desgarrarle un muslo o un tobillo.

Hay una ventaja egoísta en esta deplorable situación: Diddy ve lo que hay dentro de cada caja. En las destapadas, basta con mirar. En las que conservan su cubierta, firmemente clavada o asegurada con grapas de bronce, suele haber una ventanilla. Diddy limpia el polvo, quita lo que estorba, y se asoma al ataúd. Por lo menos ve las caras.

Los cadáveres son de ambos sexos y de todas las edades. Vestidos de punta en blanco casi todos. Y maravillosamente incorruptos. A veces, la cara y las manos, única carne visible, están cubiertos por una funda de piel seca y apergaminada. Los rostros son humanos, de raza blanca en su mayoría y de innegables facciones norteamericanas. Son enormemente expresivos y hasta torturados. Al encogerse la piel bajo la acción de lo que parece un excelente método de embalsamamiento, se producen muecas dolorosas, sonrisas crípticas.

Y no es solo la piel lo que se mantiene intacto: también el cabello, con un color todavía semejante al rubio, moreno, rojo, gris o blanco del día del funeral. La mitad de los difuntos varones lleva bigote y barba.

Al principio, Diddy se asombra un poco de esta abundancia de adornos capilares. Ni en su generación ni en la de su padre ha habido muchos americanos que se dejen la barba. Pero pronto se da cuenta de que la mayoría de los cadáveres son de hace treinta años, o cincuenta, o cien, o doscientos. ¿Cómo adivina Diddy su edad? No por el color de la piel, que es casi siempre el mismo, moreno cetrino, sino por otras cosas.

La ropa, por ejemplo. A la izquierda, bamboleándose peligrosamente en lo alto del conjunto, hay una señora vestida al modo de 1890. Traje largo, de cuello alto; corpiño acolchado. A su lado, un caballero siglo xviii: peluca empolvada, calzón corto, camisa con guarniciones. Pero la prueba definitiva de la edad promedio de estos cadáveres la proporciona un ataúd en bastante buen estado, de roble pulido, casi sin arañazos: en su tapa firmemente as

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